SHANGAI 1943
Shanghái, 1943
Autor: Edgar R. Pérez C.
© Edgar R. Pérez C. 2021
CAPÍTULO I
En la madrugada del 3 de diciembre de 1922, a la una en punto, nació Marina Leung Ba. Así lo atestigua el certificado de la capilla de San Francisco Javier en Nanjing. Su padre, el señor Wang Leung, un mercader distinguido de linaje Han, vivía en un éxtasis perpetuo, embriagado por los vientos de cambio que azotaban la nación.
China ardía en la guerra civil de los señores de la guerra. Las tropas japonesas se inmiscuían con descaro creciente en la región. Los británicos, desde Hong Kong y Shanghai, observaban, cautos, siempre al acecho. Pero para el gran señor Wang Leung, nada de esto era extraordinario. Él también formaba parte del clan de los caudillos y sacaba provecho de ello. Corrían rumores de levantamientos campesinos inspirados por los bolcheviques. Un joven oficial de la derecha del Kuomintang abogaba por una línea pro-occidental. El emperador había sido expulsado del palacio, y nadie sabía con certeza quién mandaba en el país…
El señor Leung Wang, sin embargo, era fervientemente pro-japonés. Ansiaba la modernidad y el progreso para China, pero desde una perspectiva asiática, a pesar de la rivalidad entre ambos pueblos. Negociaba directamente con casas comerciales de Yokohama, y el cónsul general era un habitual en su opulenta residencia. Los sacerdotes belgas de la orden de los vicentinos también gozaban de su intimidad. Por ello, era un católico apasionado. Cuando nació la niña, la bautizó de inmediato. Los tiempos modernos se insinuaban en China. Nadie sabía si el emperador estaba en Shanghai o en Nueva York, pero al señor Wang, fascinado con su cuarta hija, eso le importaba poco.
—Es un mal número —dijo Na Li, su esposa, recibiendo a la criatura con una sonrisa—. Estoy dispuesta a concebir otro hijo, para que sean cinco, un número más propicio.
—Supersticiones —replicó el gran Leung Ba con alegría—. Solo el poder de nuestro Señor Jesucristo importa.
—¿Por qué Marina? Es un nombre ruso —preguntó la mujer, contemplando embelesada a la recién nacida.
—Algún día será fuerte. Nunca se sabe, y ese nombre nos abrirá puertas valiosas.
—¡Por Dios, Wang! — exclamó su esposa con una sonrisa agotada—. Apenas tiene dos horas de vida y ya piensas en negocios.
El hombre besó la frente de su esposa. Una hija era una hija. Y no le importaba en absoluto que fuera mujer.
Pasaron los años. La niña creció sana, aprendiendo las costumbres occidentales. Estudió inglés, hablaba japonés con fluidez y entendía el francés a la perfección. Poseía una hermosa voz de mezzosoprano y llevaba seis años estudiando piano. Era una dama occidental, para la satisfacción del poderoso señor.
Más años transcurrieron en calma. La fortuna creció; los hijos padecieron las enfermedades infantiles comunes. Los japoneses, cada vez más fuertes, intervenían directamente desde Manchuria.
Hasta que llegó un día en que la emoción del gran Leung fue desbordante. Su casa se engalanó para recibir al representante plenipotenciario de Japón en Nanjing. Corría el año 1934. Los japoneses estaban por doquier, a pesar de las masacres de civiles sin motivo aparente en cada pueblo y ciudad china.
El señor Leung Wang dio instrucciones precisas según el protocolo. Nadie debía comentar los actos militares japoneses. La temperatura del sake debía ser perfecta, la disposición de los asientos y los lugares de honor, impecables. Y así fue. A las ocho de la noche, en una cálida velada de verano, llegó el embajador plenipotenciario: un hombre cuadrado y rudo, acompañado de oficiales japoneses que ocultaban su desprecio tras una cortesía gélida, y representantes comerciales altivos y despiadados. Entre ellos, un joven de raza occidental, de apariencia jovial, parecía un muchacho divertido, encantado de estar presente en cualquier situación.
Todo esto, el señor Leung lo había aceptado desde años atrás. Todo por los negocios. Presentó formalmente a cada uno de sus hijos. El mayor, Po Leung, pronto partiría a la Academia Naval de Hiroshima, renunciando a su nacionalidad china por una ciudadanía japonesa de segunda clase, similar a la de los coreanos. Nunca sería vicealmirante, pero quería ser japonés, como lo demostraron su actitud y su corte de pelo. Esto arrancó un sentimiento de aprobación de los japoneses, con labios sellados.
El gran Leung presentó a su segunda hija, Virginia Leung, ataviada con el hábito nupcial del seminario católico belga de Tientsin. La joven fue recibida con la misma cortesía el señor Leung Ba presentó a Marina Leung Ba, quien pronto cumpliría doce años.
II
Muchos años antes, en otro continente…
A mediados del siglo XIX, una oleada de inmigrantes chinos llegó a San Francisco, en los Estados Unidos, para trabajar en la construcción del ferrocarril. También llegaron a Canadá para laborar en las vías de futuros ferrocarriles.
Un siglo antes, en las costas del Pacífico del México colonial, unos pocos mercaderes chinos se habían establecido, pues era allí donde desembarcaron la preciada porcelana y las lujosas sedas. Cargas de carretas cruzaban el país y eran embarcadas desde Veracruz hacia España, sin mencionar las cantidades de mercancías distribuidas por toda la América Colonial.
E incluso 70 años antes de Colón, el Almirante Zheng He había llegado a esa nueva tierra.
Familias chinas continuaron llegando a nuevas tierras a lo largo del siglo XXI —Panamá, Perú, México—, y unos cientos desembarcaron en Perú.
Pequeños grupos de chinos llegaron desde Panamá a las costas de Colombia y Venezuela, viviendo1 una vida de total aislamiento. En 1856, un pequeño grupo de 30 familias chinas llegó a La Guaira; los hombres con sus largas trenzas, las mujeres con sus pijamas tradicionales.
No sabían muy bien dónde estaban ni entendían el idioma. Era un pueblo nuevo y un paisaje muy diferente; pensaron que tendrían que esforzarse mucho para adaptarse. Los aldeanos, además de burlarse de ellos sin piedad, tampoco hicieron ningún esfuerzo por entenderlos.
Con mucho esfuerzo, se establecieron en la pequeña ciudad de Caracas, en medio de cierto rechazo, con niños arrojando piedras y mujeres mostrando desagrado, aunque esto disminuyó rápidamente.
Sin embargo, eso no duró mucho. Los recién llegados eran corteses, tranquilos y comenzaron a trabajar diligentemente: planchaban perfectamente, lavaban con cuidado y cocinaban muy bien. Esto permitió una adaptación inmediata dentro de la comunidad.
También fueron víctimas del dengue, la tuberculosis, perros rabiosos y el sarampión.
Gong Yu Ting tenía 15 años cuando llegó con sus padres e inmediatamente comenzó a lavar ropa en un río de aguas cristalinas junto a otras chicas. Lavaban y cantaban, llevando cestas de ropa en una rutina interminable sin días libres.
Inesperadamente, la tragedia la golpeó. Sus padres y otros inmigrantes murieron a causa de una grave epidemia de gripe. Aunque eran inmunes a casi todas las enfermedades de su tierra natal, no pudieron resistir las fiebres de esta nueva tierra.
Después de los funerales, siguió trabajando, y un día vio a unas mujeres vestidas de manera similar. Eran de la religión local. Ella no tenía padre ni madre, ni pretendiente. Sus compatriotas le dijeron que iría a trabajar y viviría en la gran casa de uno de los líderes de la ciudad.
Con estoicismo y en absoluto silencio, fue llevada por las monjas de La Milagrosa para trabajar en la cocina de la casa del General José Antonio Trompiz Guedez, un hombre viejo, severo y tranquilo, padre de varios hijos.
Comenzó a trabajar en la gran cocina de la inmensa casa. Tenía una habitación con una cama para ella sola, aprendió a preparar y comer las diferentes comidas, reemplazó el té con café y vio a uno de los hijos del general. No podía creerlo. Era un demonio malvado —tenía que serlo—, pues poseía una belleza y un encanto que nunca podría haber imaginado.
Él le sonrió, la trató amablemente y comenzó a enseñarle palabras. A su vez, ella lo trató con respeto, y él continuó haciendo lo mismo. Asombrosamente, a ninguno de los habitantes de la casa pareció importarle las visibles muestras de simpatía del atractivo joven por la hermosa muchacha de raza diferente
La belleza del joven y la forma en que la trataba la hacían llorar por las noches, en la oscuridad de su habitación. Soñaba con él, despertándose por la mañana con la esperanza de verlo aunque fuera fugazmente. A pesar de su resistencia, sus ojos se bajaban tímidamente cada vez que él se acercaba.
Con el corazón roto, ella veía las distinguidas fiestas donde bellas señoritas vestidas con mucho lujo bailaban con los jóvenes extrañas danzas con música tan diferente.
No le cabía duda que alguna de esas muchachas conquistaría al precioso y distinguido joven.
Un día, él le robó un beso. Ella se quedó paralizada, mientras él no pudo evitar reírse de su asombro. Ella no sabía qué era, pero su corazón casi estalló. Comprendió que lo amaba, que ese ser de una raza tan diferente, con su cabello negro azabache, ojos azul claro y piel tan pálida, poseía su corazón. No sé entendían, Pero el amor juvenil supera raza, idiomas y clases sociales.
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