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lunes, 20 de octubre de 2025

EDMEE.Capitulo 3

Novelas Por Capitulos



Viene del Capítulo 1 y 2




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Capítulo 3: El Romance Secreto


El aire de la selva era denso, cargado con el aroma de la tierra húmeda, las flores exóticas y, de forma más sutil pero omnipresente, el olor a pólvora y sudor. Rafael de la Fuente, un hombre acostumbrado a los salones pulcros de la élite y a los campos de batalla ordenados, se encontraba en un campamento temporal, un microcosmos de caos y esperanza en medio de la insurgencia. Había sido un día extenuante, lleno de escaramuzas y decisiones difíciles que pesaban sobre sus hombros como el uniforme militar que vestía. Fue entonces, en el crepúsculo que pintaba el cielo con tonos naranjas y púrpuras, cuando sus ojos se posaron en ella por segunda vez, y esta vez, con una conciencia más profunda de su presencia.


Edmée, con la piel curtida por el sol y las secuelas  del antiguo  trabajo en la hacienda Rosa Negra, se movía entre los heridos con una gracia que desmentía la dureza de su existencia. Sus manos, pequeñas pero fuertes, vendaban una herida con una delicadeza que conmovió al recién llegado  Rafael,que reconoció a la muchacha y en silencio contemplaba la escena.

 La imagen de la muchacha, con su cabello negro trenzado con cintas de colores vibrantes, era un contraste sorprendente con la brutalidad que los rodeaba. Sus ojos, grandes y oscuros, reflejaban una mezcla de inocencia y una profunda tristeza que Rafael había notado en los esporádicos encuentros en su casa mientras ella limpiaba.

II
 El atractivo joven  la abordó con la brusquedad de un general que intenta mantener el control en un mundo que se desmoronaba, sin saber que su alma ya había sido cautivada.
“—¿Tú trabajabas en nuestra hacienda? ¿Te envió mi padre para vigilarme? — pregunto Rafael a rajatabla, su voz resonando con una autoridad que pretendía ocultar su propia curiosidad y la confusión que la presencia de Edmée le generaba.
 La muchacha, con las mejillas rojas como tomates maduros, había bajado la mirada, un gesto de sumisión que a Rafael, a pesar de su posición, le resultaba incómodo y, extrañamente, doloroso.
—No, mi señor. Vine porque el General Ortiz nos ofreció libertad. Mi madre murió y ya nada me ataba al compromiso con su padre —balbuceó Edmée, su voz apenas un susurro que, sin embargo, caló hondo en Rafael. 

Él recordó la enfermedad de la madre de la joven, una mujer que había trabajado incansablemente en sus tierras, y un recuerdo que le trajo un atisbo de culpa por su dureza inicial, una culpa que se mezclaba con una admiración incipiente por la valentía de ella.
—Lo lamento —dijo, su tono más suave, casi una caricia. 
Edmée se atrevió a levantar la mirada, sus ojos encontrándose con los de él por un instante fugaz, un momento que pareció suspender el tiempo y el espacio a su alrededor.
—Gracias, mi señor —respondió ella, y en ese momento, Rafael sintió un impulso que no pudo explicar, una necesidad imperiosa de conectar con ella. Tomó las pequeñas manos de la muchacha, llenas de callos, un testimonio silencioso de una vida de esfuerzo y sacrificio. Sus dedos rozaron la piel áspera, y una chispa, casi imperceptible, se encendió entre ellos, una promesa tácita de algo más profundo.
—Mírame. Esta lucha es por todos nosotros. Te cuidaré —le dijo el joven, su voz cargada de una sinceridad que sorprendió incluso a sí mismo.

 Edmée sintió un temblor recorrer su cuerpo, una emoción tan intensa que la dejó sin aliento. Podía morirse en ese momento y sería la mujer más feliz del mundo, pensó, su corazón latiendo con una fuerza inusitada. La promesa de Rafael, pronunciada en medio de la desolación de la guerra, fue para ella un ancla, una luz en la oscuridad de su existencia, una esperanza que nunca antes había osado soñar.

Desde que Edmée había trabajado en la hacienda de los De la Fuente, Rafael había sido para ella una figura casi mítica. El era bellísimo,demasiado Apuesto, culto, diferente a los rudos campesinos y soldados que la rodeaban, había robado su alma sin siquiera saberlo. Su voz, sus modales, su forma de hablar; todo en él le parecía de otro mundo. Era el epítome de la nobleza y la educación, un contraste absoluto con la vida de privaciones y trabajo duro que ella había conocido. Ahora, en sus ojos, Rafael no era solo un general, sino un ser casi divino, un príncipe de un cuento de hadas que había descendido a su humilde realidad para, quizás, cambiarla para siempre. Su devoción por él era un secreto bien guardado, una llama que ardía silenciosamente en su interior, alimentada por cada encuentro, por cada palabra, por cada mirada robada.





Lo que comenzó como una fascinación unilateral pronto se transformó en un secreto y pasional  romance que Rafael ignoraba totalmente, en su posición de general y hombre de la alta sociedad, no había previsto ni buscado. 

A pesar de las barreras sociales y las circunstancias de la guerra, se sintió atraído por la pureza, la devoción y la fuerza silenciosa de Edmée. Era una atracción que desafiaba la lógica y las expectativas de su mundo y el no sabía explicarse. Sus encuentros, inicialmente accidentales, se volvieron deliberados, buscados con una urgencia creciente. Rafael encontraba excusas para pasar horas con ella, bajo el pretexto de supervisar las tareas del campamento o de discutir asuntos triviales. Pero la verdad era que quería enseñarle a leer y escribir, compartiendo con ella fragmentos de los libros que una vez atesoró en su biblioteca personal. 


Le hablaba de un mundo donde la justicia prevalecía, donde la educación era un derecho y no un privilegio, y donde el amor, creía él con una convicción creciente, no conocía barreras sociales. Se encontraba a sí mismo, un hombre de ciencia y estrategia, divagando sobre la poesía y la filosofía, solo para ver la chispa de comprensión en los ojos de Edmée.
Edmée, ávida de conocimiento, absorbía cada palabra, cada lección como una esponja. Su mente, antes limitada por las circunstancias de su nacimiento y la ignorancia impuesta por el sistema, comenzó a florecer bajo la tutela de Rafael. Él le abría las puertas a un universo de ideas y posibilidades que nunca antes había imaginado. Cada libro que leía, cada concepto que entendía, era una victoria personal, un paso más allá de las cadenas de su pasado. Ella, a su vez, le enseñaba a Rafael la sabiduría de la tierra, los secretos de la selva, la resiliencia del espíritu humano frente a la adversidad. Le mostraba la belleza de las cosas simples, la importancia de la comunidad y la fuerza del amor incondicional que ella misma encarnaba.

 En medio del caos de la guerra, el secreto amor de Edmée se convirtió en su refugio, su santuario donde ella podía ser ella misma, lejos de las expectativas y las presiones de sus mundos respectivos. Era un intercambio silencioso, un pacto no verbal que los unía más allá de sus diferencias.
Una tarde, mientras el sol se ponía, tiñendo el cielo de un rojo ardiente y dorado, Rafael encontró a Edmée sentada junto a una fogata, reparando la ropa de un soldado con una aguja e hilo. La luz danzante de las llamas iluminaba su rostro, revelando la concentración en sus ojos y la delicadeza de sus movimientos. Había una quietud en ella, una paz que contrastaba con el bullicio del campamento. Se acercó en silencio, y ella levantó la vista, una sonrisa tímida asomando en sus labios, una sonrisa que siempre lograba calmar la tormenta en el alma de Rafael.
—Edmée —dijo Rafael, su voz suave, casi un susurro, como si temiera romper la magia del momento. 

Se sentó a su lado, sintiendo el calor de la fogata y la cercanía de ella, una cercanía que se había vuelto esencial para él. El ambiente era íntimo, un pequeño oasis de paz en medio de la guerra, un refugio donde podían ser simplemente Rafael y Edmée.
—Mi señor —respondió ella, su voz apenas audible, pero cargada de una emoción que Rafael empezaba a descifrar. Había en su tono una mezcla de respeto y una calidez que Rafael empezaba a reconocer como algo propio, algo que le pertenecía.
—Te he dicho que puedes llamarme Rafael —insistió él, una ligera sonrisa en su rostro. La formalidad, aunque esperada por su posición, se sentía como una barrera entre ellos, una barrera que él deseaba derribar con cada encuentro.
Edmée dudó por un momento, sus ojos oscuros buscando los suyos, como si sopesara el peso de su petición. Luego asintió lentamente, una decisión tomada. 
—Rafael —pronunció, y el nombre, en sus labios, sonó diferente, más dulce, más personal, como una melodía que solo él podía escuchar.
—¿Qué lees hoy? —preguntó él, señalando un pequeño libro que ella tenía a un lado, un volumen de poesía clásica que él mismo le había prestado. Era uno de sus favoritos, y le intrigaba saber cómo lo percibiría ella.
—Un poema sobre el amor perdido —respondió ella, sus ojos oscuros brillando a la luz de la fogata, revelando una profundidad de sentimiento. —Es triste, pero hermoso, ¿no cree? Habla de un amor que se fue, pero que dejó una huella imborrable.
—El amor es a menudo así —reflexionó Rafael, su mirada perdida en las llamas danzantes, en los recuerdos de amores pasados que no habían dejado la misma huella. —Una mezcla de alegría y melancolía, de éxtasis y dolor. ¿Crees en el amor, Edmée, en medio de tanta desolación?

Ella lo miró fijamente, y por un momento, Rafael sintió que sus ojos leían su alma, desnudando sus propios miedos y esperanzas.
 —Sí, Rafael. Creo en el amor. Creo que es lo único que nos mantiene cuerdos en tiempos como estos. Lo único que nos da esperanza, la fuerza para seguir adelante cuando todo parece perdido. Sin amor, ¿qué nos quedaría?
Sus palabras resonaron en el corazón de Rafael, un eco de sus propios pensamientos más íntimos. Él, un hombre de razón y estrategia, se encontró conmovido por la simple y profunda fe de Edmée, una fe que no se basaba en dogmas, sino en la pura esencia del sentimiento humano.
 —¿Y qué tipo de amor crees que es el más verdadero, el más duradero?
Edmée bajó la mirada, sus mejillas se tiñeron de un suave rubor, un color que Rafael encontraba infinitamente atractivo. 
—El amor que no espera nada a cambio. El amor que es puro y desinteresado. El amor que lo arriesga todo, incluso la propia vida, por el bienestar del otro. Ese es el amor que trasciende todo.
El silencio se extendió entre ellos, llenado solo por el crepitar de la fogata y los sonidos distantes de la selva, un concierto de la noche. La tensión era palpable, una corriente eléctrica que amenazaba con desbordarse, con romper las barreras invisibles que aún los separaban. Edmée, en su imaginación, no se veía de otra forma que no fuera en los brazos de tan apuesto galán, su mente pintando escenarios de un futuro imposible. 



La pasión volcánica que Rafael desataba en ella era un secreto que guardaba celosamente, pero que amenazaba con escapar en cada mirada, en cada roce accidental, en cada suspiro. Sus encuentros eran llenos de una secreta pasión contenida, una danza de miradas y palabras no dichas, un ballet de emociones que solo ellos dos entendían.
Rafael, aunque ajeno a la intensidad de los sentimientos más profundos de Edmée, no era inmune a su encanto. La candidez de ella, su inteligencia innata y su espíritu indomable, lo atraían de una manera que ninguna mujer de su círculo social había logrado. Se encontró anhelando sus conversaciones, la forma en que sus ojos se iluminaban con cada nueva idea, la risa suave que a veces se le escapaba, un sonido que era música para sus oídos. Era una conexión que trascendía las barreras de su mundo, una conexión forjada en la adversidad y la esperanza, un lazo que se fortalecía con cada día que pasaba.

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Una noche, la lluvia torrencial los obligó a refugiarse en una pequeña choza improvisada, construida con ramas y hojas de palma. El sonido de la lluvia golpeando el techo era un telón de fondo para su conversación, un ritmo constante que los aislaba del resto del mundo. Rafael le leía un pasaje de un libro de filosofía, explicando conceptos complejos con una paciencia infinita, disfrutando de la forma en que ella absorbía cada palabra. Edmée escuchaba atentamente, interrumpiéndolo con preguntas perspicaces que revelaban una mente aguda y curiosa, una mente que él se deleitaba en estimular.
—Entonces, ¿crees que la libertad es un estado del ser o una condición social? —preguntó ella, sus ojos fijos en él, buscando una respuesta que pudiera darle sentido a su propia lucha.
Rafael sonrió, impresionado por la profundidad de su pregunta, por la forma en que ella siempre iba más allá de lo superficial. 
—En ambas, Edmée. La libertad comienza en la mente, en la capacidad de pensar por uno mismo, de cuestionar, de soñar. Pero también es una condición social, un derecho que debe ser garantizado para todos, sin importar su origen o su posición, sin importar si nacieron en una hacienda o en la más humilde de las chozas.
—Y si no se nos da, ¿debemos tomarla? —su voz era firme, una determinación que sorprendió a Rafael, una chispa de rebeldía que él encontraba irresistible.
—A veces, Edmée, la libertad debe ser conquistada. No sin un gran costo, no sin sacrificio, pero a veces es el único camino. La historia nos lo ha demostrado una y otra vez —respondió, su voz grave, cargada con el peso de la responsabilidad.
 En ese momento, se dio cuenta de que Edmée no era solo una muchacha campesina; era una mujer con un espíritu revolucionario, una fuerza silenciosa que lo inspiraba, que lo empujaba a ser un mejor líder, un mejor hombre.

Y por eso ella sonaba feliz, algo le decía que en medio de tantas muertes y desastres que cada día se incrementaban, algo podía pasar entre los dos.
Y por eso cada sueño era diferente ..
La cercanía en la pequeña choza, el sonido de la lluvia, la intensidad de su conversación; todo contribuía a una atmósfera cargada de emoción, de una electricidad palpable. Rafael sintió un impulso irresistible de tocarla, de sentir la calidez de su piel, de borrar la distancia que los separaba. Extendió una mano y rozó su mejilla, un gesto que fue tanto una pregunta como una afirmación, una invitación tácita. Edmée cerró los ojos por un instante, el contacto eléctrico, y luego se inclinó hacia su mano, un gesto de entrega y confianza que derritió las últimas barreras de Rafael.
—Rafael —susurró ella, su voz temblaba, cargada de anhelo. 

Él acercó su rostro al de ella, sus ojos buscando permiso, una confirmación de que no estaba cruzando una línea que no debía, una línea que, en el fondo, ambos deseaban cruzar. En los ojos de Edmée, vio no solo permiso, sino un anhelo tan profundo como el suyo, un deseo que se reflejaba en los suyos.
Sus labios se encontraron en un beso tierno al principio, luego más apasionado, un beso que lo decía todo sin necesidad de palabras. Era un beso que lo decía todo: la devoción silenciosa de Edmée, la atracción prohibida de Rafael, la esperanza de un futuro incierto. Era un beso que desafiaba las convenciones, las clases sociales, la guerra misma. En ese momento, en la oscuridad de la choza, bajo el sonido rítmico de la lluvia, el mundo exterior dejó de existir. Solo existían ellos dos, perdidos en el torbellino de sus sentimientos, en la promesa de un amor que apenas comenzaba a florecer.


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El romance secreto prohibido floreció en medio de la adversidad, como una flor exótica en el corazón de la selva.Y ella ya no sabía cómo contenerse.

 Sus encuentros se volvieron más frecuentes, sus conversaciones más íntimas, cada vez más profundas. Rafael le enseñaba a Edmée sobre estrategia militar, sobre política, sobre el mundo más allá de la selva, sobre la historia y la geografía. Ella, a cambio, le enseñaba sobre la resiliencia de la gente, sobre la importancia de la fe y la esperanza, sobre la verdadera riqueza que no se mide en oro o tierras, sino en el espíritu humano, en la conexión con la naturaleza y con los demás. Se complementaban, cada uno llenando los vacíos del otro, construyendo un puente entre sus dos mundos tan dispares.
Pero el campamento era un lugar de ojos curiosos y oídos atentos. 



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Los rumores comenzaron a circular, susurros sobre el general y la muchacha campesina, sobre la impropriedad de su relación. 



Rafael, consciente de las implicaciones, intentó ser más discreto, pero la atracción entre ellos era demasiado fuerte para ser contenida, como un río desbordado. Edmée, por su parte, no le importaban los rumores. Su amor por Rafael era un fuego que la consumía, una fuerza que la hacía sentir viva en medio de la muerte y la destrucción, una razón para luchar, para existir.
Un día, el General Ortiz, un hombre astuto y observador, llamó a Rafael a su tienda. Su rostro, curtido por años de batalla, era inescrutable, una máscara de experiencia y autoridad. Rafael entró con el corazón latiéndole con fuerza, sabiendo lo que se avecinaba.
—Rafael, he notado tu interés en la muchacha Edmée —dijo Ortiz, su voz baja y grave, pero con un matiz de advertencia. Rafael sintió un escalofrío recorrer su espalda. Sabía que Ortiz era un hombre que no toleraba distracciones, especialmente en tiempos de guerra, y menos aún romances que pudieran comprometer la moral de las tropas.
—Es una muchacha inteligente, General. Estoy educándola, como usted me ha pedido que haga con la gente del pueblo, para que puedan ser parte activa de esta revolución —respondió Rafael, intentando mantener la calma, aunque su corazón latía con fuerza contra sus costillas.
Ortiz lo miró fijamente, sus ojos penetrantes, como los de un halcón. —La educación es importante, Rafael, sí. Pero también lo es la disciplina. Y los rumores, mi joven general, pueden ser peligrosos. Pueden desmoralizar a las tropas, pueden crear divisiones, pueden dar munición al enemigo. No podemos permitirnos tales lujos en estos tiempos críticos.
Rafael apretó los puños, la frustración y la impotencia burbujeando en su interior. —Mis acciones no han afectado mi deber, General. Mi lealtad a la causa es inquebrantable, y mi compromiso con la revolución es total. Edmée no es una distracción, sino una inspiración.
—No lo dudo, Rafael. Pero la percepción lo es todo en la guerra. Te aconsejo que seas más cuidadoso. La revolución necesita tu mente, no tu corazón distraído por asuntos personales —dijo Ortiz, su tono final y sin apelación, dejando claro que no habría más discusión al respecto. Rafael salió de la tienda con un nudo en el estómago, el sabor amargo de la reprimenda en su boca. La advertencia de Ortiz era clara. Estaban malinterpretado su  relacion con Edmée, y si se seguían  abiertamente los rumores, podría tener consecuencias desastrosas no solo para ellos, sino para la causa que ambos defendían con tanto ahínco.


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Edmée notó el cambio en Rafael. Se volvió más distante, más preocupado, una sombra se cernía sobre sus ojos. Sus encuentros se hicieron menos frecuentes, y cuando se veían, la alegría que antes los unía se veía empañada por una sombra de preocupación, por la tensión de lo no dicho. Una tarde, ella lo confrontó en su lugar secreto, un pequeño claro escondido entre la densa vegetación, donde los sonidos de la guerra parecían distantes y el mundo exterior no podía alcanzarlos.
—¿Qué  sucede, Rafael? —preguntó, su voz llena de angustia, su corazón encogiéndose al ver la tristeza en sus ojos. —Pareces distante, preocupado. ¿He hecho algo mal?
Rafael suspiró, pasando una mano por su cabello, un gesto de cansancio y frustración.

 —Es el General Ortiz, Edmée. Malinterpreta mi relación contigo. Me ha advertido de las consecuencias si continuamos.
El corazón de Edmée se encogió. Sabía que su amor era prohibido, que desafiaba las normas de su sociedad, pero la realidad de la amenaza era más dura de lo que había imaginado. El miedo se apoderó de ella. —¿Qué haremos, Rafael? ¿Vamos a dejar que nos separen?
—No lo sé, Edmée. No puedo arriesgar la causa. No puedo arriesgarte a ti. Si nuestra relación se convierte en un problema, podríamos poner en peligro todo por lo que luchamos, y a ti misma —dijo Rafael, su voz llena de dolor, la idea de separarse de ella era insoportable, pero la responsabilidad de la revolución pesaba sobre él como una losa.
—No me importa la causa si te pierdo a ti —respondió Edmée, su voz firme a pesar de las lágrimas que comenzaban a asomar en sus ojos. Se acercó a él, tomando sus manos, sintiendo la fuerza de sus dedos. 
—Mi vida antes de ti no era vida. Solo existía, sin un propósito claro, sin una verdadera alegría. Ahora, contigo, siento que vivo, que cada día tiene un significado. No me pidas que renuncie a esto, Rafael. No puedo.
Rafael la miró, la fuerza y la devoción en sus ojos lo conmovieron profundamente. La amaba, lo sabía con cada fibra de su ser. La amaba con una intensidad que nunca había creído posible, un amor que trascendía todo lo que había conocido. Pero el camino que habían elegido, el camino de la revolución, era peligroso y exigía sacrificios, a veces, los más grandes. Se sentía atrapado entre su deber y su corazón.
—No te pido que renuncies a nada, Edmée. Solo te pido paciencia. Debemos ser más cuidadosos, más astutos. Debemos proteger lo que tenemos, lo que hemos construido. Nuestro amor es un arma en sí mismo, pero debemos usarlo con sabiduría —dijo, y la abrazó con fuerza, sintiendo el calor de su cuerpo contra el suyo, la fragilidad de su existencia entrelazada con la suya. En ese abrazo, ambos encontraron consuelo y una promesa tácita de que lucharían por su amor, incluso si eso significaba desafiar al mundo entero, a las normas, a la guerra misma.
La revolución continuó, 





y con ella, la lucha de Rafael y Edmée por mantener su amor en secreto. Se volvieron maestros en el arte de la discreción, sus miradas, sus gestos, sus palabras, cargados de un significado oculto que solo ellos entendían, un lenguaje secreto de amor. Rafael continuó sus lecciones, usando los libros como un pretexto para sus encuentros, para sus conversaciones profundas. Edmée, por su parte, se convirtió en una estudiante excepcional, su mente floreciendo con cada nueva idea, cada nuevo concepto. La sabiduría de la selva que ella poseía, combinada con el conocimiento del mundo que Rafael le ofrecía, los hacía un equipo formidable, una alianza de mentes y corazones.
Un día, una nueva escaramuza estalló cerca del campamento, más violenta y caótica que las anteriores. El sonido de los disparos, los gritos de los hombres, el choque de las espadas llenaron el aire, un presagio de muerte. Rafael, como siempre, estaba al frente, liderando a sus tropas con valentía, su figura imponente en medio del caos. Edmée, en el campamento, ayudaba a los heridos, su corazón latiendo con miedo por Rafael, cada explosión, cada grito, un puñal en su alma. 






En medio del caos, un soldado enemigo, astuto y sigiloso, logró flanquear a las tropas de Rafael, apuntando su rifle directamente a él, un blanco fácil en la confusión de la batalla. Edmée, que había estado observando desde la distancia, con una premonición de peligro, vio el momento exacto en que el enemigo levantaba su arma. Sin pensarlo dos veces, sin importarle su propia seguridad, corrió hacia Rafael, gritando una advertencia que esperaba que él pudiera escuchar por encima del estruendo de la batalla.
—¡Rafael, cuidado! ¡A tu izquierda! —su grito, agudo y desesperado, resonó en el campo de batalla, un sonido que logró perforar el caos. Rafael se giró justo a tiempo para ver al soldado enemigo, su rifle ya apuntando. Desenvainó su espada y, con un movimiento rápido y preciso, desarmó al atacante, salvando su vida por un instante. Pero en el proceso, una bala perdida, silbando en el aire, rozó su brazo, y él cayó al suelo, herido, el dolor agudo y punzante.
Edmée corrió hacia él, su rostro pálido de miedo, el corazón en un puño. Se arrodilló a su lado, sus manos buscando la herida, temblorosas pero decididas. —¡Rafael! ¡Por Dios, Rafael! —exclamó, las lágrimas brotando de sus ojos, un torrente de angustia y alivio al verlo con vida.
—Estoy bien, Edmée. Solo un rasguño, no te preocupes —dijo él, intentando tranquilizarla, aunque el dolor era intenso y la sangre manchaba su uniforme. Los soldados de Rafael llegaron rápidamente, asegurando la zona y llevando al general herido de vuelta al campamento, con Edmée a su lado, sin soltar su mano.
En la tienda médica, Edmée se negó a dejar su lado. Con una determinación férrea, cuidó de él con una devoción que conmovió a todos los que la vieron. Limpió su herida con agua tibia y hierbas medicinales, cambió sus vendajes con delicadeza, y se quedó a su lado durante toda la noche, velando su sueño, sus ojos fijos en él, rezando por su recuperación. Rafael, febril y débil, sentía su presencia como un bálsamo, una caricia para su alma. En medio de la oscuridad y el dolor, la mano de Edmée en la suya era la única cosa real, la única cosa que importaba, la única que le daba fuerza para seguir luchando.
Al amanecer, Rafael se despertó, la fiebre había bajado, el dolor era más soportable. Edmée estaba dormida a su lado, su cabeza apoyada en el borde de la camilla, su mano todavía aferrada a la suya, un gesto de amor y protección. La vio allí, tan vulnerable y tan fuerte, tan hermosa en su cansancio, y una oleada de amor lo invadió, un amor que ya no podía ni quería ocultar. No podía negar lo que sentía por ella. No podía seguir ocultándolo, ni a sí mismo ni al mundo.
Cuando Edmée despertó, sus ojos se encontraron con los de Rafael. Había una nueva intensidad en su mirada, una determinación que no había visto antes, una luz que iluminaba su alma. —Edmée —dijo él, su voz ronca por la debilidad, pero cargada de una emoción innegable. —Lo que siento por ti es real. No puedo seguir negándolo. No quiero seguir negándolo. Te amo, Edmée.
Las lágrimas brotaron de los ojos de Edmée, pero esta vez eran lágrimas de alegría, de alivio, de una felicidad que nunca pensó que experimentaría. —Yo también te amo, Rafael. Con todo mi corazón, con toda mi alma. Siempre te he amado.
Se inclinó y lo besó, un beso que era una promesa, un compromiso, una declaración de amor eterno. En ese momento, en la tienda médica, rodeados por los sonidos amortiguados de la guerra, Rafael y Edmée decidieron que su amor valía la pena luchar por él, sin importar las consecuencias, sin importar los obstáculos que se interpusieran en su camino. La revolución no solo les había traído libertad, sino también un amor prohibido, un amor que desafiaba todas las reglas y que estaba destinado a cambiar sus vidas para siempre, a redefinir su existencia.
El General Ortiz, al enterarse del incidente y de la valentía de Edmée, no pudo evitar reconocer la profunda conexión entre ella y Rafael. Aunque seguía preocupado por las implicaciones de su romance en la disciplina del campamento, también vio la fuerza que Edmée le daba a Rafael, una fuerza que podría ser vital para la causa. La guerra era un crisol que forjaba alianzas inesperadas y amores improbables. Y en el corazón de la selva, bajo el cielo estrellado, el amor de Rafael y Edmée florecía, un faro de esperanza en medio de la oscuridad de la revolución, un testimonio de que incluso en los tiempos más sombríos, el amor podía encontrar un camino.
El campamento, a pesar de las cicatrices de la reciente escaramuza, se sentía diferente. La valentía de Edmée no pasó desapercibida, y aunque su relación con Rafael seguía siendo objeto de susurros, ahora había un respeto tácito, una aceptación silenciosa. Rafael, recuperándose lentamente, se apoyaba en Edmée más que nunca. Sus conversaciones se extendían hasta altas horas de la noche, planeando no solo estrategias militares, sino también un futuro incierto para ellos dos, un futuro que ahora imaginaban juntos.
—¿Crees que alguna vez tendremos un lugar donde no tengamos que escondernos? —preguntó Edmée una noche, mientras Rafael dibujaba mapas en la tierra con un palo, delineando posibles rutas de escape o de ataque. La luna llena iluminaba el campamento, proyectando sombras largas y danzantes, creando un ambiente de misterio y anhelo.
Rafael la miró, sus ojos llenos de una promesa silenciosa, de una determinación inquebrantable. —Lo tendremos, Edmée. Lucharemos por ello. Por la libertad, por la justicia, y por nosotros. Este no es solo un sueño para el pueblo, es también nuestro sueño, el sueño de una vida juntos, sin miedo, sin secretos.
Ella asintió, su mano buscando la suya, entrelazando sus dedos, un gesto de unidad y compromiso. El roce fue un bálsamo, una confirmación de que no estaban solos en esto. La guerra era una realidad brutal, pero su amor era un refugio, un santuario que construían juntos, ladrillo a ladrillo, con cada mirada, cada palabra, cada toque. Sabían que el camino sería largo y peligroso, lleno de obstáculos y sacrificios, pero estaban dispuestos a recorrerlo juntos, de la mano, enfrentando lo que viniera. El romance prohibido de Rafael y Edmée, nacido en la adversidad, era ahora una fuerza imparable, un testimonio del poder del amor en los tiempos más oscuros, una luz que guiaba su camino hacia un futuro incierto pero lleno de esperanza.
La recuperación de Rafael fue lenta, pero cada día que pasaba, su vínculo con Edmée se fortalecía. Ella se había convertido en su sombra, su enfermera, su confidente. Las tropas, al ver la dedicación de Edmée, comenzaron a verla con nuevos ojos, no solo como la muchacha campesina, sino como la compañera del general, una mujer valiente y leal. El General Ortiz, aunque aún reticente, no pudo ignorar el efecto positivo que Edmée tenía en Rafael. Su moral había mejorado, su determinación se había renovado, y su liderazgo se había vuelto aún más inspirador.
Una tarde, mientras Rafael se recuperaba en su tienda, Edmée le leía un libro de historia, su voz suave y melodiosa llenando el espacio. De repente, Rafael la interrumpió.
—Edmée, ¿alguna vez has pensado en lo que haremos cuando todo esto termine? —preguntó, su mirada fija en el techo de lona.
Ella cerró el libro, pensativa. —He soñado con ello, Rafael. Con un lugar tranquilo, lejos de la guerra, donde podamos vivir en paz, donde pueda leer todos los libros que quiera, y donde tú puedas ser simplemente Rafael, sin el peso del general.
Rafael sonrió, una sonrisa genuina que rara vez mostraba. —Ese es mi sueño también, Edmée. Un hogar, una familia. Contigo.
Edmée sintió un rubor subir por sus mejillas. —Una familia… ¿Conmigo? —susurró, la idea tan hermosa como aterradora.
—Sí, Edmée. Contigo. Quiero construir un futuro contigo. Un futuro donde no haya clases sociales, donde la educación sea para todos, donde el amor sea libre —dijo Rafael, extendiendo su mano para tomar la suya. Sus dedos se entrelazaron, un pacto silencioso, una promesa de un futuro que aún estaba por escribirse.
Pero la guerra no esperaba. Los informes de inteligencia indicaban un gran movimiento de tropas enemigas. El General Ortiz convocó a Rafael a una reunión de emergencia. La recuperación de Rafael aún no era completa, pero su mente estratégica era indispensable.
—Rafael, necesitamos tu plan. El enemigo se está moviendo hacia el Paso de la Serpiente. Si lo toman, estaremos perdidos —dijo Ortiz, su rostro grave.
Rafael, apoyándose en Edmée para levantarse, se acercó al mapa. —General, propongo una estrategia audaz. Atacaremos por el flanco, usando el conocimiento de la selva que hemos adquirido. Será arriesgado, pero es nuestra única oportunidad.
Ortiz lo miró, luego a Edmée. —Y la muchacha, ¿qué papel jugará en esto?
Rafael miró a Edmée, y ella asintió con determinación. —Edmée conoce la selva como la palma de su mano. Ella puede guiarnos por senderos que el enemigo desconoce. Su conocimiento será invaluable.
Ortiz dudó por un momento, pero la confianza en los ojos de Rafael era inquebrantable. —Muy bien, Rafael. Que así sea. Pero si algo sale mal, la responsabilidad será tuya.
La noche antes de la batalla, Rafael y Edmée se encontraron en su claro secreto. El ambiente estaba cargado de tensión y de una melancolía silenciosa. Sabían que esta batalla podría ser decisiva, y que sus vidas, y su futuro, estaban en juego.
—Tengo miedo, Rafael —confesó Edmée, su voz apenas un susurro.
—Yo también, mi amor —respondió Rafael, abrazándola con fuerza. —Pero no te dejaré. Lucharemos juntos, como siempre.
—Prométeme que volverás —dijo ella, sus ojos llenos de lágrimas.
—Lo prometo, Edmée. Volveré a ti. Y cuando lo haga, construiremos ese futuro que hemos soñado —dijo él, besándola con una pasión que era una mezcla de amor, miedo y esperanza. Era un beso de despedida y de promesa, un beso que sellaba su destino.
La batalla del Paso de la Serpiente fue feroz y sangrienta. Rafael lideró a sus tropas con una valentía inigualable, y Edmée, con su conocimiento de la selva, guio a un pequeño grupo de soldados por senderos ocultos, flanqueando al enemigo y cambiando el rumbo de la batalla. Ella luchó con la ferocidad de una leona, no con armas, sino con su ingenio y su conocimiento del terreno, desviando al enemigo, creando distracciones, abriendo caminos.
En un momento crítico, Rafael se encontró rodeado por soldados enemigos. Su brazo herido lo limitaba, y la derrota parecía inminente. De repente, Edmée apareció, no con un arma, sino con una antorcha, encendiendo un matorral seco, creando una cortina de humo que desorientó al enemigo y permitió a Rafael y sus hombres escapar. Ella no era una guerrera en el sentido tradicional, pero su valentía y su ingenio eran tan letales como cualquier espada.
La victoria fue suya, pero a un costo terrible. Muchos hombres cayeron, y la selva se tiñó de rojo. Rafael, exhausto pero victorioso, buscó a Edmée entre el caos. La encontró ayudando a los heridos, su rostro manchado de hollín y sudor, pero sus ojos brillando con una determinación inquebrantable.
Se acercó a ella y la abrazó con fuerza, sin importarle los ojos curiosos de los soldados. —Lo logramos, Edmée. Lo logramos. Gracias a ti.
Edmée se aferró a él, las lágrimas brotando de sus ojos. —Estaba tan asustada, Rafael. Pensé que te perdería.
—Nunca me perderás, mi amor. Nunca —dijo él, besando su frente. En ese momento, la guerra, los rangos, las clases sociales, todo dejó de importar. Solo existía su amor, puro y verdadero, forjado en el fuego de la revolución.
El General Ortiz, al verlos juntos, sonrió. Había perdido un poco de su rigidez. —Rafael, Edmée, habéis demostrado que el amor, cuando es verdadero, es una fuerza tan poderosa como cualquier ejército. Y Edmée, tu valentía ha sido ejemplar. La revolución necesita personas como tú.
Rafael y Edmée se miraron, sus corazones llenos de esperanza. El camino aún era largo, la revolución no había terminado, pero ahora tenían la bendición de su líder y el apoyo de las tropas. Su amor, que había nacido en secreto, ahora podía florecer abiertamente, un símbolo de la nueva era que estaban construyendo. Un futuro donde el amor no conocía barreras, donde la justicia prevalecía, y donde los sueños más audaces podían hacerse realidad.
Los días siguientes a la batalla fueron de curación y planificación. Rafael, con su brazo vendado, seguía siendo el estratega principal, pero ahora Edmée estaba a su lado en las reuniones, su voz escuchada y respetada. Su conocimiento de la gente y de la tierra complementaba la visión militar de Rafael, creando un equipo formidable. La dinámica entre ellos había cambiado; ya no era solo el general y la campesina, sino dos iguales, dos compañeros unidos por una causa y por un amor profundo.
—Necesitamos asegurar las rutas de suministro a través de la selva —dijo Rafael en una de esas reuniones. —El enemigo intentará cortarlas.
Edmée, con un mapa improvisado en el suelo, señaló un sendero. —Hay un camino antiguo, Rafael, conocido solo por los locales. Es peligroso, lleno de trampas naturales, pero es casi imposible de detectar para los que no lo conocen. Podríamos usarlo para mover nuestros suministros de forma segura.
El General Ortiz, que escuchaba atentamente, asintió. —Una excelente idea, Edmée. Tu conocimiento es un activo invaluable. Rafael, encárgate de esto con Edmée. Ella será tu guía principal.
Rafael sonrió a Edmée, un brillo de orgullo en sus ojos. —Será un honor, General.
Juntos, Rafael y Edmée se adentraron en la selva, no solo como líderes militares, sino como amantes, explorando los senderos ocultos, descubriendo la belleza y los peligros de la naturaleza. Cada paso que daban juntos era un paso hacia la construcción de su futuro, hacia la realización de sus sueños. Hablaban de todo: de la guerra, de la paz, de sus esperanzas, de sus miedos. Compartían sus pensamientos más íntimos, sus sueños más audaces. La selva, que antes había sido un campo de batalla, se convirtió en el escenario de su amor, un testigo silencioso de su creciente unión.
Una noche, acamparon bajo un dosel de estrellas, el sonido de los insectos y los animales nocturnos llenando el aire. Rafael encendió una pequeña fogata, y se sentaron uno al lado del otro, el calor de sus cuerpos mezclándose con el calor de las llamas.
—¿Crees que algún día podremos volver a la hacienda Rosa Negra? —preguntó Edmée, su voz suave, nostálgica.
Rafael la miró, su rostro iluminado por el fuego. —Quizás, Edmée. Pero no como antes. No como la hacienda de mi padre, sino como nuestro hogar, un lugar donde la justicia y la igualdad reinen. Un lugar donde todos sean libres.
Edmée apoyó su cabeza en su hombro. 


—Me gusta ese sueño, Rafael. Un hogar contigo, donde podamos enseñar a nuestros hijos a leer y a escribir, donde puedan crecer libres y felices.
Rafael la abrazó con fuerza, sintiendo la dulzura de sus palabras, la promesa de un futuro que parecía cada vez más tangible. 



—Ese es el futuro por el que luchamos, Edmée. Por el que vivimos.
La revolución aún tenía muchos desafíos por delante, pero Rafael y Edmée estaban listos para enfrentarlos juntos. Su amor, nacido en la adversidad, se había convertido en una fuerza motriz, un faro de esperanza para ellos y para todos los que los rodeaban. El romance prohibido se había transformado en un amor legendario, una historia de valentía, sacrificio y la inquebrantable fe en un futuro mejor.



Continuara





domingo, 19 de octubre de 2025

EDMEE Cap 1y 2

Novelas Por Capitulos

La Precuela de CAMILA de LA FUENTE


Introducción: El Despertar de un Idealista.




Camila miró con nostalgia el atardecer del llano.Mañana en la madrugada iniciaría el viaje que la llevaría al puerto de San Fernando para navegar por todo el Orinoco hasta Port Spain y de ahí a Londres,acompañando a su padre Camilo de La Fuente. Recordaba cuando en el amplio pasillo exterior de la casa principal de su hacienda  Rosa Negra, su abuela Edmee le contaba historias de su juventud....


I


En el corazón de la tumultuosa Latinoamérica del siglo XIX, una era marcada por la inestabilidad política, las luchas de poder y una profunda brecha social, emerge la figura de Rafael Ignacio de la Fuente. Hijo único de una de las familias terratenientes más acaudaladas y respetadas de la región, Rafael encarna la paradoja de su tiempo: un joven nacido en  cuna dorada, educado en las mejores universidades europeas, con un intelecto agudo y una sensibilidad artística, toca piano, canta lirico, baila excelente, próximo a establecer relaciones con cualquiera de las aristocráticas jóvenes de sociedad, pero profundamente atormentado por la miseria y la ignorancia que observa a su alrededor en los pueblos y ciudades. 

Su hogar, la vasta Hacienda "Rosa Negra ", es un oasis de prosperidad en un mar de pobreza, un contraste que agudiza su conciencia social.




II

Rafael, a sus veinticinco años, es un hombre de una belleza clásica, con rasgos finos, sus finos lentes,ojos penetrantes que reflejan una inteligencia vivaz y una melena oscura que cae sobre su frente, da la imagen de un frágil y romántico poeta europeo.



 Su porte elegante y su oratoria pulcra lo distinguen, pero es su alma inquieta, su constante búsqueda de significado más allá de la opulencia, lo que lo define. 
A diferencia de sus pares, que se contentan con la vida de lujos y el mantenimiento del statu quo, Rafael se sumerge en los textos de los pensadores ilustrados, soñando con una sociedad más justa, equitativa y educada, e inspirado por el término de la guerra civil de USA y los pensadores europeos de la epoca
  • Filósofo y político ruso, se convirtió en una de las figuras más importantes del anarquismo en el siglo XIX y fue un rival político de Marx. 
  • Político y filósofo alemán, fue el fundador del Partido Socialdemócrata Alemán en 1863 y un precursor de la socialdemocracia. 
  • Otro pensador influyente, su obra "Qué es la propiedad" (1840) es una de las más importantes del socialismo. Se le considera uno de los fundadores del anarquismo moderno y fue un crítico de Marx. 
  • Filántropo y socialista inglés, defendió la reforma social y el cooperativismo. Fue un defensor de la democracia y la propiedad colectiva. 
  • Filósofo y economista francés, propuso una sociedad basada en comunidades pequeñas llamadas falansterios, donde las personas podrían desarrollar sus talentos y vivir en armonía. 
  • Filósofo y economista francés, se le considera el padre del socialismo utópico y un pionero de la sociología. Propuso una sociedad organizada por industriales y expertos que debían dirigir la economía y la sociedad. 


Estas lecturas, prohibidas en muchos círculos conservadores, alimentan su descontento con la oligarquía a la que pertenece y lo empujan hacia un idealismo peligroso.


Sus conversaciones con su padre, Don Alejandro de la Fuente, un hombre de principios férreos y una visión pragmática del mundo, son frecuentes y a menudo tensas. Don Alejandro, aunque un terrateniente justo y preocupado por el bienestar de sus peones, cree firmemente en el orden establecido y desconfía de cualquier movimiento que amenace la estabilidad.
 "La pobreza siempre ha existido, hijo", le diría con voz grave, "y la ignorancia es una elección de quienes no quieren ver la luz. Nuestro deber es mantener el orden y la prosperidad de nuestra casa, que paga impuestos, crea productos de calidad, ayuda a los ancianos y huérfanos , da trabajo y sustento a muchos."

 Pero Rafael no puede aceptar esa resignación. Él ve la pobreza no como una elección, sino como una condena impuesta por un sistema injusto, y la ignorancia como el grillete que mantiene al pueblo subyugado.

La madre de Rafael, Doña Isabel, una mujer de delicada belleza y profunda fe, se debate entre el amor por su hijo y el temor por su seguridad. Intenta mediar entre padre e hijo, pero en el fondo, comprende la nobleza de los ideales de Rafael, aunque no compartia sus planes que no lograba visualizar del todo. Sus esperanzas es que Laura Arévalo ,la bella hija de los Arevalo ,los dueños de la mina de oro de la sierra azul logré conquistar a su hijo. Ella los ha visto charlar, los ha visto bailar en sus frecuentes viajes a la capital...Si se logra el matrimonio, esas ideas calenturientas dejarán de acosarlo.

La hacienda, con sus campos de café y caña de azúcar, su amplia ganadería, su central azucarero y productora de quesos, sus peones trabajando bajo el sol inclemente, y sus noches iluminadas por el canto de los grillos, se convierte en el escenario de la creciente disonancia entre la vida que Rafael lleva y la que anhela. Anhela una sociedad de oportunidades, dónde las muchachas puedan leer y escribir, dónde haya medicinas y alimentos para todos, dónde los huérfanos y lisiados tengan cuidados, donde se les pague a los empleados y obreros.

La chispa que enciende la decisión de Rafael llega con las noticias de un alzamiento en armas en las regiones más remotas y empobrecidas del país. Un general carismático, Luis Felipe Ortiz Padre, ha levantado la bandera de la revolución, prometiendo tierra, libertad y justicia para los desposeídos. Sin embargo, el lema que acompaña a este movimiento es espeluznante: "Muerte a los ricos, muerte a los blancos y a todo  que sepa leer y escribir". Este grito de guerra, brutal y excluyente, debería haber repelido a Rafael, pero su desesperación por el cambio y su convicción de que sólo una sacudida violenta podría derribar las estructuras opresoras, lo llevan a una conclusión arriesgada: quizás el lema es  una estrategia para galvanizar a las masas, y que detrás de la retórica se esconde un verdadero deseo de redención social.

III


Con el corazón dividido entre el amor a su familia y su inquebrantable idealismo, Rafael toma la decisión más trascendental de su vida. Una noche, bajo el manto de una luna menguante, deja una carta a sus padres, explicando su partida y su esperanza de un mundo mejor. Se despoja de sus ropas finas, se corta el cabello y, con una mezcla de miedo y determinación, se une a las filas de los alzados en armas. Su partida no es solo un acto de rebeldía, sino un salto al vacío, una renuncia a su identidad y a su futuro preestablecido, todo en aras de una causa que, en su ingenuidad, cree justa y noble.


Capitulo 2


EDMEE




 tenía un destino marcado desde que nació.Su madre Petra María una de las ordeñadoras de la hacienda Rosa Negra estaba muy enferma.Una vida de trabajo desde las 3 am hasta las 5 de la tarde de Domingo ngo a domingo traía consecuencias.Y por eso ella a sus 27 años tomó silenciosamente la labor de su madre, ordeñar de 3 AM a 6 am, luego junto con las otras a hacer quesos y mantequilla, a las 9 am preparar la comida de los agricultores y obreros, de 1 a 3 pm lavar los platos y ollas. A veces le tocaba barrer en la casa de los señores y ahí le sucedió lo que nunca esperaba. Vio al joven heredero Rafael de la Fuente. Mayor pecado, mayor ofensa, lo prohibido, verlo la ponía roja como un granate, no se atrevía a mirarlo de frente y no lograba articular palabras cuando lo veía.Lloraba por su madre enferma, no se engañaba por lo que sucedería.Tambien lloraba por ella misma. No.podia ni siquiera suponer que el le hablaría.Estaba perdidamente,obsesionada mente,enloquecidamente,irremediablemente enamorada de lo mas imposible de todo lo imposible.Lo sabía y entendía,estaba enamorada de Rafael de la Fuente.

Acto I: El Idealismo y la Llama de la Revolución
Capítulo 1: La Deserción y el Nuevo Mundo


Rafael Ignacio de la Fuente, ahora simplemente "Rafael", se adentra en un mundo que hasta entonces solo había conocido a través de relatos y estudios. La transición es brutal. El lujo y la comodidad de su hacienda son reemplazados por la dureza de la vida en la selva: noches frías, comidas escasas,caminar por senderos eludienye a la "peste" como se denominaban a las tropas del gobierno, caminar por pueblos pobres, ver gente enferma tirada a las orillas de los caminos, haciendas incendiadas, cadáveres desnudos de mujeres,víctima de la violencia brutal de los hombres, nadie era inocente en esta guerra.




Y así el joven y apuesto Abogado se presentó ante el caudillo Luis Felipe Ortiz ,quien no pudo ocultar su asombro y sorpresa al ver al joven



-- Dr de la Fuente.Esto si es una sorpresa.
-- Vengo a incorporarme a sus ordenes si usted me lo permite.
-- Tu padre sabe de esto?
-- Si.
-- Está de acuerdo?
-- Absolutamente No.
-- Entiendo.Aqui todos son necesarios.Le prevengo.No estamos jugando.Estamos en una guerra para salvar al pueblo de tantas desigualdades. 
-- Por eso estamos aquí.
-- Pues hay una disciplina Una cosa es las fiestas en las haciendas de Chacao y otra cosa es aquí.
-- Lo entiendo.
-- Dr de la Fuente En firmes-- ordenó el General, parándose y contemplando al hijo de Isabel.Isabel, la bella Bogotana que originó la enemistad a muerte entre Alejandro de la Fuente y Luis Felipe Ortiz Padre.
-- Capitán Rafael de la Fuente,Venga conmigo.-- ordenó el recio General, le voy entregar sus tropas.
Así lo hicieron y Rafael de la Fuente Recibió su destacamento







Y Así comenzó el brutal cambio de ambiente, la constante amenaza de enfermedades y la disciplina férrea del campamento revolucionario. Sus manos, acostumbradas a plumas y libros, ahora empuñan un rifle.



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 Su intelecto, sin embargo, no pasa desapercibido. Su capacidad para organizar, su elocuencia y su conocimiento de tácticas militares (adquirido en sus lecturas) rápidamente lo elevan en el escalafón. El General Luis Felipe Ortiz Padre, un hombre perspicaz a pesar de su brutalidad, reconoce el valor de tener a un "rico y culto" de su lado, usándolo como prueba de que incluso la élite se une a su causa. 

Rafael de la Fuente se convierte en uno de los generales de Lejos Felipe Ortiz , un cargo que le otorga autoridad, pero también lo expone a la cruda realidad de la revolución.

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Por su parte en la hacienda la alegría se esfumó.
La marcha del joven trajo un manto de silencio.Para Edmee la vida paso del día a  la noche,su madrePetra María murió y la enterraron bajo un aguacero,y para agrandar más aún la puñalada de su pena,Rafael de la Fuente se marchó.Ella sólo se conformaba con verlo, inclusive en su ingenuidad y simple pensamiento sabía que se casaría con una de las frágiles y bellas señoritas de sociedad.Pero irse a la guerra le destrozaba el alma Y sin pensar más, a media noche y en luna negra se fue a buscarlo.Sabia que el estaba con el líder de los pobres,el luchador por la igualdad,el General Luis Felipe Ortiz.Pues allá ella iría..Nadie podía impedirle estar cerca de el,así sea para verlo.




Continuara








Hola amigos estamos presentando este #romanceparanormal titulado ENEIDA. Ya tienes tiempo leyendo nos, y estamos seguros que este trabajan también será de tu interés, léelo en el enlace







La novela Edmee continua en el siguiente enlace



viernes, 17 de octubre de 2025

La Esquina Capitulo Final

Novelas Por Capitulos

Un encuentro en la penumbra
«Son tus deseos los que proyectas, no los míos, y nunca se cumplieron», susurró Pura, con una voz que parecía tejida de sombras y mentiras. «Nunca he pertenecido a nadie estando enamorada, la inmensa cantidad de aberrados que me poseyeron fue únicamente por dinero.. Ese es mi castigo. Estoy atada a él polaco por una cadena invisible, una que solo tú puedes romper al poseerme».


 Sus palabras eran un veneno dulce, una farsa descarada. Yo sabía de sus secretos, de esas películas obscenas que había visto, reflejos de una vida que no confesaba.
«Vaya deseo», repliqué, sintiendo su presencia cada vez más cerca, su aliento rozando el borde de mi alma. «Casi me asesinas, y tú casi mataste a Argelia». Mi acusación resonó en la calle desierta, pero ella no se inmutó.
«Fue él quien lo hizo», respondió melosa, sus labios a un suspiro de los míos. Por un instante, su rostro se transformó: de espectro vengativo a una joven bella, peligrosamente normal. Demasiado letal para un hombre como yo, atrapado entre la lujuria y el terror. Sentí su influjo, un hechizo que amenazaba con doblegarme. Debía apelar a las pocas fuerzas que me quedaban.
«Estás más bello», dijo, su voz ahora un canto seductor. Sus manos tomaron las mías, apretándolas con una fuerza que no parecía humana. «Te queda bien ese corte. Se ve que haces pesas. Tienes un cuerpo esbelto, atractivo… depravado. Me gusta eso». Su sonrisa coqueta era una trampa, un anzuelo que brillaba en la penumbra.
«Pura», balbuceé, hechizado, retrocediendo un paso hacia el centro de la calle. «Esto no es real ni sera posible. Te amé con todo mi ser. Morí contigo. Pero cada cosa tiene su tiempo y su lugar». Mi voz temblaba, traicionada por el deseo que aún ardía en mí.
«¿Qué debo entender?», replicó, su tono ahora impregnado de ira. «¿Acaso no tengo derecho a ti? ¿Después de todo lo que he hecho? ¡Me lo debes!». Su ceño se frunció en un mohín infantil, el de una niña malcriada que no tolera la negativa.
«No», contesté, aterrado, viendo que la razón se desvanecía en sus ojos.
«Si no lo haces», amenazó, su voz ahora un siseo viperino, «le daré poder al polaco. Él destrozará a esa bicha puta esa con quién andas, la hará pedazos para que no pueda regresar. Y a ti… a ti te convertiré en un súcubo, condenado a vagar eternamente. Solo pido una fracción de tu vida, no toda. Luego podrás irte con ella, lejos de aquí. Pero yo… yo estoy maldita, atrapada en esta esquina para siempre si no me liberas. Por el amor que dices haberme tenido, libérame. Siénteme. Dame una noche de pasión. Un beso. No pido más».
Retrocedí, espantado. Era ella, la misma Pura que había amado con devoción. Tan bella, tan joven, con sus dieciséis años eternos, la muchacha que me hacía inmensamente feliz cada vez que la veía y desdichado cada vez que la dejaba. Corrí, presa del pánico, con el corazón desgarrado. Corrí porque estuve a punto de ceder, de decir que sí. Era un recuerdo tangible, cálido, que hablaba y me miraba con ojos que aún me reclamaban. Pero también era un espectro, una trampa del pasado. Estoy loco. Tengo miedo. Y, en el fondo de mi alma, aún la amo.

---
**Capítulo 7

A veces me asalta el temor de confundir una pasión física con una relación estable, donde el sexo no es más que una parte —importante, sí, pero no la única—. Sin embargo, Argelia se filtra en cada poro de mi ser. No intenta ser seductora, pero lo es. No busca provocarme, pero lo hace. Su vestimenta es sencilla, pero su figura es inconfundible: sus caderas, su espalda, sus piernas son monumentales, casi imposibles de ignorar. Y ese cabello negro, ondulado, largo, divino, enmarca unos ojos tan inmensos que parecen contener universos enteros. Pero lo peor —o lo mejor— es que cuando la conoces bien, descubres que además es amable, genuina y encantadora. A veces pienso que eso era lo que me atraía de Pura. Ahora, es lo que me atrapa de Argelia.

Estuve de guardia, pero no llegué exhausto. Había dormido unas horas en el precinto durante la tarde. Al llegar al apartamento, no encendí las luces. Me desvestí en silencio y me metí en la cama. Allí estaba ella, mi amada, desnuda bajo las sábanas. El roce de su piel, tan suave como el terciopelo, su aroma particular y esa tibieza que envuelve, despertaron en mí una pasión que creía controlada. Comencé a besarla lentamente. Ella respondió con besos largos, sensuales, como si supiera exactamente qué hacer para desarmarme. Mis labios descendieron hacia sus senos pequeños y erectos, explorando cada rincón de su cuerpo. Continué bajando, trazando un camino invisible sobre su vientre plano, hasta que ella abrió sus piernas sin decir una palabra, entregándose a mí con una confianza que me desbordó.

Es como una llama que nunca deja de arder, y yo soy el fuego que encuentra en ella su combustible. Nos perdimos en una danza ancestral, un encuentro que trasciende lo físico. No hubo frenos, solo entrega absoluta. Cuando ella se colocó sobre mí, tomando el control con una intensidad que me hizo perder el aliento, sentí que el mundo desaparecía. En algún momento dudé, pensando que tal vez no había sido lo suficientemente delicado, pero esos pensamientos se disolvieron en cuanto sus gemidos llenaron la habitación, llevándome al límite. Ambos alcanzamos el clímax juntos, en una explosión de sensaciones que nos dejó exhaustos, respirando entrecortadamente, como si hubiéramos corrido una maratón.

Me quedé acurrucado contra su espalda, sintiendo aún el calor de su piel. Media hora después, el simple roce de su trasero contra mí avivó de nuevo esa llama primitiva. Sin preámbulos, regresamos al mismo sendero oscuro y prohibido que siempre nos atraía. Esta vez fue más difícil avanzar, pero finalmente lo logré, como siempre lo he hecho. Ella ahogó un grito en la almohada mientras yo la besaba en el cuello, sus sollozos de placer resonando en la habitación. Ambos terminamos exhaustos, incapaces de articular palabra.

Dormí profundamente, como un niño, hasta que la luz de la sala se encendió de golpe. Escuché pasos. Me incorporé bruscamente en la cama, justo a tiempo para ver cómo la puerta del cuarto se abría y entraba Argelia, vestida con shorts y botas de charol. La miré desconcertado.

—Discúlpame, mi amor —murmuró con un bostezo, quitándose las botas y lanzándolas sin cuidado al suelo. Su cuerpo, perfecto y tentador, capturó toda mi atención, pero no pude moverme. Estaba completamente agotado.

—Voy a dormir hasta el domingo —añadió, acostándose a mi lado y quedándose dormida al instante, después de darme un beso fugaz.

Me quedé despierto, con el sabor de sus labios aún en los míos, el eco de lo que acabábamos de hacer latiendo en mi cuerpo y una taquicardia incontrolable en mi corazón. Ya sabía con quién había compartido esa noche de lujuria desenfrenada. Pero ahora, con Argelia durmiendo a mi lado, no podía evitar preguntarme: ¿había sido real? ¿O era simplemente otra de las sombras que acechan en la oscuridad?
:

Duré horas en la ducha, limpiándome y limpiándome, absolutamente lleno de asco.
Salí mientras Argelia dormía. No quise besarla; me parecía que la manchaba si lo hacía.
Hui del apartamento y, como un autómata, llegué al precinto.
—Oye, ¿tú no estuviste de guardia ayer? —preguntó un entrepito. Eran las siete y media de la mañana.
—Tengo insomnio —contesté malhumorado, más para explicármelo a mí mismo que a él—. También tengo trabajo atrasado.
Me senté frente a mi computadora.
—Oiga, inspector —me interrumpió una bella y joven sargento—. Una jovencita lo busca. Dice que es muy importante.
Como un resorte, me levanté asustado de la silla. Retrocedí aterrado contra la pared cuando la vi entrar.
Era Pura. Hablaba animadamente con la sargento, quien le indicó que se sentara frente a mi escritorio.
Vestía un traje azul marino cerrado. Su cabello suelto caía como un manto oscuro. Me miraba con una sonrisa infantil de niña culpable, sentada justo frente a mí.
—A pesar de haber sido de otros... No sabía que nuestra primera vez fuese tan salvaje y espectacular —dijo, con su sonrisa de colegiala y una nueva voz, seductora. Me miraba fijamente, tan absolutamente viva y real como la sargento que se despidió de ella y nos dejó solos.
—Es maravilloso dejarse amar por el hombre que una ama... y que ya sé que me ama, fuistes un animal absoluto, creo que tendré que esperar más de quince días para estar activa otra vez y me parece que me embarazastes, en está forma de vida soy muy irregular con mis reglas —exclamó suavemente, lanzándome un beso infantil con sus labios carnosos. Me hizo trastabillar. Tiré todos los papeles del escritorio.
Lloré desgarradamente.
Era la Pura que amé, la que nunca pude olvidar.
Era, sencillamente, de quien estoy locamente enamorado.
¿Qué he hecho?
Me desmayé.
Desperté en la enfermería del precinto. Estaba envuelto en sudor.
—¿Qué rayos te pasa? —recriminó el Comandante—. Vino la hermana menor del Gorila Pelúo a negociar su entrega. Dice que estás bien loco. Te llenaste de pánico, la llamaste Pura, y te desmayaste en medio de una crisis de histeria.
—Tienes que descansar, hijo mío. Eso de trabajar y luego malgastar tu tiempo libre en bares y niñas de mala conducta no está nada bien.

I
Argelia celebró mi cumpleaños. Me dio dos tortas: una de chocolate y otra, la que me enloquece de verdad. Me comí ambas con deleite.
Estoy a punto de romper el récord de San Lucas.
Ahora tengo otra hambrienta por ahí. Sonreí interiormente.
De verdad tengo que reconocerlo: será adolescente, menor de edad… pero que es una fiera sexual, lo es también.
Pero nada es perfecto. Y el conflicto estalló.
Días después, Argelia amaneció envuelta en un mar de lágrimas. No quiso que la tocara. Me lo dijo entre mocos:
—Estoy loca por seguir contigo… pero tú estás más allá de cualquier tipo de esquizofrenia —susurró con miedo cuando me acerqué—. Ella apareció en medio de la sala y lo confesó todo. Dice que, si no le creo, me pasa el video por YouTube, y ya tiene más de 100000 descargas en XV videos. Que ya lleva tantas descargas que está a punto de volverse viral.
¡No es posible que lo hayas hecho!
Puedo aceptar una rival. No hay papeles entre tú y yo. En mi ambiente todo se acepta.
Pero ella es una muerta. ¡Es el colmo!
Esas eran las manchas de sangre en la cama la otra vez. En nuestra propia cama.
¿Cómo pudiste hacerle el amor a un cadáver?
Estás demente y enfermo. No te puedo aceptar más aquí.
Como todo infiel, lo negué absolutamente.
Peleamos. Me golpeó. Escapé, marchándome nuevamente al trabajo, a pesar de estar todavía en mi descanso intersemanal por exceso de turnos.
Me reintegré.
Todos me trataron con distancia, con una mezcla de silencio y miedo.
¡Ah, ya sé! Soy el loco.
Ellos hablan de sus conquistas. De cómo engañan a sus mujeres, cómo van a fiestas diciendo que están de guardia. Hablan de cómo funciona todo, incluso cuando dejan ir a los narcos por dinero.
Yo no puedo hablar de lo mío.
Me pondrían de verdad una camisa de fuerza.
Tengo una aventura con un cadáver que anda.
Me quedé hasta las dos de la mañana y fui a la esquina.
A las dos y media, la misma escena se repitió.
Mandé a bañarse inmediatamente al Polaco.
Este, con fastidio, nuevamente respondió:
—Sí, ya sé. Sí, ya sé —volvió a decir.
Se ve que es un hombre de pocas palabras.
Hizo un gesto de "ya basta" con la mano… y se introdujo, sin más, en la pared.
Pura se levantó de su poste.





II
Avanzaba hacia mí con paso lento y suave, como si flotara. No hacía ruido. El silencio pesaba más que sus pasos.
Sus ojos brillaban, oscuros y húmedos, como charcos en una noche sin luna.
Su sonrisa… su maldita sonrisa… no era humana. Era una máscara. Era demasiado amplia, demasiado inocente, como pintada con cuchilla.
—Sabes que no me puedes negar —susurró. Su voz no resonó en el aire: vibró dentro de mi cráneo.
Quise retroceder, gritar, correr… pero estaba congelado.
El corazón me golpeaba como un tambor dentro del pecho. El aire olía a azufre húmedo. A tierra removida.
—Te amo, y tú me amas, ¿verdad? —dijo. Dio otro paso. Yo apenas podía respirar.
—No… tú no estás viva. No eres real —logré decir, con una voz que no reconocí como mía.
—¿No soy real? —repitió, acercándose más. Pudo haberme tocado, pero no lo hizo. No aún.
En ese instante, todas las luces del sector  parpadearon. Un zumbido eléctrico se arrastró por los cables, como un insecto invisible.
ahora estaba en mi oficina, a media noche, nadie en mi oficina, nadie en el pasillo.
La pantalla de mi computadora se encendió sola.
En ella, una imagen fija: yo, en mi cama, encima de ella… de Pura.
Su piel pálida, inerte. Mis manos… sus muslos… su cuello.
Dios.
—Quiero que lo veas —dijo con dulzura. Su voz era una caricia llena de espinas—. Quiero que recuerdes cada segundo. Porque yo lo recuerdo todo, amor mío. Incluso cuando dejaste de mirarme como persona y empezaste a verme como carne.
Se me aflojaron las piernas. Me sujeté del borde del escritorio, pero ya no había firmeza en nada. Ni en mí, ni en el mundo.
—¿Sabes lo que es amar después de la muerte? —preguntó—. Se ama más. Se ama sin límites. Se ama sin final.
En ese momento, las paredes comenzaron a llorar. Un líquido negro y espeso se deslizaba por las grietas, como si el edificio estuviera supurando. Una gota cayó sobre mi hombro. Olía a metal y podredumbre.
Mis compañeros... no estaban. Nadie. Ni pasos, ni teléfonos. Silencio. Solo ella y yo.
Y la computadora, que ahora mostraba otro video.
Uno que no recordaba.
Uno donde yo hablaba con ella en una sala vacía… tres días después de su entierro.
—Estás loco —murmuré para mí mismo, implorándole a mi propia conciencia—. Esto no está pasando.
Pero Pura se reía. Su risa era de niña, pero estaba ahogada, como si viniera de una garganta sin aire.
Y mientras reía, se desgarraba la cara con las uñas.
¡Pero seguía sonriendo!
—¡¿No querías que fuera tuya para siempre?! —gritó, mientras su mejilla caía al suelo como una fruta podrida—. ¡Pues lo soy! ¡Soy tuya! ¡Tuya! ¡Y tú mío!
Las luces estallaron. Un alarido atravesó las ventanas.
Mis oídos sangraban. El video mostraba ahora a mi madre, llorando frente a una tumba que no tenía nombre.
Una voz en la grabación decía:
“No debiste abrir la puerta.”
Y entonces ella se abalanzó.
No corría. No flotaba. Se arrastraba, como un insecto enorme, con movimientos rápidos y crispados.
Y antes de que pudiera gritar, antes de que pudiera cerrar los ojos…
me besó.
Su lengua estaba fría.
Fría como la muerte.
Fría como la culpa.

--- 
Volvimos a la esquina,
**—¿Por qué tiene que ser a las dos y media de la mañana?** —pregunté sin preámbulos, lleno de asco, temblando de miedo, no logrando entender porque debia vivir esto. no era justo.. 

*—Ese idiota me asesinó a las dos y media de la tarde. Pero no me gusta. Hace mucho calor, la gente no dejaba de pisarme. Si quieres, ven por la tarde y nos vamos al cafetín a tomarnos unas Coca-Colas Light.* 

**—Quiero que le digas a Argelia que tú y yo no tenemos nada** —ordené, disgustado. 

*—¿Nada? ¿Dices que no tenemos nada? Lo tenemos todo. Te di mis dos virginidades. Cuando me enamoré de ti, me las restititui  quirúrgicamente. Déjame decirte que fuiste un animal salvaje, nada delicado. Me trataste como a las rameras con las que te revuelcas y eso me encanta. En realidad, eres mi único hombre. Ella es la que se interpone entre nosotros. Mira lo que me obligas a hacer… después de conocerte íntimamente. Ahora quiero más.* 

Me lo dijo mientras comenzaba a desnudarse, entornando sus ojos verdes con una mezcla de vergüenza y provocación. Su cuerpo era perfecto, juvenil, virgen salvo por el uso brutal que le di la noche anterior. 

Miré a todos lados. *Estoy esquizofrénico de verdad. Estoy hablando con una muerta, tan loca como yo, a medianoche en medio de la calle.* 

Al volverme, allí estaba Pura, vestida de novia, sus ojos ahora rojos fijos en mí. 

*—Acepto. Sí, acepto* —dijo con voz solemne. 

A su lado, el Polaco, disfrazado de sacerdote, esbozó una sonrisa horrenda: 

*—Por el poder infernal que yo mismo me concedo… los declaro marido y mujer. Pura de González. ¡Ja, ja, ja!* 

*—Ya tendremos nuestra noche de bodas. Bueno… esa ya pasó hace tiempo. Por eso quiero más. Quiero que lo hagas consciente. Mirándome. Sintiéndome. Recibiendo todo mi amor* —musitó la novia, clavándome una mirada pícara. 

**—No creo que pueda hacerlo en medio de la calle, con tu sirviente mirándonos y masturbándose** —dije, buscando huir. 

Pero ella ya se despojaba del vestido, lanzando los zapatos blancos al asfalto. Bajo la luna llena, su cuerpo irradiaba una palidez hipnótica. 

Pura me subyugó, me atenazó, tomó mi mano y la llevó a su sexo pequeño y juvenil. Sabía que era malsano. Sabía que era maligno. 

Caminé como un idiota tras el vaivén de sus caderas, los hoyuelos en la base de su espalda, sus piernas delgadas y perfectas. Me guio al local del vietnamita, donde una canción de nuestra época estalló en rojos surrealistas, entre alfombras oscuras y persianas de fieltro pesado. La música me alcanzó desde muy lejos, distorsionada, como un eco sangriento: 

> *Baby, I'm a want you…* 

> *Baby, I'm a need you…* 

> *You’re the only one I care enough to hurt about.* 

> *Maybe I'm crazy, but I just can't live without…* 


--- 
Pura me hipnotiza.  Ya no tengo fuerzas. Me ha vencido. Es el deseo y amor que estuvieron dormidos dentro de mí que estalla como un violento volcán.
Aquí nadie puede molestarnos –  dice eróticamente  y moviéndose sinuosamente a través de la música. Mientras me desnuda comienza a besarme. Es el pervertido beso entre un hombre de 33 años y una adolescente de 5 días antes de cumplir 17.
Ya estoy desnudo y ella se arrodilla, se ríe lascivamente, mientras toma hambrienta mi miembro y comienza a tragárselo todo. Lo hace. No puedo luchar. Estoy dentro del mercado del Polaco. Ya no soy un hombre, soy el chico que lloraba de amor por Pura, la reina de mis sueños juveniles.
Pura. --Grito enloquecido de placer, mientras tomo sus cabellos con mis manos.—Pura . Hazlo. Si. Dale. Dale
Una luz y un golpe me dejan atontado.
Manos arriba. Ningún movimiento o disparo. Hasta que por fin te atrapamos, maldito pervertido.—estalla en mis oídos el grito expresado con incontenible furia
No le hagan nada a ella— suplico a la luz que no me deja ver quiénes son—Puedo explicarlo todo. No es lo que creen. Ella no es una adolescente. Nos acabamos de casar.
Los dos policías encienden las luces. Estoy con los pantalones abajo.  Tengo en mis manos un inmenso oso de peluche, lleno de semen por todos lados.
Gracias a Dios que Pura alcanzó a tener  tiempo de huir. Me esposan, mientras les grito que soy policía, que estoy en medio de una investigación. Que llamen inmediatamente a Argelia. Ella puede explicarlo todo. No es lo que piensan. Mi comandante les explicara.
Me introducen a golpes en una  vieja Dong Feng   de la policía municipal. Me trasladan a su comando bajo una lluvia de rolazos y golpes. Allanamiento de morada. Exhibición impúdica, perversión, escalamiento, resistencia a la autoridad, suplantación de identidad.


  IV

Argelia despertó cansada en la temprana mañana. Se dio una ducha para despejarse.  Hizo  café. Afortunadamente hoy tenía su cita en el consulado de Lichisteing. Esperaba que todo saliera bien.Tenía la permanente sensación que alguien la miraba desde el techo. Era un sentimiento que nunca se quitaba... Algo le susurró que no levantara la vista hacia ahí. Siempre su instinto le decía que no volteara mientras cocinaba. De un tiempo a esta parte siempre era lo mismo. Una especie de risita burlona  que no sabía de dónde provenía. Cosas que dejaba en un sitio y aparecían en otro. Su cama la dejaba ordenada antes de salir, aparecía deshecha con las sabanas arrugadas y en el piso cada vez que ella llegaba de noche.
  Salió de su apartamento. Quizás sería buena idea por los días que le quedaban aquí cambiar la cerradura. Cuando  salió del ascensor tropezó con una adolescente. La muchacha se introdujo al mismo. Ambas se tambalearon con el encontronazo, la muy mal educada no le pidió disculpas y se agarraron mutuamente por el brazo para no caerse. Le dio una sensación rara, era fría y pegostosa, Argelia la miró y la muchacha se introdujo viendo el rincón.
Argelia salió con una sensación rara a la calle, limpiándose la mano con el pantalón, era como si hubiera agarrado a un sapo, a un lagarto.
Le dio asco. Mientras caminaba, creía recordar a esa chica. Le pareció reconocerla entre las prostitutas que de noche buscaban clientes en el Tucán. Aceptaban una cerveza, bailaban un rato y después se marchaban. ¿Sería esa chica?. Le parecía conocida. Demasiado más bien.


Capítulo Final
Mi carrera policial se desvaneció, disuelta en una baja médica psiquiátrica.
Pero los enfermeros, con risas veladas, me cuentan que siempre me veían parloteando solo por la calle. Que el médico habló con Argelia. Ella dice que únicamente salió conmigo una vez, hasta la esquina del Tucán, donde le ofrecí un hot dog y resultó que no tenía dinero para pagarlo. Que después comencé a frecuentar el bar como un espectro más, acosándola con mi presencia constante. Que mi aliento era fétido, capaz de marchitar las flores y espantar a los vivos. La denuncia, insisten, fue contra mí. Que la llamaba Pura y que más de una noche la perseguí hasta su apartamento, una sombra obsesiva. Ella no era la dueña del Tucán, eso lo jura con los ojos húmedos de terror. Dice que me tenía un miedo paralizante, que la agredí una vez, pero su piedad la contuvo de denunciarme. Afirma que le corté la mano con un cuchillo, y da gracias a un dios distante por verme encerrado. La paliza que recibí, según su versión, fue obra de un hombre que compartía su lecho, un celoso guardián que no toleraba mi insistencia.
A veces, un señor con rostro compungido viene a visitarme. Sé que es mi comandante, aunque ahora se presenta como el dueño de la pensión donde me permitían dormir en el patio, sobre el frío cemento del lavandero.
Estoy tranquilo ahora. Pura viene cada noche a mi encuentro. Me consiente con una ternura espectral. Me besa con labios fríos como la tumba. Me mima con caricias que hielan la piel. Hacemos el amor en la penumbra de mi celda, una unión macabra. Somos una pareja singularmente bella, un eco de un amor prohibido. Por ella soporto todas las humillaciones e insultos, las miradas de lástima y las inyecciones que me nublan la mente. Ella ya me explicó lo que debo hacer. Cuando me liberan de la camisa de fuerza, me alimentan con compotas insípidas y jugos aguados. No me permiten tenedores ni cuchillos, ni siquiera de plástico, como si temieran que me hiriera o hiriera a otros. Ella dice que no debo resistirme, que pronto me sacará de aquí, a un lugar donde nuestro amor florecerá sin las cadenas de la cordura.
El tiempo se ha deslizado como una sombra. Sé que hoy es el día. Aquí está Pura, un espectro de blancura nacarada, flotando, desplazándose lentamente por los pasillos en esta medianoche sin luna. Es imponente con su vestido de quince años, el mismo sudario con el que la enterraron, ahora manchado de sangre coagulada, un testimonio silencioso de su final violento. Los demás internos gritan aterrorizados, lanzándose contra las paredes y los barrotes de sus celdas ante su presencia fantasmal.
Yo no. He comprendido que mi amor por ella nunca menguó. Argelia fue una simple aventura, una ilusión fugaz que no fue consecuente con la intensidad de mi ser. Pura sí lo fue.
El sacerdote polaco entra tras ella, silencioso y pausado, una figura sombría en la penumbra. Ya lo sé. Asiento. Entiendo perfectamente que debo acostarme boca abajo, ofreciendo mi espalda al destino. Me cuesta un poco, a pesar de la camisa de fuerza, pero lo logro. Siento cómo Pura y el sacerdote hunden mi cabeza en el colchón, la presión fría y firme.
Ya voy. Ya voy. Mientras atravieso puertas invisibles, sé que toda muchacha que anhela conquistar a su amado teje pequeñas mentiras. Su primera vez no fue aquella noche efímera. Fue antes, en un tiempo que mi mente confusa apenas recuerda. Ahora sé que siempre fue ella… El banquete de bodas, por supuesto que lo sé, es lo primero que comeré… los restos de los milicianos que murieron con ella, un festín de carne y hueso. Pura siempre entendió que este momento llegaría, la consumación de nuestro amor más allá de la vida. Yo también lo entendía, en lo profundo de mi alma, solo que mi cordura se resistía a aceptarlo.

I
Dicen que la esquina se tranquilizó bastante después de mi partida. A veces hablan del muchacho de la academia de policía que enloqueció, obsesionado por una joven actriz de películas pornográficas, un amor no correspondido que lo destrozó. Comenzó a consumir, perdiéndose en la bruma de las drogas, hasta convertirse en un espectro más de la calle. Todos comentan que de tonto no tenía un pelo. Conquistando a Argelia, cuando ella lo único que pedía era un champú, una crema dental y un dólar. Ella aceptaba a todos, a los contrabandistas, a los negros, a los camioneros, a los barrenderos, a los mendigos, sin distinciones. Él fue el único rechazado. ¿Por qué también tuvo la osadía de enamorarse de ella?
Meses después, el gordo José López, uno de los buenos muchachos de antes, ahora taxista informal tras el descalabro de su viejo Peugeot 502, sufrió un accidente. Descendió del vehículo con fastidio, abriendo el capó. Otra vez recalentando. La tapa del radiador. Afortunadamente, llevaba un envase con agua. Irritado, caminó a la parte trasera, soltó el cordón que sujetaba la maleta y tomó el bidón. Vio a la pareja en el asiento trasero de su auto. ¡Qué descarados! ¿En qué momento se introdujeron? —¡Salgan de mi auto! ¡Desciendan, idiotas! —dijo con furia. Al mirar mejor, retrocedió espantado.
Él fue el único que, tiempo atrás, acompañó el entierro de Stalin. Stalin y él siempre se saludaron. Hasta fumaron marihuana más de una vez. Stalin lo llamaba "ingeniero", pues en bachillerato José lo ayudaba con trigonometría. Nunca pudo explicarse cómo un muchacho con tantas deficiencias lograra graduarse. Decía cada disparate. Según él, todas las muchachas estaban enamoradas de él. ¡Qué iluso! Con esa cara llena de granos parecía un queso suizo. Trabajó un tiempo en Maroa limpiando el piso de la comisaría, robó una insignia policial y lo despidieron.
No llegaría a tiempo al Tucán a buscar a Argelia y a las otras jineteras. Pobrecita. Tendría que buscar a otro que la llevara al aeropuerto. Se acostaría con todos los mecánicos con tal de que la metieran en un avión de carga rumbo a París. Decía que se convertiría en actriz porno. ¿Pero con qué? Si era un pellejo, con los pechos caídos hasta la cintura y un trasero y piernas convertidos en un amasijo de celulitis. Entendió que nunca podría llevarla consigo.
Stalin y Pura emergieron del asiento trasero de su propio auto y caminaron hacia él. Comenzaron a reírse, una risa hueca y espectral. Lo matarían, sin duda. O quizás no tendrían necesidad. Su corazón estallaba en su pecho. El dolor era insoportable. Veía todo rojo. No podía respirar…
Son una pareja estable ahora, unidos por un lazo más fuerte que la vida. Cuando los brujos y hechiceros invocan a los muertos para pedir favores, los muertos conceden favores y piden muertos a cambio. Ahora toda deuda estaba saldada. Muerto pide muerto. Muerto paga muerto. Ella lo pidió después de muerta. Él la aceptó y ella se lo llevó. Él también la aceptó. Ella lo recibió.
Ya están libres de la esquina, de la tiranía del mundo de los vivos. A veces los han visto, sombras fugaces captadas por las cámaras de seguridad en centros comerciales desolados o en estacionamientos vacíos en la alta madrugada. Entre los dos despedazaron al polaco, su antiguo amo, ahora un despojo inútil. Cualquiera los confundiría con un padre y su hija enferma, dos figuras pálidas y demacradas. Se roban las gallinas de los corrales y les beben la sangre caliente. O de noche, en la autopista, lanzan piedras contra los autos, provocando accidentes para beber la sangre de los heridos. En las estaciones de servicio de las carreteras los corren, con el estigma de una enfermedad terminal. La Guardia Nacional los ha llevado presos más de una vez, pero nunca amanecen en los calabozos, dejando tras de sí cuatro o cinco presos muertos, exangües, como ofrendas silenciosas.
Argelia les enciende velas desde Marsella, lejos del horror que una vez compartió. Acertó cinco números del Lotto Europeo y vive con un policía iraní jubilado, buscando una redención tardía. Abandonó su vida licenciosa, asiste con fervor a la Iglesia Pentecostal Bautista todos los domingos y anhela adoptar un huérfano latino, buscando en la inocencia ajena la expiación de su pasado.
A veces le parece ver a lo lejos, en la avenida, allá en el malecón, a una muchacha con un rostro familiar. Quiso acercársele, impulsada por un vago reconocimiento. Pero la chica se desvaneció en la multitud. No olvida su sonrisa, una sonrisa enigmática que parecía susurrar: "Yo te conozco. Yo te conozco".
El Tucán no existe más. Se incendió, un infierno voraz que dejó ocho muertos calcinados. Alguien, una sombra vengadora, trancó la puerta desde afuera, sellando su destino. Casi juraría que fue El Ingeniero…
Sí, el taxista José López. Le decían "El Ingeniero" porque en bachillerato era muy bueno en matemáticas, un talento inesperado en un alma sencilla. Un pan de Dios, un excelente vecino, un amigo fiel. Un gordito amable, incapaz de la menor maldad. Nadie puede creer que el taxista haya realizado semejante atrocidad. Bueno, lleva tantos años muerto… Apareció una mañana en la Esquina, su cuerpo exánime, una pregunta sin respuesta flotando en el aire enrarecido.

……..
la lluvia continuó y los homelless se quedaron en silencio, mudos de miedo, incapaces de gritar, con los ojos desorbitados, la vieron llegar bajo la luna

y sin más preámbulos comenzó a morderlo sin piedad hasta que lo mato. Ahí lo dejo tirado bajo la lluvia, por unos instantes los miro y se fue caminando bajo la lluvia.
--Se llama Pura--dijo uno de los homeless cuando pudo hablar.
--Vámonos de aquí-- ambos se fueron. Vieron lo que no se debía ver

FIN



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EDMEE.Capitulo 3

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