Pero
algo había cambiado en cómo Yorlett la percibía. Ya no sentía el miedo instintivo, la sensación de ser observada, perseguida. En su lugar, había un reconocimiento tranquilo, una aceptación de la conexión que existía pero que ya no la definía ni la controlaba.
Tocó la marca en su muñeca, trazando el patrón estelar con la punta de los dedos. Seguía ahí, un recordatorio permanente de lo que había enfrentado, de lo que había sobrevivido. Pero ahora era más una medalla de honor que una cadena de esclavitud.
“Te veo, Nankurunaisa murmuró hacia las estrellas. “Y sé que me ves a mí. Pero ya no te temo.”
Por un momento, le pareció que las estrellas de Orión parpadeaban en respuesta, como si la entidad que representaban reconociera sus palabras. No era una amenaza, ni siquiera un desafío, sino simplemente un reconocimiento mutuo a través de la vasta distancia que ahora los separaba.
Yorlett sonrió, sintiendo una paz que había creído imposible durante los años de persecución y terror. No era una paz nacida de la ignorancia o la negación, sino del conocimiento, de la aceptación, de la fuerza interior que había descubierto a través de su lucha.
Regresó a su estudio, donde la pintura del cañón seguía en el caballete, esperando los toques finales. Con pinceladas seguras, añadió un último elemento: un pequeño símbolo de protección, casi imperceptible a menos que se supiera dónde buscar, oculto entre los patrones estelares de las paredes del cañón.
El mismo símbolo que había encontrado en el diario de su abuela, que Amara le había enseñado a dibujar, que ahora incorporaba en todas sus obras como una firma oculta, un escudo sutil contra influencias malignas.
Mientras el símbolo tomaba forma bajo su pincel, Yorlett sintió una conexión que trascendía el tiempo y el espacio: con su abuela ,con su madre Isabel, con su bisabuela Carmela, con todas las mujeres de su linaje que habían enfrentado lo desconocido y habían encontrado formas de resistir, de sobrevivir, de transmitir su conocimiento a las generaciones futuras.
Y quizás, pensó, con aquellos que aún no habían nacido, que podrían algún día enfrentar sus Nankurunaisas
, sus propios dioses malignos del desierto. Para ellos, dejaría un legado de conocimiento, de estrategias, de esperanza.
La persecución había terminado, al menos por ahora. Yorlett ya no vivía escondida, cambiando constantemente de dirección, aterrorizada por cada sombra, por cada estrella fugaz.
Ahora vivía en la luz, creando belleza a partir del terror, fortaleza a partir del miedo, conocimiento a partir de la experiencia.
Y si algún día Nankurunaisa o alguna otra entidad similar intentaba reclamar nuevamente, estaría preparada. No solo para resistir, sino para redefinir los términos del encuentro, para transformar la persecución en diálogo, el terror en comprensión.
Porque había aprendido la lección más importante: incluso los dioses más antiguos, las entidades más poderosas, pueden ser enfrentados, resistidos, y en cierto modo, transformados por la voluntad humana, por la determinación de mantener la propia identidad frente a fuerzas que buscan disolver.
Mientras daba los últimos toques a su pintura, Yorlett sintió una certeza tranquila: el ciclo no se repetiría, no de la misma manera. Lo que había sido una historia de terror se había convertido en algo más complejo, más matizado.
Una historia de supervivencia. De transformación. De redención. Habían sucedido tantas cosas. Si quería escribir un libro debía recordar nítidamente como todo sucedió..
IV
¿Cómo sucedió?
En los días de huir…
La cabaña de Henry resultó ser más rústica de lo que ella había imaginado. Situada en un acantilado bajo que miraba directamente al océano, la estructura de madera parecía fundirse con el bosque de eucaliptos que la rodeaba. En otras circunstancias, Yorlett habría considerado el lugar idílico, perfecto para capturar fotografías del amanecer sobre el mar. Ahora, solo evaluaba sus posibles rutas de escape.
Una única carretera serpenteante que descendía hacia la Great Ocean Road. El sendero escarpado que bajaba al pequeño tramo de playa. El bosque denso a sus espaldas, que podría ofrecer cobertura pero también desorientación.
Yorlett dejó caer su mochila sobre la mesa de madera y recorrió la cabaña, comprobando ventanas y cerraduras. El lugar olía a sal marina y a libros viejos. Las estanterías estaban repletas de textos sobre antropología, historia aborigen y mitología australiana. En una pared, Henry había colgado un mapa detallado de Australia con marcadores de diferentes colores señalando lo que parecían ser sitios sagrados aborígenes.
Después de asegurarse de que todas las entradas estaban cerradas, Ella extrajo de su mochila un pequeño saquito de tela. Siguiendo las instrucciones que Amara le había dado meses atrás, trazó una línea de sal mezclada con ocre rojo alrededor de la cabaña. No detendría a Nankurunaisa si decidiera manifestarse con todo su poder, pero al menos le advertiría de su presencia.
El sol comenzaba a ponerse cuando terminó el ritual de protección. Se sentó en el pequeño porche, observando cómo el cielo se teñía de naranja y púrpura sobre el océano. La belleza del momento contrastaba dolorosamente con el terror constante que la acompañaba.
Cerró los ojos, permitiéndose, por primera vez en días, un momento de quietud. El sonido rítmico de las olas rompiendo contra las rocas tenía un efecto casi hipnótico. Sin pretenderlo, su mente comenzó a vagar hacia los recuerdos que tanto se esforzaba por mantener enterrados.
IV
Cuatro años antes de los sucesos en el Campamento N3NE. Gran Desierto del Territorio Norte.Estudiante de Criminologia Yorlett Elena Hernandez
El campamento de artistas era un conjunto de tiendas y caravanas dispuestas en semicírculo, como un pequeño oasis de creatividad en medio de la vastedad roja del desierto. Yorlett, en unas cortas vacaciones entre semestres de la Universidad había decidido realizar excursiones al Outback. Recién llegó apenas tres días, pero ya sentía una conexión profunda con aquel paisaje alienígena.
Esa tarde, se había alejado del grupo para capturar la luz del atardecer sobre las dunas. La cámara era una extensión de su cuerpo mientras buscaba el ángulo perfecto, la composición que pudiera transmitir la inmensidad y el silencio casi sagrado del desierto.
Fue entonces cuando lo vio por primera vez.
Una figura solitaria sobre una duna distante, recortada contra el cielo incendiado. Un hombre, aparentemente, aunque desde esa distancia era difícil distinguir sus rasgos. Lo único que Ella podía apreciar con claridad era que permanecía completamente inmóvil, como si formara parte del paisaje mismo.
Intrigada, enfocó su teleobjetivo hacia él. La imagen que apareció en su visor la dejó sin aliento. No era solo un hombre observando el atardecer. Parecía estar realizando algún tipo de ritual. Sus brazos extendidos hacia el cielo, su cuerpo ligeramente inclinado, como si estuviera ofreciéndose a las estrellas que comenzaban a aparecer.
Yorlett tomó varias fotografías en rápida sucesión. Cuando bajó la cámara, el hombre había desaparecido.
Esa noche, mientras revisaba las imágenes en su portátil, descubrió algo extraño. En cada fotografía donde aparecía el hombre misterioso, las dunas a su alrededor parecían distorsionadas, como si el aire vibraba con un calor imposible. Y en la última imagen, justo antes de que desapareciera, habría jurado que sus ojos brillaban con un resplandor dorado que ningún efecto de luz podría explicar.
“Interesantes capturas,” dijo una voz a sus espaldas, sobresaltándola.
Ella se giró para encontrarse con uno de los guías aborígenes que acompañaban al grupo de artistas. Un hombre mayor llamado Djalu, respetado por su conocimiento de las tradiciones ancestrales.
“Gracias,” respondió Yorlett , cerrando instintivamente su portátil. “El desierto tiene una luz única.”
Djalu asintió, pero sus ojos se habían fijado en la pantalla ahora cerrada.
“Ten cuidado con lo que fotografías aquí,” dijo en voz baja. “Algunas cosas no deben ser capturadas.”
Antes de que Yorlett pudiera preguntar a qué se refería, el anciano se alejó, perdiéndose entre las tiendas del campamento.
Al día siguiente, ella regresó al mismo lugar, atraída por una curiosidad que no podía explicar. Esta vez, el hombre misterioso estaba más cerca, sentado sobre una roca plana, como si la estuviera esperando.
Desde esa distancia, pudo apreciar mejor sus rasgos. Era más joven de lo que había supuesto inicialmente, quizás en sus treinta años. Su piel, bronceada por el sol del desierto, contrastaba con unos ojos claros que cambiaban de color según la luz, a veces ámbar, a veces casi dorados. Su cabello negro, largo hasta los hombros, tenía extraños mechones blancos que parecían brillar bajo el sol.
“Has vuelto,” dijo él cuando Yorlett se acercó, su voz profunda y con un acento que no pudo identificar. “Sabía que lo harías.”
“¿Nos conocemos?” preguntó Yorlett, desconcertada por la familiaridad con que le hablaba.
El hombre sonrió, una sonrisa que no alcanzó sus ojos.
“Aún no. Pero lo haremos.” Extendió su mano. “Puedes llamarme Nyer.”
Yorlett dudó un momento antes de estrechar su mano. Al contacto, sintió una extraña corriente, como electricidad estática, pero más intensa, más… íntima.
“Yorlett ” se presentó, retirando su mano quizás demasiado rápido.

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