Un día, él le robó un beso. Ella se quedó paralizada, mientras él no pudo evitar reírse de su asombro. Ella no sabía qué era, pero su corazón casi estalló. Comprendió que lo amaba, que ese ser de una raza tan diferente, con su cabello negro azabache, ojos azul claro y piel tan pálida, poseía su corazón. No se entendían, pero el amor juvenil supera razas, idiomas y clases sociales.
Esa alegría de sentirse correspondida, la hizo trabajar con fervor, la hizo sonreír en silencio. Era una locura que no podía compartir con sus otras compañeras de trabajo, quienes no entendían el cambio en ella.
Y así, una noche, entregó su pureza, una y otra vez, con un torbellino cada vez mayor de amor ilimitado entre ellos.
Cuando él salía de su habitación, ella quedaba presa del miedo; estaba segura de que su relación no sería permitida una vez que se descubriera —ella era una extranjera, de una raza diferente, una sirvienta, ni siquiera sabía el nombre de su amado y ella muchas veces le dijo el suyo y él no lo entendió—. Durante el día, la joven bajaba la cabeza y se apresuraba a esconderse en su trabajo en la calurosa cocina cada vez que la distinguida señora se acercaba, de una manera u otra.
La realidad de su situación la hizo darse cuenta de la locura de lo que estaba haciendo. La joven lloró y pensó en quitarse la vida; pero no podía escapar a la ardiente pasión entre ellos ni a la locura de sus besos juveniles.
Una noche, llegaron soldados, y el general, con un elegante uniforme, se llevó a su joven hijo a una de las muchas guerras, el niño vestido igual que su padre.
“Volveré. Eres mía. Mi padre y mi madre lo entenderán. Eres hermosa y estarán de acuerdo. Nuestros orígenes también son humildes”, logró hacerle entender el muchacho la noche antes de irse, durante su visita secreta y apasionada en el silencio de la medianoche.
El joven fue a la guerra, y el tiempo pasó. Algo le sucedió a la muchacha extranjera; su vientre se hinchó lentamente, todo fue descubierto. Furiosa y decepcionada, la esposa del general la envió de vuelta con las monjas.
Las monjas la miraron, la recibieron con el ceño fruncido y la acogieron. Pasó su embarazo rezando a este nuevo dios, fregando diligentemente los suelos del convento.
Una noche, bajo una fuerte lluvia, Gong Yu Ting dio a luz a una niña en el convento, atendida por las monjas.
Gong murió de fiebre puerperal tres días después, y una nueva revolución triunfó entre las muchas de esta tierra lejana.
Capítulo Tres
Una nueva revolución triunfó entre tantas en esa tierra lejana. Días después, la puerta principal del convento recibió una visita silenciosa. El viejo y elegante general entró al convento en silencio.
—Saludos, general. De algún modo, sabía que vendría —dijo la madre superiora al aristocrático, delgado y callado gentilhombre. Él hizo un gesto, asintiendo.
—Es un triunfo excelente para sus esfuerzos.
—El precio que la vida me ha cobrado es mayor que mis esfuerzos y trofeos.
—Lamentamos la pérdida de su hijo.
El hombre asintió.
—Nada permanece oculto. Al final, me contaron la verdad de lo que ocurrió entre la joven extranjera a mi servicio con mi hijo.
Un minuto después, recibió a su nieta de manos de las monjas. El hombre la sostuvo entre sus brazos, y la monja, conmovida, observó una lágrima silenciosa en el austero rostro del hombre. Una niña hermosísima, de cabello muy negro, piel muy blanca y ojos extremadamente rasgados con un inmenso azul.
—Tiene los ojos de mi hijo; en ella, él sigue viviendo.
—Así es, general.
—A mi edad, debo encontrar fuerzas para seguir luchando. Los problemas de un hombre mayor casado con una mujer joven y con hijas aún adolescentes. Si yo hubiera estado, nada de esto hubiera pasado. Lo hubiera entendido.
La Monja asintió.
—¿Cómo la llamará? Aún no le hemos puesto nombre —indicó al general que contemplaba la niña.

Inmediatamente, anunció el nombre de la niña a la superiora: Del Valle Cristina Trompiz Guedez. El nombre de su abuela, y los apellidos de su esposa y de él mismo. Era nieta, era hija.
Una hora después, llegó un sacerdote para bautizar a la niña, siendo hija, nieta y ahijada del general. Así llegó una nueva descendiente a la inmensa mansión en las afueras de la pequeña ciudad. En el aroma de las montañas, con olor a café, fue criada en la casa bajo el cuidado de la esposa del general y de dos hermosas adolescentes, tías y hermanas a la vez.
La niña mostraba una mezcla de razas que poco a poco la llevó a una belleza original y distinta, en contraste con todos los habitantes de la casa. Del Valle Cristina Trompiz Guedez vivió una vida tranquila y serena.
En 1877, se enamoró y se casó con un joven ingeniero de minas canadiense, muy apuesto, disfrutando junto a sus hermanas y tías de la inmensa e infinita herencia que le dejaron su padre y su abuelo.
II
En 1882, nació su tercera y última hija, tras la muerte de sus dos hermanos en la peste de 1880. Para entonces, era rutina para ella y su esposo realizar el viaje en barco de quince días desde La Guaira hasta Nueva York, y luego el trayecto de tres días en tren desde Nueva York hasta Montreal. Evitaban el crudo invierno canadiense y se quedaban en la inmensa hacienda cacaotera que compraron en los valles de Aragua, o en la Casa Grande de Caracas.
Su última hija, Dulce María Wilson Trompiz, realizó un viaje de placer al Mediterráneo en 1902. Conoció a un joven inglés muy apuesto y elegante, quien la persiguió hasta Canadá y terminó pidiéndole matrimonio en la Casa Grande del pequeño país latinoamericano. Se casó con la frágil y bella joven de rasgos suaves y los eternos ojos rasgados color mar, característicos de la familia.
IV
Gracias al dinero de ambos, la joven esposa y su esposo mantuvieron la tradición. Viajaban y vivían entre ambos países, pese a los agotadores y peligrosos trayectos. El joven también amaba el paisaje soleado, la fresca brisa vespertina y la belleza de su esposa en un entorno rural y apacible.
El 15 de marzo de 1937
tensiones constantes. En 1939, el gobierno japonés intentó imponer restricciones a las concesiones internacionales, pero estas medidas no se implementaron por completo hasta la entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Fue en este ambiente donde el padre de Marina realizaba negocios, y donde también, un joven occidental muy apuesto y encantador hacía negocios por todas partes, un tal Alexander Enrique Cavendish Wilson, quien se movía con facilidad gracias a sus amistades con oficiales japoneses, comerciantes chinos y su pasaporte de un país desconocido.
La joven Marina Leung Ba, de dieciséis años, se había transformado en una adolescente seria y espectacular. Para mantenerla alejada de la terrible situación en Shanghái, entre las tropas japonesas y los rebeldes, fue enviada a Hong Kong a estudiar contabilidad, a la que se dedicó con una disciplina ejemplar, y canto como materia adicional.
No podía negar que le gustaban muchos chicos, pero algo le impedía enamorarse. No entregaría su corazón bajo ninguna circunstancia. Aunque muchos pretendientes iban y venían tratando de conquistar su inalcanzable corazón, no lograron sus objetivos.
Vio, conoció y entendió los discursos del inmenso Chiang Kai-shek del gran y grandioso líder comandante Mao Zedong. Contra todo pronóstico, se unió a una hermandad secreta: los Tigres del Kuomintang y el Partido Comunista del Pueblo. Con disciplina, llevó a cabo misiones secretas en Hong Kong, y su profundo conocimiento de los japoneses fue de gran ayuda. Todos sabían del avance japonés en China, y llegó el año 1941.
1941: Ataque a Pearl Harbor y ocupación total
El 7 de diciembre de 1941, el ataque japonés a Pearl Harbor marcó el comienzo de la participación activa de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Este evento cambió drásticamente la situación en Shanghái.
El 8 de diciembre de 1941, las fuerzas japonesas atacaron completamente la ciudad, incluidas las concesiones internacionales y francesas. Los ciudadanos occidentales estaban bajo la amenaza de arresto o confinamiento en campos de prisioneros de guerra, y las propiedades extranjeras fueron confiscadas. Los refugiados judíos en el gueto de Hongkou sabían que enfrentarían condiciones cada vez más difíciles, ya que los japoneses les impusieron restricciones adicionales. Sin embargo, a diferencia de Europa, la mayoría sobrevivió gracias a la ausencia de un programa de exterminio sistemático.
Sucedió lo impensable. Los japoneses atacaron Hong Kong el mismo día del ataque a Pearl Harbor, el 8 de diciembre de 1941. Ella leía con avidez los periódicos que anunciaban los catastróficos resultados de la guerra en Europa, esperando vislumbrar una posible ayuda. Rusia apenas se defendía de los alemanes, y los japoneses eran una mancha imparable en Asia: Singapur, Indochina, Filipinas, Birmania. Los estadounidenses permanecían neutrales, esperando el mejor momento para actuar, según sus intereses particulares. Cuando comenzó la batalla por Hong Kong, la joven no se hizo ilusiones. Desde el balcón de su lujoso apartamento, observó la desigual lucha por la ciudad el 8 de diciembre de 1941. Presenció lo impensable: los británicos se rindieron el día de Navidad, el 25 de diciembre de 1941.
Vio al General Rensuke Isogai marchando por Nelson Street al frente de sus tropas, y desde su balcón los contemplaba; no parecían tan malvados. Marchaban lentamente, con una disciplina ejemplar, total. Desde niña, siempre los había conocido y sabía cómo evitar ponerse frente a su terrible maldad.
Estos japoneses, las tropas de Isogai, no se parecían en nada a los japoneses fuertes, marciales y disciplinados que gobernaban en el norte. Eran un insulto para los perros y cualquier demonio. En resumen, se comportaban de manera muy diferente a los que ella conocía. Estaban borrachos como cubas. Masacraron a la población. Violaron a mujeres sin importar su condición y edad. Eliminaron bancos. Saquearon tiendas, destruyeron por el simple hecho de destruir, y ella se vio obligada a huir de su lujoso apartamento. Parte de la fortuna de su padre en dólares estadounidenses y dólares de Hong Kong estaba depositada en el Banco de Hong Kong y Shanghái; el dinero se evaporó cuando el banco fue confiscado. Su hermosa escuela donde estudió tan cómodamente, el St. Paul’s Girl’s College de la Iglesia Anglicana, fue tomada y convertida en un hospital militar. Marina Leung Ba comprendió que tenía que abandonar la ciudad mientras pudiera. Gracias a su pasaporte especial, que utilizó profusamente en beneficio de los Tigres del Kuomintang, pudo escapar de Hong Kong cuando los japoneses alcanzaron la cima de la barbarie. Se fue en un tren de refugiados a Cantón y desde allí continuó los 1200 kilómetros más peligrosos de su vida hasta Shanghái. No pudo continuar. Creyó que recibiría ayuda de los amigos de su familia, pero no fue así.
Se enteró del pago japonés por la lealtad de su padre hacia ellos: lo asesinaron a él y a su madre y se apoderaron de todas sus propiedades. La hermosa joven conoció el horror de la impotencia, el hambre, la soledad y la miseria en medio de una ciudad que no conocía, porque lo que una vez fue la perla internacional de Oriente era ahora un revoltijo de ruinas; en medio de un invierno sangriento, en medio de una guerra.
Su única oportunidad para salvarse era contactar urgentemente a los Tigres del Kuomintang. La refugiaron en el único lugar posible, donde también se escondían muchos oficiales británicos y estadounidenses: en el “Sector Restringido para Refugiados Apátridas”, en el distrito de Hongkou, el distrito más pobre de Shanghái. El gueto judío de la ciudad, nada menos. Marina pasó todo 1942 escondida allí, hasta que recibió su asignación de los Tigres del Kuomintang. Cantaría en el Moonlight, el lugar favorito de los oficiales japoneses. Tenía que estar allí para averiguar lo más posible sobre sus planes. Ella era la elegida. Cantaba, hablaba japonés y era hermosa. Marina lo entendió. Si el hecho de haber permanecido firmemente católica a pesar de los repetidos y molestos intentos de los anglicanos ingleses en su escuela, de ser antijaponesa antes que su padre —prácticamente cómplice de ellos—; si todo eso valía algo ante Jesucristo, bueno, ahora era el momento de averiguarlo.
Shanghái, 1943: Bajo el yugo japonés
Marina no se hacía ilusiones. Cantar en el Moonlight significaba que, en su primera noche, sería ultrajada por tantos japoneses como quisieran. En las noches siguientes, formaría parte de las orgías de las tropas hasta que se aburrieran de ella. Los Tigres del Kuomintang también lo sabían, pero necesitaban un agente en el interior.
En la noche de su debut, la joven salió a un escenario austero. Intentó entonar una canción japonesa, pero entre los gritos de los soldados, nadie la escuchó. De pronto, un coronel grueso y tosco subió al escenario. Con un golpe seco, arrancó su blusa, dejando al descubierto sus pechos bellos y vírgenes. Aterrada, la joven los cubrió como pudo. El hombre la agarró, intentando besarla con brutalidad, mientras los soldados reían y vitoreaban al miserable.
Un silencio súbito preludió la tormenta. El coronel, absorto en su sadismo, no lo notó. Un bofetón colosal, dado con puño cerrado, le impidió continuar. El coronel, furioso, buscó su sable, pero se detuvo al ver las tres estrellas doradas en el uniforme frente a él: Rikugun-Taishō, General en Jefe del Cuerpo de Ejército, Takeo Namura.
El Coronel recibió otro golpe demoledor de Namura y cayó de rodillas. Namura, Comandante General, señor y amo de toda Shanghái, favorito del príncipe Ahito, tomó el sable del hombre y, con el plano de la hoja, lo golpeó hasta saciar su furia silente. El mismo silencio se propagó de inmediato por la sala.
El Teniente General señaló a un Teniente Coronel que momentos antes había subido al escenario para sumarse al ultraje y que ahora, petrificado, observaba la escena. Este se quitó la chaqueta al instante y cubrió a la joven con rapidez. Namura caminó con calma hacia una mesa frente al escenario. Con un gesto, derribó botellas y vasos al suelo. Se sentó y miró a la joven.
—Canta —ordenó con voz baja y firme.
Todos los soldados, con lentitud reverente, fueron tomando asiento en las mesas en un silencio absoluto, olvidando al instante al coronel tendido, exánime, bañado en sangre al borde del escenario.
Desde ese momento, Marina Leung Ba supo que tenía un dueño. El primero en la lista de los futuros atentados de las guerrillas comunistas y el Kuomintang. El más cruel y despiadado de todos los japoneses en Shanghái: el General en Jefe Takeo Namura.
1942-1943: Shanghái bajo la ocupación japonesa
En 1942, Shanghái sufría una represión política y económica feroz. Las autoridades japonesas intentaban integrar la ciudad en su esfera de influencia, promoviendo la colaboración con el gobierno títere de Wang Jingwei, establecido en Nanjing. En febrero de 1943, Japón anunció la disolución oficial de las concesiones internacionales, devolviéndolas nominalmente al gobierno chino colaboracionista. En la práctica, Japón mantenía un control absoluto.
La crisis humanitaria era devastadora. La escasez de alimentos y recursos básicos golpeaba a la población local y a los refugiados. En el gueto de Hongkou, la vida era insostenible, con muchos judíos dependiendo de la ayuda internacional para sobrevivir.
La guerra era un torbellino inconstante. Shanghái, semidestruida por innumerables batallas, exhibía un aspecto ruinoso. La vida era ardua, marcada por la absoluta carencia de condiciones mínimas y la falta de servicios básicos. Los Tigres del Kuomintang, famosos y temidos, asesinaban oficiales japoneses, saboteaban líneas eléctricas, volaban camiones militares y acechaban a informantes y traidores, colaborando estrechamente con las guerrillas comunistas del ejército de liberación.
Sin embargo, el entretenimiento florecía con fuerza. Los burdeles, casinos y bailes existían para el deleite de los invasores y los colaboracionistas chinos. Shanghái y Hong Kong eran refugios para las tropas agotadas y los marinos japoneses, vapuleados por los estadounidenses en el Pacífico.
Entre las luces de neón, el humo blanco de cigarrillos americanos de contrabando resaltaba una voz de mezzosoprano, pura, dulce, y aún más hermosa. Pertenecía a la mujer de 21 años más bella de todo el Oriente: Madame Moonlight, rompecorazones, bailarina, mordaz e implacable. Era la favorita de los oficiales japoneses, que hacían lo imposible por verla cantar y bailar. Su presencia despertaba el odio visceral de las cantantes y bailarinas japonesas, incapaces de comprender aquel amor fanático por una “inferior”.
En esa noche de finales de verano, calurosa como pocas, entonó una canción folclórica japonesa que lloraba un amor perdido; de esos que no abandonan el corazón y duelen a cada instante por la distancia. Al terminar, arrancó aplausos y lágrimas incontenibles de los japoneses. Pero ella no estaba de humor para compartir.
Madame se retiró a su sencillo camerino. Apenas cerró la puerta, esta fue violentamente abierta de una patada, arrancándole un grito agudo de puro terror. El dueño de la pierna que propinó el golpe entró. No era otro que el comandante de la 3.ª Armada de Ocupación Japonesa, Takeo Namura. Con una pistola en una mano y un regalo en la otra, irrumpió.
—Vienes conmigo ahora mismo. Nos casaremos esta noche, o si no…
—¿Qué? —respondió Madame, más calmada, encendiendo un cigarrillo largo y fino. Mostró sus piernas devastadoras, saboreando el efecto que esa visión producía en el Teniente General.
“Si no, me mataré de inmediato, para que mi espíritu te aterrorice eternamente”, amenazó el hombre, colocando la pistola amartillada en su sien.
“Pero eso, mi querido, ya lo haces permanentemente”, dijo la joven con una sonrisa, soplando humo en el rostro del hombre que había caído de rodillas ante ella. “No necesitas matarte para aterrorizarme cada vez”.
El hombre comenzó a gimotear como un niño ante el desdén de la mujer. Esta implacable mujer lo miró directamente a los ojos y dijo: “Dispárate. Siempre he querido ver cómo luce un disparo directo en la cabeza”, dijo, clavando su mirada en la de él.
Ante la noticia, el hombre rompió en un torrente de lágrimas, solo para recibir una fuerte bofetada de la joven, quien se acercó con su silla giratoria al borde de la cama donde el hombre estaba sentado. Ella lo vio y, con una amplia sonrisa, continuó abofeteándolo sin piedad, a lo que el hombre, sin respetar su uniforme, no hizo ningún intento por defenderse de las burlonas bofetadas de la joven, bajando la pistola de su sien.
“No me amas”, dijo el hombre con voz temblorosa de dolor. “No viviré un segundo más. Me mataré”.
Luego amartilló la pistola de nuevo en su sien, listo para disparar.
“No puedes morir”, dijo la joven enfáticamente, levantándose de la silla giratoria. Luego se alzó el vestido y, quitándose las bombachas, se las arrojó directamente al rostro del Teniente General, quien rápidamente las atrapó y comenzó a frotarlas apasionadamente contra su cara, secándose sus abundantes lágrimas y besándolas con una pasión desenfrenada.
“Es muy importante para mí que sufras por mi causa”, dijo la joven, quitándole la pistola y poniéndole el seguro, colocándola en la funda del general arrodillado. “Tu suicidio es un insulto a la belleza de mi cuerpo. Toda la ciudad debe saber de tu pasión y sufrimiento”.
“No toleraré que pertenezcas a nadie”, ripostó el general, inhalando el perfume de las bombachas.
Aparecieron dos herméticos capitanes de fragata sin mostrar absolutamente nada del disgusto que sentían al ver al jefe militar más alto de la zona, sollozando y sin dignidad, derrotado por una simple joven china. Era un insulto cruel a la belleza y el refinamiento de la mujer japonesa.
Capítulo Cinco
A esas mismas horas tardías de la noche, Alexander Enrique, en el asiento trasero de un Toyota AA, reflexionaba sobre cómo era posible que cupiera en un coche tan pequeño. También se preguntaba qué había hecho para quedar atrapado en esa ciudad oscura y peligrosa. Sinceramente, se había esforzado por irse y había llegado al muelle solo para ver desaparecer en el horizonte el último barco que llevaba a los extranjeros a la seguridad. Se quedó. Pasara lo que pasara, lo vería y lo viviría, si salía vivo de esa situación.
Venía de una reunión de negocios con Wang Jingwei, uno de los colaboradores más prominentes y controvertidos. Originalmente, líder del Kuomintang (KMT) y un estrecho partidario de Sun Yat-sen, perdió influencia dentro del partido tras la muerte de Sun. Durante la guerra, decidió colaborar con los japoneses. En 1940, fundó el Gobierno Nacionalista Reformado, también conocido como el Régimen de Nankín (南京政府). Este gobierno se presentó como una alternativa al gobierno nacionalista liderado por Chiang Kai-shek, pero en realidad, era una marioneta bajo control japonés. Wang Jingwei y sus seguidores fueron apodados “hanjian” (汉奸), que significa “traidores a la nación china”. Este término se utilizaba para desacreditar a quienes colaboraban con fuerzas extranjeras, especialmente con los invasores japoneses.
El tipo le había desagradado intensamente; sus palabras eran vacías y fatuas, y estaba seguro de que sería imposible satisfacer las demandas del hombre: lubricantes automotrices, azúcar, carnes enlatadas, licores… Había llegado buscando negocios con comerciantes independientes, caminando por la peligrosa cuerda floja de evitar enredarse en la lista de proveedores comerciales de los japoneses. Si lo hacía, una soga flamante lo esperaba en Montreal.
El otro participante en la reunión era Zhou Fohai (周佛海), un alto funcionario del Kuomintang que desertó para colaborar con los japoneses. Fue uno de los principales asesores de Wang Jingwei y ocupó puestos clave en el gobierno colaboracionista. Se desempeñó como ministro de Finanzas en el Régimen de Nankín.
Un día, él le robó un beso. Ella se quedó paralizada, mientras él no pudo evitar reírse de su asombro. Ella no sabía qué era, pero su corazón casi estalló. Comprendió que lo amaba, que ese ser de una raza tan diferente, con su cabello negro azabache, ojos azul claro y piel tan pálida, poseía su corazón. No se entendían, pero el amor juvenil supera razas, idiomas y clases sociales.
Esa alegría de sentirse correspondida, la hizo trabajar con fervor, la hizo sonreír en silencio. Era una locura que no podía compartir con sus otras compañeras de trabajo, quienes no entendían el cambio en ella.
Y así, una noche, entregó su pureza, una y otra vez, con un torbellino cada vez mayor de amor ilimitado entre ellos.
Cuando él salía de su habitación, ella quedaba presa del miedo; estaba segura de que su relación no sería permitida una vez que se descubriera —ella era una extranjera, de una raza diferente, una sirvienta, ni siquiera sabía el nombre de su amado y ella muchas veces le dijo el suyo y él no lo entendió—. Durante el día, la joven bajaba la cabeza y se apresuraba a esconderse en su trabajo en la calurosa cocina cada vez que la distinguida señora se acercaba, de una manera u otra.
La realidad de su situación la hizo darse cuenta de la locura de lo que estaba haciendo. La joven lloró y pensó en quitarse la vida; pero no podía escapar a la ardiente pasión entre ellos ni a la locura de sus besos juveniles.
Una noche, llegaron soldados, y el general, con un elegante uniforme, se llevó a su joven hijo a una de las muchas guerras, el niño vestido igual que su padre.
“Volveré. Eres mía. Mi padre y mi madre lo entenderán. Eres hermosa y estarán de acuerdo. Nuestros orígenes también son humildes”, logró hacerle entender el muchacho la noche antes de irse, durante su visita secreta y apasionada en el silencio de la medianoche.
El joven fue a la guerra, y el tiempo pasó. Algo le sucedió a la muchacha extranjera; su vientre se hinchó lentamente, todo fue descubierto. Furiosa y decepcionada, la esposa del general la envió de vuelta con las monjas.
Las monjas la miraron, la recibieron con el ceño fruncido y la acogieron. Pasó su embarazo rezando a este nuevo dios, fregando diligentemente los suelos del convento.
Una noche, bajo una fuerte lluvia, Gong Yu Ting dio a luz a una niña en el convento, atendida por las monjas.
Gong murió de fiebre puerperal tres días después, y una nueva revolución triunfó entre las muchas de esta tierra lejana.
Capítulo Tres
Una nueva revolución triunfó entre tantas en esa tierra lejana. Días después, la puerta principal del convento recibió una visita silenciosa. El viejo y elegante general entró al convento en silencio.
—Saludos, general. De algún modo, sabía que vendría —dijo la madre superiora al aristocrático, delgado y callado gentilhombre. Él hizo un gesto, asintiendo.
—Es un triunfo excelente para sus esfuerzos.
—El precio que la vida me ha cobrado es mayor que mis esfuerzos y trofeos.
—Lamentamos la pérdida de su hijo.
El hombre asintió.
—Nada permanece oculto. Al final, me contaron la verdad de lo que ocurrió entre la joven extranjera a mi servicio con mi hijo.
Un minuto después, recibió a su nieta de manos de las monjas. El hombre la sostuvo entre sus brazos, y la monja, conmovida, observó una lágrima silenciosa en el austero rostro del hombre. Una niña hermosísima, de cabello muy negro, piel muy blanca y ojos extremadamente rasgados con un inmenso azul.
—Tiene los ojos de mi hijo; en ella, él sigue viviendo.
—Así es, general.
—A mi edad, debo encontrar fuerzas para seguir luchando. Los problemas de un hombre mayor casado con una mujer joven y con hijas aún adolescentes. Si yo hubiera estado, nada de esto hubiera pasado. Lo hubiera entendido.
La Monja asintió.
—¿Cómo la llamará? Aún no le hemos puesto nombre —indicó al general que contemplaba la niña.

Inmediatamente, anunció el nombre de la niña a la superiora: Del Valle Cristina Trompiz Guedez. El nombre de su abuela, y los apellidos de su esposa y de él mismo. Era nieta, era hija.
Una hora después, llegó un sacerdote para bautizar a la niña, siendo hija, nieta y ahijada del general. Así llegó una nueva descendiente a la inmensa mansión en las afueras de la pequeña ciudad. En el aroma de las montañas, con olor a café, fue criada en la casa bajo el cuidado de la esposa del general y de dos hermosas adolescentes, tías y hermanas a la vez.
La niña mostraba una mezcla de razas que poco a poco la llevó a una belleza original y distinta, en contraste con todos los habitantes de la casa. Del Valle Cristina Trompiz Guedez vivió una vida tranquila y serena.
En 1877, se enamoró y se casó con un joven ingeniero de minas canadiense, muy apuesto, disfrutando junto a sus hermanas y tías de la inmensa e infinita herencia que le dejaron su padre y su abuelo.
II
En 1882, nació su tercera y última hija, tras la muerte de sus dos hermanos en la peste de 1880. Para entonces, era rutina para ella y su esposo realizar el viaje en barco de quince días desde La Guaira hasta Nueva York, y luego el trayecto de tres días en tren desde Nueva York hasta Montreal. Evitaban el crudo invierno canadiense y se quedaban en la inmensa hacienda cacaotera que compraron en los valles de Aragua, o en la Casa Grande de Caracas.
Su última hija, Dulce María Wilson Trompiz, realizó un viaje de placer al Mediterráneo en 1902. Conoció a un joven inglés muy apuesto y elegante, quien la persiguió hasta Canadá y terminó pidiéndole matrimonio en la Casa Grande del pequeño país latinoamericano. Se casó con la frágil y bella joven de rasgos suaves y los eternos ojos rasgados color mar, característicos de la familia.
IV
Gracias al dinero de ambos, la joven esposa y su esposo mantuvieron la tradición. Viajaban y vivían entre ambos países, pese a los agotadores y peligrosos trayectos. El joven también amaba el paisaje soleado, la fresca brisa vespertina y la belleza de su esposa en un entorno rural y apacible.
El 15 de marzo de 1937
tensiones constantes. En 1939, el gobierno japonés intentó imponer restricciones a las concesiones internacionales, pero estas medidas no se implementaron por completo hasta la entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Fue en este ambiente donde el padre de Marina realizaba negocios, y donde también, un joven occidental muy apuesto y encantador hacía negocios por todas partes, un tal Alexander Enrique Cavendish Wilson, quien se movía con facilidad gracias a sus amistades con oficiales japoneses, comerciantes chinos y su pasaporte de un país desconocido.
La joven Marina Leung Ba, de dieciséis años, se había transformado en una adolescente seria y espectacular. Para mantenerla alejada de la terrible situación en Shanghái, entre las tropas japonesas y los rebeldes, fue enviada a Hong Kong a estudiar contabilidad, a la que se dedicó con una disciplina ejemplar, y canto como materia adicional.
No podía negar que le gustaban muchos chicos, pero algo le impedía enamorarse. No entregaría su corazón bajo ninguna circunstancia. Aunque muchos pretendientes iban y venían tratando de conquistar su inalcanzable corazón, no lograron sus objetivos.
Vio, conoció y entendió los discursos del inmenso Chiang Kai-shek del gran y grandioso líder comandante Mao Zedong. Contra todo pronóstico, se unió a una hermandad secreta: los Tigres del Kuomintang y el Partido Comunista del Pueblo. Con disciplina, llevó a cabo misiones secretas en Hong Kong, y su profundo conocimiento de los japoneses fue de gran ayuda. Todos sabían del avance japonés en China, y llegó el año 1941.
1941: Ataque a Pearl Harbor y ocupación total
El 7 de diciembre de 1941, el ataque japonés a Pearl Harbor marcó el comienzo de la participación activa de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Este evento cambió drásticamente la situación en Shanghái.
El 8 de diciembre de 1941, las fuerzas japonesas atacaron completamente la ciudad, incluidas las concesiones internacionales y francesas. Los ciudadanos occidentales estaban bajo la amenaza de arresto o confinamiento en campos de prisioneros de guerra, y las propiedades extranjeras fueron confiscadas. Los refugiados judíos en el gueto de Hongkou sabían que enfrentarían condiciones cada vez más difíciles, ya que los japoneses les impusieron restricciones adicionales. Sin embargo, a diferencia de Europa, la mayoría sobrevivió gracias a la ausencia de un programa de exterminio sistemático.
Sucedió lo impensable. Los japoneses atacaron Hong Kong el mismo día del ataque a Pearl Harbor, el 8 de diciembre de 1941. Ella leía con avidez los periódicos que anunciaban los catastróficos resultados de la guerra en Europa, esperando vislumbrar una posible ayuda. Rusia apenas se defendía de los alemanes, y los japoneses eran una mancha imparable en Asia: Singapur, Indochina, Filipinas, Birmania. Los estadounidenses permanecían neutrales, esperando el mejor momento para actuar, según sus intereses particulares. Cuando comenzó la batalla por Hong Kong, la joven no se hizo ilusiones. Desde el balcón de su lujoso apartamento, observó la desigual lucha por la ciudad el 8 de diciembre de 1941. Presenció lo impensable: los británicos se rindieron el día de Navidad, el 25 de diciembre de 1941.
Vio al General Rensuke Isogai marchando por Nelson Street al frente de sus tropas, y desde su balcón los contemplaba; no parecían tan malvados. Marchaban lentamente, con una disciplina ejemplar, total. Desde niña, siempre los había conocido y sabía cómo evitar ponerse frente a su terrible maldad.
Estos japoneses, las tropas de Isogai, no se parecían en nada a los japoneses fuertes, marciales y disciplinados que gobernaban en el norte. Eran un insulto para los perros y cualquier demonio. En resumen, se comportaban de manera muy diferente a los que ella conocía. Estaban borrachos como cubas. Masacraron a la población. Violaron a mujeres sin importar su condición y edad. Eliminaron bancos. Saquearon tiendas, destruyeron por el simple hecho de destruir, y ella se vio obligada a huir de su lujoso apartamento. Parte de la fortuna de su padre en dólares estadounidenses y dólares de Hong Kong estaba depositada en el Banco de Hong Kong y Shanghái; el dinero se evaporó cuando el banco fue confiscado. Su hermosa escuela donde estudió tan cómodamente, el St. Paul’s Girl’s College de la Iglesia Anglicana, fue tomada y convertida en un hospital militar. Marina Leung Ba comprendió que tenía que abandonar la ciudad mientras pudiera. Gracias a su pasaporte especial, que utilizó profusamente en beneficio de los Tigres del Kuomintang, pudo escapar de Hong Kong cuando los japoneses alcanzaron la cima de la barbarie. Se fue en un tren de refugiados a Cantón y desde allí continuó los 1200 kilómetros más peligrosos de su vida hasta Shanghái. No pudo continuar. Creyó que recibiría ayuda de los amigos de su familia, pero no fue así.
Se enteró del pago japonés por la lealtad de su padre hacia ellos: lo asesinaron a él y a su madre y se apoderaron de todas sus propiedades. La hermosa joven conoció el horror de la impotencia, el hambre, la soledad y la miseria en medio de una ciudad que no conocía, porque lo que una vez fue la perla internacional de Oriente era ahora un revoltijo de ruinas; en medio de un invierno sangriento, en medio de una guerra.
Su única oportunidad para salvarse era contactar urgentemente a los Tigres del Kuomintang. La refugiaron en el único lugar posible, donde también se escondían muchos oficiales británicos y estadounidenses: en el “Sector Restringido para Refugiados Apátridas”, en el distrito de Hongkou, el distrito más pobre de Shanghái. El gueto judío de la ciudad, nada menos. Marina pasó todo 1942 escondida allí, hasta que recibió su asignación de los Tigres del Kuomintang. Cantaría en el Moonlight, el lugar favorito de los oficiales japoneses. Tenía que estar allí para averiguar lo más posible sobre sus planes. Ella era la elegida. Cantaba, hablaba japonés y era hermosa. Marina lo entendió. Si el hecho de haber permanecido firmemente católica a pesar de los repetidos y molestos intentos de los anglicanos ingleses en su escuela, de ser antijaponesa antes que su padre —prácticamente cómplice de ellos—; si todo eso valía algo ante Jesucristo, bueno, ahora era el momento de averiguarlo.
Shanghái, 1943: Bajo el yugo japonés
Marina no se hacía ilusiones. Cantar en el Moonlight significaba que, en su primera noche, sería ultrajada por tantos japoneses como quisieran. En las noches siguientes, formaría parte de las orgías de las tropas hasta que se aburrieran de ella. Los Tigres del Kuomintang también lo sabían, pero necesitaban un agente en el interior.
En la noche de su debut, la joven salió a un escenario austero. Intentó entonar una canción japonesa, pero entre los gritos de los soldados, nadie la escuchó. De pronto, un coronel grueso y tosco subió al escenario. Con un golpe seco, arrancó su blusa, dejando al descubierto sus pechos bellos y vírgenes. Aterrada, la joven los cubrió como pudo. El hombre la agarró, intentando besarla con brutalidad, mientras los soldados reían y vitoreaban al miserable.
Un silencio súbito preludió la tormenta. El coronel, absorto en su sadismo, no lo notó. Un bofetón colosal, dado con puño cerrado, le impidió continuar. El coronel, furioso, buscó su sable, pero se detuvo al ver las tres estrellas doradas en el uniforme frente a él: Rikugun-Taishō, General en Jefe del Cuerpo de Ejército, Takeo Namura.
El Coronel recibió otro golpe demoledor de Namura y cayó de rodillas. Namura, Comandante General, señor y amo de toda Shanghái, favorito del príncipe Ahito, tomó el sable del hombre y, con el plano de la hoja, lo golpeó hasta saciar su furia silente. El mismo silencio se propagó de inmediato por la sala.
El Teniente General señaló a un Teniente Coronel que momentos antes había subido al escenario para sumarse al ultraje y que ahora, petrificado, observaba la escena. Este se quitó la chaqueta al instante y cubrió a la joven con rapidez. Namura caminó con calma hacia una mesa frente al escenario. Con un gesto, derribó botellas y vasos al suelo. Se sentó y miró a la joven.
—Canta —ordenó con voz baja y firme.
Todos los soldados, con lentitud reverente, fueron tomando asiento en las mesas en un silencio absoluto, olvidando al instante al coronel tendido, exánime, bañado en sangre al borde del escenario.
Desde ese momento, Marina Leung Ba supo que tenía un dueño. El primero en la lista de los futuros atentados de las guerrillas comunistas y el Kuomintang. El más cruel y despiadado de todos los japoneses en Shanghái: el General en Jefe Takeo Namura.
1942-1943: Shanghái bajo la ocupación japonesa
En 1942, Shanghái sufría una represión política y económica feroz. Las autoridades japonesas intentaban integrar la ciudad en su esfera de influencia, promoviendo la colaboración con el gobierno títere de Wang Jingwei, establecido en Nanjing. En febrero de 1943, Japón anunció la disolución oficial de las concesiones internacionales, devolviéndolas nominalmente al gobierno chino colaboracionista. En la práctica, Japón mantenía un control absoluto.
La crisis humanitaria era devastadora. La escasez de alimentos y recursos básicos golpeaba a la población local y a los refugiados. En el gueto de Hongkou, la vida era insostenible, con muchos judíos dependiendo de la ayuda internacional para sobrevivir.
La guerra era un torbellino inconstante. Shanghái, semidestruida por innumerables batallas, exhibía un aspecto ruinoso. La vida era ardua, marcada por la absoluta carencia de condiciones mínimas y la falta de servicios básicos. Los Tigres del Kuomintang, famosos y temidos, asesinaban oficiales japoneses, saboteaban líneas eléctricas, volaban camiones militares y acechaban a informantes y traidores, colaborando estrechamente con las guerrillas comunistas del ejército de liberación.
Sin embargo, el entretenimiento florecía con fuerza. Los burdeles, casinos y bailes existían para el deleite de los invasores y los colaboracionistas chinos. Shanghái y Hong Kong eran refugios para las tropas agotadas y los marinos japoneses, vapuleados por los estadounidenses en el Pacífico.
Entre las luces de neón, el humo blanco de cigarrillos americanos de contrabando resaltaba una voz de mezzosoprano, pura, dulce, y aún más hermosa. Pertenecía a la mujer de 21 años más bella de todo el Oriente: Madame Moonlight, rompecorazones, bailarina, mordaz e implacable. Era la favorita de los oficiales japoneses, que hacían lo imposible por verla cantar y bailar. Su presencia despertaba el odio visceral de las cantantes y bailarinas japonesas, incapaces de comprender aquel amor fanático por una “inferior”.
En esa noche de finales de verano, calurosa como pocas, entonó una canción folclórica japonesa que lloraba un amor perdido; de esos que no abandonan el corazón y duelen a cada instante por la distancia. Al terminar, arrancó aplausos y lágrimas incontenibles de los japoneses. Pero ella no estaba de humor para compartir.
Madame se retiró a su sencillo camerino. Apenas cerró la puerta, esta fue violentamente abierta de una patada, arrancándole un grito agudo de puro terror. El dueño de la pierna que propinó el golpe entró. No era otro que el comandante de la 3.ª Armada de Ocupación Japonesa, Takeo Namura. Con una pistola en una mano y un regalo en la otra, irrumpió.
—Vienes conmigo ahora mismo. Nos casaremos esta noche, o si no…
—¿Qué? —respondió Madame, más calmada, encendiendo un cigarrillo largo y fino. Mostró sus piernas devastadoras, saboreando el efecto que esa visión producía en el Teniente General.
“Si no, me mataré de inmediato, para que mi espíritu te aterrorice eternamente”, amenazó el hombre, colocando la pistola amartillada en su sien.
“Pero eso, mi querido, ya lo haces permanentemente”, dijo la joven con una sonrisa, soplando humo en el rostro del hombre que había caído de rodillas ante ella. “No necesitas matarte para aterrorizarme cada vez”.
El hombre comenzó a gimotear como un niño ante el desdén de la mujer. Esta implacable mujer lo miró directamente a los ojos y dijo: “Dispárate. Siempre he querido ver cómo luce un disparo directo en la cabeza”, dijo, clavando su mirada en la de él.
Ante la noticia, el hombre rompió en un torrente de lágrimas, solo para recibir una fuerte bofetada de la joven, quien se acercó con su silla giratoria al borde de la cama donde el hombre estaba sentado. Ella lo vio y, con una amplia sonrisa, continuó abofeteándolo sin piedad, a lo que el hombre, sin respetar su uniforme, no hizo ningún intento por defenderse de las burlonas bofetadas de la joven, bajando la pistola de su sien.
“No me amas”, dijo el hombre con voz temblorosa de dolor. “No viviré un segundo más. Me mataré”.
Luego amartilló la pistola de nuevo en su sien, listo para disparar.
“No puedes morir”, dijo la joven enfáticamente, levantándose de la silla giratoria. Luego se alzó el vestido y, quitándose las bombachas, se las arrojó directamente al rostro del Teniente General, quien rápidamente las atrapó y comenzó a frotarlas apasionadamente contra su cara, secándose sus abundantes lágrimas y besándolas con una pasión desenfrenada.
“Es muy importante para mí que sufras por mi causa”, dijo la joven, quitándole la pistola y poniéndole el seguro, colocándola en la funda del general arrodillado. “Tu suicidio es un insulto a la belleza de mi cuerpo. Toda la ciudad debe saber de tu pasión y sufrimiento”.
“No toleraré que pertenezcas a nadie”, ripostó el general, inhalando el perfume de las bombachas.
Aparecieron dos herméticos capitanes de fragata sin mostrar absolutamente nada del disgusto que sentían al ver al jefe militar más alto de la zona, sollozando y sin dignidad, derrotado por una simple joven china. Era un insulto cruel a la belleza y el refinamiento de la mujer japonesa.
Capítulo Cinco
A esas mismas horas tardías de la noche, Alexander Enrique, en el asiento trasero de un Toyota AA, reflexionaba sobre cómo era posible que cupiera en un coche tan pequeño. También se preguntaba qué había hecho para quedar atrapado en esa ciudad oscura y peligrosa. Sinceramente, se había esforzado por irse y había llegado al muelle solo para ver desaparecer en el horizonte el último barco que llevaba a los extranjeros a la seguridad. Se quedó. Pasara lo que pasara, lo vería y lo viviría, si salía vivo de esa situación.
Venía de una reunión de negocios con Wang Jingwei, uno de los colaboradores más prominentes y controvertidos. Originalmente, líder del Kuomintang (KMT) y un estrecho partidario de Sun Yat-sen, perdió influencia dentro del partido tras la muerte de Sun. Durante la guerra, decidió colaborar con los japoneses. En 1940, fundó el Gobierno Nacionalista Reformado, también conocido como el Régimen de Nankín (南京政府). Este gobierno se presentó como una alternativa al gobierno nacionalista liderado por Chiang Kai-shek, pero en realidad, era una marioneta bajo control japonés. Wang Jingwei y sus seguidores fueron apodados “hanjian” (汉奸), que significa “traidores a la nación china”. Este término se utilizaba para desacreditar a quienes colaboraban con fuerzas extranjeras, especialmente con los invasores japoneses.
El tipo le había desagradado intensamente; sus palabras eran vacías y fatuas, y estaba seguro de que sería imposible satisfacer las demandas del hombre: lubricantes automotrices, azúcar, carnes enlatadas, licores… Había llegado buscando negocios con comerciantes independientes, caminando por la peligrosa cuerda floja de evitar enredarse en la lista de proveedores comerciales de los japoneses. Si lo hacía, una soga flamante lo esperaba en Montreal.
El otro participante en la reunión era Zhou Fohai (周佛海), un alto funcionario del Kuomintang que desertó para colaborar con los japoneses. Fue uno de los principales asesores de Wang Jingwei y ocupó puestos clave en el gobierno colaboracionista. Se desempeñó como ministro de Finanzas en el Régimen de Nankín.
Alexander, automáticamente curado, se levantó tras ella, sin pensar en las consecuencias, tomó una chaqueta de oficial japonés que encontró en una silla. Salió al calor del imposible verano de Shanghái, mirando a todos lados.
Vio el estampado luminoso y el humo que indicaba un atentado.
Alexander Enrique corrió tan rápido como pudo hacia el lugar de la explosión. Era el único que lo hacía; la multitud se movía en dirección contraria. Fue una corazonada, una intuición, algo que no sabía explicar. Los disparos y el humo lo guiaron hasta allí, y finalmente llegó al lugar del estallido. Vio un camión japonés envuelto en llamas e inmediatamente distinguió a un grupo del Ejército de Paz, los Hanjian (Ejército de Paz y Salvación Nacional - 和平建国军): un ejército títere compuesto por chinos que luchaban junto a los japoneses contra las fuerzas nacionalistas y comunistas.
Los milicianos golpeaban indiscriminadamente a la población civil. Un poco más lejos, Alexander divisó a un grupo de personas arrodilladas en fila. Un oficial colaboracionista les disparaba en la cabeza al azar. Vio a la última persona de la fila. Arrodillada con los demás, miraba fijamente, con la mente ausente.
—¡Teniente! —gritó Alexander en japonés, interponiéndose entre el teniente y la fila de arrodillados—. ¡Teniente! Gracias a Buda. Soy el agregado militar… de… eh… Panamarimbo. Sé lo que ocurrió. Pero tengo un deber. Se me ocurre que usted puede ayudarme.
El teniente lo miró, entornando los ojos hasta convertirlos en rendijas. Levantó su pistola. Por un instante, apuntó a Alexander. Luego, conteniéndose, preguntó:
—¿Qué quiere hacer? ¿Cómo sé que es quien dice ser? ¿Por qué se atreve a interrumpir mi represalia? ¿Y dónde demonios queda ese tal… Panamá… cosa?
—Quiero llevarme a todo este grupo conmigo. Necesito gente para limpiar mi casa y las letrinas de mi legación. Mis credenciales están con su propio comandante. Pregúntele —explicó sin pensar en la menor consecuencia.
—Ellos son parte de mi castigo —replicó el oficial, dispuesto a continuar con su labor.
—¡Oh, vamos! Mi rango también es válido aquí. Obedezco a Namura. Estoy seguro de que encontrará más personas con quienes desquitarse —insistió Alexander con una sonrisa, aun interponiéndose.
Al oír ese nombre, el otro vaciló. Finalmente, asintió en silencio y ordenó que los civiles subieran a un camión militar que había llegado.
—¿Dónde está su le… legación de Panamá…cosa? ¿Y cómo quiere que le limpien las letrinas?
—Con las manos —indicó con una sonrisa significativa al teniente.
El hombre volvió a asentir en silencio y detuvo otro Nissan 6x6. Ordenó a los asustados prisioneros subir al camión.
Alexander subió con dificultad también. Debía irse rápido, antes de que el otro cambiara de opinión.
—¿A dónde, señor? —preguntó el conductor, asombrado por la extraña vestimenta del hombre.
—Bueno… únicamente conduzca… yo le diré —respondió Alexander, sentándose con exagerada dificultad en la cabina y pensando constantemente en el tamaño del lío en el que se estaba metiendo. Miró hacia atrás. En efecto, allí estaba ella, sentada con calma entre los demás en la parte trasera del camión, ferozmente vigilada por dos soldados colaboracionistas…
—¿Es en la zona reservada? —se atrevió a preguntar de nuevo el sargento conductor.
—Por supuesto… vaya allá —declaró Alexander con énfasis, observando alrededor la parte desconocida de Shanghái.
El pesado camión rodó por las calles desiertas y entró en la zona reservada. Eufemísticamente llamada así, ya que no estaba reservada en absoluto y también era blanco de la guerra en todas sus formas.
—Aquí es —dijo Alexander, señalando al azar una mansión semidestruida por las bombas, en una amplia intersección de avenidas.
—Pero… ¿Cómo?
—Fue bombardeada ayer. Por eso estoy vestido con pijama de hospital —explicó el hombre, con aire significativo.
El sargento asintió con la boca abierta, mirando al otro, y detuvo bruscamente el camión.
—¿Necesita algo más de mí?
—No. Estaré bien, pero usted debe tener mucho que hacer… Por favor, vaya y cumpla con su deber.
El grupo fue empujado fuera del camión por los soldados que vigilaban, dejando a Alexander solo con ellos.
—Es todo lo que puedo hacer por ustedes —dijo en inglés, suponiendo que la joven traduciría para los demás. El grupo se inclinó en el saludo tradicional chino y se marchó en silencio. La joven estaba a punto de irse, pero Alexander la detuvo…
—Después de que me devolviste la vida, estaba dispuesto a enfrentar a todo el ejército japonés con tal de volver a verte —dijo el joven, con sarcasmo, pero sincero desde el fondo del alma.
—Gracias por salvarnos la vida. Pero es mentira que luchaste contra los invasores. Estabas en un hospital reservado para ellos, y vi con mis propios ojos cómo los Hanjian te obedecían como perros —respondió la joven, fascinada una vez más por ese hombre tan diferente a todos los hombres que había conocido en su vida.
—No todo es como parece, puedo asegurarlo. Hace un rato cantaste para mí y me curaste, no podía ser menos contigo.
—Ellos no me hubieran hecho daño —contestó la muchacha, refiriéndose a los milicianos.
Y sin poder contenerse, exclamó con angustia:
—¡Tienes los ojos azules! Es verdad. Demasiada “agua” en tu mirada (refiriéndose a los cuatro elementos del I Ching).
Para el joven, la primera impresión de una mujer era importante. Observó casi en éxtasis cómo la joven se quitaba el moño, dejando caer una cascada de cabello negro y liso. Su piel no era amarilla, sino de un blanco perlado impresionante, sin una gota de maquillaje. Eliminaba el concepto de que las mujeres chinas tenían ojos pequeños; no, los de ella eran enormes y enigmáticos, negros como la noche. Era esbelta; no podía ver su cuerpo bajo esa amplia camisa y pantalones tradicionales, pero suponía que estaba bien formada. Su andar denotaba caderas amplias. Sus pómulos eran prominentes, típicos de los chinos, y esa boca… esa boca estaba hecha simplemente para besar, así de simple. Por lo demás, era una joven serena y dueña de sí misma, sin duda perteneciente a la clase alta, a juzgar por su comportamiento.
En esos momentos, nuevamente le pareció que había estado en la escuela con ella, que habían celebrado cumpleaños juntos desde la infancia, que siempre había soñado con ella, que tenían toda una vida juntos… Esperaba que no estuviera casada, porque eso sí lo alejaría definitivamente de creer en la vida.
—En resumen, la nueva chica mala en la vida de Alexander —pensó el joven, con el corazón palpitando ante su aparición.
Shanghái, 1943:
Bajo el hechizo de la noche
—¿Cuál es tu nombre? ¿Dónde vives? ¿Por qué apareces de repente? —preguntó Alexander, dando un paso hacia la joven, quien retrocedió instintivamente—. No me temas. Soy incapaz de hacerte daño. Nunca seré tu enemigo. Ya te lo he demostrado. No sé por qué, pero sé que te conozco.
En esos momentos, nuevamente le pareció que había estado en la escuela con ella, que habían celebrado cumpleaños juntos desde la infancia, que siempre había soñado con ella, que tenían toda una vida juntos… Esperaba que no estuviera casada, porque eso sí lo alejaría definitivamente de creer en la vida.
—En resumen, la nueva chica mala en la vida de Alexander —pensó el joven, con el corazón palpitando ante su aparición.
Shanghái, 1943:
Bajo el hechizo de la noche
—¿Cuál es tu nombre? ¿Dónde vives? ¿Por qué apareces de repente? —preguntó Alexander, dando un paso hacia la joven, quien retrocedió instintivamente—. No me temas. Soy incapaz de hacerte daño. Nunca seré tu enemigo. Ya te lo he demostrado. No sé por qué, pero sé que te conozco.
Continuara
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