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lunes, 13 de octubre de 2025

La Esquina Parte C capitulo 5

Novelas Por Capitulos

—Dime que te irás conmigo a Miami. Dime que te irás conmigo a Miami —gemía Argelia, mientras se agarraba los senos, montada sobre mí, cabalgando con un hambre lasciva y desbocada. ambos dejando como un cuento infantil a blaked porn..

Cuando terminamos, sucedió lo que ocurre al beberse la segunda botella completa de whisky: llegan las confesiones. Argelia era licenciada en enfermería; había llegado con las misiones de ayuda social. También fue bailarina de ballet clásico. Ganaba seiscientos dólares, pero el gobierno le arrebataba quinientos cincuenta entre impuestos, alquileres y seguros. Ahora, bailando, era libre. Perdió su trabajo cuando las misiones colapsaron, y en el presente ganaba la bicoca de diez mil dólares mensuales, además de los cincuenta y seis mil ochocientos setenta y nueve orates que seguían babeando cada noche en el Tucán. Yo era el único que no había corrido tras Flor Silvestre. Tenía una relación con Argelia Luna.

Por eso le conté mi plan. Ella tuvo un ataque de pánico. Le expliqué que mi trabajo era peligroso, todo él. Esos bichos debían ser detenidos; usaban el negocio del vietnamita como refugio, y si los dejábamos, se harían cada vez más poderosos, poniendo en peligro la vida de las personas decentes del sector. Tenía que averiguar por qué hacían lo que hacían. Estaba convencido de que estaban vivitos y coleando.

—Tan vivos como tu cucharita y mi palito —le dije, con una certeza que me quemaba.

—¿Cómo lo harás? —preguntó, nada confiada, con el rostro desencajado y tragando saliva, mientras yo me ahogaba en su inmenso seno izquierdo, duro como el Himalaya.

—No te lo diré —respondí—. Una de estas noches lo haré.

—¿Y después? ¿Nos iremos a vender lechón asado a Miami?

—Difícil. Eso sobra allá. Pero, seguro, nos iremos a vivir a Miami.


Me preparé concienzudamente: mi nueva arma, ocho cargadores, mi celular, un micrófono de apoyo abierto todo el tiempo. Le di un juego de llaves a Argelia, pues terminé contándoselo todo. Convencí al vietnamita, y me permitió estar dentro de su negocio.

Solo cerré las puertas sin candados ni alarmas. La trampa estaba tendida. Solo faltaba que la presa entrara y cayera. Estaba convencido de que esos imbéciles querían espantar a la gente para convertir el lugar en su guarida, vender drogas, traficar autos robados, qué sé yo.

Mientras esperaba en la oscuridad, cavilaba sobre la información recibida. En todo sector hay un submundo nocturno: falsos mendigos, traficantes de drogas, prostitutas, taxistas que no lo son, ventas de comida podrida para borrachos, tratantes de blancas, prostitución infantil, chavistas, asesinos, exconvictos, contrabando, armas y rumores. Muchos rumores. Una galaxia de rumores. Escuché susurros y secretos: gente golpeada en callejones sin saber por quién; niños que no querían ir al colegio porque algo, en pleno mediodía y en medio de la multitud, los había aterrorizado; una mujer que aseguraba haber sido violada en el estacionamiento de la esquina a las cuatro de la tarde por un gordo pelón vestido con una sotana manchada de sangre, con una inexpresiva cara de nazi. También oí de un atracador que, tras recibir una paliza como la mía, se convirtió en sacristán de la iglesia de Jesús el Extraterrestre y no salía de noche ni por todo el oro del mundo.

Llevé horas agazapado en la oscuridad. Poco a poco, empezaba a sospechar que el vietnamita me había tomado el pelo. Miré la hora en uno de los relojes de exposición en los anaqueles: 2:05 de la madrugada.

De repente, el local se iluminó con un resplandor amarillo intenso. Todo cambió. Ya no estaba en el negocio; estaba en un mercado. Vi al Polaco detrás de una vieja caja registradora manual, casi a mi lado. Vi llegar a Pura. El hombre extraía antiguos billetes de cien bolívares y los dejaba caer a montones sobre su cabeza. Ella se reía con malicia, luego bajó su bella cara hacia las piernas de él. El Polaco comenzó a gemir estentóreamente, agarrando el largo y liso pelo de la adolescente, mientras subía y bajaba su cabeza con violencia.



“Te amo. Eres mi mujer…” —berreaba el hombre, convulsionando de placer.

“No… no… l, no…” —gritaba la muchacha entre chupada y chupada, como si aún quedara un rastro de resistencia en su voz rota.

Quedé paralizado.  asqueado. Como si el aire mismo se hubiese contaminado de pecado. La oscuridad volvió de golpe. Solo el latido denso de mi corazón reverberaba en mis sienes. Tenía que salir de allí. Tenía ganas de vomitar. Por eso sus almas no descansaban. Por eso aquella atmósfera densa como aceite. Se había cometido un pecado de proporciones bíblicas. Un pederasta y una niña —¿sin inocencia o devorada por el entorno?— vagaban en un limbo envenenado, haciendo daño. Esa fue, al menos, mi primera hipótesis.

Entonces la vi. En medio del pasillo: delgada, bella, imposible.

—Tú, idiota —dijo—. Te masturbabas en tu baño viendo una foto mía. No pudiste aguantar más y volviste. Sé lo que quieres. Quieres que haga lo que el polaco me hacía. Esa extranjera no te va a satisfacer como yo. Yo era una sweet babe, ¿Y qué? ¿Te duele saber que ella se ha acostado con un ejército entero y que contigo solo finge, porque no siente nada?

Pura me descubrió parada en el umbral, iluminada por la penumbra, mirándome con sus ojos imposiblemente verdes, brillantes como los de una criatura de otro plano.

Sentí la bofetada. Cuando la alumbré con la linterna, era horrorosa, pútrida. Me golpeó de nuevo, con una fuerza antinatural. Luego me escupió, una baba espesa, nauseabunda. Disparé dos veces, sin pensar. La alarma se activó. Veintiocho segundos después, el circo completo estaba armado.

Dos radiopatrullas. Argelia corriendo histérica, aún maquillada, con un mono negro decorado con estrellas amarillas, recién llegada del bar.



Gritaba mi nombre con desesperación, al ver las luces intermitentes a lo lejos. Apenas llegó, me preguntó si estaba bien, casi en llanto. Un grupo de borrachos trasnochados, salidos de quién sabe qué agujero, saludaban hipnotizados, extasiados ante el monumental trasero de mi amante, tan bello y perfecto como el de Kim Kardashian.

Mis agentes revisaron todo. Repartieron culatazos a diestra y siniestra, porque unos imbéciles habían intentado robar los equipos de sonido. Yo, mientras tanto, tuve que volver al apartamento y ducharme. Olía a cloaca. Me senté en silencio, la frente sostenida con ambas manos. Argelia lloraba sin parar.

No entendía lo sucedido. En mi memoria, como una película mal editada, la escena se repetía una y otra vez. No podía aceptar que El exorcista o La profecía fueran verdad. No podía decir nada en el precinto. Tenía que mantener mi versión: un par de malandros incitando al crimen, quién sabe por qué carajo. Pero yo sabía que, mientras tanto, dos espíritus, delincuentes y promiscuos, andaban por ahí cometiendo barbaridades.

Esa noche quise dormir con Argelia. Por supuesto que sí. Estoy muerto de miedo.


PARTE B

Cuando abrí los ojos, todavía era de madrugada. Dormí apenas unos minutos. Pura estaba allí. Parada al pie de la cama. Me observaba en silencio desde la oscuridad. Era ella. Pero ya no era ella. Era blanca y gris, como una estatua de sal maldita.

Cerré los ojos. Quise creer que todo era una pesadilla, como esas que uno tiene después de ver El exorcista remasterizada. Pero cuando los abrí, seguía allí. Estática. Su presencia era familiar. Casi como aquellas tardes después de las cuatro, cuando yo la visitaba y ella, entre pícara e ingenua, se reía de mí.

Solo que ahora no estaba viva.

Solo que ahora estaba podrida, con la sangre coagulada, mezclada con tierra, manchándole los jirones sucios de ropa.



Me correspondía levantarme, aunque sentía que el corazón me iba a estallar dentro del pecho como un animal atrapado. Tenía la certeza —no sé si inducida por la fiebre o el insomnio— de que mi mente me jugaba sucias tretas, pequeños teatros de locura. Aun así, me incorporé, ignorando sus susurros, intentando apaciguar la tormenta que arrasaba mis ojos, mi miedo, mis pensamientos y cada uno de mis pasos, que temblaban como hojas secas en un mausoleo.

—¿Sabías una cosa? —me susurró al oído mientras se deslizaba, etérea, dentro de la ducha. Su voz, como una caricia de vidrio. Me miró con gula, posando sus ojos en mi desnudez trémula. Yo no podía más que temblar, no del frío del agua, sino del espanto.

Mientras me vestía, comenzó a atormentarme con una meticulosidad casi ritual: opinaba sobre mis camisas, cuáles le gustaban y cuáles, con una franqueza cruel, despreciaba. Yo, por supuesto, no le respondí. No la complací ni por un instante. ¿Cómo habría podido?

—Me daba vergüenza decirte que hice algunas películas para adultos… y un OnlyFans, con bastante éxito. Sabía que tarde o temprano lo descubrirías. Estabas enamorado de mí… y yo, de ti —me confesó, como si nada, dentro del ascensor, frente a mí, con ese rostro suyo que parecía no conocer la culpa.

Me repetía sus comentarios mientras me abotonaba la camisa, como si cada palabra fuera un clavo más en la tapa de un ataúd que alguien —yo mismo, quizá— insistía en abrir.

—A mí me tenías aún más loca. Las lágrimas se me secaron cuando no volviste —proclamó de nuevo, ahora flotando levemente sobre la acera, en la parada del autobús.

—No podía creer que estuvieses detrás de mí, y se lo presumía a todas —añadió, asomada desde la ventanilla, acompañándome en silencio mientras el vehículo recorría los quince kilómetros hasta mi precinto, como una aparición melancólica que no sabe morir.

—¿Sabes? Una chica no puede decir que sí a la primera… y yo lo hice contigo —susurró al oído, su rostro junto al mío, reflejado en la pantalla azulada del monitor de mi escritorio.

—Me volví esquizofrénica, de celos, de angustia. Cuando te fuiste aquella noche y no volviste… El polaco descubrió mis videos: pornografía ilegal, interracial, explícita. Insistía. Me arrojaba dinero, que tanta falta me hacía. Pero le dije que te amaba. Y el estúpido… me mató. Solo tú puedes liberarme. No estoy viva. No estoy muerta —explicó, con una serenidad que helaba la sangre, mientras se transfiguraba en la chica preciosa que siempre fue. Cruzó sus piernas, delgadas, perfectas, sobre mi escritorio, y me sostuvo la mirada con una fijeza sobrenatural.

Me incorporé con violencia y corrí al baño. Me lavé el rostro con agua fría, como si pudiera limpiar la alucinación. Me miré en el espejo.

Y ahí estaba.

Dentro del espejo.

Me devolvía la mirada con ojos encendidos. Y dijo:

—Ahora puedo decírtelo sin miedo: sigo enamorada de ti. Siempre lo estuve. Y lucharé por ti. Me cueste lo que me cueste. Eres mío. De nadie más.

Su rostro se acercó al mío desde el otro lado del cristal, como si la superficie plateada fuera un velo delgado, quebradizo.

Huí del baño como un loco. Tropecé con todo. Al llegar a la oficina, fingí normalidad. Me senté, temblando. Un policía no debe tener miedo, pero yo…

Yo necesitaba ayuda psiquiátrica urgente.

Ayuda espiritual. Exorcismo, quizás.

Necesitaba a Argelia. Ahora.

Necesitaba salir de allí.

Estaba temblando con una fiebre que no era del cuerpo, sino del alma. Pura. Así se llamaba. La chica que amé. El recuerdo que jamás me abandonó… y que ahora ha regresado.

Está ahí.

Está ahí.


II


Por su parte, Argelia se consumía en la rabia por haberse enamorado de Stalin de una manera tan impetuosa, tan carente de reservas. Parecía una colegiala, entregándose por completo al primer encuentro. Pero Stalin no le había ofrecido la paz ni la seguridad que anhelaba. Esto cavilaba mientras se deslizaba en la somnolencia, habitando un mundo de tonalidades pastel, un limbo entre la vigilia y el sueño.

Era una ensoñación de una nitidez inquietante. Saltaba a la cuerda con Stalin, compartían barquillas de chocolate, sus risas resonando en una grama verde, inmaculada y recién cortada. Otra niña se acercó lentamente en el sueño, hasta que la frontera entre la fantasía onírica y la realidad de la habitación se desdibujó por completo. La dulce faz de la niña se transmutó en otra, marcada por la bilis y la fealdad, una mano cubierta de barro aferrando el rostro de Argelia, obligándola a abrir los ojos para comprender que estaba irremediablemente despierta.

Pura se abalanzó sobre ella en la cama, sujetándola con la fuerza opresiva de sus piernas, aprisionando con saña las amplias caderas de la bailarina. La mirada de Pura era un témpano de hielo, fría y furiosa, y su voz, un escalpelo helado, articuló:

—Primero fue sábado que domingo —dijo, apuntándola con un dedo índice blanco grisáceo, peligrosamente cerca de sus ojos, la uña larga y afilada como un bisturí—. Maldita. Tenías que venir a entrometerte entre nosotros. Pero déjame decirte que soy más bonita que tú, mis pies son más bellos que los tuyos, soy más joven, estoy muchísimo más buena y, por último, no me he entregado a toda una aerolínea de hombres como tú. Por lo tanto, eres más puta que yo —concluyó, con un gesto de obvia y cruel satisfacción.

Antes de que pudiera asimilar la última afrenta, Argelia emitió un largo y cálido flujo de orina, desvaneciéndose in situ. No alcanzó a escuchar el final del discurso, donde Pura le indicaba que se la comería viva, lentamente, si no cesaba en su intromisión entre ella y Stalin.

III

Propiamente, soy un policía administrativo, un burócrata más que un sabueso en el terreno. Siempre fui un espectador en los interrogatorios, a veces un mero ejecutor de alguna búsqueda equivocada. Por eso debía soportar las miradas cargadas de una comprensión forzada ante un caso de acoso donde la víctima se acostaba conmigo, la acosadora estaba enamorada de mí desde la adolescencia y llevaba incontables años muerta. Un laberinto de paradojas del que no podía articular ni una sola palabra a nadie; principalmente porque ni yo mismo lograba asimilarlo. Por eso el caso permanecía irresuelto; por la sencilla y escalofriante razón de que yo era la clave, la solución retorcida, pues la acosadora pretendía, para dejar todo en paz, que yo me fuera a vivir con ella, ya fuera a la quinta paila, o quizás a la décima, de un infierno que solo ella parecía conocer.

IV

Pero me gané un Oscar administrando el precinto. Instalé aire acondicionado integral, reparé seis patrullas Fotón Pick-up Turbodiésel que languidecían accidentadas en el olvido, audité uniformes, armas y municiones hasta la última bala. Implementé un nuevo sistema de computadoras en línea que resplandecía como una joya tecnológica en medio del polvo burocrático. Por eso, si decido investigar durante tres siglos mi único caso, nadie —nadie— se atreverá a decirme absolutamente nada.

Pedí un traslado. Mi comandante ni siquiera desdobló mi solicitud escrita. En cambio, con esa precisión japonesa que tanto aborrezco, convirtió mi petición en una perfecta pelota de papel y la lanzó al cesto de basura con la indiferencia de quien se quita una mota de polvo del hombro.

—Fuera de aquí y vete a trabajar —fue su inmediata solución a mi ruego.

Vendí mi viejo Maserati por internet; ahora conduzco un reluciente Mitsubishi Grand Lancer Diesel Eléctrico, que yo mismo me asigné de la dotación de la Policía Federal de Investigaciones. Es un vehículo que parece nacido para devorar autopistas. Pero mientras conduzco, no dejo de pensar en Argelia. Ganaba diez mil dólares trabajando en un bar de mala muerte. ¿Cómo era posible? Su apartamento era modesto y alquilado. O Argelia mentía, o era dueña del Tucán, o algún chulo poderoso la extorsionaba. Debía averiguarlo. También debía descubrir por qué Pura se volvía cada vez más fuerte, más visible, más sólida. ¿Argelia? ¡Por Dios!

Aceleré y llegué al apartamento en un santiamén. Al entrar, vi los destrozos: perfumes, cremas, talcos derramados y hechos añicos sobre el piso. Las paredes hablaban con furia: letreros garabateados con lápiz labial gritaban: “¡Puta! ¡Perra! ¡Déjanos en paz!” El típico estallido de una adolescente fuera de control.

Argelia yacía en la cama. Desde la puerta vi sus muñecas sangrando a borbotones, como si quisieran vaciarse de vida.

#@#@#@#@#@

Pasé toda la noche en la sala de emergencias del hospital, contemplando una factura que se llevaría todo mi sueldo de un año. Los médicos murmuraban algo sobre un intento de suicidio. Pero yo sabía lo que había ocurrido. La operación duró cuatro horas: implantes en las muñecas. Así terminaba Argelia su temporada de baile en el Tucán. Caminé silenciosamente detrás de la camilla cuando salió del quirófano hacia la sala de recuperación. Afortunadamente, Argelia tenía un seguro europeo de hospitalización, lo que me permitió respirar aliviado.

En el informe, los médicos fueron benevolentes. Quizá influyó el cañón de mi Glock 7.65 presionado contra la sien de uno de ellos. El diagnóstico de "intento de suicidio" fue cambiado rápidamente a "intento de homicidio por parte de un desconocido". Deseché la vigilancia policial. Yo mismo asumí la tarea. Solo yo puedo cuidar a Argelia. Solo yo puedo solucionar esto.

Parado en silencio, la contemplé bajo los efectos de los sedantes. Pálida, demacrada, casi tanto como Pura, pero bella. No hay forma de que Argelia pueda parecer fea. Salí al iluminado y solitario pasillo. Sabía perfectamente con quién tenía que hablar.

Salí a buscarla. No debía estar lejos. Allá, al final del pasillo, la encontré. De espaldas, mirando hacia el rincón. Afortunadamente, había una ventana. No quería que la cámara de vigilancia registrara cómo discutía solo.

Pura parecía contrita, su cara oculta tras su largo y lacio cabello negro.

—Esta vez te has pasado —le dije, tratando de controlar el temblor en mi voz, fingiendo rezar frente al cristal de la ventana.

—Estoy celosa —respondió sin mirarme, desde su rincón—. Muerta de celos. Dos veces. No soporto la idea de que estés con ella. Ella debe dejar de interponerse entre nosotros.

—Eres insaciable —repliqué con desprecio, comprendiendo a medias que estaba hablando con el vacío absoluto—. Tienes a tu polaco. Sigue acostándote con él.NY sin embargo, me hago a la idea de que a estos fantasmas... de algún modo, tengo que ponerles las esposas. Presentarlos ante un juez. Que rindan cuentas, como cualquier criminal, por hermosos que sean. Aunque la chica luzca como un sueño de juventud encarnado en carne resucitada. Aunque yo la haya amado con locura en otra vida, o en esta.

 Entonces, viendo la escena, me oriné en los pantalones. El miedo no es novedad para un policía. Pero este... este miedo era otra cosa. Yo puedo enfrentarme a delincuentes. Son peligrosos, sí, pero tres tiros bien colocados en la frente los vuelven razonables. Este par de súcubos, no.

Así que me inventé algo. Un expediente, una excusa, una causa judicial: los robos de cadáveres. Exhumé los restos de Pura y el Polaco, junto a los de los milicianos.

Los cadáveres de los milicianos estaban ahí.

El de Pura y el del Polaco, no.

Pasé horas en mi escritorio, sumido en un marasmo mental. Pensando. Pensando. ¿Súcubos? ¿Alucinaciones? ¿Realidad virtual? ¿Sugestión? ¿Hipnosis? ¿Computación 3D? ¿Deepfakes? ¿Qué clase de delirio racional se esconde detrás de esto?

Y, sin embargo... recordando esa escena… la verdad es que no lo sé. No entiendo. Creí tener el caso resuelto. No creo en brujas, ni en aparecidos, ni en el espiritismo de feria. Solo creía en mí. En mi Glock 7.65.

Y en las bestiales, interminables sesiones de sexo hambriento con Argelia.


III


**No se puede estructurar una relación entre cementerios y hospitales.** Prefiero la conexión entre fiestas, juegos de dominó, cerveza y bailes. Es algo más natural, más humano, aunque igualmente efímero.


Argelia lo entendió. Se recuperó bastante bien, aunque yo sabía —en el fondo de mi ser— que todo era para complacerme, para mantener vivo mi interés en ella. 


Ella reapareció en el Tucán con un lleno total, como si nunca hubiera estado ausente. Ofreció su "canto de los cisnes" en versión latinopornolesbiana, con un fondo musical de cumbia tecno y merengue sintético. El público la ovacionó, bailaron desenfrenadamente y gastaron a raudales en drogas y licores que desde la barra les vendíamos sin remordimiento. Yo estaba feliz, bebiendo cerveza tras cerveza, orgulloso de verla brillar en el escenario. Pues Argelia era, sin duda, la criatura más hermosa del local. Claro que, entre el público, el Polaco bailaba animadamente con una negrita voluptuosa, y Pura coqueteaba descaradamente con unos tipos de aspecto sombrío, posibles narcotraficantes, que no dejaban de mirarla mientras bailaban. Eso me inquietó profundamente. ¿Y si se la llevaban? ¿Y si la violaban en algún rincón oscuro del bar? Aquí, los malandros y los chavistas no creían ni en los vivos ni en los muertos.


Flor Silvestre cantó esa noche, evocando memorias que me catapultaron de nuevo a mi juventud. Sentí renacer mis deseos, mi amor por ella, y me sentí vibrante de vida de la cintura para abajo. Definitivamente, ella tenía la llave de mi corazón. En mi mente permanecía grabada la imagen de sus piernas, como una reliquia profana en lo más profundo de mi cerebro.


Entonces, no. No me voy a rendir. Que opinen lo que quieran. No sé cómo vamos a funcionar, pero lo intentaré de nuevo. Ni quinientas Puras podrán impedir mi relación con Argelia. Tengo grabada permanentemente la suavidad de su piel para inspirarme, para luchar.


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###

 **IV


Salimos por la puerta trasera del Tucán, hacia el callejón entre galpones y solares vacíos de casas semiderruidas. La acompañé hasta la Baw, que relucía bajo la luz mortecina de un farol en ese oscuro y pestilente callejón. Miré con aprensión a todos lados. Ni el Polaco, ni Pura, ni ladrones ni asesinos acechaban en las sombras. Eso, pensé, era una buena señal.


La casa de Pura ya no existía, al igual que la mía. Ahora era un local de venta de repuestos para motores Dongfeng Cummins. Estábamos en medio del camino, pero eso no nos iba a detener.


Ambos estábamos felices, excitados, a pesar del cansancio que arrastrábamos. Queríamos hacer el amor de nuevo, aunque nuestras energías parecían flaquear. Mientras nos acercábamos a la luz de los reflectores del negocio, vimos a una pareja de adolescentes conversando junto a una puerta imaginaria. Los reconocimos de inmediato. No pudimos evitar detenernos, descendimos de la camioneta y alumbramos la escena con los faros, transformándola en algo casi onírico.


—¡Por Dios! ¡Qué bello eras! —exclamó Argelia, incapaz de contenerse ante la romántica escena que se desplegaba frente a nosotros. Era evidente que quería hacerme quedar mal.


Allí estaba yo, con mi blue jeans desteñido y mi franela militar, tomándole las manos a Pura en aquella noche fatídica que cambió nuestros destinos. Ella sonrió tímidamente, pero negó con una triste mirada mientras una lágrima descendía por su rostro virginal, también grabado en mi alma.


—¡Insiste! —gritó Argelia desesperada, dirigiéndose a mi alter ego—. Insiste. No te rindas. Dile que la amas.


Vi cómo mi otro yo se alejaba, triste y derrotado, perdiéndose en la oscuridad. Vi a Pura estallar en llanto. Era una escena que nunca presencié, porque en realidad no creo que haya sucedido.


Llegamos a la casa envueltos en un silencio denso, como el de los velorios en noches de lluvia.


—Ella te ama mucho —dijo Argelia con voz queda, los ojos húmedos de lágrimas—. Necesitas ayudarla. Necesitas liberarla.


---¡

«Más te amo a ti. Ahora sí sé que te amo a ti… Estoy enamorado de ti» —le dije a Argelia, estrechándola con una fuerza desesperada. Sé que debo liberarla, desatar este nudo que nos une. Pero no sé cómo. También sé que no fui sincero, que esta vez, de verdad, no lo fui. Si aquella noche hubiera retrocedido sobre mis pasos… Pura estaría viva. Yo jamás… pero jamás habría conocido a Argelia… es más… ni siquiera habría sido policía.

V

Busqué en la computadora al polaco, inserté su nombre: Sotyas Lisowski. Resultó ser un sacerdote expulsado por la Iglesia, la sotana mancillada por actividades pederastas. Drogaba a las niñas en el confesionario, profanando la santidad del lugar. Pura fue una más en su lista de inocencias ultrajadas. El hombre había escupido a Dios, dándole la espalda a lo sagrado. Me dispuse a ir a la archidiócesis, un último refugio en la oscuridad, debía buscar ayuda en la institución que había fallado. También averigüé que la madre de Pura era una devota practicante de la hechicería, acumulando denuncias como sombras. Su hija, sin duda, había absorbido el karma turbio de la madre.

El periódico, con una crueldad sensacionalista, colocó en primera plana la fotografía del pastor empalado en el techo de su iglesia, su cuerpo grotesco convertido en un macabro adorno. Un letrero inmenso, escrito con su propia sangre coagulada en la pared, gritaba: "POR ENTROMETIDO, MENTIROSO y METIÉNDOSE EN LA VIDA DE LOS DEMÁS". Esto tenía que tener un final, y pronto, antes de que la locura nos engullera a todos.

VI

Fui a buscar a los únicos que podían ofrecerme una ayuda verdadera, una luz en esta creciente oscuridad. En la archidiócesis me observaron y trataron como a lo que ya sé que soy: un loco. El monseñor no creyó ni una sola letra de mi relato, ni por un instante. Me despidió amablemente, recomendándome una legión de especialistas: un psicólogo para desentrañar mis delirios, un analista de conducta para catalogar mi demencia, un terapeuta sexual para mis obsesiones y un psiquiatra para medicar mi cordura perdida.

Al salir nuevamente a la calle, me sentí como al principio, solo con mi caso, un rompecabezas cuyas piezas se negaban a encajar. Dios sabe que luché contra el sentimiento de enamorarme de Argelia, contra esa fuerza insidiosa que me arrastraba hacia ella. Pero sucumbí. Ahora estoy nuevamente activo, aferrándome a la tenue esperanza de una vida normal. Para lograrlo, debo escapar de este caso, el más tortuoso que ningún policía desearía enfrentar.

Por eso, cuando desnudos, saciamos nuestra hambrienta y depravada necesidad sexual, ella se sintió obligada a confesármelo todo, como si la verdad fuera un exorcismo.

«Cuando llegué aquí, trabajé muy duro en el hospital Federal. Solo ganaba quinientos dólares al mes, comía en el comedor del hospital, dormía en el hospital, solo usaba los uniformes, pues el gobierno me descontaba cuatrocientos setenta dólares para enviarlos a Holguín. No quería vivir de esa forma, una existencia tan magra. Muchas enfermeras burlaban la vigilancia satelital, electrónica, policial, y escapaban a la esclavitud de Francia y Alemania. Lo raro es que sabían que serían esclavas en ese imperio, pero ninguna desertaba de Europa para regresar a su país de origen. Pensando que podía ser esclava del imperialismo capitalista salvaje de Japón, Taiwán, Francia, Inglaterra, decidí invertir en un negocio para poder escapar de esas prisiones criminales.

Pero en fin, tenía la idea de que eso era mejor que vivir en la libertad de Pyongyang. Un día vi los clasificados de los periódicos ilegales de la oposición. Vi el anuncio: "Excelente bar restaurante, magníficas ventas, gran ambiente". Una tarde de domingo fui hasta el sitio, después de viajar muchas horas. Era un portugués, amable y simpático. Hicimos negocio. Le di todos mis ahorros y quedé endeudada con diecisiete mil ochocientos dólares; tenía que pagar el crédito de unos seiscientos cincuenta dólares, más los empleados, más el alquiler, más los gastos fijos. Todo sumaba unos doce mil dólares al mes. Firmé ciega de alegría, ya que me veía esclava en Alemania. En la primera semana solo vendí setenta y cinco dólares, y al final del mes solo tenía en caja cuatrocientos dólares. Me habían engañado como a una tonta. Como era bailarina clásica, me vi obligada a bailar casi desnuda para obtener propinas y ser el objeto del sucio deseo de una cantidad de borrachos babosos, pero que me dejaban una fortuna en propinas. Me había enamorado tres veces en dos años y estaba muerta en vida hasta que llegaste tú a estropearlo todo. Peor aún, me dijiste después de hacerme sexo oral mortal que me dejaron las piernas temblando. Lo poco que me quedaba libre lo tenía que invertir en maquillajes y perfumes».

VII

Hice algunos cambios en El Tucán. Comencé a aceptar tarjetas de crédito y cheques conformes, incluso criptomonedas, esa moneda invisible que parecía sacada de un cuento de alquimistas modernos. Decidí servir almuerzos los domingos, atrayendo a una clientela diferente, familias buscando un respiro dominical. Instalé un televisor de pantalla plana, un ojo electrónico observando el mundo exterior. Los sábados proyectaba el boxeo y el fútbol ibérico e italiano, la pasión de multitudes, acompañados de cerveza Tecate y Budweiser heladas, el bálsamo de los espíritus exaltados.

Soy un policía administrativo, capaz de gestionar cualquier cosa, incluso el caos. El Tucán pasó de generar míseros cuatrocientos dólares al mes a unos razonables seis mil setecientos dólares mensuales. Quedaba bastante de las propinas generosas de Flor Silvestre y de las dos chicas prepago más que contraté para satisfacer los apetitos más… persistentes de los clientes que quedaban particularmente excitados por la presencia de Flor Silvestre. Simple economía de guerra, una lucha por la supervivencia en un mundo despiadado. La amenaza de la esclavitud en Finlandia y Alemania se desvanecía, y vislumbrábamos una existencia con auto, casa, comida abundante, luz eléctrica, todas esas comodidades que la vida parecía negarnos. A pesar de que el gobierno maligno se había ido, la gente sabía, con una certeza sombría, que el tamaño del cerebro del pueblo era infinitamente pequeño, comparado con el de una hormiga, y que aquellos que habían destruido la nación anteriormente podían volver a gobernar en cualquier momento, como sombras que regresan de un pasado putrefacto.



VIII

Fueron veinte días de una calma engañosa, una tregua en la tormenta. Pura no aparecía por ninguna parte, como si la tierra la hubiera tragado. Comenzamos a cimentar algo parecido a una rutina, a planificar un futuro incierto, a disfrutar de películas en Netflix hasta bien entrada la mañana y a bailar solos, desnudos, después de perder el tiempo en ociosidades en la sala de la casa, buscando un consuelo efímero en la intimidad.


---


**Dormíamos abrazados, felices, como si el mundo pudiera detenerse en ese instante.** Pero el celular repicó violentamente, arrastrándome de vuelta a la realidad.


—¡Me debes explicaciones! —dijo la voz indignada y agitada de Pura desde el otro lado—. Se supone que el respeto a la pareja es lo máximo, lo esencial en una relación.


No contesté. Colgué. El celular de Argelia comenzó a sonar; lo apagué. El mío también volvió a repicar, pero hice lo mismo. Apagué todo. Sin embargo, mi computadora se encendió sola, mostrando un mensaje. El televisor también cobró vida, como si una fuerza invisible lo controlara.


En la pantalla apareció Pura, cantando con una voz que parecía surgir de las profundidades del tiempo:


> **Llegaste tú,**  

> Hundida yo estaba, ahogada en soledad.  

> Mi corazón lloraba de un vacío total.  

> Todo lo intenté, por donde quiera te busqué.  

> Eras tú mi necesidad.  

> Triste y desolada, ya no pude soportar.  

> Más desesperada era imposible de estar.  

> Todo lo intenté, por donde quiera te busqué.  

> Eras tú mi necesidad.  

> Alcé mi rostro y...


No pude evitar mirar a Argelia. Se había despertado y estaba sentada en la cama, mirando fijamente el televisor. Su rostro reflejaba terror, pero no por la letra de la canción. Era por lo bien que Pura cantaba. Cada día sacaba un arma diferente, una nueva forma de atacar. Me vi obligado a colocarme frente a la pantalla, bloqueando su imagen.


—¡Mi vida! ¡Mi amor! —exclamó Pura extendiendo sus brazos hacia mí, como si estuviera en un escenario—. ¿Por qué me huyes? ¿Por qué no terminas de aceptar mi amor?


—Mañana, a las dos y media, vamos a hablar —le dije, sintiendo mi corazón a punto de colapsar. Esta nueva Pura, vestida en tanga, estaba de lo más seductora. ¿Cómo pude haberla ignorado?


—¿Es una cita? ¿Me vas a visitar? —preguntó con entusiasmo—. ¿Vamos a hablar como amigos? ¿Como novios?


—Vamos a hablar —respondí retrocediendo del televisor.


Pura salió de la pantalla, caminando normalmente por la habitación. Se acercó a mí, metió la mano en mi pecho. Era una mano cálida, viva, y me susurró al oído sin mirarme:  

—Esto es mío.


Luego caminó hacia la ventana, giró completamente su cabeza y dijo:  

—Chao, mi precioso. Estaré bella para ti. —Y antes de saltar por la ventana, lanzó un beso hacia mí. Flotando desde afuera, se dirigió a Argelia:  

—Escúchame, puta. Búscate otro, que este tiene dueña desde hace años… y soy yo.


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IX


Decidí que Argelia se quedara en el apartamento de las chicas prepago. Sabía que algo tramaba Pura.  


Al día siguiente, a las dos y media de la mañana, llegué a la esquina. La misma escena: el Polaco en medio de la calle, chorreando sangre. Pura tirada boca abajo junto al poste. El rugido inhumano resonó en el aire.  


—Vengo por las buenas. Vengo a hablar. Dile a este payaso que se vaya —dije, tratando de dominar el temblor de mi cuerpo. Tenía asco. Tenía miedo. Pero no quería irme de ahí.  


—Ya sé —dijo el Polaco, levantándose de entre la pegajosa sangre mientras se introducía lentamente en la pared con gesto de fastidio.  


Pura se levantó, inmóvil hasta ese momento con los ojos fijos en el infinito. Me miró desde su grisácea palidez y, con entusiasmo, extendió sus brazos hacia mí:  

—¡Bésame, quiéreme, abrázame, muérdeme, golpéame! —exclamó, ofreciendo su boca para recibir un beso.  


—De verdad que no te imaginaba así —se me escapó, molesto por esta muerta tan empalagosa, alejándome instintivamente de su cuerpo pegajoso.  


—Una aprende con el tiempo —respondió, cruzando los brazos ofendida en su orgullo al darse cuenta de que no iba a besarla ni abrazarla—. He aprendido mucho viendo lo que le haces a esa perra. Haces cosas que no me imaginé ni en mis películas... ¿Sabes algo? No todo en el cine porno es real. Hay muchos trucos y escenas simuladas.  


—¿Me espías?  


—En cada momento. Te cuido en todo lo que haces. Estoy lista para que lo hagamos.  


—Quiero resolver esto. Voy a darle la solución final a este acoso —le dije, con gesto de cerrar definitivamente el asunto.  


—¿Quieres resolverlo? Yo quiero lo mío. No te pido que la dejes. Soy civilizada y creo que podemos funcionar. Hasta un trío haremos algún día. No voy a matarla. De hecho, estoy dispuesta a deshacerme del Polaco. Pero ahora te digo que sí: quiero ser tu novia.  


Se acercó peligrosamente a mí, sacando una lengua bífida de casi un metro.  


—Es muy tarde para eso —respondí, paralizado de terror.  


—Nunca es tarde. No estoy viva, pero tampoco estoy muerta. Pero te deseo, te amo, te adoro. Mi cuerpo tiene ansias de sentir. Tú puedes hacerme sentir.  


—¿Qué pinta el Polaco en todo esto? —pregunté, retrocediendo, sintiendo mis rodillas hechas de papel.  


—Es complicado. Aunque no lo creas, y a pesar de ser de día, fue una especie de abertura cósmica espiritual. Si hubiera sido positivo, habría sido el instante perfecto para jugar a la lotería y ganarse el primer premio del Lotto de California. En fin. Ese día se me salió decirle que estaba enamorada de ti. Cuando vinieras, te daría mi "pepita" de regalo. Resultó que no se puede jugar con todos los hombres. Este idiota creía que, como me daba regalos y dinero, ya era de él. Estoy confinada a esta esquina y sus alrededores. Debí traerte y matarte en una de esas brechas: sobrenatural, luna llena, manchas solares... Total. Pero no tuve valor para hacerlo. Me lo debes. Es karma. Destino. Respuesta espiritual.  


—¿Y la porno sobrenatural? —pregunté, fascinado a mi pesar por su belleza sobrehumana. 




No tienes idea de las cosas que tengo preparadas para ti —susurró, acercándose, sin caminar, deslizándose como un espectro—. Sabes que solo tú puedes liberarme.

Se detuvo frente a mí, cara a cara. Su rostro era normal, terso, juvenil, vivo. Demasiado bello.



continuara

La Esquina Parte C capitulo 5

Novelas Por Capitulos —Dime que te irás conmigo a Miami . Dime que te irás conmigo a Miami —gemía Argelia , mientras se agarraba los senos, ...