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lunes, 16 de junio de 2025

Shanghai Capitulo 4 ,5



Capitulo 4

Novelas Por Capitulos

Nunca perdió de vista a su hermana. Sospechaba que estaba vinculada al Kuomintang, pero el cerco impuesto por Namura la había vuelto inaccesible incluso para él. Su devoción por Japón era tan profunda que justificaba —y hasta aceptaba con resignación— la muerte de sus propios padres a manos de sus amados superiores.
La situación era crítica. El glorioso Ejército Imperial Japonés solo cosechaba derrotas en China. Pero los japoneses eran tercos, crueles y peligrosamente valientes. Los rebeldes, por su parte, se volvían más osados cada día. La venganza nipona, en respuesta, era cada vez más despiadada. Iban a perder la guerra, pero dejarían la tierra ocupada hecha cenizas.
Po Leung era el reflejo de ese ejército: disciplinado, inflexible, implacable con el enemigo y consigo mismo. Tenía misiones por cumplir. Desde las ruinas, vigilaba a veces a su hermana, a la que había visto entrar en ese refugio oculto


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Marina y Alexander estaban abrazados. Otra marcha. Otra ida, otro riesgo.

El la miró con deseo,ella igual, Pero no lo besó.
Se inclinó apenas, apoyó la frente contra la de él, y dejó que el silencio hablara.
—Si nos besamos… —murmuró— no podré dejarte ir.
Alexander cerró los ojos. Estaba a un milímetro de su boca.
—Entonces no me dejes.
—Marina— se escuchó la voz de la doctora. —Los familiares deben irse.
Alexander simuló no entender nada de lo que dijeron.
—Oye —susurró la otra—, estás acabando con él —dijo la doctora en chino, a punto de soltar la carcajada, suponiendo que no había entendido nada de lo que hablaban.
—¿Es eso lo que quieres? ¿Que me arrodille? —gritó en inglés, cayendo de rodillas en medio de la calle desierta.
Al instante, dos disparos levantaron polvo a su lado y un reflector lo cegó. Una patrulla japonesa frenó con violencia justo frente a su rostro. Alexander golpeó el suelo furioso con los puños, dos veces. Esta era una tierra donde ni siquiera se podía amar o ser rechazado en paz.

VIII
Horas después, un Alexander desolado compartía té con la doctora.
—Creo que la he ofendido. He metido la pata con Marina.
—Es un tigre muy difícil de domar. Teme que surjan situaciones peores. Lo que ya hay es más que suficiente.
—No pretendo ir contra sus convicciones —dijo, indiferente al peligro que enfrentaría en las horas venideras.

IX
En el segundo turno de canciones del Moonlight, una Madame Moonlight afligida recitó poemas que sumieron a Namura en la desesperación; era evidente que la chica estaba perdidamente enamorada. Lo demostraba constantemente. Aun así, se acercó a la mesa y, como siempre, se mezcló con el general. Incluso se atrevió a besarlo en la mejilla, reviviendo al instante su ánimo.
—Mi vergüenza ante Su Excelencia es infinita —dijo la joven, cabizbaja y contrita—, porque en mi interpretación del tango, que bailé únicamente para su deleite, mis defectos y errores fueron evidentes. Siento que lo avergoncé ante sus subordinados. Su generosidad es tan grande que perdona semejante insulto.
—En absoluto —respondió el general, encantado por la repentina cercanía de la joven. El futuro esbozaba posibilidades.
—Por eso esta miserable mujer le suplica un favor —dijo, quebrantándole el corazón con aquellos enormes ojos negros bajo sus párpados oblicuos.
—¡Vaya, vaya! ¿Cómo podría negarme? —exclamó el general, completamente hechizado. Si Madame Moonlight hubiera pensado en pedir la rendición del ejército japonés, seguramente lo habría obtenido del general sin quejas.
—Le ruego que interceda ante el joven comerciante para que comparta su misterioso conocimiento del tango con esta humilde persona.
—¡Pero la ejecución fue perfecta! —exclamó el mayor, sorprendido.
—No lo fue. Hubo un momento en que perdí la coordinación, y si el caballero occidental no me hubiera sostenido, habría caído. Todos deben haber asumido que estaba ebria.
Madame Moonlight cubrió su rostro con las manos y sollozó temblorosa para ocultar su vergüenza.
—Oh, no fue para tanto.
—¡Por favor, no! —dijo entre lágrimas—. Mi baile fue un desastre, y traje la desgracia sobre todos los presentes. Pido disculpas por el agravio a Su Excelencia. Entiendo que es un decadente baile occidental, no tengo la gracia de las bailarinas japonesas para ejecutar el Miyako Odori.
—¿De verdad? —preguntó el general sorprendido del rechazo del otro.
—Así es —respondió, todavía sollozando—. Me daría vergüenza pedírselo al señor Davendich yo misma. Parece un hombre occidental de corazón duro, completamente egoísta. Ni siquiera me escucharía, mucho menos me enseñaría.
—Su vida pende de un hilo —dijo el general con amenaza, como si Alexander estuviera frente a él. También se sintió aliviado al ver que el hombre no tenía intenciones con la chica.

X
Al amanecer, Alexander vio llegar el Toyota negro, acompañado de un transporte blindado Type 97-Te-K equipado con una sola ametralladora en su compartimento de carga. Esa sería su escolta, y limitaría su libertad de movimiento. Lo positivo eran los soldados: no retrocederían ni después de muertos.
El joven salió en silencio, sin sentir alivio. Esta guerra ya no era suya, ni por asomo. Sería un agotador y peligroso viaje de 1300 kilómetros por la costa, arriesgado en ambos sentidos. Nadie podía garantizar que la maquinaria estuviera allí —algo que probablemente Namura había inventado para eliminarlo en el camino—.
—Maldita sea —murmuró el hombre para sí al subir al Toyota y abandonar la ciudad a 30 kilómetros por hora.
—: En el ojo del huracán
Namura había ordenado el regreso de Alexander, pero él ya se había esfumado. Había hecho lo correcto. Lo convocó.
Mientras tanto, el joven veía columnas de tanques Type 89 Hi-Go —los más pesados del arsenal japonés— avanzando por calles y carreteras, junto al incesante ir y venir de convoyes de tropas. Eso significaba que las cosas no iban bien. Ni más, ni menos…

Po Leung estaba exultante. Comandaba un destacamento, aunque su misión era algo inusual. El invierno se asentaba, prometiendo ser implacable. Eso multiplicaría la actividad insurgente por mil.
A lo lejos, vio humo y destellos de disparos. Dos explosiones resonaron, seguidas del rugido inevitable de un vehículo blindado destrozado.
—¡Un combate! —gritó con júbilo, acelerando el camión y ordenando a sus tropas recargar municiones. Rápidamente montaron una ametralladora y comenzaron a disparar sin discriminar.
—¡Vengan, perros! ¡Po Leung está aquí para servirles el desayuno! —bramó, lanzándose al fragor.
Al llegar, encontraron un auto volcado y un vehículo blindado en llamas, destrozado. Muchos soldados japoneses heridos yacían junto a guerrilleros muertos. Los hombres de Po comenzaron a rematarlos sin piedad, hasta que vio a un extranjero forcejeando con sus soldados para detenerlos.
Cuando el extranjero apenas reaccionó, Po se acercó lentamente, rodeándolo como quien evalúa a un toro antes del sacrificio.
—Vaya, vaya, vaya. Un nazi —dijo el joven con sarcasmo y desprecio, observando al hombre, que aún empuñaba su pistola humeante.
—Oye, boche —escupió al suelo cerca de las botas del hombre, haciendo gestos obscenos—. ¿Hablas japonés? ¿Me entiendes? ¿Shirobuta (“cerdos blancos”)? ¿Eres Alexander? ¿Eres Alexander?
—Sí. Soy Alexander, mi estimado “japonés”, aunque cualquiera diría que eres un Chankoro (“esclavo” en chino). Creo recordar haberte visto una vez, cuando echaste una mano con mi personal de limpieza —respondió el hombre en un japonés impecable.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? —se burló Po, imitando—. “Al-ex-an-der”… no te pases de listo.
—Solo soy un mercader independiente en una misión para Su Excelencia Namura —replicó el otro, irritado por el cínico hombrecillo que le sonreía.
—Pues pareces más herido por el miedo que por los chinos —dijo Po, volviéndose hacia un miliciano herido—. ¿Levantándote? —gritó.
El soldado intentó incorporarse. Sin ceremonias, Po le disparó en la cabeza. Sin mirar el cuerpo, repitió el proceso con los demás heridos. De pronto, como si recordara al joven extranjero, se acercó a él.
—Soy Leung Po, y nos vamos a Shanghái de inmediato. Mao Tse Tung y Chiang Kai-shek están más adelante, y no tengo ganas de charlar con esos caballeros hoy.
—Sobre mi cadáver. Voy a Tientsin y respondo ante el General Namura —replicó Alexander, asqueado, conteniéndose a duras penas de dispararle al miserable.
Po Leung asintió, fingiendo comprensión. Se frotó la barbilla, murmuró “¿Qué diablos?” y, de repente, giró con una velocidad sobrenatural, asestando un golpe fenomenal que dejó al extranjero inconsciente al instante.
—Que se lo explique a Namura —dijo, cargando el pesado cuerpo del canadiense mientras ordenaba a sus hombres partir de inmediato.





XI
Una semana después, llegó la noticia: un extranjero había caído en una emboscada y, al parecer, murió junto a unos treinta soldados japoneses.
Madame Moonlight recibió el golpe con una compostura serena.
Casi de inmediato, un ataque al depósito de municiones impuso una estricta ley marcial. Ella se quedó en la casa en ruinas de Alexander junto a la doctora. Prácticamente toda la ciudad estaba en revuelta, con combates continuos a toda hora. Sus órdenes eran esperar; no podían arriesgarse a exponer el plan mayor.
Inspeccionó la habitación destrozada de Alexander. Vio su uniforme japonés impecable, sus fotos, su sencillo catre japonés, su navaja de afeitar, sus gemelos de oro y su anillo. ¿Era de una esposa? ¿Había hijos?
Se desvistió y se acostó en su cama. La habitación estaba llena de mosquitos, a pesar del frío cortante. Envolviéndose en la sábana, inhaló el leve aroma masculino del hombre: vino fino, fútbol, amor apasionado en cada amanecer, teatro y café en la Via Veneto. Notó que la doctora Xia Jiang dormía justo a su lado: una mujer en la plenitud de su vida, tan madura, atractiva y vibrante como él. Un furioso pinchazo de celos le mordió, frunciendo sus hermosos labios. De repente, la realidad la golpeó.
—¡Dios mío! —exclamó ella, comprendiendo la noticia de golpe. Un temor terrible se apoderó de su pecho. Miedo. Miedo a todo.
Al amanecer, Marina se levantó, hizo la cama con una perfección casi militar y contempló la camisa de Alexander. Con un cuidado reverente, la tomó como una viuda que reclama su herencia. Ignorando el toque de queda, caminó por las calles destruidas, esquivando las patrullas japonesas que infestaban Shanghái.



Capítulo 13
Alexander pasó la lengua por dentro de su boca y suspiró aliviado al comprobar que todavía conservaba todos sus dientes. Tras una semana de regreso, lo habían destinado a tareas administrativas dentro de la base japonesa, que era bombardeada sin cesar por ataques de sabotaje. El final se aproximaba, aún a pasos pequeños, aunque estaba claro que pronto se convertirían en zancadas descomunales. Aun así, el camino era largo.
—Supongo que no llegaré a Tianjin —murmuró para sí, de pie en el patio, observando los efectos devastadores de una explosión en unos depósitos de municiones.
Namura fue informado de su regreso. Para asegurarse de que pudiera cumplir su misión —enseñar a bailar a la joven— debía mantenerlo con vida. Y para mantenerlo con vida, debía retenerlo dentro de la base, al menos durante unos días mientras se controlaba la ciudad.
Como recompensa, Alexander recibió un reluciente Datsun y otra comisión militar japonesa. Cada vez lo involucraban más, lo convertían en un objetivo militar, destruían lo poco que le quedaba de reputación con Marina y, sobre todo, ponían su vida en riesgo desde todos los frentes. Era un juego notable y peligroso, que lo arrastraba a la ansiedad y forzaba su mente a trabajar a máxima velocidad para hallar una salida… Una fuga hacia el interior de China. Pero había un problema: no quería hacerlo solo. No sabía cómo. Lo haría con Marina Leung Ba…
Así que, según su costumbre, hizo caso omiso a las órdenes de Namura, inventó lo que le dio la gana y se salió del campamento.
Tarareaba la melodía rusa Dorogói Dlinnoyu mientras conducía a gran velocidad por las calles desiertas, mientras las bombas caían a su alrededor.
—¿Cómo están todos? —murmuró al aire, testigo de la magnitud de las explosiones.
Con una brutal frenada, llegó a sus ruinas y corrió hacia lo que quedaba de la casa colapsada.
—¡Dios santo! ¡El espíritu del extranjero ha vuelto para atormentarme! —gritó la doctora en inglés, al ver a Alexander de pie entre los escombros, fresco como una flor y con una sonrisa de niño travieso.
—Mi espíritu, mi cuerpo y mi hambre feroz han regresado —respondió él, divertido, y no pudo evitar abrazar a la sorprendida doctora con afecto.
Ella, todavía atónita —convencida de que el apuesto extranjero había regresado entero y hermoso gracias al amor de Madame Moonlight— lo observaba sin decir palabra.
Alexander seguía conversando en inglés con la doctora. Aunque lo torturaran, jamás admitiría que entendía perfectamente el mandarín.
—Voy a dormir hasta 1950 —anunció el joven.
Minutos después, se daba una ducha helada que lo hizo gritar como un condenado. Luego, se dejó caer desnudo en su catre.
—Ah… qué delicia —dijo, llevando las manos al rostro e inhalando ese perfume espectral, femenino, dulce y fresco que impregnaba su lecho. Era el olor de ella. El olor de su princesa. No lo dejaba en paz ni por un segundo. Su aroma lo perseguía, lo enloquecía.
Abrazó la almohada, enterró el rostro en ella y se quedó dormido como un niño.
En ese mismo instante, Madame Moonlight tomaba su decisión, sentada ante el espejo de su camerino.
Su educación, así como la ocupación japonesa, la habían familiarizado con sus costumbres. Esa noche tendría otra presentación. Era jueves, y habían pasado tres semanas desde su última conversación con el General, debido a los disturbios. Un sentimiento profundo, una sensación de que todo había quedado suspendido en el aire, la inundaba por dentro.
Llevaría un arreglo floral al escenario: un ikebana. A pesar de su desorden interior, lo hizo ella misma. Usó crisantemos blancos, símbolo de que su corazón estaba muerto, pues el dueño de su amor también lo estaba. Ya no le importaba el sufrimiento de su cuerpo. Eligió el estilo moribana, donde el paraíso (shin) descansaba en la esperanza, el hombre (soe) se achicaba con ramas cortas, y la tierra (hikae) era mínima, mostrando su desapego a la vida. Un reflejo de su existencia. Lo complementaría con un kamiokuri.
Madame cantó. Otra noche de nostalgia y dolor. Y Namura lo percibía. La canción se ofrecía al público, pero el corazón se negaba: ya estaba enterrado con un cadáver. Ese era el verdadero triunfo del general.
—Esta noche me devoraré a mi presa —pensó él, satisfecho, bajando de golpe su whisky, mientras recibía las miradas aprobatorias de su séquito.
Madame Moonlight, enfurecida por ser una mujer china obligada a adoptar costumbres japonesas, imitó la tradición de las geishas y preparó una pequeña caja de obsequio. Contenía solo un mechón de su cabello negro. La deslizaría bajo la mesa y la colocaría en manos del Teniente General. Un simple kamiokuri. Cantó con los ojos cerrados, para que Dios no viera las lágrimas de dolor que se desbordaban. Era víctima de los caprichos de los poderosos. La vida la había juzgado… y condenado.
Ella terminó de cantar y se dirigió hacia su destino. Caminó hacia la mesa, llevando el pequeño regalo para el general escondido en su vestido rojo de seda y lentejuelas.
Namura estaba severo. Su rostro presagiaba la violencia que había reprimido durante tanto tiempo. La joven se sentó junto al general y permaneció en silencio.
—Me han torcido el brazo —dijo el general en voz baja—, pero no puedo luchar contra los sentimientos de mi alma. Para ti es sencillo. Eres joven y sabes amar. Ese es mi miedo… —Tenía la intención de continuar con uno de sus terribles poemas soporíferos, pero su discurso fue interrumpido cuando miró, desconcertado, hacia la penumbra. Emergiendo entre el humo estaba la figura alta y esbelta del apuesto y encantador Alexander Enrique Cavendish Wilson, quien saludó a todos con amplias sonrisas a la usanza japonesa.
Con perfecta lentitud, la joven abrió la boca para ver al fantasma que tenía la cualidad de ser sólido mientras abrazaba a todos, reía y bebía sake, acercándose constantemente a ella. Detuvo su mano, que sostenía el regalo tan cerca de la de Namura, y lo guardó de nuevo. El general había retenido información. Se lo diría después de poseerla. Pero de alguna manera, Alexander había encontrado una salida del cuartel y se dirigía directamente al Moonlight.
—Por favor, joven Alexander Enrique Cavendish Wilson —ordenó el General, al simpático visitante, que en un instante recordó su conversación,mientras se acercaba y veía a Marina en la mesa junto a Namura..
“Cuando venimos y reencarnamos, ya traemos asignada a nuestra pareja”, explicó la simpática doctora en un tono didáctico, a punto de estallar en carcajadas. Realmente eran dos adultos comportándose como adolescentes enamorados en medio de una guerra horrorosa.
“Yo traje un tigre de Bengala de mi vida pasada. Imagínate cómo luciré en mi noche de bodas”.
“Nadie dijo que conquistar a una chica china sería fácil”, respondió la mujer.
“Lo importante es mantenerse vivo para ganársela, aunque sea desde quince metros de distancia. Hablando de otra cosa… más o menos sé de qué trata esto. ¿Tú sabes exactamente qué es?”
Alexander recordó la caja lacada en rojo y se la mostró a la doctora. Esta la abrió y vio un mechón de fino cabello negro en su interior.
“¿Qué es esto?”, preguntó, entregándole la caja.
"Es una costumbre japonesa, no china. Puede significar muchas cosas dependiendo del contexto. Se ve que no era para usted. Es evidente que lo dio obligada por las circunstancias. Interpretando esto, es evidente que Marina estaba a punto de cometer una estupidez.
—¿No era para mí?
—Creo que no. Las circunstancias parecen haberla obligado. Con esto, ella te está diciendo que su alma, espíritu y cuerpo son de un dueño y no importa que su cuerpo sea de otro.
—¿Y quién es el dueño de su alma?
—Amigo, si usted no se da cuenta, ha perdido el tiempo en China.
“Habría sido más fácil simplemente decir que sí y no intentar matarme. De todas formas, ¿eso significa que es mi prometida?”
"De tu vida pasada. Pero tendrás que demostrar que eres digno de este regalo, y que debe cambiar a toda alma y cuerpo.
“¿Qué quieres decir?” preguntó vacilante, mirando a la doctora.
“Estoy seguro de que ha sido más cortés de lo habitual contigo, y sus miradas deben haber sido muy profundas. Tal vez no lo has notado. Pero debido a su educación y costumbres, no es más abierta en su comportamiento”.
“Ya veo. Creo que realmente ha sido así. Y supongo que también la ofendí demasiado con mi actitud”.
—Entonces creo que aún necesitas conquistar su corazón y convencerla. Ella te está dando todo activamente, pero debes merecerla.
—Qué delicia —saboreó Alexander.
—Cuidado, joven diplomático. No cometas un error terrible, espantoso. Tienes una flor delicada entre tus manos. No lo olvides.
Alexander miró a la mujer y contempló sus arañazos. Sí, Madame Moonlight era una flor delicada. No quería ningún cactus chino cerca de él.
—Para ella —continuó la doctora— ha sido muy difícil llevar una doble vida. Para la gente es una “jienü” (贱女), que significa literalmente “mujeres despreciables” o “mujeres de baja moral”. En realidad, su vida está en constante peligro, pues está en las fauces de los monstruos que nos destruyen nuestra vida.
Alexander entendió y una ola de respeto y admiración lo invadió, sintiéndose orgulloso de ella.

Alexander salió de su flash de recuerdo y se sentó en la mesa.

III
El año 1943 terminó, y 1944 avanzó significativamente.
Marina fue criada a la manera occidental. A pesar de asistir a costosas escuelas británicas en el extranjero, enfrentó el rechazo generalizado de los jóvenes occidentales. Descubrió cómo se burlaban de las tradiciones chinas.
En Hong Kong, encontró racismo —peor aún, racismo inglés—. Innumerables tiendas exhibían el familiar letrero: “Prohibida la entrada a mendigos, perros y chinos”. Nada más, nada menos. Extranjeros en su propia tierra.
Cuando se unió al Kuomintang, como miles de jóvenes chinos de clase media, redescubrió sus raíces abandonadas. Para defenderse, aprendió kung fu en el estilo tiger strike, haciendo de sus uñas garras más que mortales. Junto al ballet clásico y la danza moderna, estudió las antiguas danzas de la armonía perfecta, la meditación taoísta, y aprendió costumbres japonesas como el ikebana, los baños termales y tradiciones chinas como la armonía de la Escuela de Feng Shui de los Siete Espejos.
Al final, no podía comprender la terrible maldad de los japoneses; no entendía cómo un pueblo inteligente, culto, sereno y centrado podía caer en un sadismo asesino tan horroroso. La joven había vivido todas estas etapas sin rastros físicos y, lo más importante, sin cicatrices emocionales. Cuando su carrera como cantante terminó debido a la destrucción del Moonlight, comprendió que necesitaba refugiarse nuevamente. Quizás sería temporal.
Esta vez llegaron noticias frescas: se supo que el 26 de octubre de 1944 —solo unas semanas antes—, la Marina estadounidense había derrotado a la flota japonesa en las islas Leyte, Filipinas. Era otro golpe contra el ejército japonés. En el interior de China, las batallas eran monumentales, con derrotas devastadoras para los japoneses, y el general estadounidense Stilwell no coordinaba con las tropas chinas desde India. No, señor. Dirigía la estrategia desde dentro de China misma. Ahora los japoneses huían por todas partes. La libertad se acercaba a pasos agigantados. Pero la silenciosa presencia de soldados japoneses ocupando Shanghái indicaba que, al menos aquí, no sería fácil. Por eso era necesario rescatar a los prisioneros australianos, estadounidenses y británicos de la base aérea. El plan de rescate siempre se había pospuesto de una forma u otra.

Necesitaban llevarlos al frente. Poseían tácticas y métodos desconocidos para la resistencia de Shanghái. Así que Madame Moonlight —contra su voluntad, sin contacto ni con los comunistas ni con el Kuomintang, tragándose su orgullo pero vencida por su amor— se dirigió a donde estaba Alexander, ahora sobreviviendo solo en sus ruinas.

I
El joven, sin ninguna precaución, observó el avance descontrolado de un grupo de P-51 Mustang devastando grandes extensiones de Shanghái. Estos no eran aviones con gran alcance de vuelo, así que Alexander dedujo que algún portaaviones estadounidense realizaba operaciones corsarias en el Mar de China Meridional.
El invierno de 1944 avanzaba, y era evidente que la guerra terminaría en 1945. Japón perdería. Su mente se aceleró para encontrar la manera de sacarlos vivos de este caos… sí, SACARLOS VIVOS. Ese era el plan. Cuando vio el pijama negro, las sandalias y el enorme sombrero de paja, una amplia sonrisa iluminó su rostro.
—Los gatos no soportan bien el frío —dijo, temblando de emoción ante la belleza deslumbrante que emergía de las ruinas hacia él—. Siempre regresan al calor de su guarida.
—Los gatos chinos siempre vuelven para rematar a su presa —respondió la joven, horrorizada de verlo tan delgado.
Él la miró. Pequeña, menuda, no tenía los pechos grandes que preferían los occidentales, ni caderas anchas, ni era la mujer más romántica que jamás había amado. Pero, maldición, ¡cuánto le gustaba! Y no era solo físico —era su presencia, su serenidad, su aroma divino, todo eso lo atraía inmensamente sin explicación.

Sabía por qué había venido. Namura estaría furioso si aún viviera. La escala de los bombardeos se medía por las acciones japonesas: realizaban masacres indiscriminadas sin parar. Su propia casa no tenía inmunidad. Debía actuar con cuidado.
—Te traje un regalo —dijo, rompiendo el hechizo silencioso que ejercían el uno sobre el otro. Le entregó un gatito completamente azul.

—Lo dije en serio —dijo Alexander, acercándose a la figura inmóvil y tomando a la delicada criatura entre sus grandes manos. De inmediato, esta hundió sus diminutos colmillos en su dedo índice.
—Es hembra. Una azul rusa —aclaró ella, nerviosa por la presencia cada vez más cercana del hombre, cuya mirada la inquietaba—. Estoy aquí porque no quiero lidiar con el humor de Namura, sobrevivió, para que lo sepas, y puedes imaginar su carácter. Está dirigiendo todo desde el hospital donde se recupera. Creo que está paralizado.
—Me complace ser más tolerable que ese “amable” caballero —respondió él, tomando súbitamente su mano para evitar que caminara entre las piedras, dándole tiempo para colocar al gatito sobre su vientre plano. Con facilidad, Alexander inesperadamente la cargó hacia la casa, admirando en silencio el rostro anguloso de la joven, su nariz perfecta y esos inmensos ojos negros, inescrutables, que siempre lo miraban como un felino a su presa.
—Bienvenida de nuevo a mi hogar, Madame Moonlight. Tienes el don de iluminar mi vida en cada momento con tu presencia —continuó, odiando lo sinceramente básico que sonaba.
Madame Moonlight fue acomodada con delicadeza en la sala de la residencia de Alexander, donde la guerra parecía ausente. Alexander aguardó alguna palabra de ella y quedó inmediatamente desarmado.
—Mi maleta está en la puerta —dijo la frágil joven china, con un rubor extendiéndose por sus mejillas. Estaba a su alcance, y él realmente no tenía idea de cómo contenerse.
—No ha nacido el primer hombre que entienda a una mujer, y jamás existirá un hombre que pueda entender a una muchacha china. Sé que le gusto. Lo siento así, pero me pone una muralla imposible de pasar —pensó.




V
Horas después, ella preparó té para ambos: un diurético para calmar el espíritu y ahuyentar pesadillas, también útil para aliviar dolores menstruales e inflamaciones de próstata.
Esa tarde, Alexander suspiró, contemplando el día gris. Tenía a Madame Moonlight en la habitación contigua, nada menos, durmiendo junto a la doctora. Pero desde el otro lado del mundo, la Virgen de Chiquinquirá le sonreía. ¿Acaso la devoción de su madre lo había colocado junto a la mujer que cruzó su camino?
Días después, las dos mujeres susurraban entre sí.
—Cuando regresamos hace meses, no lo había visto tan feliz en días —confió la doctora a la joven.
—¿Te ha respetado? ¿Sin insinuaciones? —preguntó la muchacha, mirándola a los ojos.
—Tu presencia nunca lo abandonó. Es un hombre respetuoso, decente. Le dije que dormiste en su catre; estaba enfermo de alegría.
—Robé una de sus camisas —continuó Madame Moonlight en un susurro—. Quiero una conexión con él. Todavía la tengo.
—No ha dicho nada. Pero seguro lo sabe. Es muy perceptivo.
—Tampoco me ha dicho nada a mí. Le di mi regalo ceremonial y un gato.
—No conoce nuestras costumbres, mucho menos las japonesas. Lo tienes completamente confundido. Planea proponerte matrimonio a la primera oportunidad. Ahora que has regresado después de tanto tiempo, sin duda lo hará.
—¿A quién?
—Pues a ti —dijo la doctora.
—Todavía le tengo miedo. Los occidentales son románticos, pero terriblemente mujeriegos e infieles —susurró la joven, fascinada de que él también fuera víctima de un mal de amores.
—Ni diez Namuras ni dos guerras lo detendrán de amarte.
—Sin embargo, el destino nos separa. Debo servir a mi país.
—No vas a ir a la misión. Ya hay de sobra voluntarios. Tienes la oportunidad de ser feliz, al menos —ordenó la doctora—. Además, está el diplomático, tiene poder y si llega a enterarse va a arruinarlo todo para impedir que vayas.
Madame lo entendió. El ataque había sido un intento de deshacerse de Namura y liberarla del suicidio. Los Tigres del Kuomintang eran sensibles al amor y a la belleza.


#@#@#@#



Alexander tomó una decisión. Entendió que tenía que exponerse; daba igual si era un día u otro, los japoneses no sabían olvidar. Así que decidió… Tenía que jugar, porque la idea no era pisar la cola del tigre.
Se marchó y fue directamente al hospital. Sabía dónde buscar y se presentó en la recepción del hospital.
—Soy Alexander Cavendish, soy un comerciante canadiense y conozco personalmente al Generalísimo Takeo Namura. Sé que deben examinarme, y si está consciente, quiero rendirle mis respetos.
El oficial de recepción no dijo nada. Alexander se sentó en silencio. Esa era la idea: vaciar su mente y esperar.esperar.Porque los sucesos ocurridos esa última noche en el moonlight todavía no se lo creía y lo habían traído a esa silla en el hospital para ver a Namura.
—Puede subir a visitar al Generalísimo. Ya sabe que debe ser revisado minuciosamente por nuestro personal y no puede quedarse solo.
—Gracias. Es un honor, un privilegio tener permiso para visitar a Su Excelencia.
Alexander subió y entró en una habitación que era una sala del hospital. Allí estaba el General Takeo Namura en una silla de ruedas.
Fulvio se arrodilló en el suelo frente al general y le dijo:
—General Namura San, es un honor poder visitarlo y que permita que un ser despreciable como yo lo vea.



Namura lo miró y asintió en silencio.
—Sé que pronto volverá a sus deberes y será un día muy agradable para todos.
—Gracias, señor Cavendish. Pasé muchos meses inconsciente.
—Yo también, por eso no había venido antes.
—¿Todavía vive en la misma casa?
—Sí, señor. Y lo invito a tomar té tan pronto como se mejore.
—Fue un atentado. El cocinero abrió las válvulas de gas. La idea era eliminarnos a todos. ¿Tienes a Marina? —explicó y preguntó Namura.
—No, señor —mintió calmadamente.
—No la encuentran en ninguna parte.
—Entiendo que muchas personas desaparecieron debido a la explosión.
—Investigamos, encontramos fragmentos de huesos. Marina murió y se llevó mi alma con ella. Sé que la cortejaste. Eres un hombre valiente, sabías de mis sentimientos y eso no te detuvo.
—Mi respeto y devoción hacia usted son superiores a eso. En realidad fui esa noche para despedirme y marcharme.
—¿A dónde?
—A territorio neutral.
Namura guardó silencio.
Y en ese momento, un oficial de alto rango entró en la habitación.
—Hola, Takeo, me dijeron que te estás recuperando y eso me causó tanta alegría que no pude evitar venir personalmente a verificarlo.
Alexander vio al hombre: pequeño, delgado, elegante, con una voz cortés, de más de 50 años. Cualquier ciudadano se habría orinado de miedo. Estaban frente al General Comandante Kenji Doihara, jefe del cuerpo de inteligencia del ejército, oficial de inteligencia regional. Takeo hizo un esfuerzo por levantarse.
—¿Qué ocurre, Takeo? Por favor. Vine porque somos cadetes de la academia. No hay rango para saludar —dijo el hombre, provocando que gruesas lágrimas brotaran de los ojos de Takeo, tal era su emoción.





Continuara


Bien. Dime, ¿cómo has estado? Dicen que mejoras.

—Sí, señor —respondió Namura, mientras Alexander, arrodillado, mantenía la cabeza baja, rezando para que sus latidos no resonaran en la habitación. Se enfrentaba a uno de los hombres más sádicos del ejército japonés. Sabía de él. Doihara era inteligente, culto, preciso, un manipulador hábil, nada menos que el arquitecto de colocar al traidor Puyi en el trono y jefe de la inteligencia secreta, destructor de aldeas.

Los dos hombres intercambiaron anécdotas de la academia militar y finalmente:

—Takeo, no me has presentado al caballero visitante. ¿Cónsul? ¿Estratega militar?

—Un amigo comerciante. Ha hecho un trabajo excelente para nosotros.

—Cualquier cosa que digas es una recomendación incuestionable.

—No merezco tales elogios, señor —respondió Namura.

—Las cosas se han complicado un poco. Nada que temer. El ejército imperial permanece firme. Pero me han informado de una transferencia de algunas brigadas que teníamos, y también de algunos oficiales operativos.

—No había escuchado nada al respecto.

—No queríamos preocuparte.

—Señor, con todo respeto, deseo reincorporarme a la fuerza inmediatamente.

—Y lo harás. ¿En qué trabaja tu amigo?

—Llevó a cabo importantes transacciones comerciales para nosotros.

—¿En qué área?

—Combustibles, lubricantes, neumáticos —indicó Namura, mientras Alexander permanecía en silencio.

—Bien. ¿Te gustaría colaborar? —indicó Doihara, dirigiéndose directamente a Alexander.

—Un honor inmerecido para un ser insignificante como yo.

—No hay necesidad de modestia. ¿Sabe cómo manejarse?

—No creo estar cualificado. Estoy a sus órdenes para hacer cualquier esfuerzo —respondió Alexander, maldiciendo interiormente la idea de visitar a Namura. Había ido con la intención de conseguir que usara su inf

que debía ser cuidadoso. Ella era virgen. Ese era su miedo. No al hombre, sino a la entrega. Al abandono absoluto.

Había recordado historias entre murmullos de boca de muchachas militantes coreanas y chinas del Kuomintang que habían sucumbido de pasión ante extranjeros. “Ellos cargan herramientas como caballos. El doble de tamaño y grosor que los chinos”.

Un gemido suave, mezcla de dolor y deseo, escapó de los labios de Marina. Sus ojos se abrieron de par en par en la penumbra, justo cuando Alexander, en llamas, entró en ella con una ternura feroz. Viendo su rostro tenso, sus mejillas húmedas, él comenzó a amarla… de verdad. Y confirmó lo que dicen: que las mujeres chinas, aun las inexpertas, cuando aman, lo hacen con una pasión devastadora.

Se amaron lento. Mirándose. Tocándose. Descubriéndose. Hasta que ella alcanzó su primer orgasmo —primitivo, incontenible— jadeando por aire entre el gozo sagrado de amar, por fin, al hombre que deseaba.

Quedaron exhaustos, abrazados, besándose aún con hambre y ternura. Luego, regresó con su traje gris del destino.

—Me has ultrajado —gimoteó ella, con la felicidad cómplice de quien ha probado un nuevo mundo—. Abusaste de tu fuerza masculina… Me dolió. No sé si podré caminar en una semana. No quiero que me toques más. Bestia. Monstruo. Algún día, las mujeres tendrán que defenderse de tanto abuso…

—Tú me tendiste una trampa —replicó él, besándola sin cesar, loco de amor por ella—. Sabías que yo era vulnerable. Estuviste todos estos días preparando tu emboscada… y funcionó. Sabías que no podía estar con ninguna otra. Te amo demasiado…

—Y yo a ti, Alexander… —dijo ella de pronto, seria, con la calma de quien ya sabe lo inevitable—. Y también sé que muy pronto me dejarás embarazada. Eres un potro salvaje…

—Quiero que confíes en mí —susurró él en su oído, como una plegaria desesperada—. Quiero que confíes de verdad… y que no malinterpretes nada.

Entonces le habló de su plan. A la manera occidental: no todo… y no del todo cierto.

Ella lo escuchó en silencio, aferrada a sus brazos fuertes. Sintiendo, por primera vez, que era una mujer completa.

—¿Y cómo puedo confiar en lo que me dices? Nadie te va a perdonar. Eres un traidor. Y me dices todo esto después de hacerme tuya. Ahora estoy involucrada. Nos van a matar… a los dos.

—Te llevaré a la tierra de donde viene mi madre. A mis llanos. A ver mis selvas. Mis amaneceres…

—¿A dónde?

—A una nueva tierra. A otro continente… Después de morirnos de aburrimiento a la orilla de ríos inmensos, mirando a nuestros mil doscientos niñitos chinos corretear desnudos por la arena.

—Tú no vas a llenarme de hijos… ¿Dónde está eso? Qué nombre tan extraño… ¿No eres inglés? ¿Cómo se dice? ¿Ve-ni-zzzhu?

—Ni más… ni menos —dijo Alexander, sonriendo… mientras sentía cómo la pasión, otra vez, comenzaba a arderle en la sangre.

Alexander deslizó su mano por la cintura de Marina, deteniéndose justo donde empezaba la curva de su cadera. La acarició como si recorriera los bordes de un país soñado. Ella no dijo nada. Lo miró con esos ojos negros que parecían esconder siglos de historias, de orgullo, de tormentas contenidas.

—No vas a llenarme de hijos —repitió ella, con una media sonrisa, entre el fastidio fingido y la ternura más auténtica.

—Quizás uno —susurró él—. Uno que nazca en libertad… no aquí, no entre ruinas. Uno que herede tu fuego y mis ganas de huir.

Marina se incorporó lentamente, cubriéndose con la sábana ajada que apenas servía como barrera entre ellos.

—¿Por qué me haces hablar así? ¿Por qué me haces imaginar cosas imposibles… cuando lo único real son tus labios, tu cuerpo, y esta ciudad que se cae a pedazos?

Él no respondió. Solo la miró. Como se mira un atardecer cuando sabes que no volverás a verlo.

—Porque si no soñamos ahora, Marina… si no inventamos un futuro —dijo al fin, acariciándole la mejilla con el dorso de la mano—, entonces esta guerra ya nos ha matado.

Ella bajó la mirada, conmovida, estremecida por la sinceridad que se colaba entre los restos del deseo.

—Me gusta cuando hablas así —confesó—. Me gustas más cuando callas y solo me miras… como si fueras capaz de esperarme toda la vida.

Alexander se acercó y le besó la frente, suave. Luego la nariz. Y después, muy lentamente, los labios. Un beso largo. Profundo. Un beso sin prisa. Un beso que decía todo lo que aún no sabían decir con palabras.

—Te quiero viva —susurró él—. Te quiero conmigo… hasta el final.

Ella asintió. No dijo nada más. Pero algo en sus ojos ya no era igual. Había bajado la guardia. Quizás solo por esa noche. Quizás para siempre.

En silencio, se acomodaron juntos bajo las mantas. No como amantes consumidos por el fuego, sino como dos náufragos que habían encontrado, al fin, un poco de calor en medio del naufragio.

Shanghái dormía, herida. Pero en esa habitación rota, entre escombros y promesas, todavía quedaba algo de belleza.


Alexander regresó al campamento. Era cierto. Se estaba involucrando demasiado y Marina podía ser asesinada por su propia gente.

Durmió inquieto en el campo de concentración. Había dado un salto al vacío, confiando en su diabólica suerte y en las oraciones de su madre. En su nuevo hogar, en Valencia, al otro lado del mundo, en esa zona perdida con un nombre tan extraño como el chino: allí, en Guataparo. Mientras dormía, comprendió de lo que había sido capaz por el amor de esa mujer. No se arrepintió ni por un segundo. Pero tenía claro que Marina no estaba hecha para ser ama de casa. Era hermosa, vanidosa, con un espíritu indolente, una jugadora cruel con los sentimientos ajenos, le gustaba divertirse demasiado, bailar, beber como un marinero, no sabía cocinar ni lavar —ni quería aprender—, adoraba dormir hasta tarde y solía despertarse de mal humor. En sus sueños, dudaba si quería ser madre y, si lo era, si lo haría bien.

El hombre siguió pensando y planeando. Necesitaba salvarla para sí mismo. Sabía perfectamente que, dos minutos después de que terminara la expulsión japonesa, estallaría la guerra entre el Kuomintang y los comunistas. Y no quería otra guerra para los dos. Quería una oportunidad. Una oportunidad lejos, en su tierra de paisajes grises y tranquilidad, a las dos de la tarde.

Alexander, escondido entre las ruinas, escuchó a las mujeres hablar en chino mandarín. Se confiaban la una a la otra y discutían el plan.

Con el mismo espíritu de diversión con el que afrontó esta guerra, afrontaría también esta y construiría para ambos. Tenía que jugar la mejor partida de su vida. Una partida donde solo él entendía las reglas y jugaba. Ironías. Sí, ironías.

Siguió conduciendo desde el campamento hasta las ruinas de su casa, escuchando las conversaciones entre las dos mujeres, quienes casualmente se burlaban de él a su costa. Se dio cuenta y confirmó que el Kuomintang se reunía allí mismo, justo bajo sus narices desde hacía mucho tiempo. Que la doctora era la jefa del distrito, liderando por acuerdo con los comunistas. También escuchó que el Kuomintang sabía que él era el jefe administrativo del campo de concentración. Los comunistas ya tenían esta información. Así que su vida no valía ni un cuarto de yen.

Madame Moonlight era una militante disciplinada; finalmente descubrió que había una misión suicida planeada para liberar a los soldados estadounidenses y, la mejor parte de la historia, sí, estaba enamorada de él.

Dos días después, Alexander regresó en medio de la noche después de estar de guardia en la base de prisioneros extranjeros en Shanghái. Observó cómo el antaño poderoso ejército imperial llegaba hecho pedazos. Heridos, golpeados, vestidos con harapos, desmoralizados y con algo que nunca imaginó: miedo. Mucho miedo. Estaba pensando en ello cuando llegó el frío amanecer. Acababa de darse una ducha helada en la base. Y no tenía sueño. Vio a “Cachita” durmiendo en su catre. Vio a Marina, descalza, vestida con su camisa de fiestas. Estaba mirando sus cosas con curiosidad. La joven habló sin volverse.

: En el borde del abismo

—No tengo navajas para afeitarme. ¿Tienes una? —dijo ella con esa voz seductora y femenina.

Alexander no respondió. Con cuidado, se acercó a la frágil mujer, la tomó por los hombros y la giró hacia él. Levantó su barbilla y, lentamente, se inclinó, perdiéndose en la infinitud de esos ojos negros. La besó con suavidad, saboreando esos labios carnosos, sensuales, dulces, divinos. Fue un beso cargado de hambre reprimida, con un deseo a punto de estallar y con todo el amor que ambos llevaban dentro. Ella correspondió por completo; fue delicioso y sensual. No era muy experta, pero también disfrutó del sabor. Cuando, tras una eternidad, se separaron, él dijo:

—Madame Moonlight —susurró Alexander, con los ojos húmedos de pasión.


—Marina Leung Ba —lo corrigió ella, muy cerca de él. Demasiado cerca. Hipnotizada por la presencia del hombre.

—Marina Leung Ba —repitió Alexander, maravillado, recordando la escena en la casa de Leung Ba, con el dulce néctar de esos hermosos labios—. Estoy loco por ti, y lo sabes. Me tienes completamente enamorado, y lo sabes.

—Lo sé. Me lo has demostrado, y me has presentado a tu destino. Y no podré escapar de él… —balbuceó la joven, con dos enormes lágrimas rodando por sus mejillas, escapando de los brazos que intentaban retenerla, aterrada por el próximo paso que estaban a punto de dar.

IX

Los japoneses tenían costumbres ilógicas. Si los atacaban durante un desfile militar, al día siguiente hacían exactamente lo mismo. Lo mismo aplicaban a los convoyes militares, convirtiéndolos en blancos fáciles para la resistencia china. Pero seguían haciéndolo. Aceptar la derrota era la humillación más vergonzosa. Sin embargo, los hechos eran los hechos.

Los Mitsubishi FJ4, los legendarios Zeros estacionados en la base militar de Shanghái, se convirtieron en un escuadrón kamikaze y fueron enviados al Pacífico. Entonces, ocurrió lo impensable.

La temida y peligrosa policía militar japonesa se retiró, dejando el campamento bajo el control de mercenarios coreanos y soldados chinos del ejército del traidor Pu Yi.

—Shanghái será la tumba final de los japoneses en China —arengó Mao Tse Tung a sus invencibles guerrilleros comunistas.

—Shanghái será liberada por el Kuomintang —rugió el dragón Chiang Kai-shek a sus indomables soldados nacionalistas.

Alexander perfeccionaba su plan mientras conducía por la carretera, soportando los tediosos tributos de las tropas en el campamento, e inmediatamente identificó al verdadero líder de los prisioneros. Un americano rubio, de unos cuarenta años, afable e informal, como él. Conectó de inmediato con el hombre. Un neoyorquino, amante de la pizza y fanático de los Mets, casado con una latinoamericana. ¡Qué suerte! El americano hablaba español.

—Vaya. Siempre pensé que la mafia irlandesa controlaba las cocinas y el licor. Hoy acabo de confirmarlo —le dijo al hombre, estrechando su mano con firmeza en medio del patio, a la vista de todos.

—Soy hijo de un policía, y yo mismo fui patrullero una vez. Sé cómo manejar a los gusanos. Pronto te pondremos esposas y te daremos una bonita celda solo para ti. Pórtate bien, y seremos indulgentes, te alimentaremos e incluso le daremos a la policía montada una cuerda nueva para ti —respondió el prisionero con una amplia sonrisa.

—Van a ganar. Ya están bombardeando Tokio y las grandes ciudades. Voy a mantenerte con vida, y voy a ayudarte a escapar —dijo Alexander de repente, en medio de la calle, respondiendo en español al otro hombre.

—Ese es un truco viejo —dijo el coronel, riendo a carcajadas—. Intenta algo mejor. Algo que me sorprenda. Las palizas ya no nos afectan.

—Prométeme que salvarás a dos gatas.

—¿Dos gatas? Eso es barato —respondió el otro, mirándolo a los ojos.

—Escúchame y memoriza esto —dijo Alexander. Habló largo rato en español. Cuando terminó, el otro permaneció en silencio y luego respondió:

—Amigo, no creo una sola palabra. Especialmente de ti. Traidor y escoria.

—Tienes que creerme.

—Todo lo que dijiste es una idiotez. Tan falso como un traidor. Es lo que veo. Es lo que eres. Basura —le indicó el americano con infinito desprecio.

Tres días después…


Alexander observó una vez más su desfile militar y a sus prisioneros: americanos, británicos, neozelandeses, holandeses, marines, pilotos. Civiles de todas las nacionalidades. Frente a ellos estaba el Coronel americano Ralph Eugene O’Neill.

Alexander era seguido por su nueva sombra, su asistente Po Leung. Se detuvo y se posicionó directamente frente al Coronel O’Neill. Lo miró con desprecio y habló en inglés, el idioma común entre prisioneros y japoneses. El Coronel también lo miró con superioridad y le dedicó un saludo militar desdeñoso.

—¿Crees que soy tu payaso? ¿Crees que no sé nada de tus planes de sabotaje? —dijo Alexander, lanzando un poderoso derechazo al estómago del Coronel, que cayó de rodillas, solo para recibir dos fuertes patadas del administrador—. ¿Crees que si yo fuera tu prisionero, no harías lo mismo conmigo? ¿Dónde está tu superioridad ahora, maldito gusano? —gritó, asestando dos patadas más—. ¡A la celda de castigo! —ordenó, mientras los soldados arrastraban al hombre al sector de castigo, golpeándolo y azotándolo repetidamente en el polvo, mientras Alexander sonreía. Cada prisionero presente lo miraba con un odio incontenible.

Po Leung a su lado sonrió. Su jefe sería lo que sería. Indiscutiblemente, no era un terrón de azúcar.

Esa medianoche, el Datsun negro de Alexander salió a toda velocidad del campo de prisioneros…















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