—Bien. Dime, ¿Cómo has estado? Dicen que mejoras.
—Sí, señor —respondió Namura, mientras Alexander, arrodillado, mantenía la cabeza baja, rezando para que sus latidos no resonaran en la habitación. Se enfrentaba a uno de los hombres más sádicos del ejército japonés. Sabía de él. Doihara era inteligente, culto, preciso, un manipulador hábil, nada menos que el arquitecto de colocar al traidor Puyi en el trono y jefe de la inteligencia secreta, destructor de aldeas.
Los dos hombres intercambiaron anécdotas de la academia militar y finalmente:
—Takeo, no me has presentado al caballero visitante. ¿Cónsul? ¿Estratega militar?
—Un amigo comerciante. Ha hecho un trabajo excelente para nosotros.
—Cualquier cosa que digas es una recomendación incuestionable.
—No merezco tales elogios, señor —respondió Namura.
—Las cosas se han complicado un poco. Nada que temer. El ejército imperial permanece firme. Pero me han informado de una transferencia de algunas brigadas que teníamos, y también de algunos oficiales operativos.
—No había escuchado nada al respecto.
—No queríamos preocuparte.
—Señor, con todo respeto, deseo reincorporarme a la fuerza inmediatamente.
—Y lo harás. ¿En qué trabaja tu amigo?
—Llevó a cabo importantes transacciones comerciales para nosotros.
—¿En qué área?
—Combustibles, lubricantes, neumáticos —indicó Namura, mientras Alexander permanecía en silencio.
—Bien. ¿Te gustaría colaborar? —indicó Doihara, dirigiéndose directamente a Alexander.
—Un honor inmerecido para un ser insignificante como yo.
—No hay necesidad de modestia. ¿Sabe cómo manejarse?
—No creo estar cualificado. Estoy a sus órdenes para hacer cualquier esfuerzo —respondió Alexander, maldiciendo interiormente la idea de visitar a Namura. Había ido con la intención de conseguir que usara su inf
que debía ser cuidadoso. Ella era virgen. Ese era su miedo. No al hombre, sino a la entrega. Al abandono absoluto.
Había recordado historias entre murmullos de boca de muchachas militantes coreanas y chinas del Kuomintang que habían sucumbido de pasión ante extranjeros. “Ellos cargan herramientas como caballos. El doble de tamaño y grosor que los chinos”.
Un gemido suave, mezcla de dolor y deseo, escapó de los labios de Marina. Sus ojos se abrieron de par en par en la penumbra, justo cuando Alexander, en llamas, entró en ella con una ternura feroz. Viendo su rostro tenso, sus mejillas húmedas, él comenzó a amarla… de verdad. Y confirmó lo que dicen: que las mujeres chinas, aun las inexpertas, cuando aman, lo hacen con una pasión devastadora.
Se amaron lento. Mirándose. Tocándose. Descubriéndose. Hasta que ella alcanzó su primer orgasmo —primitivo, incontenible— jadeando por aire entre el gozo sagrado de amar, por fin, al hombre que deseaba.
Quedaron exhaustos, abrazados, besándose aún con hambre y ternura. Luego, regresó con su traje gris del destino.
—Me has ultrajado —gimoteó ella, con la felicidad cómplice de quien ha probado un nuevo mundo—. Abusaste de tu fuerza masculina… Me dolió. No sé si podré caminar en una semana. No quiero que me toques más. Bestia. Monstruo. Algún día, las mujeres tendrán que defenderse de tanto abuso…
—Tú me tendiste una trampa —replicó él, besándola sin cesar, loco de amor por ella—. Sabías que yo era vulnerable. Estuviste todos estos días preparando tu emboscada… y funcionó. Sabías que no podía estar con ninguna otra. Te amo demasiado…
—Y yo a ti, Alexander… —dijo ella de pronto, seria, con la calma de quien ya sabe lo inevitable—. Y también sé que muy pronto me dejarás embarazada. Eres un potro salvaje…
—Quiero que confíes en mí —susurró él en su oído, como una plegaria desesperada—. Quiero que confíes de verdad… y que no malinterpretes nada.
Entonces le habló de su plan. A la manera occidental: no todo… y no del todo cierto.
Ella lo escuchó en silencio, aferrada a sus brazos fuertes. Sintiendo, por primera vez, que era una mujer completa.
—¿Y cómo puedo confiar en lo que me dices? Nadie te va a perdonar. Eres un traidor. Y me dices todo esto después de hacerme tuya. Ahora estoy involucrada. Nos van a matar… a los dos.
—Te llevaré a la tierra de donde viene mi madre. A mis llanos. A ver mis selvas. Mis amaneceres…
—¿A dónde?
—A una nueva tierra. A otro continente… Después de morirnos de aburrimiento a la orilla de ríos inmensos, mirando a nuestros mil doscientos niñitos chinos corretear desnudos por la arena.
—Tú no vas a llenarme de hijos… ¿Dónde está eso? Qué nombre tan extraño… ¿No eres inglés? ¿Cómo se dice? ¿Ve-ni-zzzhu?
—Ni más… ni menos —dijo Alexander, sonriendo… mientras sentía cómo la pasión, otra vez, comenzaba a arderle en la sangre.
Alexander deslizó su mano por la cintura de Marina, deteniéndose justo donde empezaba la curva de su cadera. La acarició como si recorriera los bordes de un país soñado. Ella no dijo nada. Lo miró con esos ojos negros que parecían esconder siglos de historias, de orgullo, de tormentas contenidas.
—No vas a llenarme de hijos —repitió ella, con una media sonrisa, entre el fastidio fingido y la ternura más auténtica.
—Quizás uno —susurró él—. Uno que nazca en libertad… no aquí, no entre ruinas. Uno que herede tu fuego y mis ganas de huir.
Marina se incorporó lentamente, cubriéndose con la sábana ajada que apenas servía como barrera entre ellos.
—¿Por qué me haces hablar así? ¿Por qué me haces imaginar cosas imposibles… cuando lo único real son tus labios, tu cuerpo, y esta ciudad que se cae a pedazos?
Él no respondió. Solo la miró. Como se mira un atardecer cuando sabes que no volverás a verlo.
—Porque si no soñamos ahora, Marina… si no inventamos un futuro —dijo al fin, acariciándole la mejilla con el dorso de la mano—, entonces esta guerra ya nos ha matado.
Ella bajó la mirada, conmovida, estremecida por la sinceridad que se colaba entre los restos del deseo.
—Me gusta cuando hablas así —confesó—. Me gustas más cuando callas y solo me miras… como si fueras capaz de esperarme toda la vida.
Alexander se acercó y le besó la frente, suave. Luego la nariz. Y después, muy lentamente, los labios. Un beso largo. Profundo. Un beso sin prisa. Un beso que decía todo lo que aún no sabían decir con palabras.
—Te quiero viva —susurró él—. Te quiero conmigo… hasta el final.
Ella asintió. No dijo nada más. Pero algo en sus ojos ya no era igual. Había bajado la guardia. Quizás solo por esa noche. Quizás para siempre.
En silencio, se acomodaron juntos bajo las mantas. No como amantes consumidos por el fuego, sino como dos náufragos que habían encontrado, al fin, un poco de calor en medio del naufragio.
Shanghái dormía, herida. Pero en esa habitación rota, entre escombros y promesas, todavía quedaba algo de belleza.
Alexander regresó al campamento. Era cierto. Se estaba involucrando demasiado y Marina podía ser asesinada por su propia gente.
Durmió inquieto en el campo de concentración. Había dado un salto al vacío, confiando en su diabólica suerte y en las ora
El hombre siguió pensando y planeando. Necesitaba salvarla para sí mismo. Sabía perfectamente que, dos minutos después de que terminara la expulsión japonesa, estallaría la guerra entre el Kuomintang y los comunistas. Y no quería otra guerra para los dos. Quería una oportunidad. Una oportunidad lejos, en su tierra de paisajes grises y tranquilidad, a las dos de la tarde.
Alexander, escondido entre las ruinas, escuchó a las mujeres hablar en chino mandarín. Se confiaban la una a la otra y discutían el plan.
Con el mismo espíritu de diversión con el que afrontó esta guerra, afrontaría también esta y construiría para ambos. Tenía que jugar la mejor partida de su vida. Una partida donde solo él entendía las reglas y jugaba. Ironías. Sí, ironías.
Siguió conduciendo desde el campamento hasta las ruinas de su casa, escuchando las conversaciones entre las dos mujeres, quienes casualmente se burlaban de él a su costa. Se dio cuenta y confirmó que el Kuomintang se reunía allí mismo, justo bajo sus narices desde hacía mucho tiempo. Que la doctora era la jefa del distrito, liderando por acuerdo con los comunistas. También escuchó que el Kuomintang sabía que él era el jefe administrativo del campo de concentración. Los comunistas ya tenían esta información. Así que su vida no valía ni un cuarto de yen.
Madame Moonlight era una militante disciplinada; finalmente descubrió que había una misión suicida planeada para liberar a los soldados estadounidenses y, la mejor parte de la historia, sí, estaba enamorada de él.
Dos días después, Alexander regresó en medio de la noche después de estar de guardia en la base de prisioneros extranjeros en Shanghái. Observó cómo el antaño poderoso ejército imperial llegaba hecho pedazos. Heridos, golpeados, vestidos con harapos, desmoralizados y con algo que nunca imaginó: miedo. Mucho miedo. Estaba pensando en ello cuando llegó el frío amanecer. Acababa de darse una ducha helada en la base. Y no tenía sueño. Vio a “Cachita” durmiendo en su catre. Vio a Marina, descalza, vestida con su camisa de fiestas. Estaba mirando sus cosas con curiosidad. La joven habló sin volverse.
: En el borde del abismo
—No tengo navajas para afeitarme. ¿Tienes una? —dijo ella con esa voz seductora y femenina.
Alexander no respondió. Con cuidado, se acercó a la frágil mujer, la tomó por los hombros y la giró hacia él. Levantó su barbilla y, lentamente, se inclinó, perdiéndose en la infinitud de esos ojos negros. La besó con suavidad, saboreando esos labios carnosos, sensuales, dulces, divinos. Fue un beso cargado de hambre reprimida, con un deseo a punto de estallar y con todo el amor que ambos llevaban dentro. Ella correspondió por completo; fue delicioso y sensual. No era muy experta, pero también disfrutó del sabor. Cuando, tras una eternidad, se separaron, él dijo:
—Madame Moonlight —susurró Alexander, con los ojos húmedos de pasión.
—Marina Leung Ba —lo corrigió ella, muy cerca de él. Demasiado cerca. Hipnotizada por la presencia del hombre.
—Marina Leung Ba —repitió Alexander, maravillado, recordando la escena en la casa de Leung Ba, con el dulce néctar de esos hermosos labios—. Estoy loco por ti, y lo sabes. Me tienes completamente enamorado, y lo sabes.
—Lo sé. Me lo has demostrado, y me has presentado a tu destino. Y no podré escapar de él… —balbuceó la joven, con dos enormes lágrimas rodando por sus mejillas, escapando de los brazos que intentaban retenerla, aterrada por el próximo paso que estaban a punto de dar.
IX
Los japoneses tenían costumbres ilógicas. Si los atacaban durante un desfile militar, al día siguiente hacían exactamente lo mismo. Lo mismo aplicaban a los convoyes militares, convirtiéndolos en blancos fáciles para la resistencia china. Pero seguían haciéndolo. Aceptar la derrota era la humillación más vergonzosa. Sin embargo, los hechos eran los hechos.
Los Mitsubishi FJ4, los legendarios Zeros estacionados en la base militar de Shanghái, se convirtieron en un escuadrón kamikaze y fueron enviados al Pacífico. Entonces, ocurrió lo impensable.
La temida y peligrosa policía militar japonesa se retiró, dejando el campamento bajo el control de mercenarios coreanos y soldados chinos del ejército del traidor Pu Yi.
—Shanghái será la tumba final de los japoneses en China —arengó Mao Tse Tung a sus invencibles guerrilleros comunistas.
—Shanghái será liberada por el Kuomintang —rugió el dragón Chiang Kai-shek a sus indomables soldados nacionalistas.
Alexander perfeccionaba su plan mientras conducía por la carretera, soportando los tediosos tributos de las tropas en el campamento, e inmediatamente identificó al verdadero líder de los prisioneros. Un americano rubio, de unos cuarenta años, afable e informal, como él. Conectó de inmediato con el hombre. Un neoyorquino, amante de la pizza y fanático de los Mets, casado con una latinoamericana. ¡Qué suerte! El americano hablaba español.
—Vaya. Siempre pensé que la mafia irlandesa controlaba las cocinas y el licor. Hoy acabo de confirmarlo —le dijo al hombre, estrechando su mano con firmeza en medio del patio, a la vista de todos.
—Soy hijo de un policía, y yo mismo fui patrullero una vez. Sé cómo manejar a los gusanos. Pronto te pondremos esposas y te daremos una bonita celda solo para ti. Pórtate bien, y seremos indulgentes, te alimentaremos e incluso le daremos a la policía montada una cuerda nueva para ti —respondió el prisionero con una amplia sonrisa.
—Van a ganar. Ya están bombardeando Tokio y las grandes ciudades. Voy a mantenerte con vida, y voy a ayudarte a escapar —dijo Alexander de repente, en medio de la calle, respondiendo en español al otro hombre.
—Ese es un truco viejo —dijo el coronel, riendo a carcajadas—. Intenta algo mejor. Algo que me sorprenda. Las palizas ya no nos afectan.
—Prométeme que salvarás a dos gatas.
—¿Dos gatas? Eso es barato —respondió el otro, mirándolo a los ojos.
—Escúchame y memoriza esto —dijo Alexander. Habló largo rato en español. Cuando terminó, el otro permaneció en silencio y luego respondió:
—Amigo, no creo una sola palabra. Especialmente de ti. Traidor y escoria.
—Tienes que creerme.
—Todo lo que dijiste es una idiotez. Tan falso como un traidor. Es lo que veo. Es lo que eres. Basura —le indicó el americano con infinito desprecio.
Tres días después…
Alexander observó una vez más su desfile militar y a sus prisioneros: americanos, británicos, neozelandeses, holandeses, marines, pilotos. Civiles de todas las nacionalidades. Frente a ellos estaba el Coronel americano Ralph Eugene O’Neill.
Alexander era seguido por su nueva sombra, su asistente Po Leung. Se detuvo y se posicionó directamente frente al Coronel O’Neill. Lo miró con desprecio y habló en inglés, el idioma común entre prisioneros y japoneses. El Coronel también lo miró con superioridad y le dedicó un saludo militar desdeñoso.
—¿Crees que soy tu payaso? ¿Crees que no sé nada de tus planes de sabotaje? —dijo Alexander, lanzando un poderoso derechazo al estómago del Coronel, que cayó de rodillas, solo para recibir dos fuertes patadas del administrador—. ¿Crees que si yo fuera tu prisionero, no harías lo mismo conmigo? ¿Dónde está tu superioridad ahora, maldito gusano? —gritó, asestando dos patadas más—. ¡A la celda de castigo! —ordenó, mientras los soldados arrastraban al hombre al sector de castigo, golpeándolo y azotándolo repetidamente en el polvo, mientras Alexander sonreía. Cada prisionero presente lo miraba con un odio incontenible.
Po Leung a su lado sonrió. Su jefe sería lo que sería. Indiscutiblemente, no era un terrón de azúcar.
Esa medianoche, el Datsun negro de Alexander salió a toda velocidad del campo de prisioneros…
CAPÍTULO FINAL
El auto rugía mientras se abría paso hacia Shanghái. Alexander sabía que tendría que atravesar incontables puestos japoneses, cuyas tropas no estaban precisamente de buen humor. Pero ahora vestía un uniforme administrativo japonés, sin rango visible, aunque suficiente para pasar con su salvoconducto.
—No soy de aquí… no soy de allá… —murmuró para sí, con una sonrisa irónica, mientras se palpaba el pecho bajo el abrigo—. ¿Qué regimiento? —se preguntó en voz baja—. Soy oficial de los maestros del tango, al servicio de las mujeres más hermosas del mundo —concluyó en español, mientras sentía el frescor salado de la noche invernal china mordiéndole la cara.
Finalmente, atravesó las ruinas de Shanghái. Detuvo el coche frente a lo que quedaba de su antigua residencia, y con una maniobra hábil, retrocedió el auto hasta el desmoronado garaje. Descargó paquetes: té, sardinas enlatadas, pastas dentales, colonias, desodorantes, arroz… Había traído provisiones como si viniera del otro lado del mundo.
Despertó a las dos mujeres dormidas, aún envueltas en mantas, y anunció con una sonrisa peligrosa:
—Como el mapa no puede ir al campo de concentración… traje el campo de concentración al mapa —dijo, mientras presentaba al silencioso Coronel O’Neill, cuyos ojos apenas pestañeaban. Las mujeres no solo estaban asombradas por el visitante, sino también por algo más impactante aún: Fulvio hablaba mandarín con la precisión de un nativo.
Horas después, en un rincón silencioso de la casa bombardeada, se celebraba su propio juicio privado.
—No entiendo a los occidentales —dijo Marina Leung Ba, envuelta en una furia helada, cruzada de brazos, firme como una estatua. El pelo suelto le caía por los hombros con la misma intensidad con la que lo había amado—. Querías que confiara en ti. Me mentiste en todo. Hablas mandarín. Conocías nuestros planes. Eres un traidor a los tuyos, luchas contra los nuestros… Dios mío. Siento que no te conozco.
Alexander la miraba. Aquel rostro que horas antes había sido pasión encarnada, ahora se erguía como una muralla. Así era ella: cuando algo la desbordaba, fingía indignación, pero en el fondo,
cantos de pájaros resonaron en todas las formas y tonos.
Le indicaron que corriera hacia el auto. Otro de esos hombres de cabeza grande corría junto a él, cargando el equipo de radio a la espalda.
Corrieron, casi arrastrándose, por el pantano. En silencio.
Aun así, los japoneses tenían buenos informantes y no debía haber ni un rastro de él; hasta las huellas de sus botas fueron borradas.
Corrieron y vieron el auto adelante. Dos hombres pequeños y delgados estaban escondidos bajo enormes sombreros, armados con subfusiles británicos Sten.
Se precipitaron hacia el auto y arrojaron una sábana sobre él. El equipo fue guardado en el maletero a la velocidad del rayo.
Condujeron en silencio durante más de una hora antes de detenerse.
José asomó la cabeza por el borde de la sábana y se quedó helado.
Reflectores.
Los inconfundibles uniformes de los militares japoneses.
Un escalofrío le recorrió la espalda mientras veía a los soldados japoneses saludar al conductor con precisión marcial.
El sargento besó su medalla.
—Virgen del Cobre —susurró mientras el vehículo avanzaba hacia los enormes barracones de madera.
El auto se detuvo dentro de uno de ellos, y el sargento oyó una voz hablando un español perfecto, con un inconfundible acento latinoamericano.
—Ya llegamos, espera y te digo cuándo desciendes del auto.
·····
Marina caminaba con calma por las calles destruidas.
La mejor forma de moverse como miembro de la resistencia era actuar con naturalidad.
Se dirigió hacia los mercados negros que brotaban repentinamente en cada rincón de Shanghái.
Irónicamente, haber salido de la casa de Alexander la había convertido en blanco de otras facciones rebeldes que luchaban autónomamente contra los japoneses: grupos no coordinados ni por comunistas ni por el Kuomintang.
Eran pandillas que operaban entre los dos lados de la ley, si es que aún existía algo que pudiera llamarse ley.
Observó cómo unos hombres recogían escombros y los arrojaban a una vieja camioneta Ford, rescatada de quién sabe dónde.
Una muchacha la observó desde bajo un sombrero de paja de campesina.
“Madame Moonlight. Mi hermana Marina salió de esa casa, en la zona residencial japonesa. Eso es noticia. ¿Con quién estaba? Hace dos días estuve en la base, y me dijeron que tenía un salvoconducto de Alexander. ¿Qué clase de juego es este?”, murmuró un hombre viendo la muchacha desde el interior de un autobús, supuestamente accidentado.
Luego, dos días después, a medianoche.
Poco después, ojos curiosos vieron llegar un Datsun cubierto de polvo. Descendieron dos personas.
Qué descaro.
Una doctora acompañando a Madame Moonlight
.
Fue el coronel O'Neill quien tomó a Marina de la mano y la llevó al avión. Ya estaba entendido y decidido que Marina sería entregada al Comité Internacional de la Cruz Roja. Los aviones despegaron en Shanghái y aterrizaron en la base aérea británica en Calcuta. Desde allí, llevaron a Marina a Madrás, desde donde cruzó la línea del frente y fue entregada a la Cruz Roja en Darwin, Australia. Luego voló a Sídney, de ahí a Santiago de Chile, de ahí a Arica, de ahí a Lima, de Lima a Guayaquil, de Guayaquil a Cali, y de Cali a Maiquetía. Esa fue la ruta de Marina y Cachita hacia los brazos de su suegra, quien la recibió junto con una carta explicativa de Alexander, quien le contó todo a su madre, por supuesto, a su manera. Sin especificar cuándo regresaría y diciéndole que no le dijera nada todavía a Marina.
Alexander llegó 201 días más tarde de lo esperado, y su madre comenzó a sospechar que su hijo había muerto, ya que NO TENÍA NOTICIAS DE ÉL. Debido al embarazo, no le contó sus temores, esperando un momento propicio para decirle lo que creía que había ocurrido, soportando en silencio la terrible ausencia de su hijo.
La guerra se intensificó, Alexander se trasladó a Taiwán, donde sirvió como intérprete de la fuerza expedicionaria mexicana que esperaba terminar la guerra y ser repatriada. El mítico ala 201 de la fuerza aérea mexicana, nada menos que los águilas mexicanas que lucharon por la libertad y la democracia en los cielos del Pacífico; ganándose la admiración de los aliados por su increíble valentía que rozaba la audacia y toda la gloria. Allí, la inteligencia estadounidense corroboró todo su plan.
Regresar fue fácil. Lo hizo como marinero en un barco de transporte que llevaba mexicanos de regreso a su patria. Se suponía que cruzaría el Pacífico y desembarcaría en Acapulco.
No fue así. Hizo el viaje de regreso cruzando el Pacífico, el golfo de Adén, el Canal de Suez, todo el Mediterráneo y el Atlántico.
Cantó "rancheras," cantó "Lucerito luz de luna," "El alma llanera," y después de sobrevivir a un huracán, desembarcó en Veracruz, participó en un desfile de victoria adicional en la Ciudad de México. Allí se presentó ante el cónsul de su país, quien lo envió en un vuelo de Aeropostal y.
La Guardia Nacional
Lo llevó desde Maiquetía lo trasladó hasta la casa de su madre
La doctora Jian y Po Leung habían combatido juntos durante toda la guerra civil. Po Leung, en un giro inesperado, cambió de bando, y junto a la médico emigraron a Taiwán. Formaron parte del grupo original que defendió la ciudad de Shanghai en su último asedio, cruzando el estrecho que separaba la isla de la gran ciudad. Sobrevivieron a aquellos años duros, ayudando a levantar desde las ruinas una pequeña nación que luego se transformaría en una superpotencia industrial.
Namura, por su parte, encontró una paz extraña. Fue sentenciado a realizar el suicidio ritual por su negligencia militar. Lo cumplió sin lágrimas, casi con una sonrisa, convencido de que al otro lado de la muerte lo esperaba el espíritu de su amada.
El coronel Ralph Eugene O’Neill volvió a Nueva York y a su negocio de venta de autos usados. Lo esperaba su esposa, Alecia Hernández Ariño Cortez, una mujer tan hermosa como vivaz, y su hija, espejo perfecto de su madre. Quienes tenían su propia aventura
Años más tarde, el destino los reunió —a él y a Alexander— en un restaurante de lujo en Caracas. Esta vez no en campos de batalla, sino entre copas de vino, con sus familias. Las esposas, encantadoras, se cayeron bien de inmediato. La amistad entre los hombres se selló para siempre.
Marina Lueng Ba y Alexander tuvieron tres hijos más. Dos varones y una niña. Entraron, como todos los seres humanos, en la rutina de la vida: los niños, los nietos, el auto nuevo, las vacaciones en los Andes, los días de playa, la Semana Santa, el carnaval. El whisky, la cerveza, la lluvia. La otra casa. El abrazo del 31 de diciembre comiendo uvas, hallacas y brindando con champán.
Viajaban a Nueva York y se alojaban en la residencia de los O’Neill en los Hamptons. Marina logro encontrar su hermana mayor ingresada en un convento en Ontario, Canadá, donde llegó a ser superiora… y también médica.
Visitaron Taiwán con frecuencia y nunca dejaron de pasar a ver a Po y su esposa. Y ya ancianos, cuando los cambios increíbles comenzaron en China después de 1979, regresaron a Shanghai y Hong Kong en varias ocasiones.
O’Neill estableció un ritual: cada tanto venía a Venezuela con su familia, para disfrutar de las playas de Tucacas y Chichiriviche. Lo hacía con alegría genuina, como si se tratara de una familia extendida. Jian y Po también viajaron con sus hijos y nietos.
Alexander se despidió de todos una tarde de Sábado Santo. Estaba sentado en la misma silla de madera, en la vieja casa solariega , cuando Marina, ya con las canas suaves y los ojos calmos, le confesó una verdad que nunca se había atrevido a decir en voz alta:
—Namura era homosexual —le dijo con un susurro sin peso—. En su mundo, se veía muy mal que no tuviera una amante. Por eso desarrolló ese amor no correspondido. Por eso sufría de despecho. Cuando tú apareciste, tuvo miedo. Si no me violaba, todos sospecharían. A veces creo que ese ataque lo planeó él mismo para no delatarse. Su suicidio fue un alivio. Conmigo fue brusco y delicado… amoroso y cruel. Muy japonés. Por eso no te mató. Intuía que al final… tú y yo acabaríamos aquí. Sentados. Como ahora.
--! ¡¡Entonces. Namura sabía de tus actividades en la resistencia!-.
--Claro que las sabía. Todos teníamos un doble juego. Lo que hubiera resultado intolerable para el es que se descubriera lo que teniamos.
--Yo nunca lo engañe. Él me lo dijo cuando fui a visitarlo para pedirle un salvoconducto para irme. Estaba ya sin ideas en mis planes sin sentido para sacarte de ahí.
--También me lo dijo, horas antes de la explosión.--Indico Marina.
--El hizo el atentado.
--Siempre lo sospecha. Nunca tuve pruebas, tampoco dudas. Quería que muriéramos todos ahí.
--Es cierto. Yo no media consecuencias contigo. Lo estaba exponiendo todo.
--Todo--finalizo Marina.
Esa noche Ambos encendieron una vela y rezaron por Takeo Namura. Un hombre víctima de las circunstancias y con mucha menos suerte que ellos dos
Incluso el sargento José López terminó en Venezuela. Consiguió empleo con la Creole Petroleum Corporation. Y claro, se reencontró con Fulvio, O’Neill y sus familias. Se reían juntos, compartiendo recuerdos entre buenos whiskys y relatos que se volvían leyenda.
Sus hijos aún viven. Muestran con orgullo las fotos de su padre en uniforme, rodeado de aquellos seres de ojos rasgados y silencio ancestral. Juran que López dejó una hija en China. Dicen que la van a buscar, aunque ya tenga más de sesenta años. Y yo, sinceramente… Les creo. Los latinos no creemos en muchas cosas, salvo en una: que esa hija debe ser hermosa y alegre.
Por su parte, una lenta y bella anciana Marina Leung BA salió a media noche a la cocina. Una maña, quería comer un pan dulce con chocolate. Los vio a la luz de la luna entre el inmenso jardín interior de la mansión y los amplios corredores. Una preciosa adolescente china y un espectacular joven en antiguo uniforme. Reían felices, se amaban inmensamente, danzaban con infinita en medio de la brisa nocturna. Ella era una preciosa princesa ,no había un ser más sublime y perfecto que el joven guerrero de raza diferente .
Ellos eran el inicio del hilo que pasó a través del tiempo y la unió a Alexander Cavendish Wilson
¿Y cómo lo sé?
Bueno… En 1975 nació una de las nietas. La conocí un 31 de diciembre de 1990. En su rostro no hay rastro de China, ni de Canadá, ni nada de Latinoamérica . No le interesa el kung fu, y no sabría decirte si siquiera sabe dónde queda China en el mapa. Le gusta el rock pesado, come lo que quiere, no le importan las dietas. Y se ve perfecta. Pero yo sé que tiene esa misma sensualidad inconfundible que llevan las mujeres de esa familia.
Empezó conmigo una relación abierta. Vivimos juntos. Nunca pensamos en casarnos. Aunque ya llevamos diez años así.
Y a veces, mientras conduzco mi Chery Arizo Diesel, veo en cada rostro oriental en un supermercado… una historia de aventura escondida. Debe ser así. Tiene que ser verdad.
Todavía los imagino a todos… como siempre… en esa gran casa llena de niños, con ese aire mezcla de lo chino, lo latino y lo canadiense. Mis nietos sueñan con ir a China. Dicen que los llama la sangre, la historia. Piensan volver a sus orígenes algún día.
Tal vez los acompañe.
Tal vez.
Aunque en el fondo, sé que no tengo ya ni la fuerza… ni el coraje para vivir algo como lo que vivieron Marina y Alexander.
FIN.