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lunes, 20 de octubre de 2025

EDMEE.Capitulo 3 y 4

Novelas Por Capitulos



Viene del Capítulo 1 y 2




ContinuarA





Capítulo 3: El Romance Secreto


El aire de la selva era denso, cargado con el aroma de la tierra húmeda, las flores exóticas y, de forma más sutil pero omnipresente, el olor a pólvora y sudor. Rafael de la Fuente, un hombre acostumbrado a los salones pulcros de la élite y a los campos de batalla ordenados, se encontraba en un campamento temporal, un microcosmos de caos y esperanza en medio de la insurgencia. Había sido un día extenuante, lleno de escaramuzas y decisiones difíciles que pesaban sobre sus hombros como el uniforme militar que vestía. Fue entonces, en el crepúsculo que pintaba el cielo con tonos naranjas y púrpuras, cuando sus ojos se posaron en ella por segunda vez, y esta vez, con una conciencia más profunda de su presencia.


Edmée, con la piel curtida por el sol y las secuelas  del antiguo  trabajo en la hacienda Rosa Negra, se movía entre los heridos con una gracia que desmentía la dureza de su existencia. Sus manos, pequeñas pero fuertes, vendaban una herida con una delicadeza que conmovió al recién llegado  Rafael,que reconoció a la muchacha y en silencio contemplaba la escena.

 La imagen de la muchacha, con su cabello negro trenzado con cintas de colores vibrantes, era un contraste sorprendente con la brutalidad que los rodeaba. Sus ojos, grandes y oscuros, reflejaban una mezcla de inocencia y una profunda tristeza que Rafael había notado en los esporádicos encuentros en su casa mientras ella limpiaba.

II
 El atractivo joven  la abordó con la brusquedad de un general que intenta mantener el control en un mundo que se desmoronaba, sin saber que su alma ya había sido cautivada.
“—¿Tú trabajabas en nuestra hacienda? ¿Te envió mi padre para vigilarme? — pregunto Rafael a rajatabla, su voz resonando con una autoridad que pretendía ocultar su propia curiosidad y la confusión que la presencia de Edmée le generaba.
 La muchacha, con las mejillas rojas como tomates maduros, había bajado la mirada, un gesto de sumisión que a Rafael, a pesar de su posición, le resultaba incómodo y, extrañamente, doloroso.
—No, mi señor. Vine porque el General Ortiz nos ofreció libertad. Mi madre murió y ya nada me ataba al compromiso con su padre —balbuceó Edmée, su voz apenas un susurro que, sin embargo, caló hondo en Rafael. 

Él recordó la enfermedad de la madre de la joven, una mujer que había trabajado incansablemente en sus tierras, y un recuerdo que le trajo un atisbo de culpa por su dureza inicial, una culpa que se mezclaba con una admiración incipiente por la valentía de ella.
—Lo lamento —dijo, su tono más suave, casi una caricia. 
Edmée se atrevió a levantar la mirada, sus ojos encontrándose con los de él por un instante fugaz, un momento que pareció suspender el tiempo y el espacio a su alrededor.
—Gracias, mi señor —respondió ella, y en ese momento, Rafael sintió un impulso que no pudo explicar, una necesidad imperiosa de conectar con ella. Tomó las pequeñas manos de la muchacha, llenas de callos, un testimonio silencioso de una vida de esfuerzo y sacrificio. Sus dedos rozaron la piel áspera, y una chispa, casi imperceptible, se encendió entre ellos, una promesa tácita de algo más profundo.
—Mírame. Esta lucha es por todos nosotros. Te cuidaré —le dijo el joven, su voz cargada de una sinceridad que sorprendió incluso a sí mismo.

 Edmée sintió un temblor recorrer su cuerpo, una emoción tan intensa que la dejó sin aliento. Podía morirse en ese momento y sería la mujer más feliz del mundo, pensó, su corazón latiendo con una fuerza inusitada. La promesa de Rafael, pronunciada en medio de la desolación de la guerra, fue para ella un ancla, una luz en la oscuridad de su existencia, una esperanza que nunca antes había osado soñar.

Desde que Edmée había trabajado en la hacienda de los De la Fuente, Rafael había sido para ella una figura casi mítica. El era bellísimo,demasiado Apuesto, culto, diferente a los rudos campesinos y soldados que la rodeaban, había robado su alma sin siquiera saberlo. Su voz, sus modales, su forma de hablar; todo en él le parecía de otro mundo. Era el epítome de la nobleza y la educación, un contraste absoluto con la vida de privaciones y trabajo duro que ella había conocido. Ahora, en sus ojos, Rafael no era solo un general, sino un ser casi divino, un príncipe de un cuento de hadas que había descendido a su humilde realidad para, quizás, cambiarla para siempre. Su devoción por él era un secreto bien guardado, una llama que ardía silenciosamente en su interior, alimentada por cada encuentro, por cada palabra, por cada mirada robada.





Lo que comenzó como una fascinación unilateral pronto se transformó en un secreto y pasional  romance que Rafael ignoraba totalmente, en su posición de general y hombre de la alta sociedad, no había previsto ni buscado. 

A pesar de las barreras sociales y las circunstancias de la guerra, se sintió atraído por la pureza, la devoción y la fuerza silenciosa de Edmée. Era una atracción que desafiaba la lógica y las expectativas de su mundo y el no sabía explicarse. Sus encuentros, inicialmente accidentales, se volvieron deliberados, buscados con una urgencia creciente. Rafael encontraba excusas para pasar horas con ella, bajo el pretexto de supervisar las tareas del campamento o de discutir asuntos triviales. Pero la verdad era que quería enseñarle a leer y escribir, compartiendo con ella fragmentos de los libros que una vez atesoró en su biblioteca personal. 


Le hablaba de un mundo donde la justicia prevalecía, donde la educación era un derecho y no un privilegio, y donde el amor, creía él con una convicción creciente, no conocía barreras sociales. Se encontraba a sí mismo, un hombre de ciencia y estrategia, divagando sobre la poesía y la filosofía, solo para ver la chispa de comprensión en los ojos de Edmée.
Edmée, ávida de conocimiento, absorbía cada palabra, cada lección como una esponja. Su mente, antes limitada por las circunstancias de su nacimiento y la ignorancia impuesta por el sistema, comenzó a florecer bajo la tutela de Rafael. Él le abría las puertas a un universo de ideas y posibilidades que nunca antes había imaginado. Cada libro que leía, cada concepto que entendía, era una victoria personal, un paso más allá de las cadenas de su pasado. Ella, a su vez, le enseñaba a Rafael la sabiduría de la tierra, los secretos de la selva, la resiliencia del espíritu humano frente a la adversidad. Le mostraba la belleza de las cosas simples, la importancia de la comunidad y la fuerza del amor incondicional que ella misma encarnaba.

 En medio del caos de la guerra, el secreto amor de Edmée se convirtió en su refugio, su santuario donde ella podía ser ella misma, lejos de las expectativas y las presiones de sus mundos respectivos. Era un intercambio silencioso, un pacto no verbal que los unía más allá de sus diferencias.
Una tarde, mientras el sol se ponía, tiñendo el cielo de un rojo ardiente y dorado, Rafael encontró a Edmée sentada junto a una fogata, reparando la ropa de un soldado con una aguja e hilo. La luz danzante de las llamas iluminaba su rostro, revelando la concentración en sus ojos y la delicadeza de sus movimientos. Había una quietud en ella, una paz que contrastaba con el bullicio del campamento. Se acercó en silencio, y ella levantó la vista, una sonrisa tímida asomando en sus labios, una sonrisa que siempre lograba calmar la tormenta en el alma de Rafael.
—Edmée —dijo Rafael, su voz suave, casi un susurro, como si temiera romper la magia del momento. 

Se sentó a su lado, sintiendo el calor de la fogata y la cercanía de ella, una cercanía que se había vuelto esencial para él. El ambiente era íntimo, un pequeño oasis de paz en medio de la guerra, un refugio donde podían ser simplemente Rafael y Edmée.
—Mi señor —respondió ella, su voz apenas audible, pero cargada de una emoción que Rafael empezaba a descifrar. Había en su tono una mezcla de respeto y una calidez que Rafael empezaba a reconocer como algo propio, algo que le pertenecía.
—Te he dicho que puedes llamarme Rafael —insistió él, una ligera sonrisa en su rostro. La formalidad, aunque esperada por su posición, se sentía como una barrera entre ellos, una barrera que él deseaba derribar con cada encuentro.
Edmée dudó por un momento, sus ojos oscuros buscando los suyos, como si sopesara el peso de su petición. Luego asintió lentamente, una decisión tomada. 
—Rafael —pronunció, y el nombre, en sus labios, sonó diferente, más dulce, más personal, como una melodía que solo él podía escuchar.
—¿Qué lees hoy? —preguntó él, señalando un pequeño libro que ella tenía a un lado, un volumen de poesía clásica que él mismo le había prestado. Era uno de sus favoritos, y le intrigaba saber cómo lo percibiría ella.
—Un poema sobre el amor perdido —respondió ella, sus ojos oscuros brillando a la luz de la fogata, revelando una profundidad de sentimiento. —Es triste, pero hermoso, ¿no cree? Habla de un amor que se fue, pero que dejó una huella imborrable.
—El amor es a menudo así —reflexionó Rafael, su mirada perdida en las llamas danzantes, en los recuerdos de amores pasados que no habían dejado la misma huella. —Una mezcla de alegría y melancolía, de éxtasis y dolor. ¿Crees en el amor, Edmée, en medio de tanta desolación?

Ella lo miró fijamente, y por un momento, Rafael sintió que sus ojos leían su alma, desnudando sus propios miedos y esperanzas.
 —Sí, Rafael. Creo en el amor. Creo que es lo único que nos mantiene cuerdos en tiempos como estos. Lo único que nos da esperanza, la fuerza para seguir adelante cuando todo parece perdido. Sin amor, ¿qué nos quedaría?
Sus palabras resonaron en el corazón de Rafael, un eco de sus propios pensamientos más íntimos. Él, un hombre de razón y estrategia, se encontró conmovido por la simple y profunda fe de Edmée, una fe que no se basaba en dogmas, sino en la pura esencia del sentimiento humano.
 —¿Y qué tipo de amor crees que es el más verdadero, el más duradero?
Edmée bajó la mirada, sus mejillas se tiñeron de un suave rubor, un color que Rafael encontraba infinitamente atractivo. 
—El amor que no espera nada a cambio. El amor que es puro y desinteresado. El amor que lo arriesga todo, incluso la propia vida, por el bienestar del otro. Ese es el amor que trasciende todo.
El silencio se extendió entre ellos, llenado solo por el crepitar de la fogata y los sonidos distantes de la selva, un concierto de la noche. La tensión era palpable, una corriente eléctrica que amenazaba con desbordarse, con romper las barreras invisibles que aún los separaban. Edmée, en su imaginación, no se veía de otra forma que no fuera en los brazos de tan apuesto galán, su mente pintando escenarios de un futuro imposible. 



La pasión volcánica que Rafael desataba en ella era un secreto que guardaba celosamente, pero que amenazaba con escapar en cada mirada, en cada roce accidental, en cada suspiro. Sus encuentros eran llenos de una secreta pasión contenida, una danza de miradas y palabras no dichas, un ballet de emociones que solo ellos dos entendían.
Rafael, aunque ajeno a la intensidad de los sentimientos más profundos de Edmée, no era inmune a su encanto. La candidez de ella, su inteligencia innata y su espíritu indomable, lo atraían de una manera que ninguna mujer de su círculo social había logrado. Se encontró anhelando sus conversaciones, la forma en que sus ojos se iluminaban con cada nueva idea, la risa suave que a veces se le escapaba, un sonido que era música para sus oídos. Era una conexión que trascendía las barreras de su mundo, una conexión forjada en la adversidad y la esperanza, un lazo que se fortalecía con cada día que pasaba.

#@#@#@
Una noche, la lluvia torrencial los obligó a refugiarse en una pequeña choza improvisada, construida con ramas y hojas de palma. El sonido de la lluvia golpeando el techo era un telón de fondo para su conversación, un ritmo constante que los aislaba del resto del mundo. Rafael le leía un pasaje de un libro de filosofía, explicando conceptos complejos con una paciencia infinita, disfrutando de la forma en que ella absorbía cada palabra. Edmée escuchaba atentamente, interrumpiéndolo con preguntas perspicaces que revelaban una mente aguda y curiosa, una mente que él se deleitaba en estimular.
—Entonces, ¿crees que la libertad es un estado del ser o una condición social? —preguntó ella, sus ojos fijos en él, buscando una respuesta que pudiera darle sentido a su propia lucha.
Rafael sonrió, impresionado por la profundidad de su pregunta, por la forma en que ella siempre iba más allá de lo superficial. 
—En ambas, Edmée. La libertad comienza en la mente, en la capacidad de pensar por uno mismo, de cuestionar, de soñar. Pero también es una condición social, un derecho que debe ser garantizado para todos, sin importar su origen o su posición, sin importar si nacieron en una hacienda o en la más humilde de las chozas.
—Y si no se nos da, ¿debemos tomarla? —su voz era firme, una determinación que sorprendió a Rafael, una chispa de rebeldía que él encontraba irresistible.
—A veces, Edmée, la libertad debe ser conquistada. No sin un gran costo, no sin sacrificio, pero a veces es el único camino. La historia nos lo ha demostrado una y otra vez —respondió, su voz grave, cargada con el peso de la responsabilidad.
 En ese momento, se dio cuenta de que Edmée no era solo una muchacha campesina; era una mujer con un espíritu revolucionario, una fuerza silenciosa que lo inspiraba, que lo empujaba a ser un mejor líder, un mejor hombre.

Y por eso ella sonaba feliz, algo le decía que en medio de tantas muertes y desastres que cada día se incrementaban, algo podía pasar entre los dos.
Y por eso cada sueño era diferente ..
La cercanía en la pequeña choza, el sonido de la lluvia, la intensidad de su conversación; todo contribuía a una atmósfera cargada de emoción, de una electricidad palpable. Rafael sintió un impulso irresistible de tocarla, de sentir la calidez de su piel, de borrar la distancia que los separaba. Extendió una mano y rozó su mejilla, un gesto que fue tanto una pregunta como una afirmación, una invitación tácita. Edmée cerró los ojos por un instante, el contacto eléctrico, y luego se inclinó hacia su mano, un gesto de entrega y confianza que derritió las últimas barreras de Rafael.
—Rafael —susurró ella, su voz temblaba, cargada de anhelo. 

Él acercó su rostro al de ella, sus ojos buscando permiso, una confirmación de que no estaba cruzando una línea que no debía, una línea que, en el fondo, ambos deseaban cruzar. En los ojos de Edmée, vio no solo permiso, sino un anhelo tan profundo como el suyo, un deseo que se reflejaba en los suyos.
Sus labios se encontraron en un beso tierno al principio, luego más apasionado, un beso que lo decía todo sin necesidad de palabras. Era un beso que lo decía todo: la devoción silenciosa de Edmée, la atracción prohibida de Rafael, la esperanza de un futuro incierto. Era un beso que desafiaba las convenciones, las clases sociales, la guerra misma. En ese momento, en la oscuridad de la choza, bajo el sonido rítmico de la lluvia, el mundo exterior dejó de existir. Solo existían ellos dos, perdidos en el torbellino de sus sentimientos, en la promesa de un amor que apenas comenzaba a florecer.


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El romance secreto prohibido floreció en medio de la adversidad, como una flor exótica en el corazón de la selva.Y ella ya no sabía cómo contenerse.

 Sus encuentros se volvieron más frecuentes, sus conversaciones más íntimas, cada vez más profundas. Rafael le enseñaba a Edmée sobre estrategia militar, sobre política, sobre el mundo más allá de la selva, sobre la historia y la geografía. Ella, a cambio, le enseñaba sobre la resiliencia de la gente, sobre la importancia de la fe y la esperanza, sobre la verdadera riqueza que no se mide en oro o tierras, sino en el espíritu humano, en la conexión con la naturaleza y con los demás. Se complementaban, cada uno llenando los vacíos del otro, construyendo un puente entre sus dos mundos tan dispares.
Pero el campamento era un lugar de ojos curiosos y oídos atentos. 



#@#@#

Los rumores comenzaron a circular, susurros sobre el general y la muchacha campesina, sobre la impropriedad de su relación. 



Rafael, consciente de las implicaciones, intentó ser más discreto, pero la atracción entre ellos era demasiado fuerte para ser contenida, como un río desbordado. Edmée, por su parte, no le importaban los rumores. Su amor por Rafael era un fuego que la consumía, una fuerza que la hacía sentir viva en medio de la muerte y la destrucción, una razón para luchar, para existir.
Un día, el General Ortiz, un hombre astuto y observador, llamó a Rafael a su tienda. Su rostro, curtido por años de batalla, era inescrutable, una máscara de experiencia y autoridad. Rafael entró con el corazón latiéndole con fuerza, sabiendo lo que se avecinaba.
—Rafael, he notado tu interés en la muchacha Edmée —dijo Ortiz, su voz baja y grave, pero con un matiz de advertencia. Rafael sintió un escalofrío recorrer su espalda. Sabía que Ortiz era un hombre que no toleraba distracciones, especialmente en tiempos de guerra, y menos aún romances que pudieran comprometer la moral de las tropas.
—Es una muchacha inteligente, General. Estoy educándola, como usted me ha pedido que haga con la gente del pueblo, para que puedan ser parte activa de esta revolución —respondió Rafael, intentando mantener la calma, aunque su corazón latía con fuerza contra sus costillas.
Ortiz lo miró fijamente, sus ojos penetrantes, como los de un halcón. —La educación es importante, Rafael, sí. Pero también lo es la disciplina. Y los rumores, mi joven general, pueden ser peligrosos. Pueden desmoralizar a las tropas, pueden crear divisiones, pueden dar munición al enemigo. No podemos permitirnos tales lujos en estos tiempos críticos.
Rafael apretó los puños, la frustración y la impotencia burbujeando en su interior. —Mis acciones no han afectado mi deber, General. Mi lealtad a la causa es inquebrantable, y mi compromiso con la revolución es total. Edmée no es una distracción, sino una inspiración.
—No lo dudo, Rafael. Pero la percepción lo es todo en la guerra. Te aconsejo que seas más cuidadoso. La revolución necesita tu mente, no tu corazón distraído por asuntos personales —dijo Ortiz, su tono final y sin apelación, dejando claro que no habría más discusión al respecto. Rafael salió de la tienda con un nudo en el estómago, el sabor amargo de la reprimenda en su boca. La advertencia de Ortiz era clara. Estaban malinterpretado su  relacion con Edmée, y si se seguían  abiertamente los rumores, podría tener consecuencias desastrosas no solo para ellos, sino para la causa que ambos defendían con tanto ahínco.


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Edmée notó el cambio en Rafael. Se volvió más distante, más preocupado, una sombra se cernía sobre sus ojos. Sus encuentros se hicieron menos frecuentes, y cuando se veían, la alegría que antes los unía se veía empañada por una sombra de preocupación, por la tensión de lo no dicho. Una tarde, ella lo confrontó en su lugar secreto, un pequeño claro escondido entre la densa vegetación, donde los sonidos de la guerra parecían distantes y el mundo exterior no podía alcanzarlos.
—¿Qué  sucede, Rafael? —preguntó, su voz llena de angustia, su corazón encogiéndose al ver la tristeza en sus ojos. —Pareces distante, preocupado. ¿He hecho algo mal?
Rafael suspiró, pasando una mano por su cabello, un gesto de cansancio y frustración.

 —Es el General Ortiz, Edmée. Malinterpreta mi relación contigo. Me ha advertido de las consecuencias si continuamos.
El corazón de Edmée se encogió. Sabía que su amor era prohibido, que desafiaba las normas de su sociedad, pero la realidad de la amenaza era más dura de lo que había imaginado. El miedo se apoderó de ella. —¿Qué haremos, Rafael? ¿Vamos a dejar que nos separen?
—No lo sé, Edmée. No puedo arriesgar la causa. No puedo arriesgarte a ti. Si nuestra relación se convierte en un problema, podríamos poner en peligro todo por lo que luchamos, y a ti misma —dijo Rafael, su voz llena de dolor, la idea de separarse de ella era insoportable, pero la responsabilidad de la revolución pesaba sobre él como una losa.
—No me importa la causa si te pierdo a ti —respondió Edmée, su voz firme a pesar de las lágrimas que comenzaban a asomar en sus ojos. Se acercó a él, tomando sus manos, sintiendo la fuerza de sus dedos. 
—Mi vida antes de ti no era vida. Solo existía, sin un propósito claro, sin una verdadera alegría. Ahora, contigo, siento que vivo, que cada día tiene un significado. No me pidas que renuncie a esto, Rafael. No puedo.
Rafael la miró, la fuerza y la devoción en sus ojos lo conmovieron profundamente. La amaba, lo sabía con cada fibra de su ser. La amaba con una intensidad que nunca había creído posible, un amor que trascendía todo lo que había conocido. Pero el camino que habían elegido, el camino de la revolución, era peligroso y exigía sacrificios, a veces, los más grandes. Se sentía atrapado entre su deber y su corazón.
—No te pido que renuncies a nada, Edmée. Solo te pido paciencia. Debemos ser más cuidadosos, más astutos. Debemos proteger lo que tenemos, lo que hemos construido. Nuestro amor es un arma en sí mismo, pero debemos usarlo con sabiduría —dijo, y la abrazó con fuerza, sintiendo el calor de su cuerpo contra el suyo, la fragilidad de su existencia entrelazada con la suya. En ese abrazo, ambos encontraron consuelo y una promesa tácita de que lucharían por su amor, incluso si eso significaba desafiar al mundo entero, a las normas, a la guerra misma.
La revolución continuó, 





y con ella, la lucha de Rafael y Edmée por mantener su amor en secreto. Se volvieron maestros en el arte de la discreción, sus miradas, sus gestos, sus palabras, cargados de un significado oculto que solo ellos entendían, un lenguaje secreto de amor. Rafael continuó sus lecciones, usando los libros como un pretexto para sus encuentros, para sus conversaciones profundas. Edmée, por su parte, se convirtió en una estudiante excepcional, su mente floreciendo con cada nueva idea, cada nuevo concepto. La sabiduría de la selva que ella poseía, combinada con el conocimiento del mundo que Rafael le ofrecía, los hacía un equipo formidable, una alianza de mentes y corazones.
Un día, una nueva escaramuza estalló cerca del campamento, más violenta y caótica que las anteriores. El sonido de los disparos, los gritos de los hombres, el choque de las espadas llenaron el aire, un presagio de muerte. Rafael, como siempre, estaba al frente, liderando a sus tropas con valentía, su figura imponente en medio del caos. Edmée, en el campamento, ayudaba a los heridos, su corazón latiendo con miedo por Rafael, cada explosión, cada grito, un puñal en su alma. 






En medio del caos, un soldado enemigo, astuto y sigiloso, logró flanquear a las tropas de Rafael, apuntando su rifle directamente a él, un blanco fácil en la confusión de la batalla. Edmée, que había estado observando desde la distancia, con una premonición de peligro, vio el momento exacto en que el enemigo levantaba su arma. Sin pensarlo dos veces, sin importarle su propia seguridad, corrió hacia Rafael, gritando una advertencia que esperaba que él pudiera escuchar por encima del estruendo de la batalla.
—¡Rafael, cuidado! ¡A tu izquierda! —su grito, agudo y desesperado, resonó en el campo de batalla, un sonido que logró perforar el caos. Rafael se giró justo a tiempo para ver al soldado enemigo, su rifle ya apuntando. Desenvainó su espada y, con un movimiento rápido y preciso, desarmó al atacante, salvando su vida por un instante. Pero en el proceso, una bala perdida, silbando en el aire, rozó su brazo, y él cayó al suelo, herido, el dolor agudo y punzante.
Edmée corrió hacia él, su rostro pálido de miedo, el corazón en un puño. Se arrodilló a su lado, sus manos buscando la herida, temblorosas pero decididas. —¡Rafael! ¡Por Dios, Rafael! —exclamó, las lágrimas brotando de sus ojos, un torrente de angustia y alivio al verlo con vida.
—Estoy bien, Edmée. Solo un rasguño, no te preocupes —dijo él, intentando tranquilizarla, aunque el dolor era intenso y la sangre manchaba su uniforme. Los soldados de Rafael llegaron rápidamente, asegurando la zona y llevando al general herido de vuelta al campamento, con Edmée a su lado, sin soltar su mano.
En la tienda médica, Edmée se negó a dejar su lado. Con una determinación férrea, cuidó de él con una devoción que conmovió a todos los que la vieron. Limpió su herida con agua tibia y hierbas medicinales, cambió sus vendajes con delicadeza, y se quedó a su lado durante toda la noche, velando su sueño, sus ojos fijos en él, rezando por su recuperación. Rafael, febril y débil, sentía su presencia como un bálsamo, una caricia para su alma. En medio de la oscuridad y el dolor, la mano de Edmée en la suya era la única cosa real, la única cosa que importaba, la única que le daba fuerza para seguir luchando.
Al amanecer, Rafael se despertó, la fiebre había bajado, el dolor era más soportable. Edmée estaba dormida a su lado, su cabeza apoyada en el borde de la camilla, su mano todavía aferrada a la suya, un gesto de amor y protección. La vio allí, tan vulnerable y tan fuerte, tan hermosa en su cansancio, y una oleada de amor lo invadió, un amor que ya no podía ni quería ocultar. No podía negar lo que sentía por ella. No podía seguir ocultándolo, ni a sí mismo ni al mundo.
Cuando Edmée despertó, sus ojos se encontraron con los de Rafael. Había una nueva intensidad en su mirada, una determinación que no había visto antes, una luz que iluminaba su alma. —Edmée —dijo él, su voz ronca por la debilidad, pero cargada de una emoción innegable. —Lo que siento por ti es real. No puedo seguir negándolo. No quiero seguir negándolo. Te amo, Edmée.
Las lágrimas brotaron de los ojos de Edmée, pero esta vez eran lágrimas de alegría, de alivio, de una felicidad que nunca pensó que experimentaría. —Yo también te amo, Rafael. Con todo mi corazón, con toda mi alma. Siempre te he amado.
Se inclinó y lo besó, un beso que era una promesa, un compromiso, una declaración de amor eterno. En ese momento, en la tienda médica, rodeados por los sonidos amortiguados de la guerra, Rafael y Edmée decidieron que su amor valía la pena luchar por él, sin importar las consecuencias, sin importar los obstáculos que se interpusieran en su camino. La revolución no solo les había traído libertad, sino también un amor prohibido, un amor que desafiaba todas las reglas y que estaba destinado a cambiar sus vidas para siempre, a redefinir su existencia.
El General Ortiz, al enterarse del incidente y de la valentía de Edmée, no pudo evitar reconocer la profunda conexión entre ella y Rafael, también vio la fuerza que Edmée le daba a Rafael, una fuerza que podría ser vital para la causa. Son embargo no logro dimensionar que existía algo más, le dió la sensación de lealtad de la muchacha hacia el joven general.


La guerra era un crisol que forjaba alianzas inesperadas y amores improbables. Y en el corazón de la selva, bajo el cielo estrellado, el amor de Rafael y Edmée florecía, un faro de esperanza en medio de la oscuridad de la revolución, un testimonio de que incluso en los tiempos más sombríos, el amor podía encontrar un camino.
El campamento, a pesar de las cicatrices de la reciente escaramuza, se sentía diferente. La valentía de Edmée no pasó desapercibida, y aunque su relación con Rafael seguía siendo objeto de susurros, ahora había un respeto tácito, una aceptación silenciosa. Rafael, recuperándose lentamente, se apoyaba en Edmée más que nunca. Sus conversaciones se extendían hasta altas horas de la noche, planeando no solo estrategias militares, sino también un futuro incierto para ellos dos, un futuro que ahora imaginaban juntos.
—¿Crees que alguna vez tendremos un lugar donde no tengamos que escondernos? —preguntó Edmée una noche, mientras Rafael dibujaba mapas en la tierra con un palo, delineando posibles rutas de escape o de ataque. La luna llena iluminaba el campamento, proyectando sombras largas y danzantes, creando un ambiente de misterio y anhelo.
Rafael la miró, sus ojos llenos de una promesa silenciosa, de una determinación inquebrantable. —Lo tendremos, Edmée. Lucharemos por ello. Por la libertad, por la justicia, y por nosotros. Este no es solo un sueño para el pueblo, es también nuestro sueño, el sueño de una vida juntos, sin miedo, sin secretos.
Ella asintió, su mano buscando la suya, entrelazando sus dedos, un gesto de unidad y compromiso. El roce fue un bálsamo, una confirmación de que no estaban solos en esto. La guerra era una realidad brutal, pero su amor era un refugio, un santuario que construían juntos, ladrillo a ladrillo, con cada mirada, cada palabra, cada toque. Sabían que el camino sería largo y peligroso, lleno de obstáculos y sacrificios, pero estaban dispuestos a recorrerlo juntos, de la mano, enfrentando lo que viniera. El romance prohibido de Rafael y Edmée, nacido en la adversidad, era ahora una fuerza imparable, un testimonio del poder del amor en los tiempos más oscuros, una luz que guiaba su camino hacia un futuro incierto pero lleno de esperanza.
La recuperación de Rafael fue lenta, pero cada día que pasaba, su vínculo con Edmée se fortalecía. Ella se había convertido en su sombra, su enfermera, su confidente. Las tropas, al ver la dedicación de Edmée, comenzaron a verla con nuevos ojos, no solo como la muchacha campesina, sino como la compañera del general, una mujer valiente y leal. El General Ortiz, aunque aún reticente, no pudo ignorar el efecto positivo que Edmée tenía en Rafael. Su moral había mejorado, su determinación se había renovado, y su liderazgo se había vuelto aún más inspirador.
Una tarde, mientras Rafael se recuperaba en su tienda, Edmée le leía un libro de historia, su voz suave y melodiosa llenando el espacio. De repente, Rafael la interrumpió.
—Edmée, ¿alguna vez has pensado en lo que haremos cuando todo esto termine? —preguntó, su mirada fija en el techo de lona.
Ella cerró el libro, pensativa.

 —He soñado con ello, Rafael. Con un lugar tranquilo, lejos de la guerra, donde podamos vivir en paz, donde pueda leer todos los libros que quiera, y donde tú puedas ser simplemente Rafael, sin el peso del general.
Rafael sonrió, una sonrisa genuina que rara vez mostraba.

 —Ese es mi sueño también, Edmée. Un hogar, una familia. Contigo.
Edmée sintió un rubor subir por sus mejillas.


 —Una familia… ¿Conmigo? —susurró, la idea tan hermosa como aterradora.
—Sí, Edmée. Contigo. Quiero construir un futuro contigo. Un futuro donde no haya clases sociales, donde la educación sea para todos, donde el amor sea libre —dijo Rafael, extendiendo su mano para tomar la suya. 

Sus dedos se entrelazaron, un pacto silencioso, una promesa de un futuro que aún estaba por escribirse.
Pero la guerra no esperaba. Los informes de inteligencia indicaban un gran movimiento de tropas enemigas. El General Ortiz convocó a Rafael a una reunión de emergencia. La recuperación de Rafael aún no era completa, pero su mente estratégica era indispensable.
—Rafael, necesitamos tu plan. El enemigo se está moviendo hacia el Paso de la Serpiente. Si lo toman, estaremos perdidos —dijo Ortiz, su rostro grave.
Rafael, apoyándose en Edmée para levantarse, se acercó al mapa. —General, propongo una estrategia audaz. Atacaremos por el flanco, usando el conocimiento de la selva que hemos adquirido. Será arriesgado, pero es nuestra única oportunidad.
Ortiz lo miró, luego a Edmée. —Y la muchacha, ¿qué papel jugará en esto?
Rafael miró a Edmée, y ella asintió con determinación. —Edmée conoce la selva como la palma de su mano. Ella puede guiarnos por senderos que el enemigo desconoce. Su conocimiento será invaluable.
Ortiz dudó por un momento, pero la confianza en los ojos de Rafael era inquebrantable. 

—Muy bien, Rafael. Que así sea. Pero si algo sale mal, la responsabilidad será tuya.
La noche antes de la batalla, Rafael y Edmée se encontraron en su claro secreto. El ambiente estaba cargado de tensión y de una melancolía silenciosa. Sabían que esta batalla podría ser decisiva, y que sus vidas, y su futuro, estaban en juego.
—Tengo miedo, Rafael —confesó Edmée, su voz apenas un susurro.
—Yo también, mi amor —respondió Rafael, abrazándola con fuerza. —Pero no te dejaré. Lucharemos juntos, como siempre.
—Prométeme que volverás —dijo ella, sus ojos llenos de lágrimas.
—Lo prometo, Edmée. Volveré a ti. Y cuando lo haga, construiremos ese futuro que hemos soñado —dijo él, besándola con una pasión que era una mezcla de amor, miedo y esperanza. Era un beso de despedida y de promesa, un beso que sellaba su destino.
La batalla del Paso de la Serpiente fue feroz y sangrienta. Rafael lideró a sus tropas con una valentía inigualable, y Edmée, con su conocimiento de la selva, guio a un pequeño grupo de soldados por senderos ocultos, flanqueando al enemigo y cambiando el rumbo de la batalla. Ella luchó con la ferocidad de una leona, no con armas, sino con su ingenio y su conocimiento del terreno, desviando al enemigo, creando distracciones, abriendo caminos.
En un momento crítico, Rafael se encontró rodeado por soldados enemigos. Su brazo herido lo limitaba, y la derrota parecía inminente. De repente, Edmée apareció, no con un arma, sino con una antorcha, encendiendo un matorral seco, creando una cortina de humo que desorientó al enemigo y permitió a Rafael y sus hombres escapar. Ella no era una guerrera en el sentido tradicional, pero su valentía y su ingenio eran tan letales como cualquier espada.
La victoria fue suya, pero a un costo terrible. Muchos hombres cayeron, y la selva se tiñó de rojo. Rafael, exhausto pero victorioso, buscó a Edmée entre el caos. La encontró ayudando a los heridos, su rostro manchado de hollín y sudor, pero sus ojos brillando con una determinación inquebrantable.
Se acercó a ella y la abrazó con fuerza, sin importarle los ojos curiosos de los soldados. —Lo logramos, Edmée. Lo logramos. Gracias a ti.
Edmée se aferró a él, las lágrimas brotando de sus ojos. 


—Estaba tan asustada, Rafael. Pensé que te perdería.
—Nunca me perderás, mi amor. Nunca —dijo él, besando su frente. En ese momento, la guerra, los rangos, las clases sociales, todo dejó de importar. Solo existía su amor, puro y verdadero, forjado en el fuego de la revolución.
El General Ortiz, al verlos juntos, sonrió. Había perdido un poco de su rigidez.

 —Rafael, Edmée, habéis demostrado que el amor, cuando es verdadero, es una fuerza tan poderosa como cualquier ejército. Y Edmée, tu valentía ha sido ejemplar. La revolución necesita personas como tú.
Rafael y Edmée se miraron, sus corazones llenos de esperanza. El camino aún era largo, la revolución no había terminado, pero ahora tenían la bendición de su líder y el apoyo de las tropas. Su amor, que había nacido en secreto, ahora podía florecer abiertamente, un símbolo de la nueva era que estaban construyendo. Un futuro donde el amor no conocía barreras, donde la justicia prevalecía, y donde los sueños más audaces podían hacerse realidad.
Los días siguientes a la batalla fueron de curación y planificación. Rafael, con su brazo vendado, seguía siendo el estratega principal, pero ahora Edmée estaba a su lado en las reuniones, su voz escuchada y respetada. Su conocimiento de la gente y de la tierra complementaba la visión militar de Rafael, creando un equipo formidable. La dinámica entre ellos había cambiado; ya no era solo el general y la campesina, sino dos iguales, dos compañeros unidos por una causa y por un amor profundo.
—Necesitamos asegurar las rutas de suministro a través de la selva —dijo Rafael en una de esas reuniones. —El enemigo intentará cortarlas.
Edmée, con un mapa improvisado en el suelo, señaló un sendero.


 —Hay un camino antiguo, Rafael, conocido solo por los locales. Es peligroso, lleno de trampas naturales, pero es casi imposible de detectar para los que no lo conocen. Podríamos usarlo para mover nuestros suministros de forma segura.
El General Ortiz, que escuchaba atentamente, asintió. 


—Una excelente idea, Edmée. Tu conocimiento es un activo invaluable. Rafael, encárgate de esto con Edmée. Ella será tu guía principal.
Rafael sonrió a Edmée, un brillo de orgullo en sus ojos. —Será un honor, General.
Juntos, Rafael y Edmée se adentraron en la selva, no solo como líderes militares, sino como amantes, explorando los senderos ocultos, descubriendo la belleza y los peligros de la naturaleza. Cada paso que daban juntos era un paso hacia la construcción de su futuro, hacia la realización de sus sueños. Hablaban de todo: de la guerra, de la paz, de sus esperanzas, de sus miedos. Compartían sus pensamientos más íntimos, sus sueños más audaces. La selva, que antes había sido un campo de batalla, se convirtió en el escenario de su amor, un testigo silencioso de su creciente unión.
Una noche, acamparon bajo un dosel de estrellas, el sonido de los insectos y los animales nocturnos llenando el aire. Rafael encendió una pequeña fogata, y se sentaron uno al lado del otro, el calor de sus cuerpos mezclándose con el calor de las llamas.
—¿Crees que algún día podremos volver a la hacienda Rosa Negra? —preguntó Edmée, su voz suave, nostálgica.
Rafael la miró, su rostro iluminado por el fuego. —Quizás, Edmée. Pero no como antes. No como la hacienda de mi padre, sino como nuestro hogar, un lugar donde la justicia y la igualdad reinen. Un lugar donde todos sean libres.
Edmée apoyó su cabeza en su hombro. 


—Me gusta ese sueño, Rafael. Un hogar contigo, donde podamos enseñar a nuestros hijos a leer y a escribir, donde puedan crecer libres y felices.
Rafael la abrazó con fuerza, sintiendo la dulzura de sus palabras, la promesa de un futuro que parecía cada vez más tangible. 



—Ese es el futuro por el que luchamos, Edmée. Por el que vivimos.
La revolución aún tenía muchos desafíos por delante, pero Rafael y Edmée estaban listos para enfrentarlos juntos. Su amor, nacido en la adversidad, se había convertido en una fuerza motriz, un faro de esperanza para ellos y para todos los que los rodeaban. El romance prohibido se había transformado en un amor legendario, una historia de valentía, sacrificio y la inquebrantable fe en un futuro mejor.



Continuara


Capitulo 4


# : La Obsesion del General

El aire del campamento oli­a a polvora rancia, a sudor y a la promesa incumplida de un futuro mejor. Para Rafael de la Vega, el joven aristocrata que habia abandonado la opulencia de su hacienda familiar por la causa de los desposei­dos, ese hedor se convertio en el perfume de su propia desilusion.

Casi un año Habia pasado desde su llegada al campamento del General Luis Felipe Ortiz con la cabeza llena de lecturas francesas sobre la libertad, la igualdad y la fraternidad. Soñaba con una región forjada en la justicia, donde el color de la piel y el apellido no dictaran el destino. Pero la realidad, como un machete desafilado, habi­a comenzado a desmantelar su idealismo, trozo a trozo.

La primera grieta se abrio en la Hacienda de los Olivos, a solo dos dias de marcha. Luis Felipe Ortiz, con su oratoria inflamada, muchas veces  prometio redistribucion y respeto. Lo que Rafael presencio fue una orgia de saqueo y asesinatos indiscriminados indiscriminado. Los rebeldes, hambrientos y resentidos, no distinguieron entre los hacendados que habian maltratado a sus peones y aquellos que habian sido justos. Vio a un hombre anciano, un poeta y filantropo conocido por su biblioteca abierta al pueblo, arrastrado fuera de su casa y ejecutado sumariamente.




 Sus libros, su preciada coleccion de clasicos, fueron apilados en el patio y quemados en una pira que iluminaba la noche con una luz roja y brutal.

Tambio vio tirada a la orilla del camino,mientras el incendio devoraba el central azucarero,el cadavar desnudo y ultrajado de Laura Arévalo.

En silencio el mismo cavo una fosa y con respeto la enterró.

--¿Por que, General?--- logró preguntar Rafael, con la voz temblando de rabia y horror.

Luis Felipe Ortiz, un hombre de estatura media, con ojos claros y una barba pulcra que desmentia su origen "popular", se habi­a encogido de hombros con una sonrisa fria.

--”Son las malezas, Rafael. Hay que quemarlas para que la nueva semilla pueda crecer. La cultura del opresor es tan peligrosa como sus armas.

Pero el "limpiar" no se detuvo en los libros. En la siguiente aldea, presencio la ejecucion de una familia de pequeños comerciantes, acusados de "colaboracion" por haber vendido alimentos a las tropas gubernamentales. Eran inocentes, gente humilde que solo intentaba sobrevivir. Rafael se dio cuenta de que el lema de Luis Felipe Ortiz, "Destruir para Renacer", no era una estrategia militar, sino una filosofia genuina de **destruccion y venganza**. La revolucion no buscaba elevar al pueblo, sino simplemente cambiar a los opresores, reemplazando una tirani­a por otra, quizas aun mas brutal, vestida con la bandera de la justicia social.

Su noble causa estaba siendo profanada por la ambicion y la hipocresi­a.

***

Sus dudas se intensificaron cuando, en una noche de borrachera entre oficiales, el Capitan Mendoza, un hombre de campo con un corazon sorprendentemente blando, le revelo un secreto a medias.

--¿Sabes, Rafael? Luis Felipe Ortiz no es uno de nosotros. No es de la tierra.

Rafael fruncio el ceño. 

--Es el General. Es nuestra voz.Se lo que me vas a decir.Es un conocido de mi familia.

--Es un medico. Un hombre culto de la capital, de piel clara como la mía,víctima de las injusticias de esta tierra. 

--Su familia perdio su fortuna por un mal negocio, no por la opresion. El no busca la igualdad, busca el **poder absoluto** y la riqueza que le fue negada en su juventud por la rigidez de la sociedad. Y sobre todo venganza.Esta lleno de odio porque no pudo tener la mujer que amaba en silencio.En realidad,el Nos usa. Nos da palabras bonitas, y nosotros le damos la sangre.Yo estoy de este lado ,igual que por los demás, aguardiente,oro y mujeres finas.

El descubrimiento fue un puñetazo en el estomago de Rafael. Se sintio engañado, su fe hecha añicos. El lider de los "desposei­dos" era, en esencia, un aristocrata resentido que manipulaba a las masas para sus propios fines.No fue el gobierno, fueron sus errores

Intentó hablar y averiguar con otros oficiales, pero encontro una mezcla de miedo, lealtad ciega y una resignacion fatalista. La revolucion era una maquina que ya no podi­a detenerse, y Luis Felipe Ortiz  era su motor.

***

En medio de ese lodazal moral, Edmee era su unico faro. La joven sirvienta, de ojos color miel y una trenza negra que le caia hasta la cintura, habi­a sido su sombra silenciosa en la hacienda de su padre. 

Ahora era Su amor era un secreto, un murmullo de manos que se rozaban en las tiendas de campaña  oscuras  y miradas robadas a traves de la distancia militar.

 En el campamento, el peligro de su amor era doble. Estaban juntos, pero mas separados que nunca.

Edmee no era una rebelde. Habi­a sido arrastrada al campamento llevada por su secreta pasión por Rafael de la Fuente.

Rafael la buscaba en la oscuridad de la noche, en el cobertizo donde guardaban la leña, o detras de la tienda de provisiones. Sus encuentros eran breves, tensos, cargados de una electricidad que amenazaba con explotar.

--Debes irte, Rafael le susurro Edmee una noche, su aliento calido en el cuello del atractivo hombre. Estaban acurrucados entre sacos de grano, el olor a tierra humeda y desesperacion envolviendolos.

--No puedo dejarte.

---No has visto lo que yo he visto. La crueldad. No es tu guerra.

--Es la tuya, Edmee. Y si es tuya, es mi­a.

Pero no habi­a pasado nada entre ellos. La guerra, la proximidad constante de la muerte, y el miedo a ser descubiertos habian levantado un muro invisible. Sus besos eran castos, desesperados, promesas de un futuro que pareci­a cada vez mas improbable.

***

La presencia de Edmee no paso desapercibida para el General Valbuena. Su belleza natural, su inocencia y su espíritu indomable lo cautivaron. Valbuena, acostumbrado a obtener todo lo que deseaba, desarrollr una **obsesion** por ella.




Para el General, Edmee no era solo una mujer. Era un sÃimbolo: la pureza del pueblo que el pretendi­a "liberar" y, al mismo tiempo, **corromper**. Su repentino deseo y capricho deseo por Edmee se mezclaba con un retorcido sentido de posesion y poder. La vei­a en la cocina, con el cabello recogido y la cara manchada de harina, y senti­a una punzada de rabia al ver su mirada esquiva. El era el General, el dueño de la revolucion, como se atrevia esa sirvienta a no doblegarse ante su poder?

Comenzo a hacerle preguntas a Rafael sobre ella, de forma casual al principio.

--Esa muchacha, Edmee. ¿Era de tu hacienda, Rafael?

-- Si­, MiGeneral. Una de las cocineras.

--Tiene una mirada... indomable. Me recuuerda a la tierra que luchamos por liberar.

Rafael sintio una alerta. Luis Felipe Ortiz no era un hombre que elogiara sin un proposito.

El General, sin embargo, no era un tonto. Estabaa notando los pequños detalles: la forma en que Rafael se demoraba cerca de la cocina, la manera en que Edmee evitaba su mirada, pero no la de Rafael. Luis Felipe Ortiz nunca confio plenamente en el "rico y culto" que se  unió a su causa. Vei­a en Rafael una debilidad, un idealismo peligroso que, si no se controlaba, podria volverse contra el.

La noche del descubrimiento fue brutalmente simple. Ortiz habi­a salido de su tienda para aliviar su vejiga y se encontro con dos sombras acurrucadas detras del cobertizo de leña. No necesito ver sus rostros para saber quienes eran. La forma en que se aferraban el uno al otro, la desesperacion en el silencio de su abrazo, era mas elocuente que cualquier palabra.

El General sintio que la sangre le hervia. Rafael, el rival, el idealista, el que se creia moralmente superior, estaba robandole lo que el consideraba suyo. Su envidia y celos se desataron. Este romance era una afrenta a su autoridad y un obstaculo para su deseo.Era la segunda vez que un hombre De La Fuente se le atravesaba en el medio del camino

Luis Felipe Ortiz sonrió malévola mente  en la oscuridad. Su mente retorcida comenzo a maquinar un plan para **destruir a Rafael** y **someter a Edmee**. El "romance" se convertiri­a en la excusa perfecta para eliminar a la amenaza y reclamar el simbolo.

***

### La Trampa se Cierra

A la mañana siguiente, Luis Felipe Ortiz  convocl  a Rafael a su tienda. El aire estaba denso, cargado de un olor a tabaco fuerte y peligro.

”Rafael ”dijo el General, sin mirarlo, examinando un mapa desdoblado sobre una mesa de campamento, tengo una mision para ti. Es de suma importancia.

--”A sus ordenes, General.

--”Hemos interceptado un mensaje. El Coronel Rojas, leal al gobierno, se dirige a la ciudad de Santa Marta con un convoy de armas y oro. Debe ser interceptado.

Luis Felipe Ortiz  levantó  la vista, sus ojos fri­os como el acero.

 --”Necesito a un hombre de confianza, alguien que conozca las costumbres de la gente de bien. Rojas es un hombre de honor, a su manera. Necesito que te infiltres en su campamento, te ganes su confianza y nos des la señal para el ataque.

Rafael sintio una punzada de alarma. Infiltrarse en el campamento enemigo era una mision suicida.

--”General, con todo respeto, mi rostro es conocido. Soy el hijo mayor de la familia De la Fuente. Si me reconocen...

--”Precisamente por eso. Nadie esperaris que el hijo de Alejandro de la Fuente  sea un traidor a su clase. Te dare una historia de descontento con tu padre. La gente supondrá que no estás de acuerdo en muchas cosas por tu ser afecto al gobierno, Es arriesgado,  Pero si triunfas, seras un heroe de la revolucion. Y tendras el honor de dirigir la vanguardia en el ataque final.

La propuesta era tentadora para el idealista que  vivi­a dentro de Rafael. El honor, la vanguardia, el triunfo. Pero el hombre desilusionado olio la trampa. Luis Felipe Ortiz lo estaba enviando a morir.

--”Acepto, General. ¿Cuando parto?

--”Al anochecer. Solo llevaras lo esencial. Y por cierto... ”Luis Felipe Ortiz hizo una pausa dramatica, su sonrisa se hizo mas ancha y cruel”, he notado que la cocinera Edmeee esta muy estresada con el trabajo. La he reasignado a mi tienda. Necesito alguien que me sirva el café y me lea los informes. La mantendre a salvo mientras tu cumples tu mision.

El corazon de Rafael se detuvo. El General lo sabia. Lo habi­a descubierto, y ahora usaba a Edmee como un rehen, una carnada.

--”General, no creo que sea apropiado. Ella es una sirvienta de campo, no sabe leer...

--”Aprendera¡. O quizas yo le enseñe. No te preocupes, Rafael. La cuidare como si fuera... una posesion preciada. Ahora vete. Prepara tu partida.

Rafael salió de la tienda con la mente en blanco, el puño cerrado. La mision era una sentencia de muerte, y Edmee era la garantia de que no huiria. La trampa se habi­a cerrado.

***

### El ultimo Encuentro Clandestino

Rafael sabia que no teni­a tiempo. La noche caeria pronto, y con ella, su partida. Necesitaba ver a Edmee, advertirle, idear un plan.

La encontro en la cocina, empacando sus escasas pertenencias. Sus ojos color miel estaban llenos de lagrimas contenidas.

--”Lo se”dijo ella, sin levantar la vista. ”El Capitan Mendoza me lo dijo. Me ha reasignado.

--”Edmee, escuchame. Esto es una trampa. Luis Felipe Ortiz  lo sabe.

Ella levantó la vista, y Rafael vio un fuego nuevo en sus ojos. No era miedo, sino una furia fria.

-- Lo he visto mirarme. Como si fuera un trozo de carne.

--”Me esta enviando a morir. Y te esta usando para asegurarse de que no escape.

--”Entonces, no vayas.

--”Si no voy, me ejecutara¡ aqui mismo. Y te tomara a ti. Si voy, tengo una oportunidad, por pequeña que sea, de escapar y volver por ti.

Edmee se acercó a el, y por primera vez, el miedo y la guerra no pudieron contener la pasion. Se abrazaron con la desesperacion de dos naufragos.

--No quiero que te vayas , aprovechará que no estás para violarme cuántas veces le de la gana.sabes que es asi.”murmuro ella, enterrando su rostro en el pecho de el.

--”Volvere por ti. Te lo juro por mi vida.

--¿Y que haras?

--Me infiltrare. Pero no por Luis Felipe Ortiz. Por mi. Y por ti. Si logró contactar con Rojas, le revelare la verdad sobre Luis Felipe Ortiz. La unica forma de derrotar a este monstruo es unir a los que realmente buscan la paz.

Edmee lo miró, y en sus ojos vio el regreso del idealista que amaba.

--”Rafael --”dijo ella, con una voz firme que lo sorprendio. ”Si te vas, llevate esto.

Extrajo de su bolsillo un pequeño relicario de plata, un objeto que habi­a pertenecido a su madre.

--¿Que eses?

--”No es el relicario. Es lo que esta dentro.

Abrio el relicario. Dentro, no habiia una imagen religiosa, sino un pequeño trozo de papel doblado.

--”Es el listado de los contactos de tu padre en la capital. ,  contactos con gente de influencia que odiaba con justa razón  a Luis Felipe Ortiz. Si llegas a Santa Marta, busca a Don Elias. Es amigo de tu padre y te conoce Te vio cuando eras un niño -- expreso la preciosa muchacha ante el sorprendido Rafael

Rafael sintió una oleada de esperanza. Edmee no era la víctima pasiva. Era una mujer con recursos, con una red de apoyo oculta.

--”Esto lo cambia todo.

--”Ahora, besame, Rafael. Besame que necesito tus labios para quitarme este miedo que te vayas

Y en ese momento, el muro invisible se derrumbo. El miedo se convirtio en un catalizador. Se besaron con una intensidad que no conocían, un beso que era una promesa, un juramento y una despedida. Rafael sintio inxsaciable  la dulzura de sus labios, el sabor salado de sus lagrimas, y el calor de su cuerpo. El romance,  que no endcontraba la oportunidad de soltar el volcan que en ambos se estaba concentrando para estallar.

***

### La Huida y la Persecución 

El campamento se sumio en el silencio de la medianoche. Rafael, vestido con ropas viejas de peon y con el relicario de Edmee escondido en su bota, se preparaba a salir   al punto de encuentro. Llevaba un rifle viejo y una cantimplora.

De repente, escuchó un grito. Un grito ahogado, seguido de un golpe seco. Veni­a de la tienda de Luis Felipe Ortiz.

Rafael se detuvo. Entendio lo que significaba. Luis Felipe Ortiz  no esperari­a. HabÃia ido a buscar a Edmee.

El idealista murió en ese instante, reemplazado por el hombre de accion. El plan de infiltracion se desvanecia. Solo quedaba el rescate de la mujer que amaba.

Maldiciendo su ingenuidad Corrio  hacia la tienda. Dos guardias montaban guardia.

-- ¡Alto! ¿Quien  va ahi?

Rafael no respondio. Levanto el rifle y disparo certeramente  dos veces. Los disparos resonaron en el campamento. Los guardias cayeron.

Entro en la tienda. Luis Felipe Ortiz estaba ahi, de pie, con el torso desnudo. Edmee estaba en el suelo, llorando, con la ropa rasgada. Luis Felipe Ortiz  la habia golpeado en el forcejeo tratando de ultrajarla.

--¡Traidor! --rugio Luis Felipe Ortiz ,moviéndose a toda velocidad y  sacando un sable de la pared.

-- Tuv eres el traidor, General. A la causa, al pueblo, a todo lo que juraste defender.

Luis Felipe Ortiz  cargó contra el muchacho. Rafael esquivo el golpe del sable y usando el rifle como garrote, golpeo contunfente al General en la cabeza. Luis Felipe Ortiz cayó al suelo , aturdido.

-- ”¡Edmee, va¡monos!-- urgió el joven levantando a la joven semidesnuda

Ella se levantó, su rostro marcado por el horror.

--”¡El caballo! ¡Mi caballo!

Salieron de la tienda. El campamento estaba despertando. Los hombres de Luis Felipe Ortiz, confusos por los disparos, comenzaban a correr hacia la tienda.

Rafael y Edmee corrieron hacia las caballerizas. Rafael monto su caballo, **El Rayo**, un semental negro que habia trai­do de su hacienda. Subio a Edme a la grupa.

--”¡Sujetate fuerte!

Espoleo a El Rayo. El caballo relincho y salio disparado hacia la oscuridad, rompiendo la cerca del campamento.

-- ”¡Detenganlos! ¡Matadlos! --”se escuchaba  la voz furiosa de Luis Felipe Ortiz  a la distancia.

La persecución había comenzado.

***

### El Camino a Santa Marta

Cabalgaban a toda velocidad por el sendero polvoriento. Detrás de ellos, los gritos y los cascos de los perseguidores se acercaban.

--¡Nos alcanzan! ”grito Edmee, aferrandose a Rafael.

--”No lo haran. El Rayo es el mas rapido.

Pero Luis Felipe Ortiz  no era un hombre que se rindiera facilmente. Habi­a montado a su propio caballo, un tordo fuerte y resistente, y dirigía la persecución con una furia personal.

Llegaron a un rÃio. El puente habi­a sido volado por los rebeldes semanas antes.

--¡Maldicion! ” exclamó Rafael.

--¡Debemos cruzar!

Rafael no lo dudo. Espoleo al Rayo y se lanzo al rio crecido. El agua estaba fri­a y la corriente era fuerte. El Rayo luchó, pero logró llegar a la orilla opuesta.Afortunadamente ninguna piedra ni árbol los golpeó.

Al otro lado, Luis Felipe Ortiz y sus hombres se detuvieron.

”--¡No escaparan! ¡Mendoza, toma a tres hombres y si­guelos por el sendero norte! ¡Yo ire por el sur! .¡Los quiero muertos!

***

Rafael y Edmee cabalgaron durante horas por la oscuridad de la media noche, hasta que el sol comenzo a asomar por el horizonte. Estaban exhaustos, pero a salvo por el momento. Se detuvieron en un pequeño bosque de cañafistulas y apamates.

--”Estamos a salvo --”dijo Rafael, bajando del caballo.

Edmee se desplomo en el suelo, temblando.

--”No. No lo estamos. Luis Felipe Ortiz no se detendra¡.

Rafael se arrodillo junto a ella. 

--”Lo se. Pero ahora tenemos una ventaja. Y tenemos el relicario. Iremos a Santa Marta. Buscaremos a Don Eli­as.

Ella asintio, su mano buscando la de su amado. El miedo no habÃia desaparecido, pero la urgencia de su huida habi­a forjado un vi­nculo mas fuerte que cualquier promesa.

--¿Que  haras cuando lo encuentres?

--”Le dire la verdad. Que Luis Felipe Ortiz  es un tirano. Que la revolucion es una mentira. Y le pediré que me ayude a contactar al Coronel Rojas. No para traicionar a la causa, sino para salvarla de si­ misma.

Rafael se puso de pie. El sol se alzaba, y con el, la promesa de un nuevo di­a de lucha. El joven aristocrata habÃia perdido su idealismo ingenuo, pero habÃia ganado algo mas valioso: un proposito real, forjado en el amor, la traicion y la cruda realidad de la guerra.

El camino a Santa Marta seria largo y peligroso. Pero por primera vez desde que se unio a la revolucion, Rafael sintio que estaba luchando por algo que vali­a la pena: la vida de Edmee, y la posibilidad de una verdadera justicia.

***

### El Plan de Luis Felipe Ortiz

Mientras tanto, en el campamento, Luis Felipe Ortiz se limpiaba la sangre de la cabeza. Estaba furioso. Su obsesion por Edmee se habi­a convertido en una sed de venganza contra Rafael.

--Encuentrenlos! rugia a sus hombres. ¡Y traiganme a la muchacha viva!¡Al traidor, traiganme su cabeza!

Luis Felipe Ortiz sabia que Rafael iri­a a Santa Marta, la ciudad leal al gobierno. Era el unico lugar donde un aristocrata como  podri­a encontrar refugio.

--¡Capitán Mendoza! 

--ordene. —

Quiero que envi­es a un mensajero a Santa Marta. No al Coronel Rojas. A los **agentes dobles** que tenemos infiltrados en la polici­a.

Mendoza se acerco, temblando. Al General, --¿que les digo?

--Diles que el hijo de Alejandro de la Fuente, Rafael, es un espia del gobierno. Que esta¡ tratando de infiltrarse en nuestras filas para sabotearnos. Diles que lo capturen y lo ejecuten.

--Pero, General, si lo hacemos, el gobierno sabra¡ que tenemos espi­as en sus filas...

--¡No importa! El honor de la revolucion es secundario a mi **venganza**. Si Rafael llega a Rojas, revelara mis secretos. ¡No puedo permitirlo! Si lo capturan los del gobierno, sera un martir para nosotros, y un traidor para ellos. ¡Y Edmee sera mia!

Una vez dicho esto,Luis Felipe Ortiz sonrio,con una sonrisa demente. La guerra civil, la revolucion, todo se habÃia reducido a una obsesion personal. El destino de miles de personas pendia de un hilo, todo por el amor prohibido de un aristocrata y una sirvienta, y la envidia de un tirano.

***

### La Encrucijada

Rafael y Edmee llegaron a la encrucijada del Camino Real. Santa Marta estaba a un di­a de marcha. Pero tambien lo estaba el campamento de Rojas.

--”Debemos separarnos aqui”dijo Rafael, con el corazon encogido.

--¿AQui? porque? ¡No!

--”Si. Si vamos juntos, nos encontraran. Yo ire a buscar a Don Elias. Tu iras al campamento de Rojas.

--¿Estas loco? ¡Rojas es del gobierno! ¡Me matara!

--No. Tienes el relicario. Y tienes la historia. Dile que eres la sirvienta de la hacienda de Alejandro de La Vega. Que Luis Felipe Ortiz  te secuestro. Que Rafael de la Fuente , el hijo de Alejandro, esta en camino con informacion vital.Si contacta con mi padre el lo corrobara

--¿Y si no me cree?

--Debe creerte. Eres la unica prueba de que Luis Felipe Ortiz es un hipocrita. Si te mata, Luis Felipe Ortiz  gana.

Rafael la miro los ojos. 

--”Edmee, eres mi unica esperanza. Si me capturan, tu debes seguir. Si te capturan, yo debo seguir. El destino de la revolucion, y el nuestro, pende de esto.

Ella dudo, luego asintio con la cabeza y susurro . ---Te amo, Rafael.

”Y yo a ti, Edmee. Mas que a mis ideales, mas que a mi vida.

Se besaron por ultima vez, un beso de promesa y sacrificio. Luego, Edmee se monto en El Rayo.

--Cui­dalo bien.

--Lo hare

Rafael la vio cabalgar hacia el norte, hacia el campamento de Rojas, hacia el peligro.El se dirigio al sur, hacia Santa Marta, hacia la trampa de Luis Felipe Ortiz.

El joven aristocrata, ahora un fugitivo, se habia  convertido en el unico hombre que podi­a salvar a la revolucion de si­ misma. Y todo por el amor de una sirvienta más digna y pura que cualquier princesa y el engaño de un General.

La guerra civil habl­a encontrado su verdadero campo de batalla: el corazon de un hombre.

***

**

Continuara






viernes, 10 de octubre de 2025

La Esquina. Parte B. Capitulo 3, 4

Nove

Capítulo 3



La Esquina. Parte B. Capitulo 3, 4


El lunes ella llegó a mi precinto. Mis compañeros no dejaron de silbar e hicieron los respectivos comentarios.

—Vaya, vaya. Mira qué trucos traes desde la selva.

—¡Esa sí es una hembra! —dijo con gesto de asentimiento un motorizado de la sección vial.




—Se va a casar, se va a casar. Por aquí hay un tonto que se va a casar —dijo otro, remedando la marcha nupcial.

Tonterías. Ella estaba detrás de sus inmensos lentes negros y el pelo envuelto en una pañoleta. No indicaba nada. Simplemente se veía preciosa.

Nos fuimos por la autopista, hablamos de todo y nada, coincidíamos en muchas cosas, escuchábamos las canciones de Cindy Lauper y Scorpions. Subimos a la montaña, comimos salchichas alemanas, nos reímos, disfrutamos. Me derritió verla a la luz del día, descansada, sin maquillaje ni peluca. Tal vez sus ojos eran algo separados, avellana e inmensos; quizás su nariz no era tan perfecta; a lo mejor su rostro era muy ovalado, pero bella en su conjunto. Estaba espectacularmente divina en shorts y botas militares de charol.

Casi estuve tentado a comprar una caja de crema dental y un galón de champú. Me encantaba que también hablaba sin acento, con una voz suave y algo profunda. Después, parada en el borde del mirador, en medio de la brisa fría, me cantó:

«El color de mi vida cambió desde que tú llegaste…

El color de mi vida cambió desde que tú llegaste…»

Llegamos de noche. Me invitó a cenar a su apartamento. Después me llevaría al precinto. Pero la inmensa pizza que pidió me demostró que no había ningún plato más. Debería seguir intentándolo. Por esta noche, definitivamente, no habría más.

Cuando salimos del apartamento era todavía temprano.

—¡Está ahí! —gritó repentinamente, señalando con el dedo—. ¡Mírala!

—¿Dónde? —vi mucha gente caminando, pero nadie viéndonos.

—¡Está ahí! —me insistió, totalmente fuera de sí, llorando a mares y con la respiración agitada—. Me mira y se ríe.

—Está bien, está bien —acepté.

—Vamos a devolvernos —propuse, entendiendo que la excusa era para que después de todo me regalara mis tres platos. Eso estaría bien. Sexo salvaje y profundo.

Ella asintió, se devolvió violentamente, dando la vuelta a la manzana. Llegamos nuevamente al apartamento.

Mis esperanzas se esfumaron al comprobar que era verdad. La chica estaba aterrorizada. Quería estar acompañada, pero no de la manera que pensé. Se fue a dormir, trancándose en el cuarto, después de darme una colcha para dormir en la sala. Una bailarina exótica cuidándose de un policía novato. ¡Solo yo!

Pasaron las horas y me dormité. A las dos y media me desperté. Fui a la ventana con intención de trancarla. Hacía frío de verdad... Me asomé y comprobé que no había edificios que me quitasen la vista. Veía la esquina. Veía la esquina de arriba. Inclusive inclinándome un poco más podía ver la esquina de más arriba y toda la calle hacia abajo, hasta las luces lejanas del Tucán. En la esquina de arriba estaba un vendedor nocturno de hot dogs y dos taxis. En la de más abajo unos ruidosos estudiantes bebían licor. Solo la esquina en medio de ambas estaba sola y semialumbrada.

Creo que me dormité unos cinco minutos recostado en la ventana y volví a despertar.

Miré. Ya no estaba el vendedor de hot dogs, ni los taxis, ni allá más abajo los chicos bebiendo. Vi la esquina y ahí estaba ella. Estaba de espaldas. Estaba inmóvil. Lentamente se volteó y me miró. Sé que me miró. Sabía que yo la miraba agazapado desde el balcón. Lamenté no tener las llaves del apartamento y no poder despertar a Argelia, quien en su miedo puso llaves y candados. Pero no importa. Mañana la atraparé.

I



Desperté con dos disgustos. El primero fue entender que la chica que bailó la canción de Billy Paul lo hizo desde el balcón del apartamento de Argelia. Pero estaba convencido de que no era Argelia.

El segundo disgusto fue haber recorrido medio país durante la mayor parte de mi vida para quedar hechizado por una bailarina de piernas perfectas, sin marcas, que danzaba casi desnuda en un night club de tercera, demasiado cerca de lo que alguna vez fue mi hogar. No es una buena decisión. Puede que sea una relación temporal, a medios tiempos, pero no lo deseo así. Quiero algo más. No puedo comentar nada en el precinto; puedo imaginar los comentarios:

—¿No le diste el champú y la crema dental?

—Si quieres, yo te presto el dólar y vamos los dos.

—Saliste con ella y no la llevaste a la cama. Eres gafo, ¿o qué?

—¿Vas a vivir con ella? ¿Qué harás cuando lleve los novios a casa?

—Stalin, el reno. Cien mil cuernos.

—Te va a dejar sentado en la acera, sin un céntimo.

—Esas fingen los polvos. Ya no sienten nada de tanto macho.

Aparté todos esos pensamientos, sentado en la parte posterior de una Great Wall Tank 4x4 híbrida diésel, justo en la esquina. Miré mi reloj: las dos de la madrugada en punto. Estaba en el asiento del copiloto, junto a la puerta que daba a la calle. Los vidrios polarizados eran muy oscuros; nadie desde afuera podía verme. A través de la ventanilla, vi el balcón del apartamento de Argelia. La única manera de que una chica hubiera bailado tan violentamente en un espacio tan reducido era que lo hubiera hecho en los bordes de las barandas… o fuera de ellas.

Semidormitaba a ratos, maldiciendo una vez más no haber entrado en el cuarto de Argelia. Soñé viéndola bailar en el escenario. Veía cómo subían los hombres, le quitaban la tanga, la besaban. Ella reía y los incitaba. Lujuriosamente, les abría los pantalones y, a su vez, abría su bella boca a todo dar. Yo subí al escenario, abriendo mi bragueta. A mí me dijo:

—No. No. Tú no —agitando sus manos negativamente, mientras se agarraba sus inmensos senos para meterlos en la boca de un negro libidinoso.

Me desperté sudando. Tendría que bajar un poco la ventanilla.

Sentí el golpe en el vidrio trasero de la camioneta, que estalló. Vi la cara de una mujer aplastada contra la ventanilla trasera.

—No puede ser. No puede ser. —Salí como pude, casi cayéndome de la camioneta. Era la cara de… ¡NO PUEDE SER!

Era Pura, que gemía ruidosamente de placer. Detrás de ella, el Polaco la cabalgaba brutalmente. Ella gritaba mientras me veía, riéndose.

—¡Más, más, monstruo! —gemía, agitando su pelo frenéticamente—. ¡Soy una puta, soy una puta!

El Polaco me miró y dejó de hacerlo. Saltó del cajón de la camioneta a la calle, casi frente a mí, caminando torpemente hacia donde me encontraba, confundido y paralizado.

—¡Tú, maldito maricón! ¿También te quieres coger a mi Pura? ¡Toma! —me dijo, descargando un derechazo contra mí, haciendo que mi pistola saltara a cualquier lado.

Me proyectó como un papel contra el piso y la emprendió a patadas, impidiéndome defenderme de la lluvia de golpes. Buscaba evadirlo, pero no lo conseguía. Se movía a una velocidad muy superior a la de cualquier humano.

—¡Dale, papi! ¡Él es malo! ¡Viene contra nosotros! —gritaba Pura, riendo divertida, alumbrada por la luna, parada junto a él—. Quiere hacérmelo a mí y no casarse conmigo.

El Polaco continuó dándome una salvaje paliza hasta que fui cayendo en un vacío. Mientras descendía por puertas y puertas, recordé que, en los amaneceres de mi casa, a esa hora siempre cantaban los gallos. Ahora, no. Silencio. Silencio total.

CAPÍTULO 4

Desperté recordando algo como un sueño. Estoy casi seguro de que alguien parecido a Pura me cantaba una vieja canción desde la ventana de la habitación del hospital.



Terminé de despertar sintiéndome como si el Real Madrid y el Barcelona hubieran jugado la final de la Copa del Rey encima de mí.

Mi comandante, al otro lado de la cama, mantenía una expresión de fría y angustiosa furia. Tenía esa mirada fija que decía: “Otro policía que se perdería en manos de una buscona”. Esos eran los consejos durante las pasantías: nunca enamorarse de una bailarina, ni de una delincuente, ni de una militante feminista woke de cristal.

—Tranquilo, amor. Ya todo está bien —me arrulló Argelia con un tono que me hizo oír pajaritos, acompañado de una pequeña sonrisa nerviosa. Tiene que ganar puntos ante mi jefe, quien mantenía el poema grabado en la cara—. Solo fueron unos golpes.

La miré sin comprender. Era Argelia, junto a mí. Tenía aspecto cansado. Se notaba que llevaba muchas horas cuidándome.

Miré, aterrado, a mi jefe. Ojalá no se me haya salido nada. ¿Golpes? Sí. Pero golpes dados por un muerto. Me dio durísimo.

—Oye, jovencito —me dijo con voz grave, sin cortapisas, y una expresión que podría derretir un MBT chino—. Me tienes que explicar muchas cosas. ¿Es este el caso del acoso o estás metido en algo más? No he visto ningún informe tuyo desde que esta joven hizo la denuncia. Aparte de eso, desvalijaron la camioneta y se robaron tu arma... con tu insignia. Te puedes imaginar cómo están tus puntos conmigo.

Cuando las cosas están así, lo mejor es quedarse callado. Al salir, mi jefe me miró de reojo con un gesto que decía: “De paso estás”, dirigiéndose hacia la silenciosa Argelia.


I

Al darme de alta, Argelia decidió que no volviera al precinto.

He pasado algunos días descansando en su apartamento. Siempre se va a trabajar a finales de la tarde y regresa puntualmente en la madrugada. A veces trae amigas. Es muy buena ama de casa. No parece una bailarina exótica cuando está en shorts y limpiando el piso. Es una joven ama de casa contenta porque su compañero está ahí cuidándola.

Vi los noticiarios con el énfasis puesto en mi salida del hospital. Las cámaras pegadas al trasero, senos y caderas de Argelia. Los comentarios. El sector maldito y sus misteriosos accidentes. Los vecinos no quieren hablar. Bla, bla, bla.

Por supuesto que yo no dije nada. No sería muy creíble en mi informe expresar que, encima de mi camioneta, unos muertos —conocidos míos de hace más de quince años— fornicaban furiosamente. Luego, el celoso novio, al recordar que yo también pretendía a la chica, me dio una paliza de pronóstico reservado.

Contar eso me mandaría de patitas derecho al manicomio Jiménez de la ciudad.


I

Mi traslado quedó en suspenso. Tengo reposo activo. Pero eso no me impidió seguir investigando el caso vía internet desde mi cama, mientras más me envolvía en el dulce y fresco aroma de Argelia. Contemplar a mis anchas ese cuerpo precioso y deseable cada mañana y noche, cuando llegaba, era el mejor remedio que ningún médico me pudiera recetar. Llamé a la Cooperativa de Energía Eléctrica y pregunté por la oscuridad permanente de la esquina. Me dijeron que habían cambiado hasta el poste y más de cuatro operarios se habían accidentado gravemente al hacer mantenimiento ahí. Entendí. Yo solo era un punto más en la estadística.

Argelia no permitía que me fuera. Hoy, antes de dormir, me besó. Fue un tropezón mío que hizo que casi cayera en sus brazos. No fue a propósito, pero dio resultados.

Luego, al día siguiente, traje un mercado en mi primera salida después de la paliza. Ella estaba en la cocina, tarareando "Inolvidable" de Laura Pausini. Fue inevitable. Sin pensar, sin buscarlo, nos dimos un beso suave, largo, húmedo, de dos lenguas expertas que han besado mucho, que nos lo dimos con los ojos cerrados.

Me maravillé del divino sabor de esos labios dulces y carnosos. Terminamos sin decirnos nada. Ella me dijo angustiada, con voz ahogada:

—No quiero dañar las cosas. No nos precipitemos.

Quedé así, tan cerca de ella, la tomé de la barbilla y la volví a besar. Pasamos a mayores. Sentía como piedras sus senos duros, su temblor al tratar de impedir algo que ninguno de los dos podía evitar. No logramos dominarnos.

—No más, no más —dijo sollozando, mientras yo, sin dejar de besarla, la llevaba como pude al cuarto. Lanzó las sandalias y con premura fue quitándose los shorts; yo los míos. Le quité la blusa. Caímos en la cama y ella se puso arrodillada, apoyándose en la almohada.

—Ahora. Ya no aguanto más. Ya caí. Ya caí —exclamó con un mar de lágrimas, poniéndose receptiva, mientras yo sentía cómo mi miembro me dolía por la espantosa erección que me dominaba.

La penetré en su sexo húmedo y divino, con un aroma más que delicioso. No pude hacerlo lentamente. Ella tenía un movimiento rítmico fuerte y apretaba furiosamente su vulva ante cada ataque mío. Estallé dentro de ella y quedamos casi de infarto. Se habían roto los límites con una pasión desgarradora y hambrienta. Maldije el tener que enamorarme, pero eso es lo que está sucediendo, atacándome sin defensas, hasta terminar yo besando esos bellos y suaves hombros, saboreando ese cuello suave y frágil.

—Ya esto está absolutamente echado a perder —dije a esos labios carnosos y preciosos que no me cansaba de besar, viéndola cansada y satisfecha en ese orgasmo largo y convulsivo que proclamaba su triunfo sobre mí.

—Estoy volviéndome borracha de ti. Me gustaste demasiado cuando te vi. Supe que esto pasaría, me tendrías y luego sé que te irás —susurró con los ojos húmedos de lágrimas de amor, de sexo satisfecho y de despedida.

Nos dormimos. No pude aguantarme. Cuando me desperté, bajé besando ese plano vientre y fui justo a comerme lo que tanto deseaba mientras ella abría aquellas monumentales piernas. Cuando terminé, ella, presta y dispuesta, tomó mi pene y, sin más preámbulos, se lo tragó todo. He tenido sexo oral, sí que lo he tenido, y muy bueno. Pero este fue el candado definitivo que me amarró a Argelia.

Llegué al precinto completamente curado, dispuesto a hacer mi informe y resolver el caso de una vez.

—Te la cogiste —fue el admirado comentario de uno de mis compañeros de interrogatorios mientras tomábamos café. Mi silencio se lo confirmó a todos.

II

¡Argelia después me confesó que no pudo luchar más contra el deseo de acostarse conmigo cuando me vio llegar cojeando, cargando un mercado completo, una señal, según ella, de aquellos que se aferran, que no quieren irse. Por eso me premió con esos tres encuentros deliciosos: sin restricciones, pasionales, sin preocupaciones aparentes, libres, casi depravados y, posiblemente, teñidos de un incipiente amor.

Con semejante armadura me dispuse a contactar a los buenos muchachos de la esquina sudoeste. A los pocos que encontré, me di cuenta de que el destino no les había sonreído. Uno se ahogó en una playa prohibida, con el alcohol carcomiéndole el juicio mientras las olas lo arrastraban. Otro se había graduado de geólogo, solo para languidecer cuarenta y nueve meses como rehén de la guerrilla, su juventud pudriéndose en la selva. Uno más limpiaba pisos relucientes en el brillo artificial de Dubái, y no muy lejos de aquí, un antiguo compañero se había metamorfoseado en un pastor evangélico, liderando una iglesia próspera bajo el peculiar nombre de la Orden de Jesucristo el Astronauta.

Me levanté muy temprano, una inquietud pegajosa como una pesadilla persistente. Inevitablemente, mis ojos buscaron la ventana. Vi una Uaz Patriot 4x4Bi, una bestia híbrida eléctrica-biodiesel, estacionada en la calle. De ella descendió un sacerdote budista, su túnica naranja un destello en la penumbra matutina, para desaparecer rápidamente en el interior del negocio vietnamita.

Esa misma mañana, una punzada de curiosidad malsana me picó como un insecto bajo la piel. Decidí ir a visitarlo. Para añadir un toque de teatralidad, me coloqué mi collarín y la férula en mi pierna izquierda, sintiéndome como un actor de segunda en una obra barata.

Fui a eso de media mañana. Conversamos largamente, el aire denso con el aroma agridulce de especias y un silencio cargado. Me explicó que los vigilantes nocturnos no duraban. Había… algo, unos espíritus obscenos, dijo, que fornicaban dentro del local, susurros lascivos resonando en la oscuridad. Le creí. Más que nadie, yo tenía razones para creer en lo inexplicable, pero jugué al incrédulo, mi escepticismo una máscara endeble.

—¿Son ellos únicamente?

—Ellos dos —afirmó, su voz un hilo tembloroso, pero no quiso profundizar más en el asunto, sus ojos huidizos buscando consuelo en la figura de un Buda protector en una esquina del recinto. Pero, como si una fuerza invisible lo obligara, añadió—: Después de que vino el sacerdote chamán, siguen sucediendo cosas.

—¿Cómo qué?

—Cosas feas —expresó nerviosamente, bajando la voz hasta convertirla en un secreto escalofriante—. Quiero vender el negocio, pero nadie me lo compra.

—Voy a quedarme dentro de su negocio una noche. No son fantasmas, son un par de vagabundos que deben estar montando algún tipo de estafa barata. Me deben una —le dije, señalando mi collarín, la férula y, como un último golpe, mi placa de policía.

El vietnamita me miró como se mira a los lunáticos, una mezcla de temor y resignación en sus ojos oscuros. Asentí por él, aceptando tácitamente su juicio.


las Por Capitulos

El Canto de las Nueve Estrellas.La Promesa de las Estrellas.Parte II

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