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viernes, 10 de octubre de 2025

La Esquina. Parte B. Capitulo 3, 4

Nove

Capítulo 3



La Esquina. Parte B. Capitulo 3, 4


El lunes ella llegó a mi precinto. Mis compañeros no dejaron de silbar e hicieron los respectivos comentarios.

—Vaya, vaya. Mira qué trucos traes desde la selva.

—¡Esa sí es una hembra! —dijo con gesto de asentimiento un motorizado de la sección vial.




—Se va a casar, se va a casar. Por aquí hay un tonto que se va a casar —dijo otro, remedando la marcha nupcial.

Tonterías. Ella estaba detrás de sus inmensos lentes negros y el pelo envuelto en una pañoleta. No indicaba nada. Simplemente se veía preciosa.

Nos fuimos por la autopista, hablamos de todo y nada, coincidíamos en muchas cosas, escuchábamos las canciones de Cindy Lauper y Scorpions. Subimos a la montaña, comimos salchichas alemanas, nos reímos, disfrutamos. Me derritió verla a la luz del día, descansada, sin maquillaje ni peluca. Tal vez sus ojos eran algo separados, avellana e inmensos; quizás su nariz no era tan perfecta; a lo mejor su rostro era muy ovalado, pero bella en su conjunto. Estaba espectacularmente divina en shorts y botas militares de charol.

Casi estuve tentado a comprar una caja de crema dental y un galón de champú. Me encantaba que también hablaba sin acento, con una voz suave y algo profunda. Después, parada en el borde del mirador, en medio de la brisa fría, me cantó:

«El color de mi vida cambió desde que tú llegaste…

El color de mi vida cambió desde que tú llegaste…»

Llegamos de noche. Me invitó a cenar a su apartamento. Después me llevaría al precinto. Pero la inmensa pizza que pidió me demostró que no había ningún plato más. Debería seguir intentándolo. Por esta noche, definitivamente, no habría más.

Cuando salimos del apartamento era todavía temprano.

—¡Está ahí! —gritó repentinamente, señalando con el dedo—. ¡Mírala!

—¿Dónde? —vi mucha gente caminando, pero nadie viéndonos.

—¡Está ahí! —me insistió, totalmente fuera de sí, llorando a mares y con la respiración agitada—. Me mira y se ríe.

—Está bien, está bien —acepté.

—Vamos a devolvernos —propuse, entendiendo que la excusa era para que después de todo me regalara mis tres platos. Eso estaría bien. Sexo salvaje y profundo.

Ella asintió, se devolvió violentamente, dando la vuelta a la manzana. Llegamos nuevamente al apartamento.

Mis esperanzas se esfumaron al comprobar que era verdad. La chica estaba aterrorizada. Quería estar acompañada, pero no de la manera que pensé. Se fue a dormir, trancándose en el cuarto, después de darme una colcha para dormir en la sala. Una bailarina exótica cuidándose de un policía novato. ¡Solo yo!

Pasaron las horas y me dormité. A las dos y media me desperté. Fui a la ventana con intención de trancarla. Hacía frío de verdad... Me asomé y comprobé que no había edificios que me quitasen la vista. Veía la esquina. Veía la esquina de arriba. Inclusive inclinándome un poco más podía ver la esquina de más arriba y toda la calle hacia abajo, hasta las luces lejanas del Tucán. En la esquina de arriba estaba un vendedor nocturno de hot dogs y dos taxis. En la de más abajo unos ruidosos estudiantes bebían licor. Solo la esquina en medio de ambas estaba sola y semialumbrada.

Creo que me dormité unos cinco minutos recostado en la ventana y volví a despertar.

Miré. Ya no estaba el vendedor de hot dogs, ni los taxis, ni allá más abajo los chicos bebiendo. Vi la esquina y ahí estaba ella. Estaba de espaldas. Estaba inmóvil. Lentamente se volteó y me miró. Sé que me miró. Sabía que yo la miraba agazapado desde el balcón. Lamenté no tener las llaves del apartamento y no poder despertar a Argelia, quien en su miedo puso llaves y candados. Pero no importa. Mañana la atraparé.

I



Desperté con dos disgustos. El primero fue entender que la chica que bailó la canción de Billy Paul lo hizo desde el balcón del apartamento de Argelia. Pero estaba convencido de que no era Argelia.

El segundo disgusto fue haber recorrido medio país durante la mayor parte de mi vida para quedar hechizado por una bailarina de piernas perfectas, sin marcas, que danzaba casi desnuda en un night club de tercera, demasiado cerca de lo que alguna vez fue mi hogar. No es una buena decisión. Puede que sea una relación temporal, a medios tiempos, pero no lo deseo así. Quiero algo más. No puedo comentar nada en el precinto; puedo imaginar los comentarios:

—¿No le diste el champú y la crema dental?

—Si quieres, yo te presto el dólar y vamos los dos.

—Saliste con ella y no la llevaste a la cama. Eres gafo, ¿o qué?

—¿Vas a vivir con ella? ¿Qué harás cuando lleve los novios a casa?

—Stalin, el reno. Cien mil cuernos.

—Te va a dejar sentado en la acera, sin un céntimo.

—Esas fingen los polvos. Ya no sienten nada de tanto macho.

Aparté todos esos pensamientos, sentado en la parte posterior de una Great Wall Tank 4x4 híbrida diésel, justo en la esquina. Miré mi reloj: las dos de la madrugada en punto. Estaba en el asiento del copiloto, junto a la puerta que daba a la calle. Los vidrios polarizados eran muy oscuros; nadie desde afuera podía verme. A través de la ventanilla, vi el balcón del apartamento de Argelia. La única manera de que una chica hubiera bailado tan violentamente en un espacio tan reducido era que lo hubiera hecho en los bordes de las barandas… o fuera de ellas.

Semidormitaba a ratos, maldiciendo una vez más no haber entrado en el cuarto de Argelia. Soñé viéndola bailar en el escenario. Veía cómo subían los hombres, le quitaban la tanga, la besaban. Ella reía y los incitaba. Lujuriosamente, les abría los pantalones y, a su vez, abría su bella boca a todo dar. Yo subí al escenario, abriendo mi bragueta. A mí me dijo:

—No. No. Tú no —agitando sus manos negativamente, mientras se agarraba sus inmensos senos para meterlos en la boca de un negro libidinoso.

Me desperté sudando. Tendría que bajar un poco la ventanilla.

Sentí el golpe en el vidrio trasero de la camioneta, que estalló. Vi la cara de una mujer aplastada contra la ventanilla trasera.

—No puede ser. No puede ser. —Salí como pude, casi cayéndome de la camioneta. Era la cara de… ¡NO PUEDE SER!

Era Pura, que gemía ruidosamente de placer. Detrás de ella, el Polaco la cabalgaba brutalmente. Ella gritaba mientras me veía, riéndose.

—¡Más, más, monstruo! —gemía, agitando su pelo frenéticamente—. ¡Soy una puta, soy una puta!

El Polaco me miró y dejó de hacerlo. Saltó del cajón de la camioneta a la calle, casi frente a mí, caminando torpemente hacia donde me encontraba, confundido y paralizado.

—¡Tú, maldito maricón! ¿También te quieres coger a mi Pura? ¡Toma! —me dijo, descargando un derechazo contra mí, haciendo que mi pistola saltara a cualquier lado.

Me proyectó como un papel contra el piso y la emprendió a patadas, impidiéndome defenderme de la lluvia de golpes. Buscaba evadirlo, pero no lo conseguía. Se movía a una velocidad muy superior a la de cualquier humano.

—¡Dale, papi! ¡Él es malo! ¡Viene contra nosotros! —gritaba Pura, riendo divertida, alumbrada por la luna, parada junto a él—. Quiere hacérmelo a mí y no casarse conmigo.

El Polaco continuó dándome una salvaje paliza hasta que fui cayendo en un vacío. Mientras descendía por puertas y puertas, recordé que, en los amaneceres de mi casa, a esa hora siempre cantaban los gallos. Ahora, no. Silencio. Silencio total.

CAPÍTULO 4

Desperté recordando algo como un sueño. Estoy casi seguro de que alguien parecido a Pura me cantaba una vieja canción desde la ventana de la habitación del hospital.



Terminé de despertar sintiéndome como si el Real Madrid y el Barcelona hubieran jugado la final de la Copa del Rey encima de mí.

Mi comandante, al otro lado de la cama, mantenía una expresión de fría y angustiosa furia. Tenía esa mirada fija que decía: “Otro policía que se perdería en manos de una buscona”. Esos eran los consejos durante las pasantías: nunca enamorarse de una bailarina, ni de una delincuente, ni de una militante feminista woke de cristal.

—Tranquilo, amor. Ya todo está bien —me arrulló Argelia con un tono que me hizo oír pajaritos, acompañado de una pequeña sonrisa nerviosa. Tiene que ganar puntos ante mi jefe, quien mantenía el poema grabado en la cara—. Solo fueron unos golpes.

La miré sin comprender. Era Argelia, junto a mí. Tenía aspecto cansado. Se notaba que llevaba muchas horas cuidándome.

Miré, aterrado, a mi jefe. Ojalá no se me haya salido nada. ¿Golpes? Sí. Pero golpes dados por un muerto. Me dio durísimo.

—Oye, jovencito —me dijo con voz grave, sin cortapisas, y una expresión que podría derretir un MBT chino—. Me tienes que explicar muchas cosas. ¿Es este el caso del acoso o estás metido en algo más? No he visto ningún informe tuyo desde que esta joven hizo la denuncia. Aparte de eso, desvalijaron la camioneta y se robaron tu arma... con tu insignia. Te puedes imaginar cómo están tus puntos conmigo.

Cuando las cosas están así, lo mejor es quedarse callado. Al salir, mi jefe me miró de reojo con un gesto que decía: “De paso estás”, dirigiéndose hacia la silenciosa Argelia.


I

Al darme de alta, Argelia decidió que no volviera al precinto.

He pasado algunos días descansando en su apartamento. Siempre se va a trabajar a finales de la tarde y regresa puntualmente en la madrugada. A veces trae amigas. Es muy buena ama de casa. No parece una bailarina exótica cuando está en shorts y limpiando el piso. Es una joven ama de casa contenta porque su compañero está ahí cuidándola.

Vi los noticiarios con el énfasis puesto en mi salida del hospital. Las cámaras pegadas al trasero, senos y caderas de Argelia. Los comentarios. El sector maldito y sus misteriosos accidentes. Los vecinos no quieren hablar. Bla, bla, bla.

Por supuesto que yo no dije nada. No sería muy creíble en mi informe expresar que, encima de mi camioneta, unos muertos —conocidos míos de hace más de quince años— fornicaban furiosamente. Luego, el celoso novio, al recordar que yo también pretendía a la chica, me dio una paliza de pronóstico reservado.

Contar eso me mandaría de patitas derecho al manicomio Jiménez de la ciudad.


I

Mi traslado quedó en suspenso. Tengo reposo activo. Pero eso no me impidió seguir investigando el caso vía internet desde mi cama, mientras más me envolvía en el dulce y fresco aroma de Argelia. Contemplar a mis anchas ese cuerpo precioso y deseable cada mañana y noche, cuando llegaba, era el mejor remedio que ningún médico me pudiera recetar. Llamé a la Cooperativa de Energía Eléctrica y pregunté por la oscuridad permanente de la esquina. Me dijeron que habían cambiado hasta el poste y más de cuatro operarios se habían accidentado gravemente al hacer mantenimiento ahí. Entendí. Yo solo era un punto más en la estadística.

Argelia no permitía que me fuera. Hoy, antes de dormir, me besó. Fue un tropezón mío que hizo que casi cayera en sus brazos. No fue a propósito, pero dio resultados.

Luego, al día siguiente, traje un mercado en mi primera salida después de la paliza. Ella estaba en la cocina, tarareando "Inolvidable" de Laura Pausini. Fue inevitable. Sin pensar, sin buscarlo, nos dimos un beso suave, largo, húmedo, de dos lenguas expertas que han besado mucho, que nos lo dimos con los ojos cerrados.

Me maravillé del divino sabor de esos labios dulces y carnosos. Terminamos sin decirnos nada. Ella me dijo angustiada, con voz ahogada:

—No quiero dañar las cosas. No nos precipitemos.

Quedé así, tan cerca de ella, la tomé de la barbilla y la volví a besar. Pasamos a mayores. Sentía como piedras sus senos duros, su temblor al tratar de impedir algo que ninguno de los dos podía evitar. No logramos dominarnos.

—No más, no más —dijo sollozando, mientras yo, sin dejar de besarla, la llevaba como pude al cuarto. Lanzó las sandalias y con premura fue quitándose los shorts; yo los míos. Le quité la blusa. Caímos en la cama y ella se puso arrodillada, apoyándose en la almohada.

—Ahora. Ya no aguanto más. Ya caí. Ya caí —exclamó con un mar de lágrimas, poniéndose receptiva, mientras yo sentía cómo mi miembro me dolía por la espantosa erección que me dominaba.

La penetré en su sexo húmedo y divino, con un aroma más que delicioso. No pude hacerlo lentamente. Ella tenía un movimiento rítmico fuerte y apretaba furiosamente su vulva ante cada ataque mío. Estallé dentro de ella y quedamos casi de infarto. Se habían roto los límites con una pasión desgarradora y hambrienta. Maldije el tener que enamorarme, pero eso es lo que está sucediendo, atacándome sin defensas, hasta terminar yo besando esos bellos y suaves hombros, saboreando ese cuello suave y frágil.

—Ya esto está absolutamente echado a perder —dije a esos labios carnosos y preciosos que no me cansaba de besar, viéndola cansada y satisfecha en ese orgasmo largo y convulsivo que proclamaba su triunfo sobre mí.

—Estoy volviéndome borracha de ti. Me gustaste demasiado cuando te vi. Supe que esto pasaría, me tendrías y luego sé que te irás —susurró con los ojos húmedos de lágrimas de amor, de sexo satisfecho y de despedida.

Nos dormimos. No pude aguantarme. Cuando me desperté, bajé besando ese plano vientre y fui justo a comerme lo que tanto deseaba mientras ella abría aquellas monumentales piernas. Cuando terminé, ella, presta y dispuesta, tomó mi pene y, sin más preámbulos, se lo tragó todo. He tenido sexo oral, sí que lo he tenido, y muy bueno. Pero este fue el candado definitivo que me amarró a Argelia.

Llegué al precinto completamente curado, dispuesto a hacer mi informe y resolver el caso de una vez.

—Te la cogiste —fue el admirado comentario de uno de mis compañeros de interrogatorios mientras tomábamos café. Mi silencio se lo confirmó a todos.

II

¡Argelia después me confesó que no pudo luchar más contra el deseo de acostarse conmigo cuando me vio llegar cojeando, cargando un mercado completo, una señal, según ella, de aquellos que se aferran, que no quieren irse. Por eso me premió con esos tres encuentros deliciosos: sin restricciones, pasionales, sin preocupaciones aparentes, libres, casi depravados y, posiblemente, teñidos de un incipiente amor.

Con semejante armadura me dispuse a contactar a los buenos muchachos de la esquina sudoeste. A los pocos que encontré, me di cuenta de que el destino no les había sonreído. Uno se ahogó en una playa prohibida, con el alcohol carcomiéndole el juicio mientras las olas lo arrastraban. Otro se había graduado de geólogo, solo para languidecer cuarenta y nueve meses como rehén de la guerrilla, su juventud pudriéndose en la selva. Uno más limpiaba pisos relucientes en el brillo artificial de Dubái, y no muy lejos de aquí, un antiguo compañero se había metamorfoseado en un pastor evangélico, liderando una iglesia próspera bajo el peculiar nombre de la Orden de Jesucristo el Astronauta.

Me levanté muy temprano, una inquietud pegajosa como una pesadilla persistente. Inevitablemente, mis ojos buscaron la ventana. Vi una Uaz Patriot 4x4Bi, una bestia híbrida eléctrica-biodiesel, estacionada en la calle. De ella descendió un sacerdote budista, su túnica naranja un destello en la penumbra matutina, para desaparecer rápidamente en el interior del negocio vietnamita.

Esa misma mañana, una punzada de curiosidad malsana me picó como un insecto bajo la piel. Decidí ir a visitarlo. Para añadir un toque de teatralidad, me coloqué mi collarín y la férula en mi pierna izquierda, sintiéndome como un actor de segunda en una obra barata.

Fui a eso de media mañana. Conversamos largamente, el aire denso con el aroma agridulce de especias y un silencio cargado. Me explicó que los vigilantes nocturnos no duraban. Había… algo, unos espíritus obscenos, dijo, que fornicaban dentro del local, susurros lascivos resonando en la oscuridad. Le creí. Más que nadie, yo tenía razones para creer en lo inexplicable, pero jugué al incrédulo, mi escepticismo una máscara endeble.

—¿Son ellos únicamente?

—Ellos dos —afirmó, su voz un hilo tembloroso, pero no quiso profundizar más en el asunto, sus ojos huidizos buscando consuelo en la figura de un Buda protector en una esquina del recinto. Pero, como si una fuerza invisible lo obligara, añadió—: Después de que vino el sacerdote chamán, siguen sucediendo cosas.

—¿Cómo qué?

—Cosas feas —expresó nerviosamente, bajando la voz hasta convertirla en un secreto escalofriante—. Quiero vender el negocio, pero nadie me lo compra.

—Voy a quedarme dentro de su negocio una noche. No son fantasmas, son un par de vagabundos que deben estar montando algún tipo de estafa barata. Me deben una —le dije, señalando mi collarín, la férula y, como un último golpe, mi placa de policía.

El vietnamita me miró como se mira a los lunáticos, una mezcla de temor y resignación en sus ojos oscuros. Asentí por él, aceptando tácitamente su juicio.


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