Bloguer

Mostrando entradas con la etiqueta Acción aventuras e999erpc55. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Acción aventuras e999erpc55. Mostrar todas las entradas

lunes, 20 de octubre de 2025

EDMEE.Capitulo 3 y 4

Novelas Por Capitulos



Viene del Capítulo 1 y 2




ContinuarA





Capítulo 3: El Romance Secreto


El aire de la selva era denso, cargado con el aroma de la tierra húmeda, las flores exóticas y, de forma más sutil pero omnipresente, el olor a pólvora y sudor. Rafael de la Fuente, un hombre acostumbrado a los salones pulcros de la élite y a los campos de batalla ordenados, se encontraba en un campamento temporal, un microcosmos de caos y esperanza en medio de la insurgencia. Había sido un día extenuante, lleno de escaramuzas y decisiones difíciles que pesaban sobre sus hombros como el uniforme militar que vestía. Fue entonces, en el crepúsculo que pintaba el cielo con tonos naranjas y púrpuras, cuando sus ojos se posaron en ella por segunda vez, y esta vez, con una conciencia más profunda de su presencia.


Edmée, con la piel curtida por el sol y las secuelas  del antiguo  trabajo en la hacienda Rosa Negra, se movía entre los heridos con una gracia que desmentía la dureza de su existencia. Sus manos, pequeñas pero fuertes, vendaban una herida con una delicadeza que conmovió al recién llegado  Rafael,que reconoció a la muchacha y en silencio contemplaba la escena.

 La imagen de la muchacha, con su cabello negro trenzado con cintas de colores vibrantes, era un contraste sorprendente con la brutalidad que los rodeaba. Sus ojos, grandes y oscuros, reflejaban una mezcla de inocencia y una profunda tristeza que Rafael había notado en los esporádicos encuentros en su casa mientras ella limpiaba.

II
 El atractivo joven  la abordó con la brusquedad de un general que intenta mantener el control en un mundo que se desmoronaba, sin saber que su alma ya había sido cautivada.
“—¿Tú trabajabas en nuestra hacienda? ¿Te envió mi padre para vigilarme? — pregunto Rafael a rajatabla, su voz resonando con una autoridad que pretendía ocultar su propia curiosidad y la confusión que la presencia de Edmée le generaba.
 La muchacha, con las mejillas rojas como tomates maduros, había bajado la mirada, un gesto de sumisión que a Rafael, a pesar de su posición, le resultaba incómodo y, extrañamente, doloroso.
—No, mi señor. Vine porque el General Ortiz nos ofreció libertad. Mi madre murió y ya nada me ataba al compromiso con su padre —balbuceó Edmée, su voz apenas un susurro que, sin embargo, caló hondo en Rafael. 

Él recordó la enfermedad de la madre de la joven, una mujer que había trabajado incansablemente en sus tierras, y un recuerdo que le trajo un atisbo de culpa por su dureza inicial, una culpa que se mezclaba con una admiración incipiente por la valentía de ella.
—Lo lamento —dijo, su tono más suave, casi una caricia. 
Edmée se atrevió a levantar la mirada, sus ojos encontrándose con los de él por un instante fugaz, un momento que pareció suspender el tiempo y el espacio a su alrededor.
—Gracias, mi señor —respondió ella, y en ese momento, Rafael sintió un impulso que no pudo explicar, una necesidad imperiosa de conectar con ella. Tomó las pequeñas manos de la muchacha, llenas de callos, un testimonio silencioso de una vida de esfuerzo y sacrificio. Sus dedos rozaron la piel áspera, y una chispa, casi imperceptible, se encendió entre ellos, una promesa tácita de algo más profundo.
—Mírame. Esta lucha es por todos nosotros. Te cuidaré —le dijo el joven, su voz cargada de una sinceridad que sorprendió incluso a sí mismo.

 Edmée sintió un temblor recorrer su cuerpo, una emoción tan intensa que la dejó sin aliento. Podía morirse en ese momento y sería la mujer más feliz del mundo, pensó, su corazón latiendo con una fuerza inusitada. La promesa de Rafael, pronunciada en medio de la desolación de la guerra, fue para ella un ancla, una luz en la oscuridad de su existencia, una esperanza que nunca antes había osado soñar.

Desde que Edmée había trabajado en la hacienda de los De la Fuente, Rafael había sido para ella una figura casi mítica. El era bellísimo,demasiado Apuesto, culto, diferente a los rudos campesinos y soldados que la rodeaban, había robado su alma sin siquiera saberlo. Su voz, sus modales, su forma de hablar; todo en él le parecía de otro mundo. Era el epítome de la nobleza y la educación, un contraste absoluto con la vida de privaciones y trabajo duro que ella había conocido. Ahora, en sus ojos, Rafael no era solo un general, sino un ser casi divino, un príncipe de un cuento de hadas que había descendido a su humilde realidad para, quizás, cambiarla para siempre. Su devoción por él era un secreto bien guardado, una llama que ardía silenciosamente en su interior, alimentada por cada encuentro, por cada palabra, por cada mirada robada.





Lo que comenzó como una fascinación unilateral pronto se transformó en un secreto y pasional  romance que Rafael ignoraba totalmente, en su posición de general y hombre de la alta sociedad, no había previsto ni buscado. 

A pesar de las barreras sociales y las circunstancias de la guerra, se sintió atraído por la pureza, la devoción y la fuerza silenciosa de Edmée. Era una atracción que desafiaba la lógica y las expectativas de su mundo y el no sabía explicarse. Sus encuentros, inicialmente accidentales, se volvieron deliberados, buscados con una urgencia creciente. Rafael encontraba excusas para pasar horas con ella, bajo el pretexto de supervisar las tareas del campamento o de discutir asuntos triviales. Pero la verdad era que quería enseñarle a leer y escribir, compartiendo con ella fragmentos de los libros que una vez atesoró en su biblioteca personal. 


Le hablaba de un mundo donde la justicia prevalecía, donde la educación era un derecho y no un privilegio, y donde el amor, creía él con una convicción creciente, no conocía barreras sociales. Se encontraba a sí mismo, un hombre de ciencia y estrategia, divagando sobre la poesía y la filosofía, solo para ver la chispa de comprensión en los ojos de Edmée.
Edmée, ávida de conocimiento, absorbía cada palabra, cada lección como una esponja. Su mente, antes limitada por las circunstancias de su nacimiento y la ignorancia impuesta por el sistema, comenzó a florecer bajo la tutela de Rafael. Él le abría las puertas a un universo de ideas y posibilidades que nunca antes había imaginado. Cada libro que leía, cada concepto que entendía, era una victoria personal, un paso más allá de las cadenas de su pasado. Ella, a su vez, le enseñaba a Rafael la sabiduría de la tierra, los secretos de la selva, la resiliencia del espíritu humano frente a la adversidad. Le mostraba la belleza de las cosas simples, la importancia de la comunidad y la fuerza del amor incondicional que ella misma encarnaba.

 En medio del caos de la guerra, el secreto amor de Edmée se convirtió en su refugio, su santuario donde ella podía ser ella misma, lejos de las expectativas y las presiones de sus mundos respectivos. Era un intercambio silencioso, un pacto no verbal que los unía más allá de sus diferencias.
Una tarde, mientras el sol se ponía, tiñendo el cielo de un rojo ardiente y dorado, Rafael encontró a Edmée sentada junto a una fogata, reparando la ropa de un soldado con una aguja e hilo. La luz danzante de las llamas iluminaba su rostro, revelando la concentración en sus ojos y la delicadeza de sus movimientos. Había una quietud en ella, una paz que contrastaba con el bullicio del campamento. Se acercó en silencio, y ella levantó la vista, una sonrisa tímida asomando en sus labios, una sonrisa que siempre lograba calmar la tormenta en el alma de Rafael.
—Edmée —dijo Rafael, su voz suave, casi un susurro, como si temiera romper la magia del momento. 

Se sentó a su lado, sintiendo el calor de la fogata y la cercanía de ella, una cercanía que se había vuelto esencial para él. El ambiente era íntimo, un pequeño oasis de paz en medio de la guerra, un refugio donde podían ser simplemente Rafael y Edmée.
—Mi señor —respondió ella, su voz apenas audible, pero cargada de una emoción que Rafael empezaba a descifrar. Había en su tono una mezcla de respeto y una calidez que Rafael empezaba a reconocer como algo propio, algo que le pertenecía.
—Te he dicho que puedes llamarme Rafael —insistió él, una ligera sonrisa en su rostro. La formalidad, aunque esperada por su posición, se sentía como una barrera entre ellos, una barrera que él deseaba derribar con cada encuentro.
Edmée dudó por un momento, sus ojos oscuros buscando los suyos, como si sopesara el peso de su petición. Luego asintió lentamente, una decisión tomada. 
—Rafael —pronunció, y el nombre, en sus labios, sonó diferente, más dulce, más personal, como una melodía que solo él podía escuchar.
—¿Qué lees hoy? —preguntó él, señalando un pequeño libro que ella tenía a un lado, un volumen de poesía clásica que él mismo le había prestado. Era uno de sus favoritos, y le intrigaba saber cómo lo percibiría ella.
—Un poema sobre el amor perdido —respondió ella, sus ojos oscuros brillando a la luz de la fogata, revelando una profundidad de sentimiento. —Es triste, pero hermoso, ¿no cree? Habla de un amor que se fue, pero que dejó una huella imborrable.
—El amor es a menudo así —reflexionó Rafael, su mirada perdida en las llamas danzantes, en los recuerdos de amores pasados que no habían dejado la misma huella. —Una mezcla de alegría y melancolía, de éxtasis y dolor. ¿Crees en el amor, Edmée, en medio de tanta desolación?

Ella lo miró fijamente, y por un momento, Rafael sintió que sus ojos leían su alma, desnudando sus propios miedos y esperanzas.
 —Sí, Rafael. Creo en el amor. Creo que es lo único que nos mantiene cuerdos en tiempos como estos. Lo único que nos da esperanza, la fuerza para seguir adelante cuando todo parece perdido. Sin amor, ¿qué nos quedaría?
Sus palabras resonaron en el corazón de Rafael, un eco de sus propios pensamientos más íntimos. Él, un hombre de razón y estrategia, se encontró conmovido por la simple y profunda fe de Edmée, una fe que no se basaba en dogmas, sino en la pura esencia del sentimiento humano.
 —¿Y qué tipo de amor crees que es el más verdadero, el más duradero?
Edmée bajó la mirada, sus mejillas se tiñeron de un suave rubor, un color que Rafael encontraba infinitamente atractivo. 
—El amor que no espera nada a cambio. El amor que es puro y desinteresado. El amor que lo arriesga todo, incluso la propia vida, por el bienestar del otro. Ese es el amor que trasciende todo.
El silencio se extendió entre ellos, llenado solo por el crepitar de la fogata y los sonidos distantes de la selva, un concierto de la noche. La tensión era palpable, una corriente eléctrica que amenazaba con desbordarse, con romper las barreras invisibles que aún los separaban. Edmée, en su imaginación, no se veía de otra forma que no fuera en los brazos de tan apuesto galán, su mente pintando escenarios de un futuro imposible. 



La pasión volcánica que Rafael desataba en ella era un secreto que guardaba celosamente, pero que amenazaba con escapar en cada mirada, en cada roce accidental, en cada suspiro. Sus encuentros eran llenos de una secreta pasión contenida, una danza de miradas y palabras no dichas, un ballet de emociones que solo ellos dos entendían.
Rafael, aunque ajeno a la intensidad de los sentimientos más profundos de Edmée, no era inmune a su encanto. La candidez de ella, su inteligencia innata y su espíritu indomable, lo atraían de una manera que ninguna mujer de su círculo social había logrado. Se encontró anhelando sus conversaciones, la forma en que sus ojos se iluminaban con cada nueva idea, la risa suave que a veces se le escapaba, un sonido que era música para sus oídos. Era una conexión que trascendía las barreras de su mundo, una conexión forjada en la adversidad y la esperanza, un lazo que se fortalecía con cada día que pasaba.

#@#@#@
Una noche, la lluvia torrencial los obligó a refugiarse en una pequeña choza improvisada, construida con ramas y hojas de palma. El sonido de la lluvia golpeando el techo era un telón de fondo para su conversación, un ritmo constante que los aislaba del resto del mundo. Rafael le leía un pasaje de un libro de filosofía, explicando conceptos complejos con una paciencia infinita, disfrutando de la forma en que ella absorbía cada palabra. Edmée escuchaba atentamente, interrumpiéndolo con preguntas perspicaces que revelaban una mente aguda y curiosa, una mente que él se deleitaba en estimular.
—Entonces, ¿crees que la libertad es un estado del ser o una condición social? —preguntó ella, sus ojos fijos en él, buscando una respuesta que pudiera darle sentido a su propia lucha.
Rafael sonrió, impresionado por la profundidad de su pregunta, por la forma en que ella siempre iba más allá de lo superficial. 
—En ambas, Edmée. La libertad comienza en la mente, en la capacidad de pensar por uno mismo, de cuestionar, de soñar. Pero también es una condición social, un derecho que debe ser garantizado para todos, sin importar su origen o su posición, sin importar si nacieron en una hacienda o en la más humilde de las chozas.
—Y si no se nos da, ¿debemos tomarla? —su voz era firme, una determinación que sorprendió a Rafael, una chispa de rebeldía que él encontraba irresistible.
—A veces, Edmée, la libertad debe ser conquistada. No sin un gran costo, no sin sacrificio, pero a veces es el único camino. La historia nos lo ha demostrado una y otra vez —respondió, su voz grave, cargada con el peso de la responsabilidad.
 En ese momento, se dio cuenta de que Edmée no era solo una muchacha campesina; era una mujer con un espíritu revolucionario, una fuerza silenciosa que lo inspiraba, que lo empujaba a ser un mejor líder, un mejor hombre.

Y por eso ella sonaba feliz, algo le decía que en medio de tantas muertes y desastres que cada día se incrementaban, algo podía pasar entre los dos.
Y por eso cada sueño era diferente ..
La cercanía en la pequeña choza, el sonido de la lluvia, la intensidad de su conversación; todo contribuía a una atmósfera cargada de emoción, de una electricidad palpable. Rafael sintió un impulso irresistible de tocarla, de sentir la calidez de su piel, de borrar la distancia que los separaba. Extendió una mano y rozó su mejilla, un gesto que fue tanto una pregunta como una afirmación, una invitación tácita. Edmée cerró los ojos por un instante, el contacto eléctrico, y luego se inclinó hacia su mano, un gesto de entrega y confianza que derritió las últimas barreras de Rafael.
—Rafael —susurró ella, su voz temblaba, cargada de anhelo. 

Él acercó su rostro al de ella, sus ojos buscando permiso, una confirmación de que no estaba cruzando una línea que no debía, una línea que, en el fondo, ambos deseaban cruzar. En los ojos de Edmée, vio no solo permiso, sino un anhelo tan profundo como el suyo, un deseo que se reflejaba en los suyos.
Sus labios se encontraron en un beso tierno al principio, luego más apasionado, un beso que lo decía todo sin necesidad de palabras. Era un beso que lo decía todo: la devoción silenciosa de Edmée, la atracción prohibida de Rafael, la esperanza de un futuro incierto. Era un beso que desafiaba las convenciones, las clases sociales, la guerra misma. En ese momento, en la oscuridad de la choza, bajo el sonido rítmico de la lluvia, el mundo exterior dejó de existir. Solo existían ellos dos, perdidos en el torbellino de sus sentimientos, en la promesa de un amor que apenas comenzaba a florecer.


@#$##
El romance secreto prohibido floreció en medio de la adversidad, como una flor exótica en el corazón de la selva.Y ella ya no sabía cómo contenerse.

 Sus encuentros se volvieron más frecuentes, sus conversaciones más íntimas, cada vez más profundas. Rafael le enseñaba a Edmée sobre estrategia militar, sobre política, sobre el mundo más allá de la selva, sobre la historia y la geografía. Ella, a cambio, le enseñaba sobre la resiliencia de la gente, sobre la importancia de la fe y la esperanza, sobre la verdadera riqueza que no se mide en oro o tierras, sino en el espíritu humano, en la conexión con la naturaleza y con los demás. Se complementaban, cada uno llenando los vacíos del otro, construyendo un puente entre sus dos mundos tan dispares.
Pero el campamento era un lugar de ojos curiosos y oídos atentos. 



#@#@#

Los rumores comenzaron a circular, susurros sobre el general y la muchacha campesina, sobre la impropriedad de su relación. 



Rafael, consciente de las implicaciones, intentó ser más discreto, pero la atracción entre ellos era demasiado fuerte para ser contenida, como un río desbordado. Edmée, por su parte, no le importaban los rumores. Su amor por Rafael era un fuego que la consumía, una fuerza que la hacía sentir viva en medio de la muerte y la destrucción, una razón para luchar, para existir.
Un día, el General Ortiz, un hombre astuto y observador, llamó a Rafael a su tienda. Su rostro, curtido por años de batalla, era inescrutable, una máscara de experiencia y autoridad. Rafael entró con el corazón latiéndole con fuerza, sabiendo lo que se avecinaba.
—Rafael, he notado tu interés en la muchacha Edmée —dijo Ortiz, su voz baja y grave, pero con un matiz de advertencia. Rafael sintió un escalofrío recorrer su espalda. Sabía que Ortiz era un hombre que no toleraba distracciones, especialmente en tiempos de guerra, y menos aún romances que pudieran comprometer la moral de las tropas.
—Es una muchacha inteligente, General. Estoy educándola, como usted me ha pedido que haga con la gente del pueblo, para que puedan ser parte activa de esta revolución —respondió Rafael, intentando mantener la calma, aunque su corazón latía con fuerza contra sus costillas.
Ortiz lo miró fijamente, sus ojos penetrantes, como los de un halcón. —La educación es importante, Rafael, sí. Pero también lo es la disciplina. Y los rumores, mi joven general, pueden ser peligrosos. Pueden desmoralizar a las tropas, pueden crear divisiones, pueden dar munición al enemigo. No podemos permitirnos tales lujos en estos tiempos críticos.
Rafael apretó los puños, la frustración y la impotencia burbujeando en su interior. —Mis acciones no han afectado mi deber, General. Mi lealtad a la causa es inquebrantable, y mi compromiso con la revolución es total. Edmée no es una distracción, sino una inspiración.
—No lo dudo, Rafael. Pero la percepción lo es todo en la guerra. Te aconsejo que seas más cuidadoso. La revolución necesita tu mente, no tu corazón distraído por asuntos personales —dijo Ortiz, su tono final y sin apelación, dejando claro que no habría más discusión al respecto. Rafael salió de la tienda con un nudo en el estómago, el sabor amargo de la reprimenda en su boca. La advertencia de Ortiz era clara. Estaban malinterpretado su  relacion con Edmée, y si se seguían  abiertamente los rumores, podría tener consecuencias desastrosas no solo para ellos, sino para la causa que ambos defendían con tanto ahínco.


#@#$##$#


Edmée notó el cambio en Rafael. Se volvió más distante, más preocupado, una sombra se cernía sobre sus ojos. Sus encuentros se hicieron menos frecuentes, y cuando se veían, la alegría que antes los unía se veía empañada por una sombra de preocupación, por la tensión de lo no dicho. Una tarde, ella lo confrontó en su lugar secreto, un pequeño claro escondido entre la densa vegetación, donde los sonidos de la guerra parecían distantes y el mundo exterior no podía alcanzarlos.
—¿Qué  sucede, Rafael? —preguntó, su voz llena de angustia, su corazón encogiéndose al ver la tristeza en sus ojos. —Pareces distante, preocupado. ¿He hecho algo mal?
Rafael suspiró, pasando una mano por su cabello, un gesto de cansancio y frustración.

 —Es el General Ortiz, Edmée. Malinterpreta mi relación contigo. Me ha advertido de las consecuencias si continuamos.
El corazón de Edmée se encogió. Sabía que su amor era prohibido, que desafiaba las normas de su sociedad, pero la realidad de la amenaza era más dura de lo que había imaginado. El miedo se apoderó de ella. —¿Qué haremos, Rafael? ¿Vamos a dejar que nos separen?
—No lo sé, Edmée. No puedo arriesgar la causa. No puedo arriesgarte a ti. Si nuestra relación se convierte en un problema, podríamos poner en peligro todo por lo que luchamos, y a ti misma —dijo Rafael, su voz llena de dolor, la idea de separarse de ella era insoportable, pero la responsabilidad de la revolución pesaba sobre él como una losa.
—No me importa la causa si te pierdo a ti —respondió Edmée, su voz firme a pesar de las lágrimas que comenzaban a asomar en sus ojos. Se acercó a él, tomando sus manos, sintiendo la fuerza de sus dedos. 
—Mi vida antes de ti no era vida. Solo existía, sin un propósito claro, sin una verdadera alegría. Ahora, contigo, siento que vivo, que cada día tiene un significado. No me pidas que renuncie a esto, Rafael. No puedo.
Rafael la miró, la fuerza y la devoción en sus ojos lo conmovieron profundamente. La amaba, lo sabía con cada fibra de su ser. La amaba con una intensidad que nunca había creído posible, un amor que trascendía todo lo que había conocido. Pero el camino que habían elegido, el camino de la revolución, era peligroso y exigía sacrificios, a veces, los más grandes. Se sentía atrapado entre su deber y su corazón.
—No te pido que renuncies a nada, Edmée. Solo te pido paciencia. Debemos ser más cuidadosos, más astutos. Debemos proteger lo que tenemos, lo que hemos construido. Nuestro amor es un arma en sí mismo, pero debemos usarlo con sabiduría —dijo, y la abrazó con fuerza, sintiendo el calor de su cuerpo contra el suyo, la fragilidad de su existencia entrelazada con la suya. En ese abrazo, ambos encontraron consuelo y una promesa tácita de que lucharían por su amor, incluso si eso significaba desafiar al mundo entero, a las normas, a la guerra misma.
La revolución continuó, 





y con ella, la lucha de Rafael y Edmée por mantener su amor en secreto. Se volvieron maestros en el arte de la discreción, sus miradas, sus gestos, sus palabras, cargados de un significado oculto que solo ellos entendían, un lenguaje secreto de amor. Rafael continuó sus lecciones, usando los libros como un pretexto para sus encuentros, para sus conversaciones profundas. Edmée, por su parte, se convirtió en una estudiante excepcional, su mente floreciendo con cada nueva idea, cada nuevo concepto. La sabiduría de la selva que ella poseía, combinada con el conocimiento del mundo que Rafael le ofrecía, los hacía un equipo formidable, una alianza de mentes y corazones.
Un día, una nueva escaramuza estalló cerca del campamento, más violenta y caótica que las anteriores. El sonido de los disparos, los gritos de los hombres, el choque de las espadas llenaron el aire, un presagio de muerte. Rafael, como siempre, estaba al frente, liderando a sus tropas con valentía, su figura imponente en medio del caos. Edmée, en el campamento, ayudaba a los heridos, su corazón latiendo con miedo por Rafael, cada explosión, cada grito, un puñal en su alma. 






En medio del caos, un soldado enemigo, astuto y sigiloso, logró flanquear a las tropas de Rafael, apuntando su rifle directamente a él, un blanco fácil en la confusión de la batalla. Edmée, que había estado observando desde la distancia, con una premonición de peligro, vio el momento exacto en que el enemigo levantaba su arma. Sin pensarlo dos veces, sin importarle su propia seguridad, corrió hacia Rafael, gritando una advertencia que esperaba que él pudiera escuchar por encima del estruendo de la batalla.
—¡Rafael, cuidado! ¡A tu izquierda! —su grito, agudo y desesperado, resonó en el campo de batalla, un sonido que logró perforar el caos. Rafael se giró justo a tiempo para ver al soldado enemigo, su rifle ya apuntando. Desenvainó su espada y, con un movimiento rápido y preciso, desarmó al atacante, salvando su vida por un instante. Pero en el proceso, una bala perdida, silbando en el aire, rozó su brazo, y él cayó al suelo, herido, el dolor agudo y punzante.
Edmée corrió hacia él, su rostro pálido de miedo, el corazón en un puño. Se arrodilló a su lado, sus manos buscando la herida, temblorosas pero decididas. —¡Rafael! ¡Por Dios, Rafael! —exclamó, las lágrimas brotando de sus ojos, un torrente de angustia y alivio al verlo con vida.
—Estoy bien, Edmée. Solo un rasguño, no te preocupes —dijo él, intentando tranquilizarla, aunque el dolor era intenso y la sangre manchaba su uniforme. Los soldados de Rafael llegaron rápidamente, asegurando la zona y llevando al general herido de vuelta al campamento, con Edmée a su lado, sin soltar su mano.
En la tienda médica, Edmée se negó a dejar su lado. Con una determinación férrea, cuidó de él con una devoción que conmovió a todos los que la vieron. Limpió su herida con agua tibia y hierbas medicinales, cambió sus vendajes con delicadeza, y se quedó a su lado durante toda la noche, velando su sueño, sus ojos fijos en él, rezando por su recuperación. Rafael, febril y débil, sentía su presencia como un bálsamo, una caricia para su alma. En medio de la oscuridad y el dolor, la mano de Edmée en la suya era la única cosa real, la única cosa que importaba, la única que le daba fuerza para seguir luchando.
Al amanecer, Rafael se despertó, la fiebre había bajado, el dolor era más soportable. Edmée estaba dormida a su lado, su cabeza apoyada en el borde de la camilla, su mano todavía aferrada a la suya, un gesto de amor y protección. La vio allí, tan vulnerable y tan fuerte, tan hermosa en su cansancio, y una oleada de amor lo invadió, un amor que ya no podía ni quería ocultar. No podía negar lo que sentía por ella. No podía seguir ocultándolo, ni a sí mismo ni al mundo.
Cuando Edmée despertó, sus ojos se encontraron con los de Rafael. Había una nueva intensidad en su mirada, una determinación que no había visto antes, una luz que iluminaba su alma. —Edmée —dijo él, su voz ronca por la debilidad, pero cargada de una emoción innegable. —Lo que siento por ti es real. No puedo seguir negándolo. No quiero seguir negándolo. Te amo, Edmée.
Las lágrimas brotaron de los ojos de Edmée, pero esta vez eran lágrimas de alegría, de alivio, de una felicidad que nunca pensó que experimentaría. —Yo también te amo, Rafael. Con todo mi corazón, con toda mi alma. Siempre te he amado.
Se inclinó y lo besó, un beso que era una promesa, un compromiso, una declaración de amor eterno. En ese momento, en la tienda médica, rodeados por los sonidos amortiguados de la guerra, Rafael y Edmée decidieron que su amor valía la pena luchar por él, sin importar las consecuencias, sin importar los obstáculos que se interpusieran en su camino. La revolución no solo les había traído libertad, sino también un amor prohibido, un amor que desafiaba todas las reglas y que estaba destinado a cambiar sus vidas para siempre, a redefinir su existencia.
El General Ortiz, al enterarse del incidente y de la valentía de Edmée, no pudo evitar reconocer la profunda conexión entre ella y Rafael, también vio la fuerza que Edmée le daba a Rafael, una fuerza que podría ser vital para la causa. Son embargo no logro dimensionar que existía algo más, le dió la sensación de lealtad de la muchacha hacia el joven general.


La guerra era un crisol que forjaba alianzas inesperadas y amores improbables. Y en el corazón de la selva, bajo el cielo estrellado, el amor de Rafael y Edmée florecía, un faro de esperanza en medio de la oscuridad de la revolución, un testimonio de que incluso en los tiempos más sombríos, el amor podía encontrar un camino.
El campamento, a pesar de las cicatrices de la reciente escaramuza, se sentía diferente. La valentía de Edmée no pasó desapercibida, y aunque su relación con Rafael seguía siendo objeto de susurros, ahora había un respeto tácito, una aceptación silenciosa. Rafael, recuperándose lentamente, se apoyaba en Edmée más que nunca. Sus conversaciones se extendían hasta altas horas de la noche, planeando no solo estrategias militares, sino también un futuro incierto para ellos dos, un futuro que ahora imaginaban juntos.
—¿Crees que alguna vez tendremos un lugar donde no tengamos que escondernos? —preguntó Edmée una noche, mientras Rafael dibujaba mapas en la tierra con un palo, delineando posibles rutas de escape o de ataque. La luna llena iluminaba el campamento, proyectando sombras largas y danzantes, creando un ambiente de misterio y anhelo.
Rafael la miró, sus ojos llenos de una promesa silenciosa, de una determinación inquebrantable. —Lo tendremos, Edmée. Lucharemos por ello. Por la libertad, por la justicia, y por nosotros. Este no es solo un sueño para el pueblo, es también nuestro sueño, el sueño de una vida juntos, sin miedo, sin secretos.
Ella asintió, su mano buscando la suya, entrelazando sus dedos, un gesto de unidad y compromiso. El roce fue un bálsamo, una confirmación de que no estaban solos en esto. La guerra era una realidad brutal, pero su amor era un refugio, un santuario que construían juntos, ladrillo a ladrillo, con cada mirada, cada palabra, cada toque. Sabían que el camino sería largo y peligroso, lleno de obstáculos y sacrificios, pero estaban dispuestos a recorrerlo juntos, de la mano, enfrentando lo que viniera. El romance prohibido de Rafael y Edmée, nacido en la adversidad, era ahora una fuerza imparable, un testimonio del poder del amor en los tiempos más oscuros, una luz que guiaba su camino hacia un futuro incierto pero lleno de esperanza.
La recuperación de Rafael fue lenta, pero cada día que pasaba, su vínculo con Edmée se fortalecía. Ella se había convertido en su sombra, su enfermera, su confidente. Las tropas, al ver la dedicación de Edmée, comenzaron a verla con nuevos ojos, no solo como la muchacha campesina, sino como la compañera del general, una mujer valiente y leal. El General Ortiz, aunque aún reticente, no pudo ignorar el efecto positivo que Edmée tenía en Rafael. Su moral había mejorado, su determinación se había renovado, y su liderazgo se había vuelto aún más inspirador.
Una tarde, mientras Rafael se recuperaba en su tienda, Edmée le leía un libro de historia, su voz suave y melodiosa llenando el espacio. De repente, Rafael la interrumpió.
—Edmée, ¿alguna vez has pensado en lo que haremos cuando todo esto termine? —preguntó, su mirada fija en el techo de lona.
Ella cerró el libro, pensativa.

 —He soñado con ello, Rafael. Con un lugar tranquilo, lejos de la guerra, donde podamos vivir en paz, donde pueda leer todos los libros que quiera, y donde tú puedas ser simplemente Rafael, sin el peso del general.
Rafael sonrió, una sonrisa genuina que rara vez mostraba.

 —Ese es mi sueño también, Edmée. Un hogar, una familia. Contigo.
Edmée sintió un rubor subir por sus mejillas.


 —Una familia… ¿Conmigo? —susurró, la idea tan hermosa como aterradora.
—Sí, Edmée. Contigo. Quiero construir un futuro contigo. Un futuro donde no haya clases sociales, donde la educación sea para todos, donde el amor sea libre —dijo Rafael, extendiendo su mano para tomar la suya. 

Sus dedos se entrelazaron, un pacto silencioso, una promesa de un futuro que aún estaba por escribirse.
Pero la guerra no esperaba. Los informes de inteligencia indicaban un gran movimiento de tropas enemigas. El General Ortiz convocó a Rafael a una reunión de emergencia. La recuperación de Rafael aún no era completa, pero su mente estratégica era indispensable.
—Rafael, necesitamos tu plan. El enemigo se está moviendo hacia el Paso de la Serpiente. Si lo toman, estaremos perdidos —dijo Ortiz, su rostro grave.
Rafael, apoyándose en Edmée para levantarse, se acercó al mapa. —General, propongo una estrategia audaz. Atacaremos por el flanco, usando el conocimiento de la selva que hemos adquirido. Será arriesgado, pero es nuestra única oportunidad.
Ortiz lo miró, luego a Edmée. —Y la muchacha, ¿qué papel jugará en esto?
Rafael miró a Edmée, y ella asintió con determinación. —Edmée conoce la selva como la palma de su mano. Ella puede guiarnos por senderos que el enemigo desconoce. Su conocimiento será invaluable.
Ortiz dudó por un momento, pero la confianza en los ojos de Rafael era inquebrantable. 

—Muy bien, Rafael. Que así sea. Pero si algo sale mal, la responsabilidad será tuya.
La noche antes de la batalla, Rafael y Edmée se encontraron en su claro secreto. El ambiente estaba cargado de tensión y de una melancolía silenciosa. Sabían que esta batalla podría ser decisiva, y que sus vidas, y su futuro, estaban en juego.
—Tengo miedo, Rafael —confesó Edmée, su voz apenas un susurro.
—Yo también, mi amor —respondió Rafael, abrazándola con fuerza. —Pero no te dejaré. Lucharemos juntos, como siempre.
—Prométeme que volverás —dijo ella, sus ojos llenos de lágrimas.
—Lo prometo, Edmée. Volveré a ti. Y cuando lo haga, construiremos ese futuro que hemos soñado —dijo él, besándola con una pasión que era una mezcla de amor, miedo y esperanza. Era un beso de despedida y de promesa, un beso que sellaba su destino.
La batalla del Paso de la Serpiente fue feroz y sangrienta. Rafael lideró a sus tropas con una valentía inigualable, y Edmée, con su conocimiento de la selva, guio a un pequeño grupo de soldados por senderos ocultos, flanqueando al enemigo y cambiando el rumbo de la batalla. Ella luchó con la ferocidad de una leona, no con armas, sino con su ingenio y su conocimiento del terreno, desviando al enemigo, creando distracciones, abriendo caminos.
En un momento crítico, Rafael se encontró rodeado por soldados enemigos. Su brazo herido lo limitaba, y la derrota parecía inminente. De repente, Edmée apareció, no con un arma, sino con una antorcha, encendiendo un matorral seco, creando una cortina de humo que desorientó al enemigo y permitió a Rafael y sus hombres escapar. Ella no era una guerrera en el sentido tradicional, pero su valentía y su ingenio eran tan letales como cualquier espada.
La victoria fue suya, pero a un costo terrible. Muchos hombres cayeron, y la selva se tiñó de rojo. Rafael, exhausto pero victorioso, buscó a Edmée entre el caos. La encontró ayudando a los heridos, su rostro manchado de hollín y sudor, pero sus ojos brillando con una determinación inquebrantable.
Se acercó a ella y la abrazó con fuerza, sin importarle los ojos curiosos de los soldados. —Lo logramos, Edmée. Lo logramos. Gracias a ti.
Edmée se aferró a él, las lágrimas brotando de sus ojos. 


—Estaba tan asustada, Rafael. Pensé que te perdería.
—Nunca me perderás, mi amor. Nunca —dijo él, besando su frente. En ese momento, la guerra, los rangos, las clases sociales, todo dejó de importar. Solo existía su amor, puro y verdadero, forjado en el fuego de la revolución.
El General Ortiz, al verlos juntos, sonrió. Había perdido un poco de su rigidez.

 —Rafael, Edmée, habéis demostrado que el amor, cuando es verdadero, es una fuerza tan poderosa como cualquier ejército. Y Edmée, tu valentía ha sido ejemplar. La revolución necesita personas como tú.
Rafael y Edmée se miraron, sus corazones llenos de esperanza. El camino aún era largo, la revolución no había terminado, pero ahora tenían la bendición de su líder y el apoyo de las tropas. Su amor, que había nacido en secreto, ahora podía florecer abiertamente, un símbolo de la nueva era que estaban construyendo. Un futuro donde el amor no conocía barreras, donde la justicia prevalecía, y donde los sueños más audaces podían hacerse realidad.
Los días siguientes a la batalla fueron de curación y planificación. Rafael, con su brazo vendado, seguía siendo el estratega principal, pero ahora Edmée estaba a su lado en las reuniones, su voz escuchada y respetada. Su conocimiento de la gente y de la tierra complementaba la visión militar de Rafael, creando un equipo formidable. La dinámica entre ellos había cambiado; ya no era solo el general y la campesina, sino dos iguales, dos compañeros unidos por una causa y por un amor profundo.
—Necesitamos asegurar las rutas de suministro a través de la selva —dijo Rafael en una de esas reuniones. —El enemigo intentará cortarlas.
Edmée, con un mapa improvisado en el suelo, señaló un sendero.


 —Hay un camino antiguo, Rafael, conocido solo por los locales. Es peligroso, lleno de trampas naturales, pero es casi imposible de detectar para los que no lo conocen. Podríamos usarlo para mover nuestros suministros de forma segura.
El General Ortiz, que escuchaba atentamente, asintió. 


—Una excelente idea, Edmée. Tu conocimiento es un activo invaluable. Rafael, encárgate de esto con Edmée. Ella será tu guía principal.
Rafael sonrió a Edmée, un brillo de orgullo en sus ojos. —Será un honor, General.
Juntos, Rafael y Edmée se adentraron en la selva, no solo como líderes militares, sino como amantes, explorando los senderos ocultos, descubriendo la belleza y los peligros de la naturaleza. Cada paso que daban juntos era un paso hacia la construcción de su futuro, hacia la realización de sus sueños. Hablaban de todo: de la guerra, de la paz, de sus esperanzas, de sus miedos. Compartían sus pensamientos más íntimos, sus sueños más audaces. La selva, que antes había sido un campo de batalla, se convirtió en el escenario de su amor, un testigo silencioso de su creciente unión.
Una noche, acamparon bajo un dosel de estrellas, el sonido de los insectos y los animales nocturnos llenando el aire. Rafael encendió una pequeña fogata, y se sentaron uno al lado del otro, el calor de sus cuerpos mezclándose con el calor de las llamas.
—¿Crees que algún día podremos volver a la hacienda Rosa Negra? —preguntó Edmée, su voz suave, nostálgica.
Rafael la miró, su rostro iluminado por el fuego. —Quizás, Edmée. Pero no como antes. No como la hacienda de mi padre, sino como nuestro hogar, un lugar donde la justicia y la igualdad reinen. Un lugar donde todos sean libres.
Edmée apoyó su cabeza en su hombro. 


—Me gusta ese sueño, Rafael. Un hogar contigo, donde podamos enseñar a nuestros hijos a leer y a escribir, donde puedan crecer libres y felices.
Rafael la abrazó con fuerza, sintiendo la dulzura de sus palabras, la promesa de un futuro que parecía cada vez más tangible. 



—Ese es el futuro por el que luchamos, Edmée. Por el que vivimos.
La revolución aún tenía muchos desafíos por delante, pero Rafael y Edmée estaban listos para enfrentarlos juntos. Su amor, nacido en la adversidad, se había convertido en una fuerza motriz, un faro de esperanza para ellos y para todos los que los rodeaban. El romance prohibido se había transformado en un amor legendario, una historia de valentía, sacrificio y la inquebrantable fe en un futuro mejor.



Continuara


Capitulo 4


# : La Obsesion del General

El aire del campamento oli­a a polvora rancia, a sudor y a la promesa incumplida de un futuro mejor. Para Rafael de la Vega, el joven aristocrata que habia abandonado la opulencia de su hacienda familiar por la causa de los desposei­dos, ese hedor se convertio en el perfume de su propia desilusion.

Casi un año Habia pasado desde su llegada al campamento del General Luis Felipe Ortiz con la cabeza llena de lecturas francesas sobre la libertad, la igualdad y la fraternidad. Soñaba con una región forjada en la justicia, donde el color de la piel y el apellido no dictaran el destino. Pero la realidad, como un machete desafilado, habi­a comenzado a desmantelar su idealismo, trozo a trozo.

La primera grieta se abrio en la Hacienda de los Olivos, a solo dos dias de marcha. Luis Felipe Ortiz, con su oratoria inflamada, muchas veces  prometio redistribucion y respeto. Lo que Rafael presencio fue una orgia de saqueo y asesinatos indiscriminados indiscriminado. Los rebeldes, hambrientos y resentidos, no distinguieron entre los hacendados que habian maltratado a sus peones y aquellos que habian sido justos. Vio a un hombre anciano, un poeta y filantropo conocido por su biblioteca abierta al pueblo, arrastrado fuera de su casa y ejecutado sumariamente.




 Sus libros, su preciada coleccion de clasicos, fueron apilados en el patio y quemados en una pira que iluminaba la noche con una luz roja y brutal.

Tambio vio tirada a la orilla del camino,mientras el incendio devoraba el central azucarero,el cadavar desnudo y ultrajado de Laura Arévalo.

En silencio el mismo cavo una fosa y con respeto la enterró.

--¿Por que, General?--- logró preguntar Rafael, con la voz temblando de rabia y horror.

Luis Felipe Ortiz, un hombre de estatura media, con ojos claros y una barba pulcra que desmentia su origen "popular", se habi­a encogido de hombros con una sonrisa fria.

--”Son las malezas, Rafael. Hay que quemarlas para que la nueva semilla pueda crecer. La cultura del opresor es tan peligrosa como sus armas.

Pero el "limpiar" no se detuvo en los libros. En la siguiente aldea, presencio la ejecucion de una familia de pequeños comerciantes, acusados de "colaboracion" por haber vendido alimentos a las tropas gubernamentales. Eran inocentes, gente humilde que solo intentaba sobrevivir. Rafael se dio cuenta de que el lema de Luis Felipe Ortiz, "Destruir para Renacer", no era una estrategia militar, sino una filosofia genuina de **destruccion y venganza**. La revolucion no buscaba elevar al pueblo, sino simplemente cambiar a los opresores, reemplazando una tirani­a por otra, quizas aun mas brutal, vestida con la bandera de la justicia social.

Su noble causa estaba siendo profanada por la ambicion y la hipocresi­a.

***

Sus dudas se intensificaron cuando, en una noche de borrachera entre oficiales, el Capitan Mendoza, un hombre de campo con un corazon sorprendentemente blando, le revelo un secreto a medias.

--¿Sabes, Rafael? Luis Felipe Ortiz no es uno de nosotros. No es de la tierra.

Rafael fruncio el ceño. 

--Es el General. Es nuestra voz.Se lo que me vas a decir.Es un conocido de mi familia.

--Es un medico. Un hombre culto de la capital, de piel clara como la mía,víctima de las injusticias de esta tierra. 

--Su familia perdio su fortuna por un mal negocio, no por la opresion. El no busca la igualdad, busca el **poder absoluto** y la riqueza que le fue negada en su juventud por la rigidez de la sociedad. Y sobre todo venganza.Esta lleno de odio porque no pudo tener la mujer que amaba en silencio.En realidad,el Nos usa. Nos da palabras bonitas, y nosotros le damos la sangre.Yo estoy de este lado ,igual que por los demás, aguardiente,oro y mujeres finas.

El descubrimiento fue un puñetazo en el estomago de Rafael. Se sintio engañado, su fe hecha añicos. El lider de los "desposei­dos" era, en esencia, un aristocrata resentido que manipulaba a las masas para sus propios fines.No fue el gobierno, fueron sus errores

Intentó hablar y averiguar con otros oficiales, pero encontro una mezcla de miedo, lealtad ciega y una resignacion fatalista. La revolucion era una maquina que ya no podi­a detenerse, y Luis Felipe Ortiz  era su motor.

***

En medio de ese lodazal moral, Edmee era su unico faro. La joven sirvienta, de ojos color miel y una trenza negra que le caia hasta la cintura, habi­a sido su sombra silenciosa en la hacienda de su padre. 

Ahora era Su amor era un secreto, un murmullo de manos que se rozaban en las tiendas de campaña  oscuras  y miradas robadas a traves de la distancia militar.

 En el campamento, el peligro de su amor era doble. Estaban juntos, pero mas separados que nunca.

Edmee no era una rebelde. Habi­a sido arrastrada al campamento llevada por su secreta pasión por Rafael de la Fuente.

Rafael la buscaba en la oscuridad de la noche, en el cobertizo donde guardaban la leña, o detras de la tienda de provisiones. Sus encuentros eran breves, tensos, cargados de una electricidad que amenazaba con explotar.

--Debes irte, Rafael le susurro Edmee una noche, su aliento calido en el cuello del atractivo hombre. Estaban acurrucados entre sacos de grano, el olor a tierra humeda y desesperacion envolviendolos.

--No puedo dejarte.

---No has visto lo que yo he visto. La crueldad. No es tu guerra.

--Es la tuya, Edmee. Y si es tuya, es mi­a.

Pero no habi­a pasado nada entre ellos. La guerra, la proximidad constante de la muerte, y el miedo a ser descubiertos habian levantado un muro invisible. Sus besos eran castos, desesperados, promesas de un futuro que pareci­a cada vez mas improbable.

***

La presencia de Edmee no paso desapercibida para el General Valbuena. Su belleza natural, su inocencia y su espíritu indomable lo cautivaron. Valbuena, acostumbrado a obtener todo lo que deseaba, desarrollr una **obsesion** por ella.




Para el General, Edmee no era solo una mujer. Era un sÃimbolo: la pureza del pueblo que el pretendi­a "liberar" y, al mismo tiempo, **corromper**. Su repentino deseo y capricho deseo por Edmee se mezclaba con un retorcido sentido de posesion y poder. La vei­a en la cocina, con el cabello recogido y la cara manchada de harina, y senti­a una punzada de rabia al ver su mirada esquiva. El era el General, el dueño de la revolucion, como se atrevia esa sirvienta a no doblegarse ante su poder?

Comenzo a hacerle preguntas a Rafael sobre ella, de forma casual al principio.

--Esa muchacha, Edmee. ¿Era de tu hacienda, Rafael?

-- Si­, MiGeneral. Una de las cocineras.

--Tiene una mirada... indomable. Me recuuerda a la tierra que luchamos por liberar.

Rafael sintio una alerta. Luis Felipe Ortiz no era un hombre que elogiara sin un proposito.

El General, sin embargo, no era un tonto. Estabaa notando los pequños detalles: la forma en que Rafael se demoraba cerca de la cocina, la manera en que Edmee evitaba su mirada, pero no la de Rafael. Luis Felipe Ortiz nunca confio plenamente en el "rico y culto" que se  unió a su causa. Vei­a en Rafael una debilidad, un idealismo peligroso que, si no se controlaba, podria volverse contra el.

La noche del descubrimiento fue brutalmente simple. Ortiz habi­a salido de su tienda para aliviar su vejiga y se encontro con dos sombras acurrucadas detras del cobertizo de leña. No necesito ver sus rostros para saber quienes eran. La forma en que se aferraban el uno al otro, la desesperacion en el silencio de su abrazo, era mas elocuente que cualquier palabra.

El General sintio que la sangre le hervia. Rafael, el rival, el idealista, el que se creia moralmente superior, estaba robandole lo que el consideraba suyo. Su envidia y celos se desataron. Este romance era una afrenta a su autoridad y un obstaculo para su deseo.Era la segunda vez que un hombre De La Fuente se le atravesaba en el medio del camino

Luis Felipe Ortiz sonrió malévola mente  en la oscuridad. Su mente retorcida comenzo a maquinar un plan para **destruir a Rafael** y **someter a Edmee**. El "romance" se convertiri­a en la excusa perfecta para eliminar a la amenaza y reclamar el simbolo.

***

### La Trampa se Cierra

A la mañana siguiente, Luis Felipe Ortiz  convocl  a Rafael a su tienda. El aire estaba denso, cargado de un olor a tabaco fuerte y peligro.

”Rafael ”dijo el General, sin mirarlo, examinando un mapa desdoblado sobre una mesa de campamento, tengo una mision para ti. Es de suma importancia.

--”A sus ordenes, General.

--”Hemos interceptado un mensaje. El Coronel Rojas, leal al gobierno, se dirige a la ciudad de Santa Marta con un convoy de armas y oro. Debe ser interceptado.

Luis Felipe Ortiz  levantó  la vista, sus ojos fri­os como el acero.

 --”Necesito a un hombre de confianza, alguien que conozca las costumbres de la gente de bien. Rojas es un hombre de honor, a su manera. Necesito que te infiltres en su campamento, te ganes su confianza y nos des la señal para el ataque.

Rafael sintio una punzada de alarma. Infiltrarse en el campamento enemigo era una mision suicida.

--”General, con todo respeto, mi rostro es conocido. Soy el hijo mayor de la familia De la Fuente. Si me reconocen...

--”Precisamente por eso. Nadie esperaris que el hijo de Alejandro de la Fuente  sea un traidor a su clase. Te dare una historia de descontento con tu padre. La gente supondrá que no estás de acuerdo en muchas cosas por tu ser afecto al gobierno, Es arriesgado,  Pero si triunfas, seras un heroe de la revolucion. Y tendras el honor de dirigir la vanguardia en el ataque final.

La propuesta era tentadora para el idealista que  vivi­a dentro de Rafael. El honor, la vanguardia, el triunfo. Pero el hombre desilusionado olio la trampa. Luis Felipe Ortiz lo estaba enviando a morir.

--”Acepto, General. ¿Cuando parto?

--”Al anochecer. Solo llevaras lo esencial. Y por cierto... ”Luis Felipe Ortiz hizo una pausa dramatica, su sonrisa se hizo mas ancha y cruel”, he notado que la cocinera Edmeee esta muy estresada con el trabajo. La he reasignado a mi tienda. Necesito alguien que me sirva el café y me lea los informes. La mantendre a salvo mientras tu cumples tu mision.

El corazon de Rafael se detuvo. El General lo sabia. Lo habi­a descubierto, y ahora usaba a Edmee como un rehen, una carnada.

--”General, no creo que sea apropiado. Ella es una sirvienta de campo, no sabe leer...

--”Aprendera¡. O quizas yo le enseñe. No te preocupes, Rafael. La cuidare como si fuera... una posesion preciada. Ahora vete. Prepara tu partida.

Rafael salió de la tienda con la mente en blanco, el puño cerrado. La mision era una sentencia de muerte, y Edmee era la garantia de que no huiria. La trampa se habi­a cerrado.

***

### El ultimo Encuentro Clandestino

Rafael sabia que no teni­a tiempo. La noche caeria pronto, y con ella, su partida. Necesitaba ver a Edmee, advertirle, idear un plan.

La encontro en la cocina, empacando sus escasas pertenencias. Sus ojos color miel estaban llenos de lagrimas contenidas.

--”Lo se”dijo ella, sin levantar la vista. ”El Capitan Mendoza me lo dijo. Me ha reasignado.

--”Edmee, escuchame. Esto es una trampa. Luis Felipe Ortiz  lo sabe.

Ella levantó la vista, y Rafael vio un fuego nuevo en sus ojos. No era miedo, sino una furia fria.

-- Lo he visto mirarme. Como si fuera un trozo de carne.

--”Me esta enviando a morir. Y te esta usando para asegurarse de que no escape.

--”Entonces, no vayas.

--”Si no voy, me ejecutara¡ aqui mismo. Y te tomara a ti. Si voy, tengo una oportunidad, por pequeña que sea, de escapar y volver por ti.

Edmee se acercó a el, y por primera vez, el miedo y la guerra no pudieron contener la pasion. Se abrazaron con la desesperacion de dos naufragos.

--No quiero que te vayas , aprovechará que no estás para violarme cuántas veces le de la gana.sabes que es asi.”murmuro ella, enterrando su rostro en el pecho de el.

--”Volvere por ti. Te lo juro por mi vida.

--¿Y que haras?

--Me infiltrare. Pero no por Luis Felipe Ortiz. Por mi. Y por ti. Si logró contactar con Rojas, le revelare la verdad sobre Luis Felipe Ortiz. La unica forma de derrotar a este monstruo es unir a los que realmente buscan la paz.

Edmee lo miró, y en sus ojos vio el regreso del idealista que amaba.

--”Rafael --”dijo ella, con una voz firme que lo sorprendio. ”Si te vas, llevate esto.

Extrajo de su bolsillo un pequeño relicario de plata, un objeto que habi­a pertenecido a su madre.

--¿Que eses?

--”No es el relicario. Es lo que esta dentro.

Abrio el relicario. Dentro, no habiia una imagen religiosa, sino un pequeño trozo de papel doblado.

--”Es el listado de los contactos de tu padre en la capital. ,  contactos con gente de influencia que odiaba con justa razón  a Luis Felipe Ortiz. Si llegas a Santa Marta, busca a Don Elias. Es amigo de tu padre y te conoce Te vio cuando eras un niño -- expreso la preciosa muchacha ante el sorprendido Rafael

Rafael sintió una oleada de esperanza. Edmee no era la víctima pasiva. Era una mujer con recursos, con una red de apoyo oculta.

--”Esto lo cambia todo.

--”Ahora, besame, Rafael. Besame que necesito tus labios para quitarme este miedo que te vayas

Y en ese momento, el muro invisible se derrumbo. El miedo se convirtio en un catalizador. Se besaron con una intensidad que no conocían, un beso que era una promesa, un juramento y una despedida. Rafael sintio inxsaciable  la dulzura de sus labios, el sabor salado de sus lagrimas, y el calor de su cuerpo. El romance,  que no endcontraba la oportunidad de soltar el volcan que en ambos se estaba concentrando para estallar.

***

### La Huida y la Persecución 

El campamento se sumio en el silencio de la medianoche. Rafael, vestido con ropas viejas de peon y con el relicario de Edmee escondido en su bota, se preparaba a salir   al punto de encuentro. Llevaba un rifle viejo y una cantimplora.

De repente, escuchó un grito. Un grito ahogado, seguido de un golpe seco. Veni­a de la tienda de Luis Felipe Ortiz.

Rafael se detuvo. Entendio lo que significaba. Luis Felipe Ortiz  no esperari­a. HabÃia ido a buscar a Edmee.

El idealista murió en ese instante, reemplazado por el hombre de accion. El plan de infiltracion se desvanecia. Solo quedaba el rescate de la mujer que amaba.

Maldiciendo su ingenuidad Corrio  hacia la tienda. Dos guardias montaban guardia.

-- ¡Alto! ¿Quien  va ahi?

Rafael no respondio. Levanto el rifle y disparo certeramente  dos veces. Los disparos resonaron en el campamento. Los guardias cayeron.

Entro en la tienda. Luis Felipe Ortiz estaba ahi, de pie, con el torso desnudo. Edmee estaba en el suelo, llorando, con la ropa rasgada. Luis Felipe Ortiz  la habia golpeado en el forcejeo tratando de ultrajarla.

--¡Traidor! --rugio Luis Felipe Ortiz ,moviéndose a toda velocidad y  sacando un sable de la pared.

-- Tuv eres el traidor, General. A la causa, al pueblo, a todo lo que juraste defender.

Luis Felipe Ortiz  cargó contra el muchacho. Rafael esquivo el golpe del sable y usando el rifle como garrote, golpeo contunfente al General en la cabeza. Luis Felipe Ortiz cayó al suelo , aturdido.

-- ”¡Edmee, va¡monos!-- urgió el joven levantando a la joven semidesnuda

Ella se levantó, su rostro marcado por el horror.

--”¡El caballo! ¡Mi caballo!

Salieron de la tienda. El campamento estaba despertando. Los hombres de Luis Felipe Ortiz, confusos por los disparos, comenzaban a correr hacia la tienda.

Rafael y Edmee corrieron hacia las caballerizas. Rafael monto su caballo, **El Rayo**, un semental negro que habia trai­do de su hacienda. Subio a Edme a la grupa.

--”¡Sujetate fuerte!

Espoleo a El Rayo. El caballo relincho y salio disparado hacia la oscuridad, rompiendo la cerca del campamento.

-- ”¡Detenganlos! ¡Matadlos! --”se escuchaba  la voz furiosa de Luis Felipe Ortiz  a la distancia.

La persecución había comenzado.

***

### El Camino a Santa Marta

Cabalgaban a toda velocidad por el sendero polvoriento. Detrás de ellos, los gritos y los cascos de los perseguidores se acercaban.

--¡Nos alcanzan! ”grito Edmee, aferrandose a Rafael.

--”No lo haran. El Rayo es el mas rapido.

Pero Luis Felipe Ortiz  no era un hombre que se rindiera facilmente. Habi­a montado a su propio caballo, un tordo fuerte y resistente, y dirigía la persecución con una furia personal.

Llegaron a un rÃio. El puente habi­a sido volado por los rebeldes semanas antes.

--¡Maldicion! ” exclamó Rafael.

--¡Debemos cruzar!

Rafael no lo dudo. Espoleo al Rayo y se lanzo al rio crecido. El agua estaba fri­a y la corriente era fuerte. El Rayo luchó, pero logró llegar a la orilla opuesta.Afortunadamente ninguna piedra ni árbol los golpeó.

Al otro lado, Luis Felipe Ortiz y sus hombres se detuvieron.

”--¡No escaparan! ¡Mendoza, toma a tres hombres y si­guelos por el sendero norte! ¡Yo ire por el sur! .¡Los quiero muertos!

***

Rafael y Edmee cabalgaron durante horas por la oscuridad de la media noche, hasta que el sol comenzo a asomar por el horizonte. Estaban exhaustos, pero a salvo por el momento. Se detuvieron en un pequeño bosque de cañafistulas y apamates.

--”Estamos a salvo --”dijo Rafael, bajando del caballo.

Edmee se desplomo en el suelo, temblando.

--”No. No lo estamos. Luis Felipe Ortiz no se detendra¡.

Rafael se arrodillo junto a ella. 

--”Lo se. Pero ahora tenemos una ventaja. Y tenemos el relicario. Iremos a Santa Marta. Buscaremos a Don Eli­as.

Ella asintio, su mano buscando la de su amado. El miedo no habÃia desaparecido, pero la urgencia de su huida habi­a forjado un vi­nculo mas fuerte que cualquier promesa.

--¿Que  haras cuando lo encuentres?

--”Le dire la verdad. Que Luis Felipe Ortiz  es un tirano. Que la revolucion es una mentira. Y le pediré que me ayude a contactar al Coronel Rojas. No para traicionar a la causa, sino para salvarla de si­ misma.

Rafael se puso de pie. El sol se alzaba, y con el, la promesa de un nuevo di­a de lucha. El joven aristocrata habÃia perdido su idealismo ingenuo, pero habÃia ganado algo mas valioso: un proposito real, forjado en el amor, la traicion y la cruda realidad de la guerra.

El camino a Santa Marta seria largo y peligroso. Pero por primera vez desde que se unio a la revolucion, Rafael sintio que estaba luchando por algo que vali­a la pena: la vida de Edmee, y la posibilidad de una verdadera justicia.

***

### El Plan de Luis Felipe Ortiz

Mientras tanto, en el campamento, Luis Felipe Ortiz se limpiaba la sangre de la cabeza. Estaba furioso. Su obsesion por Edmee se habi­a convertido en una sed de venganza contra Rafael.

--Encuentrenlos! rugia a sus hombres. ¡Y traiganme a la muchacha viva!¡Al traidor, traiganme su cabeza!

Luis Felipe Ortiz sabia que Rafael iri­a a Santa Marta, la ciudad leal al gobierno. Era el unico lugar donde un aristocrata como  podri­a encontrar refugio.

--¡Capitán Mendoza! 

--ordene. —

Quiero que envi­es a un mensajero a Santa Marta. No al Coronel Rojas. A los **agentes dobles** que tenemos infiltrados en la polici­a.

Mendoza se acerco, temblando. Al General, --¿que les digo?

--Diles que el hijo de Alejandro de la Fuente, Rafael, es un espia del gobierno. Que esta¡ tratando de infiltrarse en nuestras filas para sabotearnos. Diles que lo capturen y lo ejecuten.

--Pero, General, si lo hacemos, el gobierno sabra¡ que tenemos espi­as en sus filas...

--¡No importa! El honor de la revolucion es secundario a mi **venganza**. Si Rafael llega a Rojas, revelara mis secretos. ¡No puedo permitirlo! Si lo capturan los del gobierno, sera un martir para nosotros, y un traidor para ellos. ¡Y Edmee sera mia!

Una vez dicho esto,Luis Felipe Ortiz sonrio,con una sonrisa demente. La guerra civil, la revolucion, todo se habÃia reducido a una obsesion personal. El destino de miles de personas pendia de un hilo, todo por el amor prohibido de un aristocrata y una sirvienta, y la envidia de un tirano.

***

### La Encrucijada

Rafael y Edmee llegaron a la encrucijada del Camino Real. Santa Marta estaba a un di­a de marcha. Pero tambien lo estaba el campamento de Rojas.

--”Debemos separarnos aqui”dijo Rafael, con el corazon encogido.

--¿AQui? porque? ¡No!

--”Si. Si vamos juntos, nos encontraran. Yo ire a buscar a Don Elias. Tu iras al campamento de Rojas.

--¿Estas loco? ¡Rojas es del gobierno! ¡Me matara!

--No. Tienes el relicario. Y tienes la historia. Dile que eres la sirvienta de la hacienda de Alejandro de La Vega. Que Luis Felipe Ortiz  te secuestro. Que Rafael de la Fuente , el hijo de Alejandro, esta en camino con informacion vital.Si contacta con mi padre el lo corrobara

--¿Y si no me cree?

--Debe creerte. Eres la unica prueba de que Luis Felipe Ortiz es un hipocrita. Si te mata, Luis Felipe Ortiz  gana.

Rafael la miro los ojos. 

--”Edmee, eres mi unica esperanza. Si me capturan, tu debes seguir. Si te capturan, yo debo seguir. El destino de la revolucion, y el nuestro, pende de esto.

Ella dudo, luego asintio con la cabeza y susurro . ---Te amo, Rafael.

”Y yo a ti, Edmee. Mas que a mis ideales, mas que a mi vida.

Se besaron por ultima vez, un beso de promesa y sacrificio. Luego, Edmee se monto en El Rayo.

--Cui­dalo bien.

--Lo hare

Rafael la vio cabalgar hacia el norte, hacia el campamento de Rojas, hacia el peligro.El se dirigio al sur, hacia Santa Marta, hacia la trampa de Luis Felipe Ortiz.

El joven aristocrata, ahora un fugitivo, se habia  convertido en el unico hombre que podi­a salvar a la revolucion de si­ misma. Y todo por el amor de una sirvienta más digna y pura que cualquier princesa y el engaño de un General.

La guerra civil habl­a encontrado su verdadero campo de batalla: el corazon de un hombre.

***

**

Continuara






lunes, 6 de octubre de 2025

Esquina. Cap 1,2

LA ESQUINA


















e999erpc55


Paranormal, Supernatural, Urbano, Contemporáneo, Argumento para Cine Independiente

Parte A

Cap. 1.

La lluvia caía con la furia de un dios enojado, cada gota un diminuto puño golpeando el asfalto. Los tres desamparados, figuras espectrales bajo el implacable aguacero, vieron al cuarto detenerse. Su rostro, demacrado y bañado en agua, se iluminó con una especie de demencia lúcida mientras murmuraba: "Volviste... Sabía que vendrías por mí".

Uno de los tres, con la ropa empapada pegándose al cuerpo como una segunda piel, carraspeó. "Eh, vente. Te va a dar una pulmonía de esas que te dejan tosiendo el alma".

Otro, con la mirada huidiza propia de quien ha visto demasiada oscuridad, extendió una mano temblorosa. "No sigas empapándote. Ven, hombre. Échate un trago", ofreció, la voz áspera como papel de lija.

El recién llegado, ajeno a la oferta de calor y olvido, sonrió con una beatitud escalofriante. "Ella vino por mí", dijo con un entusiasmo que helaba la sangre, como si hablara de una amante largamente esperado y no de algo más... siniestro.

Así fue todo...

No.

La llamada al precinto resonó en la sala como un presagio. Yo estaba de turno, disponible para lidiar con la mugre que la ciudad escupía. Sin perder un instante, me dirigí al lugar, una punzada familiar de presentimiento retorciéndome el estómago.

Llegué al sitio del suceso que había desgarrado la calma con su grito de emergencia. Conocía bien ese cruce de caminos, cada grieta en el pavimento, cada sombra alargada bajo el farol parpadeante. Desde niño, ese era un punto fijo en mi mapa mental, un lugar donde la inocencia y la crudeza danzaban en una extraña y a veces peligrosa armonía.


Regularmente, se veían a los muchachos, los "chicos chicos" como los llamaban, jugando fútbol o béisbol con una camaradería que parecía un escudo contra el mundo exterior. Pero al caer la noche, la luz menguante traía consigo otra clase de reunión. Diferentes grupos se aglutinaban en cada vértice de la esquina, cada uno marcando su territorio invisible.

En el lado noreste, estaban "Los Dañados". Para

muchos, eran parias, la escoria de la sociedad. Para otros, una inclinación de cabeza de uno de ellos era casi un honor, una extraña validación en un mundo que los ignoraba. Sus ropas raídas y sus ojos esquivos contaban historias de peleas perdidas y oportunidades jamás encontradas.

Al sur, se congregaban "Los Fresas". Estudiosos, serios, los "chicos bien". No buscaban confrontación. Saludaban con cortesía, pulcros en su vestir, con cortes de pelo que sus padres aprobaban con severa satisfacción. No fumaban la hierba que flotaba en el aire nocturno, no inhalaban pegamento en callejones oscuros, no apuraban botellas de licor baratas. Eran la promesa de un futuro mejor, un faro de normalidad en un mar de incertidumbre.

En las otras puntas, ocasionalmente se veían parroquianos saliendo tambaleantes de los bares cercanos, y los infaltables soplones, los ojos y oídos de una policía del pensamiento que siempre parecía estar husmeando en los márgenes.

La esquina tenía sus propias leyes tácitas, grabadas en el asfalto y en el silencio cómplice de sus habitantes. Nadie se atrevía a tocar a los del sur. Eso era invitar a un infierno de represalias. Los del norte, en su extraña jerarquía, se comprometían a proteger a los "chicos bien". Pero estos últimos se mantenían al margen de las salvajes reyertas que estallaban entre los "Dañados" y cualquier otra banda que osara invadir su territorio. En esos momentos de tensión, los "Fresas" se desvanecían discretamente, como fantasmas asustados por el ruido de la tormenta, hasta que la calma volvía a asentarse sobre la zona popular. No había contratos firmados, nadie hablaba de ello, simplemente... así funcionaba. Era el orden natural de las cosas en esa pequeña porción de Derry.

Para distinguirlos, la gente hablaba de los "chicos chicos", refiriéndose a los jóvenes que siempre pateaban una pelota desinflada o lanzaban una raída pelota de béisbol entre el tráfico esporádico. Luego estaban los "chicos bien", los "fresas", impecables en su vestir, dedicados a sus estudios, que ocasionalmente, con permiso paterno, bebían una cerveza helada y acompañaban a las chicas bonitas al cine para ver esas películas americanas que nos llegaban como destellos de otro mundo.

Y luego estaban los "chicos malos". Genuinamente malos. Los feos, los aborrecidos, los mal vestidos, aquellos a los que nadie invitaba a una fiesta, ni a un partido en el terreno baldío donde una vez se levantó el hospital civil. Eran los sospechosos habituales, los que los milicianos detenían constantemente para identificarlos, culpables a priori de cualquier cosa turbia, real o imaginaria, que sucediera en el sector. Ellos controlaban el flujo de marihuana barata, el paso cauteloso de peatones por ciertas calles, el mercado negro de radiocasetes, bicicletas y ropa robada. Su dominio sobre la esquina era absoluto, una sombra constante en la vida de los demás.

Yo solía pasar por allí a pie, un espectador silencioso en su pequeño universo. Saludaba a todos, sin pertenecer a ningún bando. Vivía a diez cuadras de distancia, una tierra de nadie entre sus facciones. De alguna manera, los "chicos malos" me dejaban en paz. Nunca supe por qué. Sabía que los grupos buscaban ávidamente nuevos miembros y trataban de evitar deserciones, ya que casi todos eran familias y vecinos. En el terreno vacío del antiguo hospital, jugaban juntos, intercambiando jugadores en partidos improvisados de béisbol, baloncesto o fútbol, según la programación de la televisión. Pero al caer la noche, cada uno volvía a su propio redil, reafirmando su pertenencia como si fueran extraños hasta el amanecer.

Cuando terminé la secundaria, presenté los exámenes para la Academia de la Policía Federal de Investigación. Fui admitido. Muy pocos de ellos continuaron saludándome cada sábado cuando regresaba a casa para pasar el fin de semana. Paulatinamente, el lazo que nos unía, tenue ya de por sí, se fue deshilachando hasta desaparecer.

El sector fue mutando lentamente con cada una de mis visitas. En la esquina, el local que antes albergó una sastrería de colombianos fue ocupado por un minimercado regentado por chinos silenciosos y esquivos. Los "chicos bien" se dispersaron hacia las universidades y los institutos tecnológicos. Algunos incluso obtuvieron becas para ir al "Imperio", a España, Irán y Rusia, nombres exóticos que resonaban con promesas de un futuro lejos del polvo y el olvido de nuestra esquina.

La vieja casa de los Gutiérrez, con su jardín descuidado y su aire de misterio, fue demolida para dar paso a un feo edificio de cinco pisos de apartamentos idénticos, como celdas grises apiladas unas sobre otras. También supe que uno de los "chicos malos" había sido abatido por la policía estatal en un atraco chapucero, un evento que tuvo como amargo desenlace que toda la comunidad terminara de aborrecerme.

Me lo demostraban cada vez que pasaba por la esquina con mi camisa blanca de manga larga, mi corbata azul oscuro y mi pelo casi rapado, el uniforme de mi nueva vida. Era como un comentario silencioso, cargado de resentimiento. Ahí va el soplón. El cachorro de policía. Por su culpa, "Cara e' malo" yacía bajo tierra.

La esquina decayó, perdiendo su vitalidad. Era raro ver a alguien allí. El chino vendió su mercado a un polaco gordo y calvo, con una cara que parecía tallada en piedra bruta. Pero, a decir verdad, el hombre era amable y servicial, y su aparente rudeza se debía a su dificultad con el idioma. Aún así, no me gustaba. Había algo en su mirada... sin embargo, lo aceptaba, porque era uno de los pocos que todavía me dirigía un escueto saludo.

Llegaron nuevos vecinos, con buenos coches de segunda mano, gente que trabajaba en las nuevas empresas que se estaban estableciendo en la zona. Abrieron dulcerías con luces de neón, mercerías llenas de baratijas brillantes, pequeños restaurantes familiares llamados "paladares", zapaterías con olor a cuero nuevo y cibercafés donde la luz azul de las pantallas iluminaba rostros absortos. Ocuparon las amplias salas de las viejas casonas del sector, trayendo consigo una nueva capa de normalidad sobre el pasado turbio de la esquina. Pero para mí, la

sombra de lo que había sido aún se cernía sobre el asfalto agrietado, como una cicatriz imborrable. Y en esa cicatriz, a veces, juraba escuchar el eco distante de una risa infantil... o algo mucho más siniestro.

II



Al sector centro  de mi ciudad , se mudó una señora con su hija. No era frecuente mi paso por esa parte del pueblo,en realidad cerca de mi zona. Pero quedé entre los impactados por ella. Pura era su nombre.


Pelo negro azabache, ojos verdes como el musgo en los bosques de Amazonas, menuda, bella hasta el punto de doler, demasiado popular entre los adultos de la zona, consentida por todos los chicos y odiada hasta el infinito por las chicas de la urbanización. No era para menos: Pura era una competencia imposible de vencer. Era en extremo, preciosa y tenía una facilidad desconcertante para hacer amigos, sobre todo con los chicos, tuvieran novia, prometida o no.

Cada vez que salía a la puerta de su casa en las tardes, buscando el aire fresco y exhibiendo unos shorts de mezclilla que quitaban el aliento, junto con unas sandalias que parecían traídas de algún lugar exótico, el mundo parecía detenerse. Yo, como tantos otros, me sumé a los que intentaban conquistarla. Sabía que llevaba las de perder, porque mis visitas a mi ciudad  eran esporádicas, limitado por mis estudios en la academia de la capital . Pero no podía dejar de intentarlo. Un amor doloroso e imposible se había colado en mí, traicionero, creciendo con cada mirada suya, impidiéndome vivir. Todo por esa chica.

Había empatía entre nosotros, coincidencias que parecían destino. Ella sabía que me gustaba, y yo avanzaba poco a poco, con el corazón en la garganta. Pero no era el único. El Polaco, un tipo mayor que trabajaba en el muelle, también se lanzó a la carrera por conquistar su corazón. Y luego estaba el nuevo dueño de la tienda de la esquina, un negocio que antes regentaban los hermanos Chen, en la calle Petro, cerca de ese desagüe donde los niños decían haber visto cosas extrañas. El tipo se abría paso regalándole dulces, dinero, sonrisas exageradas. Pura, como cualquier chica, no desaprovechaba la ocasión. Le encantaban los regalos y no veía nada malo en aceptarlos.

A todos nos quitaba algo. A mí, en especial, me robó el alma, el corazón, las ideas. Me la pasaba con una cara de idiota, perdido en ella, incapaz de sacarla de mi cabeza. Poco a poco, logré acercarme más. Yo la llamaba, o ella lo hacía. Cada vez le interesaban más mis historias, mis sueños. Cada vez me hacía más falta su compañía.

—Habrá boda, ya verás —me dijo un amigo una noche, mientras me daba un aventón al terminal de autobuses de mi ciudad , un domingo cualquiera, antes de tomar el bus hacia La Capital r para mi semana de clases.

—¿Por qué no? —respondí, más para mí mismo. No podía casarme mientras estuviera en la academia, ni siquiera dos años después de graduarme. Pero estaba genuinamente enamorado. Y ella, creía yo, también.

III

Sin embargo, las cosas se enfriaron. Mis estudios me mantenían lejos, y a veces pasaba tres meses sin volver a mi ciudad. Pura dejó de llamarme. No estaba con nadie, o eso decían, pero la distancia no permite avanzar. No terminamos, no formalmente. Todo quedó en suspenso, como si el tiempo en mi ciudad se detuviera, como si algo en el aire del pueblo conspirara para mantenernos separados.

Tiempo después, durante mis pasantías académicas, había superado en parte mi primer fracaso amoroso. Me asignaron administrar una pequeña comisaría en un pueblito costero en la península de Maria Maroa, cerca de la playa y región montañosa, selvática, frío de noche, horno de dia., lejos de mi ciudad . Era un lugar de postal: playa magnífica, botes de pescadores, un cielo azul perpetuo donde la tranquilidad era la norma. Yo era la única autoridad ahí, y la gente me trataba con un respeto que nunca sentí en mi ciudad . Comí de todo, bebí de todo, nadé en el mar cada tarde, pero me aburrí como una ostra. Lo peor eran las catorce horas de viaje en los incómodos autobuses de la Cooperativa Popular para visitar a mi madre algún sábado, y, en secreto, para intentar ver a Pura.

Una tarde de un lunes cualquiera, lo vi todo en la televisión. Una reportera de un canal local, con voz temblorosa, explicaba cómo en un local llamado La Esquina Popular, cerca de la calle Petro, había ocurrido un drama pasional. El dueño de la tienda, enloquecido por un amor no correspondido, había acuchillado hasta la muerte a una joven que rechazó su propuesta de matrimonio. La muchacha, herida de gravedad, intentó huir, pero el demente la persiguió y la apuñaló en plena calle, atacando también a dos transeúntes que trataron de salvarla. Cuando llegaron los milicianos del control ciudadano, el Polaco —porque era él— mató a dos de ellos e hirió a cinco antes de caer muerto bajo siete disparos.

Quedé en blanco. Estaba tan lejos. Pura. Era mi Pura. Mi esquina. El Polaco. Pero algo en la historia no encajaba. Mi ciudad  no era solo un pueblo de tragedias humanas. Había algo más, algo que siempre susurraban los niños del Club de los Perdedores, esos chicos que juraban haber visto un payaso en las alcantarillas. Recordé las historias de desapariciones, de niños que nunca regresaban, de un mal antiguo que parecía alimentar el odio y la desesperación en el pueblo. ¿Y si Pura no fue solo víctima de un loco? ¿Y si algo más, algo con ojos naranjas y globos rojos, había empujado al Polaco a esa locura? Nunca lo sabré.

Hoy, tanto tiempo después, no dejo de sentir un alfiler en el corazón. Pura fue mi primer amor, lo más bello y doloroso de mi adolescencia. Pero en mi ciudad , nada es solo amor. Todo está teñido de algo más oscuro, algo que se arrastra bajo las calles y espera, siempre espera.




IV

Durante estos quince años he intentado olvidar. Fueron muchos los meses dedicados a conquistar a Pura. Ella era mía, o al menos así lo creí. A veces me brindaba esperanzas, señales ambiguas que yo, obstinadamente, interpretaba como promesas. Sentía que era la indicada, la única capaz de corresponderme.

No lo logré. Y la única forma de mitigar ese fracaso fue marchándome lejos, lo más lejos posible. Por eso pedí traslados a destinos que nadie quería, rutinarios y tediosos, perdidos en la monotonía, pero que me permitieron aceptar —o al menos tolerar— el rechazo y la herida abierta.

No estuve presente cuando murió mi madre. No pude estudiar aquella especialización en el FBI. Tampoco me casé. Viví una relación con una médica de las misiones rurales, pero fue puramente física, sin compromisos ni afecto. Ella no tenía tiempo y yo tampoco lo buscaba. Si he de ser sincero, me emocionó más el día que se fue que el tiempo compartido. Y aún más me complació el día en que adquirí mi Maserati Quattroporte 1990, diésel y usado.

Salí de mi abstracción. La multitud congregada y las luces parpadeantes de las patrullas indicaban que había llegado al lugar de la investigación.

Ahora estoy en la esquina. He regresado a mi ciudad, aunque solo de forma provisional. Ocupo una suplencia: el inspector administrador del Precinto 44 fue víctima de un horrendo accidente —una suerte de atentado— y rodó por las escaleras del edificio popular donde vivía. Cuando se recupere, yo volveré a ser el prefecto inspector en María Maros, allá en la selva.

Conduje a gran velocidad por mi antigua parroquia. Tenía un caso, mi primer caso en esta suplencia. Irónicamente, en mi esquina.

No reconocí a nadie. Inmigrantes argentinos, sudafricanos… gente desconocida para mí.

Mi antigua parroquia ha cambiado mucho. Ahora hay un concesionario SEAT, un Burger King, tiendas de ropa y vaqueros Levi’s, locales de electrodomésticos y repuestos automotrices. Quedan pocas casas coloniales; hasta mi antigua vivienda ha cedido su lugar a un estacionamiento. Pero aún permanece en pie la vieja casona de la esquina sudoeste, donde el polaco mantuvo su negocio. Y en la acera de enfrente, donde asesinaron a Pura... al lado del pequeño aparcamiento. Hoy en día hay una tienda de electrodomésticos taiwaneses. Justo ahí aparqué la pickup Changan Diésel que la Policía Estatal me asignó.

Siempre me han gustado las luces giratorias: anuncian la presencia de la ley. Y ahora, yo soy la ley. Detrás de mí, se estacionó violentamente el Dong Feng de los chicos de Resguardo de Evidencias Criminales. Cumplen su deber… tanto para ellos como para el público morboso que observa con morbosa atención la escena.

El caso parecía sencillo. Un Byd eléctrico fue mal estacionado por su conductor, quien ya tenía conflictos frecuentes con los usuarios del estacionamiento junto a la vieja casona. La puerta del garaje era pequeña, la calle estrecha y de una sola vía, con mucho tráfico. Un cóctel explosivo.

El conductor del Byd descendió tras ser impactado por una Dodge RAM Big Horn Turbo Diésel eléctrica que intentaba ingresar al estacionamiento. Se inició una discusión. Empujones. Un arma. Otra arma. Resultado: el conductor de la Dodge disparó dos balazos en el pecho del otro hombre, caminó hacia su vehículo y luego disparó contra la esposa de la víctima, quien, desesperada, había descendido del auto. Herida de gravedad.

El agresor huyó, perseguido por una multitud furiosa que intentó lincharlo.

—¿A nombre de quién está el vehículo? —pregunté a un estatal. Generalmente no me involucro en investigaciones, pero como llevo al día mi labor administrativa y el precinto está colapsado de denuncias, me asignaron un caso tan simple como este.

—Lo tenemos, señor. Nuestros muchachos lo capturaron en la panadería. Lo están trasladando al precinto.

—¿En la panadería? —pregunté, incrédulo.

—Sí, señor. Estaba tan tranquilo, como si nada. Probablemente intentando disimular. No opuso resistencia —informó con entusiasmo un joven agente, orgulloso de ser útil ante un inspector.

No puedo evitar el asombro. Qué descaro. Aún que

dan resabios de una época oscura, de maldad impune.

Recibí el informe planimétrico. Me mostraron el video de seguridad. Las grúas ya se llevaban los vehículos implicados en la tragedia. No había mucho más que hacer. Me interesaba hablar con el detenido.

Subí a mi pickup. Sé perfectamente que a los estatales no les agrada que un federal utilice sus vehículos, así que ya he solicitado un Mitsubishi Lancer Diésel eléctrico. El que llegue primero al precinto, ese será.

Antes de marcharme, volví la mirada hacia la esquina… después de tantos años. Miré el poste donde Pura se desplomó abatida. Los recuerdos. Siento los ojos humedecerse. Debo irme.

Momentos después, recorro avenidas nuevas, sin baches, con aceras impecables y pequeños centros comerciales relucientes. Disfruto del nuevo progreso. La liberación fue buena para todos: discotecas, luces, movimiento, gente bien vestida. Muchachos y chicas alegres, vestidos con ropa china y americana. Atrás quedaron los horribles uniformes verde kaki de mi infancia…

Llego a mi precinto. Todos me saludan. ¡Vaya novedad!: una investigación resuelta por un policía administrativo.


---  


**Fuiste y volviste** —me saludan algunos compañeros de la academia al reencontrarme.  

—Es por poco tiempo. Añoro la tranquilidad de mi selva —les digo, mientras una sargento, con gesto respetuoso, me entrega una carpeta con los documentos de mi caso.  


—Aquí ya tenemos al agresor —me informa—. Es ingeniero eléctrico, divorciado, trabaja para una proveedora de repuestos petroleros y vive en un apartamento alquilado, a cuatro cuadras del siniestro. Ya lo verá usted —añade la muchacha con un dejo de sorpresa. *Hasta los profesionales se comportan como criminales de oficio*, parece decirme su mirada.  


Asentí en silencio. Por supuesto que la comprendía. Las viejas taras de la época anterior.  


Entré en la sala de interrogatorios por puro formulismo. *Pan comido*, pensé. Las pruebas eran contundentes: el luminol había reaccionado; el arma homicida, una Glock del 7.65, conservaba sus huellas dactilares; faltaban cuatro cartuchos en el cargador, y las balas recuperadas coincidían perfectamente con las de la recámara.  


Ante mí, un hombre menudo, de incipiente calvicie, lentes tan gruesos que rivalizaban con el telescopio del Monte Palomar y unos veinte kilos de sobrepeso, se mantenía en una perpetua actitud expectante, como si buscara explicar algo que ni él mismo entendía.  


—Soy el inspector prefecto Stalin González —dije—. Estoy a cargo de su caso. ¿Puede decirme qué sucedió?  


—No —respondió con voz serena—. De verdad, no sé qué decirle.  


—¿No lo recuerda? —insistí, observándolo mientras se acomodaba en la silla. No parecía incómodo, sino más bien fuera de lugar, como un hombre que se pregunta: *¿Qué demonios hago aquí?*  


—Pues no sé… ¿Sucedió algo? —intentó sonreír, mientras vaciaba de un trago el vaso de agua sobre la mesa.  


—¿No recuerda que siempre estaciona su camioneta a cuatro cuadras de su casa, teniendo un apartamento con garaje privado? —pregunté, intentando situarlo en la escena. Podía estar en shock… o ser el mejor actor del mundo.  


Me miró con genuina perplejidad. No supo qué responder. Pareció caer en la cuenta de lo absurdo que era dejar abandonada una Dodge RAM en una calle peligrosa, lejos de su residencia.  


Carraspeó, buscando las palabras.  


—Siempre estaciono ahí —explicó, gesticulando en exceso. Era evidente: un gerente acostumbrado a dar órdenes, a señalar, a mandar—. Camino hasta mi casa. Me gusta comprar cigarrillos y pan de maíz en la panadería.  


Para corroborarlo, sacó una caja nueva de Marlboro.  


—¿Y hoy? —pregunté, estudiándolo. Era un hombre serio, afable. Nada en él delataba a un asesino.  


—Ha sido un día normal. Trabajé y me dirigí a casa, como siempre.  


—¿Cómo comenzó el conflicto? —indagué, seguro de escuchar su versión.  


Coloqué frente a él mi laptop con el video. Se veía con claridad: él, al volante de la Dodge RAM, embestía a propósito un auto estacionado, sacaba su arma y disparaba a quemarropa contra el otro conductor. Ni siquiera podía alegar defensa propia; un argumento ridículo, por lo demás. El ensañamiento, la ira del ingeniero, eran superlativos. Una cámara de seguridad lo había captado todo, de principio a fin.  


—¿Cuál conflicto? —respondió, angustiado, con una mirada inquieta. Comenzó a sudar copiosamente mientras observaba el video que yo le mostraba.  


—No evadas tus responsabilidades. Tus problemas son graves. No voy a esperar eternamente a que te decidas a confesar. No hace falta: todo te inculpa. Tenemos pruebas irrefutables. Habla.  


El hombre abrió la boca, sin comprender. Alternaba su mirada entre mí y la pantalla.  


—Yo estaciono ahí porque *él* me invita, me permite hacerlo —dijo de pronto, con voz firme, como si hubiera encontrado un apoyo inesperado. Alzó el mentón, desafiante, y esbozó una sonrisa extraña.  


—¿Él?  


—Sí. Siempre me invita —asintió, manteniendo esa sonrisa inquietante.  


—Pero… ¿cómo diablos? Las esquinas no tienen dueño. Chocaste a propósito. Los testigos dicen que te bajaste transformado en una bestia, sin darle oportunidad al conductor ni a su esposa —dije, arrojando sobre la mesa las fotos de las víctimas.  


Las tomó con curiosidad, casi con sorpresa.  


—Hay una cámara que lo grabó todo —añadí—. Es el video que estás viendo. Así que confiesa.  


---  


El hombre con, sus ojos escrutándolos con una mezcla de curiosidad bovina y una sorpresa que parecía tan fingida como la virtud en un burdel.

– Hay una cámara de seguridad que lo filmó todo, hasta el último parpadeo de sus pérfidos ojos. Es el cinematógrafo que usted mismo está contemplando. Por eso se lo digo, hombre: confiese ya sus viles actos.--insisti.

El sujeto me devolvió la mirada, su rostro inexpresivo como una máscara mortuoria. Yo, que he pasado horas observando a la ralea humana en las salas de interrogatorio, poseo el ojo entrenado para desentrañar las telarañas de la simulación. He visto a los farsantes, a los embusteros de rostro empedernido, a los histriones que representan su papel con la unción de un santo hipócrita. Pero este individuo... este era la quintaesencia del engaño, el patriarca de la mendacidad. De repente, su máscara de ofensa se desmoronó, dejando al descubierto un rostro bañado en lágrimas falsas, una lamentación teatral que habría hecho palidecer a la mismísima Sarah Bernhardt.

– Él es Eladio Párraga y ella... ella es su esposa – balbuceó con un temblor estudiado en la voz –. Son mis amigos, mis vecinos. Se lo juro por lo más sagrado, yo me estaciono ahí porque el señor calvo y corpulento me invita a hacerlo, me da su permiso. ¡Usted es un hombre cruel! ¡Muy cruel! No había ningún automobile estacionado. ¡Yo no disparé a nadie!

Miré al hombre con desdén. Este pobre diablo no llegaba ni a la suela de los zapatos de un Bratt Pitt o un George Clooney de la pantalla. Tres Oscars serían una miseria para su talento histriónico.

– ¡Me están tendiendo una trampa! – exclamó, sollozando con una intensidad que recordaba al berrido de un lactante.

V

Los interrogatorios que siguieron fueron un deprimente ejercicio de futilidad. José López, según los testimonios recabados, era un ingeniero ejemplar, un trabajador diligente, un vecino afable, un amigo leal, un conductor prudente, un padre amoroso. Sus colegas, atónitos ante las acusaciones, se alzaban en su defensa con una vehemencia casi religiosa, negando incluso la irrefutable evidencia del kinetoscopio.

Sin embargo, desde el momento en que descendió de su pick-up, su aura destilaba una intención turbia, una malevolencia sorda que incluso sus más cercanos habían comenzado a percibir. ¡Y pensar que lo consideraban un alma cándida! El ingeniero José, con una impasibilidad que helaba la sangre, visionó la cinta una y otra vez, como un espectador indiferente ante el drama que él mismo había protagonizado. Después de cada proyección, se sumía en un silencio catatónico, sus ojos vacíos como pozos sin fondo.

La esquina... y su otra víctima, desplomada en el lado suroeste, precisamente en el mismo lugar donde años atrás se reunían los jóvenes virtuosos, donde estuvo el bazar del chino astuto y la popular taberna del polaco bonachón, y contra cuyo poste se había desplomado, exánime, la pobre Pura. Un lugar cargado de ecos del pasado, de pequeñas tragedias y mezquindades cotidianas.

– ¿Quién es ese individuo que le dice que se estacione ahí? – inquirimos nuevamente, con la paciencia de un cazador acechando a su presa.

– El señor calvo y corpulento..Es un hombre de bien. Es un sacerdote – fue la respuesta invariable, repetida en una letanía monótona.

Visioné las cintas una vez más, buscando algún resquicio de verdad en esa maraña de engaños. El torpe intento del Dodge por entrar en el garaje. López descendiendo del vehículo con el arma ya empuñada, brillando siniestramente a la luz crepuscular. El otro hombre, presa del pánico, intentando defenderse con una desesperación patética. Los forcejeos, los empujones, y finalmente, los fogonazos secos de los disparos. López huyendo, perseguido por una turba enfurecida, sus rostros distorsionados por la rabia. En ninguna parte, ni siquiera como una sombra fugaz, aparecía el tal señor Calvo y Corpulento.

Localicé a los testigos clave. Un obrero de la construcción, un hombre tosco y parco en palabras, que pasaba ocasionalmente por allí en su camino al trabajo, su mirada fija en el suelo como si temiera levantarla y ver las miserias del mundo. La otra era una joven estudiante de veterinaria, una criatura nerviosa y asustadiza que vivía en una pensión miserable y que, según sus propias palabras, no conocía a un alma en ese barrio sórdido.

Visité el local que ahora ocupaba el lugar de la antigua esquina popular. El aire estaba cargado de la electrónica barata que ahora se vendía allí: radios reproductores estridentes, iPhones brillantes y computadoras de dudosa procedencia. El dueño era un vietnamita de rostro impenetrable, sus empleados una legión silenciosa de indocumentados que parecían fundirse con las sombras del local. Me dijo, con una indiferencia estudiada, que a pesar de estar casi en la puerta, vio el Byd estacionado, pero no presenció nada de lo que había ocurrido. Sus ojos esquivos sugerían una verdad mucho más compleja, un laberinto de silencios cómplices.

A pesar de sus patéticos alegatos de inocencia, la fiscalía no concedió ni una pizca de credibilidad al ingeniero López. Su defensa, basada en una supuesta locura transitoria, fue desestimada con un gesto de desdén. El veredicto fue inequívoco: CULPABLE. Condenado a prisión perpetua y aislamiento total. Y para mí, una felicitación fría y una suma de puntos que engrosarían mi expediente, un pequeño paso más en la sórdida escalera del éxito policial. Pero en el fondo, una punzante sensación de que la verdad, como una somVIbra escurridiza en las callejuelas de mi ciudad , seguía ocultándose en algún rincón oscuro.

VI



Habían transcurrido varias semanas desde aquel suceso que me había trastornado. Mi espíritu, inquieto, anhelaba abandonar la opresiva ciudad de mi infancia y juventud,, con sus callejones tortuosos y su aire impregnado de secretos. Al fallecer mi madre, dispuse la venta de nuestra modesta morada a través de un agenAlcé la vista hacia el edificio. En la penumbra del balcón, una silueta femenina danzaba con una languidez espectral. Parecía que yo era el único espectador de esa visión onírica. A pesar de la distancia que nos separaba, varios pisos de silencio y oscuridad, tuve la extraña certeza de que era la misma muchacha que, horas antes, se había esfumado en ese negocio de dudosa reputación.

Los municipales, con la pragmática indiferencia de quienes han visto demasiadas cosas inexplicables, me dieron un aventón hasta la comisaría. Me dispuse a dormir, aunque presentía que esa noche había marcado un punto de inflexión. 

La bailarina, con su aura de misterio y melancolía, había dejado en mí una huella singular, un espejismo que atenuaba, aunque solo fuera por un instante, el amargo vacío de una Pura que fue real y ahora  no  existia más allá de mis anhelos. Traté de borrar la expresión burlona de mis colegas municipales. Era ese gesto inequívoco: "¡Vaya, vaya! Parece que también entre los federales anidan los lunáticos. Una bailarina exótica... Solo un demente se dejaría embaucar por semejante aparición".

Divisé a una mujer que parecía conjurar ilusiones, una suerte de mago de la noche. Se ocultó a escasos seis  metros de mí, esfumándose como un espectro en la niebla. ¿Era una sinvergüenza que instigaba a la gente a cometer actos ilícitos, o acaso un travesti de habilidades camaleónicas? Tenía que desenmascararla. Agavillamiento, incitación a delinquir, acoso... Los cargos se agolpaban en mi mente. Solo necesitaba atraparla, materializar esa sombra escurridiza. Tenía algo que se asemejaba a un caso, una madeja de misterio que ansiaba desentrañar. Me dormí, sin poder comprender por qué una joven bailaría sola en un balcón a oscuras, a las tres y pico de la madrugada, como un alma en pena atrapada en un limbo de soledad.

III

Me comunicaron que mi suplencia llegaba a su fin. Realmente, no anhelaba permanecer en ese lugar, un nido de sombras y secretos. Pero la idea de no volver a ver a Argelia... eso era un aguijón en mi conciencia. ¿Sería diferente esta vez? ¿Podría aspirar a una compañera estable, aunque su profesión estuviera envuelta en un aura de exotismo y misterio? 

Me parece que le estoy dando mucha importancia a un pequeño cruce de palabras entre ella y yo. De todas formas me tendré que ir a acompañarme conmigo mismo a María Maroa.

Entonces, una noticia relacionada con el ingeniero López interrumpió mis cavilaciones. Había sufrido otro ataque de furia, una explosión de violencia demencial que había segado la vida de dos reclusos en el sórdido lavamanos común de la prisión.

Me informaron de este nuevo horror al entregarme un recado escrito por su propia mano, una misiva garabateada con la desesperación de un alma atormentada.

– Ya sé cómo es el señor que me daba permiso – repetía el ingeniero, una y otra vez, como un disco rayado, cuando finalmente logré entrevistarlo en la sección de reclusos peligrosos.

Me habló con una calma inquietante, afirmando haber aceptado a Jesús como su salvador. Sin embargo, su memoria seguía siendo un laberinto de lagunas y confusiones. Estaba convencido de ser víctima de una conspiración urdida por una pareja de tramposos que le habían tendido una emboscada. Le dejé unos cigarrillos, una pequeña concesión a su miseria, y me entrevisté con el director del penal para autorizar un retrato hablado. La madeja de este caso comenzaba a tomar forma, aunque sus contornos seguían siendo oscuros y ambiguos.

Dos días después, recibí el retrato hablado. Vaya, al tipo le faltaba más de un tornillo, por no decir la ferretería completa. Para mi sorpresa, el retrato que me enviaron era... el mío propio. Una burla macabra, un espejo deformado de mi propia imagen.

IV

Solo me quedaba una semana más trabajando aqui. Por fin. Un torbellino de sentimientos contradictorios me embargaba. Había regresado varias veces al Tucán, como un polilla atraída por una llama fatua. Era inevitable. Como un idiota enamorado, la había acompañado al salir, sintiendo la mirada inquisitiva de los parroquianos clavada en mi espalda. En verdad, ella no era lo que aparentaba. Era una extranjera en busca de un porvenir mejor, buscando hacer digna la manera de ganarse la vida en un mundo hostil. Sabía cómo protegerse de las artimañas de los hombres. Era evidente que había tenido tratos con ellos, y también sabía cómo mantenerme a distancia. Pero, ¿me seguía la corriente por cortesía, o acaso despertaba en ella algún atisbo de afecto? Debía averiguarlo, desentrañar ese enigma. Y creía, ingenuamente, que iba por buen camino... Sin embargo, el trabajo administrativo y varias guardias nocturnas me habían impedido regresar al Tucán, dejándome sumido en una frustrante incertidumbre.

Recibí una llamada el viernes en la comisaría. Un número desconocido parpadeaba en la pantalla del teléfono.

– He extrañado mucho que no hayas venido al show – me dijo la bella voz al otro lado del auricular, un susurro que encendió una chispa de esperanza en mi alma.

– No he podido. ¿Sucede algo? – respondí, con la torpe excitación de un colegial al reconocer la voz de su amada.

– Ya tengo mi auto. Quiero probarlo.

– Eso es una excelente noticia – dije, tratando de ocultar el entusiasmo que su interés me producía... Un silencio se extendió entre nosotros, un vacío cargado de intenciones ocultas. No sabíamos qué decir para no revelar nuestros verdaderos sentimientos, pero en mi interior, sentía que había ganado una pequeña batalla. Ella me había llamado...

– Me da miedo ir a la playa sola y tener un accidente. ¿No quieres acompañarme?

La simple idea de verla a la luz del día, con la piel bronceada y vestida con un exiguo tanga, inyectó unos 256.789 kilovoltios de electricidad pura en la parte baja de mi abdomen.

Ella malinterpretó mi silencio, asumiéndolo como una negativa.

– Perdón – dijo, y noté un deje de desaliento en su tono. – Ya veo que no fue una buena idea.

– Me quedan pocos días aquí. El lunes te puedo invitar a almorzar. Pero, en verdad, estoy de guardia el fin de semana – expliqué, tratando de conciliar mis deseos con mis deberes y hacerle entender que sería una despedida

– ¿No trabajas el lunes? – preguntó, con un renovado brillo en su voz.

– No. Lo tengo libre – expliqué, sintiendo que la había doblegado a mi voluntad. Ya lo sabía, y ella también lo sabía.

– Pues yo también. Vamos, pero para la Colonia Tovar – me invitó, con una sonrisa que podía derretir los glaciares.

– ¡Excelente! Acepto – dije, saltando de alegría interiormente. Yes. Yes. Yes.

– Está bien – dije, tratando de controlar mi entusiasmo – pasaré por ti...

– Oye. La del auto soy yo –  aclaró – pasaré a buscarte por donde tú me digas.

Me tuteó. oTRA VEZ Me tuteó. Un pequeño avance en este juego de seducción.

– Está bien. Pasa por el precinto 44, ESTOY en la avenida Che Guevara, cruce con Capitalismo Infernal y Salvaje.

– Seré puntual – dijo, dominando su tono al igual que yo. Éramos, sin duda, dos tontos, curtidos en mil batallas, comportándonos como adolescentes dando incierta mente pasos para validar se ante la otra persona..

Colgué el teléfono. Una bailarina. No me gustaba la idea de lidiar con una mujer asediada por una legión de hombres. Pero la perspectiva de un día diferente, lejos de la sordidez de la ciudad, era demasiado tentadora. Y estaba dispuesto a intentarlo, a pesar de las sombras que acechaban en los márgenes de mis pensamientos. nO TIENE QUE SER UNA CHICA CASTA Y virginal. Todos tenemos un pasado y eso no importa. Importa un presente y lo que pueda construir,además es una despedida y es bueno que sea con un vino, un atarde

te de dudosa reputación, ,. Por el momento, me alojaba en una mAlcé la vista hacia el edificio. En la penumbra del balcón, una silueta femenina danzaba con una languidez espectral. Parecía que yo era el único espectador de esa visión onírica. A pesar de la distancia que nos separaba, varios pisos de silencio y oscuridad, tuve la extraña certeza de que era la misma muchacha que, horas antes, se había esfumado en ese negocio de dudosa reputación.

Los municipales, con la pragmática indiferencia de quienes han visto demasiadas cosas inexplicables, me dieron un aventón hasta la comisaría. Me dispuse a dormir, aunque presentía que esa noche había marcado un punto de inflexión. 

La bailarina, con su aura de misterio y melancolía, había dejado en mí una huella singular, un espejismo que atenuaba, aunque solo fuera por un instante, el amargo vacío de una Pura que fue real y ahora  no  existia más allá de mis anhelos. Traté de borrar la expresión burlona de mis colegas municipales. Era ese gesto inequívoco: "¡Vaya, vaya! Parece que también entre los federales anidan los lunáticos. Una bailarina exótica... Solo un demente se dejaría embaucar por semejante aparición".

Divisé a una mujer que parecía conjurar ilusiones, una suerte de mago de la noche. Se ocultó a escasos seis  metros de mí, esfumándose como un espectro en la niebla. ¿Era una sinvergüenza que instigaba a la gente a cometer actos ilícitos, o acaso un travesti de habilidades camaleónicas? Tenía que desenmascararla. Agavillamiento, incitación a delinquir, acoso... Los cargos se agolpaban en mi mente. Solo necesitaba atraparla, materializar esa sombra escurridiza. Tenía algo que se asemejaba a un caso, una madeja de misterio que ansiaba desentrañar. Me dormí, sin poder comprender por qué una joven bailaría sola en un balcón a oscuras, a las tres y pico de la madrugada, como un alma en pena atrapada en un limbo de soledad.

III

Me comunicaron que mi suplencia llegaba a su fin. Realmente, no anhelaba permanecer en ese lugar, un nido de sombras y secretos. Pero la idea de no volver a ver a Argelia... eso era un aguijón en mi conciencia. ¿Sería diferente esta vez? ¿Podría aspirar a una compañera estable, aunque su profesión estuviera envuelta en un aura de exotismo y misterio? 

Me parece que le estoy dando mucha importancia a un pequeño cruce de palabras entre ella y yo. De todas formas me tendré que ir a acompañarme conmigo mismo a María Maroa.

Entonces, una noticia relacionada con el ingeniero López interrumpió mis cavilaciones. Había sufrido otro ataque de furia, una explosión de violencia demencial que había segado la vida de dos reclusos en el sórdido lavamanos común de la prisión.

Me informaron de este nuevo horror al entregarme un recado escrito por su propia mano, una misiva garabateada con la desesperación de un alma atormentada.

– Ya sé cómo es el señor que me daba permiso – repetía el ingeniero, una y otra vez, como un disco rayado, cuando finalmente logré entrevistarlo en la sección de reclusos peligrosos.

Me habló con una calma inquietante, afirmando haber aceptado a Jesús como su salvador. Sin embargo, su memoria seguía siendo un laberinto de lagunas y confusiones. Estaba convencido de ser víctima de una conspiración urdida por una pareja de tramposos que le habían tendido una emboscada. Le dejé unos cigarrillos, una pequeña concesión a su miseria, y me entrevisté con el director del penal para autorizar un retrato hablado. La madeja de este caso comenzaba a tomar forma, aunque sus contornos seguían siendo oscuros y ambiguos.

Dos días después, recibí el retrato hablado. Vaya, al tipo le faltaba más de un tornillo, por no decir la ferretería completa. Para mi sorpresa, el retrato que me enviaron era... el mío propio. Una burla macabra, un espejo deformado de mi propia imagen.

IV

iserable dependencia anexa al cuartel de la gendarmería, donde el hedor a moho y el crujir de las tablas me recordaban mi precaria condición.

El sacerdote  calvo,, nunca  a aparecio, como si la tierra misma lo hubiera engullido. Sin embargo, mi tedio fue interrumpido una tarde gris, cuando el Comisario General, un hombre de rostro severo y bigotes engomados, irrumpió en mi despacho. Yo, hastiado, pasaba las horas contemplando grabados animados en un artefacto mecánico que proyectaba imágenes fantásticas, una distracción que apenas aliviaba mi hastío, un sistema clasico de AI holografico.

—Hay una denuncia por acoso —anunció el Comisario, con un tono que no admitía réplicas—. Ocurrió en los alrededores del viejo cementerio judío, cerca de donde resolviste aquel asunto del asesinato en la esquina. Como tienes tiempo de sobra, ocúpate.

—¿No es eso competencia de la policia municipal? —repliqué, alzando la vista con desgana desde una proyección de colores vibrantes que narraba las hazañas de un héroe en tierras lejanas.

—Ocúpate —insistió él, agitando una mano como quien espanta una mosca—. Es un caso sencillo, pero ha llegado a nosotros. Hay rumores de conexiones con asuntos más graves. No me hagas repetirlo.

La denunciante era una danzarina, una de esas criaturas que habitan los márgenes de la sociedad, donde el que exhibía su arte en un tugurio conocido como El Tucan, un antro que conservaba el nombre de una antigua taberna de mala muerte, transformada en un garito de variedades. Me dirigí al lugar, no como agente de la ley, sino como un parroquiano más, mezclándome con la fauna que lo frecuentaba: rufianes, soldados desertores, mercaderes de opio y algún que otro clérigo renegado en busca de placeres prohibidos. Pregunté por la muchacha, una tal Flor Silvestre, extranjera, según me informaron, y me indicaron que aguardara. Los licores, cortesía de la casa, olían a trementina.

Me acomodé en un rincón oscuro, bajo la luz titilante de un candelabro con luz led , mientras una música estridente —una mezcla de valses techno hip hop — resonaba en el local. El público era un mosaico de lo más bajo de mi ciudad: dos soldados , ebrios y enrojecidos por el láudano, un profesor de la universidad conocido por sus escándalos, y obreros en busca de carne barata. El lugar, aunque limpio, conservaba un aire de decadencia, como si las paredes mismas exudaran los pecados de generaciones pasadas.

De pronto, dos camareras iniciaron una reyerta con botellas rotas, un espectáculo que el público tomó por parte del show hasta que la sangre brotó de un brazo. Uno de los soldados, en un arranque de bravuconería, desenfundó su pistola y disparó al techo, restaurando el orden con un estruendo. “¡Bien hecho, bárbaro!” —gritaron algunos, indiferentes a la ilegalidad de tal acto en suelo bohemio. ¿Qué importaba? En mi ciudad , rusos, húngaros y turcos habían hecho lo propio durante años, y nadie alzaba la voz.

La música cambió a un frenético ritmo gitano, y un juego de luces multicolores iluminó un tablado improvisado. Entonces apareció ella:. Su atuendo era un desafío a la decencia: dos estrellas cubriendo apenas sus pechos, un retazo de tela como falda, descalza, con cascabeles en los tobillos y una peluca de colores que ocultaba su rostro tras un velo de maquillaje. Era una visión perturbadora, una mezcla de inocencia y lascivia, como una virgen sacrificada en un altar pagano. Su danza, reminiscente de los ritos prohibidos de las cortes orientales, arrancó rugidos de la muchedumbre. Me levanté, aturdido, mientras el público aullaba en éxtasis.

Finalizado su número, me dirigí al camerino, aún bajo el influjo de su hechizo. Me identifiqué en la puerta, y ella, con un gesto lánguido, me permitió entrar.

—No pareces policia. Pareces universitario o seminarista —dijo, invitándome a sentarme mientras se acomodaba con estudiada gracia, elevando una pierna torneada para ajustar una venda en su pie, en un gesto que parecía diseñado para desarmarme.

—Soy el inspector Stalin Gutiérrez —respondí, torpe, atrapado en la escena que ella, con descaro, representaba en aquel diminuto escenario privado.

—Argelia Luna, aunque aquí me llaman Flor Silvestre —se presentó, tendiéndome una mano que hizo erizarme la piel—. ¿Qué quieres saber?

Relató su historia. Poseía una baw bj 2012 , pero estaba en reparación. con roces entre los demás empleados, decidió caminar a su morada, a pocas calles, a las dos y media de la madrugada.

—¿No es eso temerario? —inquirí—. Es tentar a la desgracia en una ciudad como esta.

Ella me miró, con una mezcla de desafío y cansancio, y respondió:

—En este sector , inspector, la desgracia no necesita invitación.


IV

Solo me quedaba una semana más trabajando aqui. Por fin. Un torbellino de sentimientos contradictorios me embargaba. Había regresado varias veces al Tucán, como un polilla atraída por una llama fatua. Era inevitable. Como un idiota enamorado, la había acompañado al salir, sintiendo la mirada inquisitiva de los parroquianos clavada en mi espalda. En verdad, ella no era lo que aparentaba. Era una extranjera en busca de un porvenir mejor, buscando hacer digna la manera de ganarse la vida en un mundo hostil. Sabía cómo protegerse de las artimañas de los hombres. Era evidente que había tenido tratos con ellos, y también sabía cómo mantenerme a distancia. Pero, ¿me seguía la corriente por cortesía, o acaso despertaba en ella algún atisbo de afecto? Debía averiguarlo, desentrañar ese enigma. Y creía, ingenuamente, que iba por buen camino... Sin embargo, el trabajo administrativo y varias guardias nocturnas me habían impedido regresar al Tucán, dejándome sumido en una frustrante incertidumbre.

Recibí una llamada el viernes en la comisaría. Un número desconocido parpadeaba en la pantalla del teléfono.

– He extrañado mucho que no hayas venido al show – me dijo la bella voz al otro lado del auricular, un susurro que encendió una chispa de esperanza en mi alma.

– No he podido. ¿Sucede algo? – respondí, con la torpe excitación de un colegial al reconocer la voz de su amada.

– Ya tengo mi auto. Quiero probarlo.

– Eso es una excelente noticia – dije, tratando de ocultar el entusiasmo que su interés me producía... Un silencio se extendió entre nosotros, un vacío cargado de intenciones ocultas. No sabíamos qué decir para no revelar nuestros verdaderos sentimientos, pero en mi interior, sentía que había ganado una pequeña batalla. Ella me había llamado...

– Me da miedo ir a la playa sola y tener un accidente. ¿No quieres acompañarme?

La simple idea de verla a la luz del día, con la piel bronceada y vestida con un exiguo tanga, inyectó unos 256.789 kilovoltios de electricidad pura en la parte baja de mi abdomen.

Ella malinterpretó mi silencio, asumiéndolo como una negativa.

– Perdón – dijo, y noté un deje de desaliento en su tono. – Ya veo que no fue una buena idea.

– Me quedan pocos días aquí. El lunes te puedo invitar a almorzar. Pero, en verdad, estoy de guardia el fin de semana – expliqué, tratando de conciliar mis deseos con mis deberes y hacerle entender que sería una despedida

– ¿No trabajas el lunes? – preguntó, con un renovado brillo en su voz.

– No. Lo tengo libre – expliqué, sintiendo que la había doblegado a mi voluntad. Ya lo sabía, y ella también lo sabía.

– Pues yo también. Vamos, pero para la Colonia Tovar – me invitó, con una sonrisa que podía derretir los glaciares.

– ¡Excelente! Acepto – dije, saltando de alegría interiormente. Yes. Yes. Yes.

– Está bien – dije, tratando de controlar mi entusiasmo – pasaré por ti...

– Oye. La del auto soy yo –  aclaró – pasaré a buscarte por donde tú me digas.

Me tuteó. oTRA VEZ Me tuteó. Un pequeño avance en este juego de seducción.

– Está bien. Pasa por el precinto 44, ESTOY en la avenida Che Guevara, cruce con Capitalismo Infernal y Salvaje.

– Seré puntual – dijo, dominando su tono al igual que yo. Éramos, sin duda, dos tontos, curtidos en mil batallas, comportándonos como adolescentes dando incierta mente pasos para validar se ante la otra persona..

Colgué el teléfono. Una bailarina. No me gustaba la idea de lidiar con una mujer asediada por una legión de hombres. Pero la perspectiva de un día diferente, lejos de la sordidez de la ciudad, era demasiado tentadora. Y estaba dispuesto a intentarlo, a pesar de las sombras que acechaban en los márgenes de mis pensamientos. nO TIENE QUE SER UNA CHICA CASTA Y virginal. Todos tenemos un pasado y eso no importa. Importa un presente y lo que pueda construir,además es una despedida y es bueno que sea con un vino, un atardecer en la playa y solo dos para estar juntos los dos.



continua

































Capítulo 2


Es igual. Al llegar en mi carruaje al condominio, demoré algunos minutos en bajar y abrir el candado de hierro que aseguraba la reja de mi cochera.

—Explíquese —dije, observando cómo disfrutaba del efecto que su relato causaba en mí.

—Descríbame el acoso. ¿La persiguieron? ¿Le dijeron algo? ¿Intentaron tocarla? ¿Lo conoce? ¿Un enamorado inoportuno? ¿Un cliente insatisfecho?

—No soy lo que usted cree —respondió con una voz dulce, casi resignada—. Sé que en su mundo tienen la idea de que en la ciudad de donde vengo basta con tocar una puerta, mostrar un dólar, y les entregan a la niña de la casa.

—¿Y no es así?

—No. Se necesita un dólar, una pasta dental y un champú —explicó, mirándome con unos ojos inmensos, color avellana. En ese momento, quedé noqueado. Literalmente noqueado.

Asentí en silencio.

—No tengo necesidad —se le escapó, casi inocente—. Gano dos mil quinientos dólares por semana.

Quedé boquiabierto. No por la cifra en sí, sino por su empeño en demostrar que no era lo que yo pensaba.

—Vaya... ¿Y qué hace con semejante fortuna? —pregunté, sin ocultar mi sorpresa. Ella ganaba cuatro veces lo que yo en un mes.

—Ahorro para irme a Miami. Si todo marcha bien, seguiré hasta los Estados Unidos.

—Entonces, ¿no hay por ahí un antiguo amigo con derechos? ¿Alguien que lo sabe todo y exige su parte de esa fortuna? —pregunté, saliéndome por un instante del papel de investigador y dejándome llevar por una curiosidad más personal.

Ella sonrió, comprendiendo perfectamente mi juego. No dijo nada, pero en su mirada había una advertencia.

—Esa noche terminé tarde. De verdad estoy intentando zafarme de aquí, comenzar de nuevo en Maracaibo —dijo, variando de súbito su versión inicial.

—La acompañaré. Me describirá la escena en el lugar exacto donde ocurrió —anuncié, sin pensar. Fue una decisión repentina. Sería la segunda vez que cruzaba esa esquina donde Pura perdió la vida. No sabía si era buena idea. Me pareció verla, inmóvil, en un rincón, envuelta en los trapos de la bailarina. Sólo fue una sombra, un eco de mis recuerdos más vívidos de aquellos días en que la visitaba. Su memoria aún me acompaña con inquietante nitidez.

Ella sonrió y dijo que necesitaba cambiarse.

—Seguro. Esperaré en la puerta.

Al cabo de unos minutos, salió. Nadie habría dicho que era la misma mujer. El cabello recogido con una sencilla gomita escolar, unos vaqueros negros, una chaqueta de tela modesta y unos mocasines de goma. Muy lejos de aquel monumento sensual que había visto antes. Me miró un instante, escrutándome con rapidez, y luego comenzamos a caminar en silencio.






Caminamos. Yo evitaba tocarla, aunque era lo único que deseaba hacer. Luchaba contra esa repentina atracción. Ella, ajena o indiferente, caminaba con tranquilidad a mi lado por aquella calle solitaria.

—Esa noche... —comenzó a decir.

—¿Cuándo fue esa noche? —interrumpí, viendo a lo lejos el nuevo centro comercial y la calle donde quedaba mi antigua casa.

—Hace dos noches. En el mismo sitio que todos conocemos. ¿Me acompañará mañana? Me siento segura a su lado. No sé cómo se me ocurrió caminar sola por estas calles a estas horas —dijo, dejándome desconcertado.

—Aquí es —señaló, y sin querer, mis ojos buscaron el poste donde quedó tendida Pura.

—¿Qué hizo?

—Oye... —dijo, como si supiera que yo dudaba de su relato—. Estoy acostumbrada a todo tipo de cosas. Inocentes. Risibles. Peligrosas. Y hasta extrañas.

No le respondí. Miraba el poste, reviviendo la escena como si fuese una vieja cinta que mi mente se obstinaba en proyectar. El gordo, el disparo, el otro cayendo al suelo... Por un momento sentí que era espectador de ambos eventos superpuestos en el mismo rincón de la memoria.

Entonces comenzó a lloviznar

.I



La llovizna no era más que un susurro del cielo, como si también tuviera miedo de pronunciarse con fuerza. Caminamos unos pasos más. Ella se detuvo frente al poste, lo tocó con la yema de los dedos, como si fuera una reliquia o un umbral maldito.

—Aquí fue —dijo, y su voz no era la misma de antes. Había en ella una gravedad antigua, como si hablase desde otro tiempo.

Me quedé quieto. No por respeto, sino porque el aire se espesó de repente, y tuve la sensación —imposible de explicar— de que alguien nos observaba. No desde la calle, sino desde el pasado.

—¿Y qué vio? —pregunté.

Ella no respondió de inmediato. Bajó la mirada, luego sacó del bolsillo interior de su chaqueta un pequeño papel doblado varias veces, con el tipo de pulcritud con la que se esconden las verdades que matan.

—No me creyó, ¿verdad? Pero mire esto.

Lo tomé. Era una hoja amarillenta, escrita con una caligrafía casi monástica, salpicada de símbolos. No entendía nada, salvo una frase en latín repetida dos veces: "Fiat Umbra. Fiat Desiderium."

—¿Qué demonios es esto?

—Una advertencia. Una contraseña. No lo sé exactamente. Nadie lo mencionó en el informe, porque nadie supo interpretarlo. Salvo yo. Y ahora usted.

—¿Y por qué yo?

—. Y la gente que ama, aunque no sepa, comprende. A su modo. Supongo que has amado a alguien o tienes a alguien?

La frase me golpeó con la fuerza de un secreto revelado demasiado tarde. Pensé en Pura, en sus silencios. En aquella noche. En el miedo que tenía a algo más grande que la muerte. El papel empezó a humedecerse por la lluvia. Ella me lo arrebató suavemente de las manos y lo guardó de nuevo.

—Yo también me estoy yendo —dijo.

—¿A Maracaibo?

—No. Más allá. Hay ciudades que no están en los mapas. Gente que se esconde detrás de los espejos. Usted lo sabe, aunque no lo diga. Está demasiado cerca de la verdad para no haberlo notado.

Entonces me miró con una seriedad que me heló la sangre.

—¿Mañana vendrá a cuidarme?.

 —Es posible

Ella sonrió como si la pregunta fuera infantil.

—Los que escriben la historia. Los que editan los recuerdos. Los que hacen que olvidemos que hubo una mujer llamada Pura, que un gordito disparó en una esquina, y que usted aún la sueña. Tengo algunas capacidades clarividentes. A veces funcionan.-- dijo enigmáticamenteenigmáticamente y señalo

-- No entendí mucho la idea.

-- Perdóname lo directa.Funciono mejor siendo honesta.

-- Entiendo 

-- Es que pareces muy desencantado de la vida para ser tan joven.--

-- Eres optimista.

-- No. Pero no lo ando pregonando

Caminamos en silencio unos minutos



  II


—*Estaba ahí* —repitio nuevamente, mostrándome el lugar con una mano de uñas pintadas de negro, como garras recién salidas de un cuadro simbolista. Su gesto me arrancó de mis divagaciones y me devolvió a la fría realidad del caso.  


—Pero… ¿*Cómo era*? —insistí, forzándome a concentrarme—. ¿Alto, bajo, armado? ¿La escupió? ¿La insultó? ¿Intentó agredirla?  


—¿Alto? ¿Bajo? —Se sorprendió, como si mi pregunta fuera absurda—. ¿No leyó mi denuncia? *No era él. Era ella*. No me persiguió. Solo… *me miraba*. Y se reía. —Se estremeció, y por un instante, vi en sus ojos algo que no encajaba en el protocolo policial.  


—Oiga, señorita Argelia —dije, esforzándome por mantener un tono profesional, aunque ya sabía que todo esto era un callejón sin salida—. No puede presentar una denuncia porque una mujer *la mirara feo*. Eso no tiene ni pies ni cabeza.  


—*No entiende* —susurró, bajando la voz mientras apretaba el paso—. Era joven, pero… *extraña*. No era normal. 


*No entiendes fue un tuteo para acercarse. Fue obvia, es mejor en eso que yo.


Llegamos al edificio donde vivía: una construcción soviética de los años setenta, de esas que parecen hechas con escombros y mala voluntad. Mal iluminado, con las paredes agrietadas como un mapa de derrotas antiguas. La muchacha me miró. Su palidez contrastaba con el negro de sus uñas. Intentó sonreír, pero fue un gesto frágil, como un papel quemándose en los bordes.  


Yo *entendí*. O creí entender. No quería precipitaciones. ¿Quería conocerme? Bien. ¿Quería intentar algo? Bien. Pero había un protocolo, un *principio*, aunque ella fuera tan hermosa como una figura salida de un cuadro prerrafaelita. *Así sería*. Lo intentaría.  


—No creo que su denuncia llegue a ninguna parte —dije cuando ella abrió la reja de su edificio, separándonos con esos barrotes oxidados que parecían jaula de un zoológico abandonado.  


—Cualquier cosa, llámeme —añadí, deslizando mi tarjeta entre los hierros—. Al celular, Facebook, X, WhatsApp… *lo que sea*.  


Me despedí. Ella me miró. Y *supe* que había algo. Algo que no encajaba en los informes, en las actas, en este mundo de formularios y burocracia.  


Caminé hacia la avenida. Si veía una patrulla, pediría un aventón. Pero la calle estaba desierta. Eran las 3:05 a. m., ni los buenos ni los malos rondaban por allí. Los edificios dormían, indiferentes.  


**Entonces la vi.**  


Estaba a media cuadra. Una mujer joven. De espaldas. Pero *sabía* que me observaba de reojo. Por un instante, creí distinguir una sonrisa en la penumbra.  


Miré alrededor, buscando al cómplice. Era la trampa clásica: la carnada, el distractor, una pistola apuntando en la oscuridad. 

Con movimientos calculados, desenfundé mi arma y quité el seguro, manteniéndola oculta tras la espalda.  


—Oiga, señorita —llamé, avanzando con cautela hacia el medio de la calle—. ¿Está bien? ¿Necesita ayuda? *Soy policía*.  


Ella se deslizó hacia la pared, fundiéndose en el dintel de un negocio cerrado, donde ni siquiera las luces de cortesía alumbraban. Decidí mantenerme en  centro de la calle, lejos de las sombras.  


—¡Señorita!  -- llame otra vez


Un paso más.  


Y entonces… *desapareció*.  


No hubo puerta que se abriera, ni pasos apresurados. Solo el vacío. Corrí hacia donde había estado, pero no había rastro. Ni un suspiro, ni un perfume, ni el eco de una risa.  


**Nada.**  


Saqué mi teléfono, las yemas de los dedos frías contra la pantalla me indicaron que estaba asustado .



Cinco minutos después, una Fiat Toro 4x4 turbo diésel, repleta de municipales con rostros adustos, llegaron para brindarme su apoyo. Buscamos y alumbramos cada rincón con nuestras linternas, como si tratáramos de desenterrar fantasmas. Nada. Absolutamente nada. No había alma viviente. No sabría explicar por qué, pero me pareció escuchar a lo lejos los acordes espectrales de La guerra de los Dioses de Billy Paul, una melodía desoladora flotando en el aire nocturno.



https://e999erpc55autopublicado.blogspot.com/2025/10/la-esquina-parte-b-capitulo-3-4.html?m=1


Hola amigos y amigas lectores,ustedes conocen nuestros trabajos y  presentamos un trabajo en Amazon

https://www.amazon.es/dp/B0FWW4BDWT presentamos ENEIDA #romanceparanormal  #KindleUnlimited #kindlebook #Kindle  #novela 

Eneida es la más bella del salón de clases y Rayman el Nerd más Nerd enamorado en silencio, lo común,normal y usual en los colegios; hasta que ...



Semana 37, Capitulo 4.

Novelas Por Capitulos #cienciaficcion #urbana #distopica  El señor elegante y amable vio la pantalla holográfica, había una continuidad en l...