Bloguer

sábado, 24 de mayo de 2025

Camino del Llano,Capitulo 6,7,8

Novelas Por Capitulos

Parte 6,7,8




Capítulo 6,7,8

El grito rasgó el aire quieto del mediodía como un cuchillo oxidado. No fue un alarido de simple susto, sino la expresión gutural de un horror que helaba la sangre y erizaba el vello hasta en los brazos más curtidos por el sol y el trabajo. Venía de los campos de caña, no muy lejos de la casona principal de la Hacienda de las Ánimas, un eco agudo que rebotó contra los muros encalados y se perdió en la inmensidad azul del cielo de aquella provincia olvidada del Virreinato.

Los machetes cayeron al suelo con un estrépito metálico que rompió la monotonía del corte. Los peones, hombres de piel cobriza y rostros impasibles, se quedaron petrificados, sus ojos fijos en la dirección del sonido. El capataz, un mestizo corpulento llamado Ignacio, fue el primero en reaccionar, aunque un temblor apenas perceptible le recorría las manos. «¡Vamos!», bramó, más para infundirse valor a sí mismo que para apurar a los demás. «¡A ver qué demonios ocurre ahora!».

Lo que encontraron al apartar las altas cañas, en un claro bañado por la luz inclemente del sol, desafiaba toda razón y sumía el alma en un abismo de espanto primordial. El cuerpo de Jacinto, uno de los jornaleros más jóvenes y alegres, yacía destrozado sobre la tierra reseca. No era una muerte limpia, si es que alguna podía serlo. Aquello era una carnicería. El pecho estaba abierto como un melón maduro partido a hachazos, las entrañas esparcidas en un amasijo sanguinolento que atraía ya a las primeras moscas. La cabeza, separada del tronco, reposaba a unos pasos, los ojos desorbitados fijos en una nada espantosa, la boca abierta en una mueca de terror indecible. Y por todas partes, la marca inconfundible: huellas de herraduras, profundas, como si el caballo que las dejó portara el peso de mil infiernos, y un hedor acre, mezcla de azufre y carne corrompida, que se adhería a la garganta.

Era el tercero en menos de un mes. El tercero en ser hallado así, mutilado con una saña inhumana, siempre a plena luz del día, en los caminos o en los campos, como si la bestia o el demonio que perpetraba tales actos se mofara de la luz divina y del orden de los hombres. Nadie había visto nada, nadie sabía nada. Solo el terror, reptando como una serpiente venenosa, se instalaba en el corazón de cada habitante de la comarca.

Sus siervos la vieron contemplar la escena, bella,frágil,Pero una especie de muralla invisible los separaba. Era la joven Chantal ,

 La joven heredera de la Hacienda de las Ánimas, Chantal observó la escena desde la distancia, montada en su yegua alazana. Su rostro, de una belleza pálida y delicada que contrastaba con la rudeza del entorno, permanecía impasible, aunque un ligero fruncimiento de sus labios delataba una tensión interna. Había llegado de Francia hacía apenas unos meses, tras la muerte de sus padres, para reclamar una herencia que muchos consideraban maldita. 

Decian que A veces la escuchaban hablar en Su francés cerrado, sus modales refinados y, sobre todo, una frialdad que algunos interpretaban como altivez y otros como algo más siniestro, la habían convertido rápidamente en objeto de murmuraciones. Se decía que no rezaba, que no acudía a misa, que sus ojos claros parecían ver más allá de lo terrenal. Y ahora, con estos crímenes horrendos sucediendo en sus tierras, las sospechas se cernían sobre ella como una sombra.

Cerca de ella, pero sin atreverse a cruzar la barrera invisible de respeto y temor que la rodeaba, se encontraba Juan Sota Villarroel, . Alto, de facciones honestas, Ya se estaba botando que sentía  por Chantalb una devoción secreta y atormentada. Cada vez que sus ojos se encontraban con los de la joven , un torbellino de emociones contradictorias lo invadía: deseo, protección, y un miedo indefinible. Su presencia constante cerca de la heredera, su afán por mostrarse útil y su nerviosismo palpable cada vez que se mencionaban los asesinatos, no hacían sino alimentar las habladurías. «El miliciano la protege demasiado», susurraban algunos. «Quizás sabe más de lo que dice, o teme que se descubra algo».

Un poco más apartado, bajo la sombra de un corpulento algarrobo, el corpulento  Reinaldo  observaba todo con sus ojos profundos y sabios.  el padrino de Chantal,  hombre de color libre, llegado a la hacienda muchos años atrás junto al difunto dueño. Su piel oscura y sus conocimientos sobre hierbas y remedios ancestrales le habían granjeado una reputación ambigua: para algunos era un curandero respetado, para otros, un brujo que pactaba con fuerzas oscuras. Reinaldo  no desmentía ni confirmaba nada. Guardaba un silencio enigmático, y sus escasas palabras solían ser acertijos que pocos se atrevían a desentrañar. Él había visto mucho en sus largos años, y el horror que ahora se cernía sobre la hacienda no parecía sorprenderle tanto como a los demás, sino más bien confirmar una antigua y oscura premonición.

«El sol está alto, pero las sombras se alargan», murmuró Reinaldo  para sí, mientras el capataz Ignacio, con el rostro desencajado, ordenaba a unos peones temblorosos que cubrieran los restos de Jacinto con una manta. «Y esta sangre derramada a mediodía indicaba que   solo era el comienzo de una larga noche».

-- Taita-- le susurro su única hija Verónica, la quinceañera ayudante de Chantal y ahijada de la misma-- tengo miedo. De noche se escuchan cosas dentro de la casa. Yo he visto por la rendija de la puerta a mi madrina Chantal parada en medio del pasillo en plena oscuridad.

-- Tienes que sostenerte. Tu eres mis ojos ahí adentro. Mi niña Chantal está en medio de un viento maligno y peligroso. Si te llaman a media noche no contestes.Y vas a rezar a media noche y después que cante el gallo

"¡Dichosa Cruz, que con tus brazos firmes, sostuviste el sacrosanto Cuerpo de Nuestro Señor, tú que eres árbol de la vida y fuente de la bienaventuranza, te adoro y humildemente, te alabo, y doy a Dios muchas gracias, porque se dignó honrarte haciendo de Ti trono de la Majestad Divina, para remedio del mundo!".Oració de Protección:"Oh, instrumento Sacrosanto de la Pasión soberana, que con sabia y alta ciencia la elegiste, Dios de gracias, para remedio del hombre, intercede por mí en esta hora de prueba...". 

Dicho esto le colocó a su hija un escapulario con una cruz de Caravaca.

-- Que nadie te la vea.

-- Ni mi madrina Chantal?

-- Ni tu madrina Chantal...

#@#@#@#

Los días que siguieron al asesinato de Jacinto se sumieron en una calma tensa, preñada de malos augurios. Nadie se atrevía a aventurarse solo por los caminos, y el trabajo en los campos se hacía en grupos compactos, con los hombres mirando constantemente por encima del hombro, sus machetes listos no solo para la caña, sino para una amenaza invisible y omnipresente. Las noches eran peores. Aunque los ataques ocurrían a la luz del sol, la oscuridad se llenaba de susurros, de crujidos inexplicables, del ladrido nervioso de los perros y del ulular lúgubre de las lechuzas, consideradas por muchos como mensajeras de la muerte.

En la casona de la hacienda, la tensión era casi palpable. Chantal  se recluía en sus aposentos o en la biblioteca de su difunto padre, un lugar atestado de volúmenes antiguos y mapas amarillentos que parecían susurrar secretos de tiempos olvidados. Su aparente indiferencia ante el pánico general solo servía para avivar las llamas de la sospecha.

El alguacil  Juan Sota Villarroel rondaba la casa como un perro guardián, sus ojos oscuros fijos en cada sombra, en cada ruido, su mano siempre cerca de la culata de su pistola de chispa. Su devoción por Chantal  era tan evidente como su angustia, y muchos se preguntaban si su celo no ocultaba un conocimiento culpable.

Las conversaciones en la hacienda y en el mísero poblado cercano giraban en torno a un único tema: el asesino del caballo. ¿Era un hombre, un demonio, una bestia salida del infierno? Las teorías eran tan variadas como descabelladas. Algunos culpaban a bandoleros desesperados, aunque la brutalidad de los crímenes no encajaba con el simple robo. Otros hablaban de un loco fugado de algún presidio lejano. Los más ancianos, sin embargo, recordaban viejas leyendas, historias de entidades oscuras que habitaban los montes y que a veces, cuando se rompían antiguos pactos o se cometían sacrilegios, salían a reclamar su tributo de sangre.

 El padrino de Chantal , escuchaba todo en silencio, sus ojos como ascuas en la penumbra de su bohío, situado en los límites del pueblo. A él acudían algunos en busca de protección, de amuletos o de alguna explicación que calmara sus miedos. Él les ofrecía hierbas para el susto y palabras ambiguas. 

«El mal tiene muchas caras», --indicaba, --«y a veces se viste con las ropas de la inocencia o se esconde a plena vista». Cuando le preguntaban directamente por el ser a caballo, su respuesta era aún más críptica: «Hay jinetes que no son de este mundo, y cabalgan en corceles forjados en el fuego del rencor y la venganza. Buscan algo que les fue arrebatado, o cumplen una condena eterna».

Una tarde, mientras revisaba unos legajos polvorientos en la biblioteca, Chantal  encontró un diario antiguo, encuadernado en cuero ajado, con las iniciales de su tío abuelo grabadas en la portada. Las primeras páginas hablaban de la fundación de la hacienda, de las dificultades iniciales, de la prosperidad. Pero a medida que avanzaba, la tinta se volvía más febril, las anotaciones más escuetas y ominosas. Hablaba de «sombras en los cañaverales», de «un pacto olvidado», de «una deuda de sangre». Y luego, una mención que heló la sangre de Chantal : la descripción de una epidemia de fiebres que había asolado la capital de provincia décadas atrás, y de una joven monja, apenas una niña de diecinueve años, que había llegado como un ángel y había obrado curaciones milagrosas, deteniendo la peste casi con la sola imposición de sus manos y limones que extraia quien sabe de adonde. La gente la llamaba la Santa de los Ojos Tristes. Y luego, tan misteriosamente como había aparecido, la monja había desaparecido sin dejar rastro. Su padre se preguntaba en el diario si su desaparición no estaría conectada con ciertos «eventos oscuros» que habían ocurrido en la hacienda por aquella misma época, eventos que no se atrevía a detallar.

Un escalofrío recorrió la espalda de la bella joven , no por el aire fresco que se colaba por los ventanales de la biblioteca, sino por la ominosa conexión que empezaba a tejerse en su mente. ¿Qué secretos guardaban los cimientos de aquella hacienda? ¿Y qué tenía que ver una monja desaparecida hacía décadas con el horror que ahora los atenazaba?

Esa misma noche, la bestia volvió a actuar. Esta vez, el objetivo fue más audaz, más terrorífico. No atacó en los campos lejanos, sino en el propio corral de la hacienda, a escasos metros de la casona. Los gritos de un mozo de cuadras alertaron a todos. Cuando el alguacil  y otros hombres armados llegaron al lugar, encontraron al muchacho en un rincón, balbuceando incoherencias, los ojos desorbitados por el pánico. No estaba herido físicamente, pero su mente parecía haberse quebrado. Y en el centro del corral, el caballo preferido de chantal, un noble animal andaluz, yacía muerto, su cuerpo horriblemente mutilado de la misma forma que las víctimas humanas. Las puertas del establo estaban destrozadas, como si una fuerza sobrehumana las hubiera reventado desde dentro.

El mensaje era claro: el ser no solo mataba, sino que se burlaba, se acercaba, demostraba que ningún lugar era seguro. Y había atacado algo que pertenecía directamente a Chantal.

La heredera, al ver a su caballo masacrado, no derramó una lágrima. Su rostro se contrajo en una máscara de fría determinación que al alguacil  le pareció aún más inquietante que el miedo abierto. 

«Esto no es obra de un simple loco», dijo en voz baja, su acento francés apenas perceptible. «Esto es algo más. Algo que quiere algo de esta hacienda. O de mí».

El padrino Reinaldo , que había llegado alertado por el tumulto, asintió lentamente.

 «La sangre llama a la sangre, niña. Y las deudas antiguas siempre se cobran». Sus ojos se posaron en Chantal , luego en el alguacil, y finalmente en la oscuridad que rodeaba la hacienda. «Parece que tiene cómplices», susurró, aunque nadie supo si se refería al ser del caballo o a las sombras que se movían entre los propios habitantes de la hacienda. «Y la noche es joven. Aún queda mucho por ver antes del amanecer, si es que alguno de nosotros llega a verlo».

--Pâdrino, arriesgastes mucho viniendo por ese camino solo.



La luna, antes oculta por las nubes, emergió de pronto, bañando la escena con una luz pálida y fantasmal. En el suelo, junto al caballo destrozado, algo brilló. 

El joven Alguacil  se acercó con cautela. Era un pequeño objeto metálico, un crucifijo de plata, antiguo y ennegrecido, con una inscripción apenas legible en latín. No pertenecía a nadie de la hacienda. ¿Lo había perdido el atacante? ¿O era una señal?

Chantal con un pañuelo  lo tomó, sus dedos se negaron a tocar el frío metal. Una extraña sensación la recorrió. El crucifijo parecía vibrar levemente en su mano. Levantó la vista hacia la oscuridad de los campos, donde el viento susurraba entre las cañas como un lamento. Sabía, con una certeza helada, que aquello no había terminado. El ser volvería. Y ella, de alguna manera, estaba en el centro de aquella espiral de horror y muerte. La hacienda ocultaba algo terrible, y ella, la heredera atea y extranjera, también guardaba sus propios secretos, secretos que quizás eran la llave para entender la pesadilla que se cernía sobre ellos, o la carnada que atraía a la bestia.

Nadie investigaba. Todos se acechaban, atacándose con indirectas, cada uno sospechoso a los ojos del otro. La única verdad la conocían las víctimas, y ellas ya no podían hablar. El terror sobrenatural era total, y el final de aquella noche, o de aquella era de espanto, estaba aún muy lejos de escribirse.


#@#@#@


Toda la comarca comenta en voz baja la situación de una hacienda donde ocurrio un asesinato ritual, la heredera una joven francesa muy bella llega a esa tierra llena de hechizos brujerías,y simultáneamente un ente maligno sobrenatural que asesina.

Nadie sabe que El ente busca una joven monja que recibió un don de inmortalidad y posee unas frutas sagradas. Si se destruyen esas frutas vendrá el caos,guerras,odios, como efectivamente sucederá en el futuro. Un joven y apuesto oficial del rey devotamente enamorado de esa bella joven la ayuda contra todos los hechizos vudu,brujerías,espíritus malignos y el ente sobrenatural que asesina aplastando a la gente con su peso.ChatGPT Plus

#@####

El padre Luis Rivero, un sencillo monje jesuita de claustro fue llamado a la Catedral de Santo Domingo Silenciosamente entró al despacho del cardenal y recibió el expediente, en el mismo silencio recibió la explicación del Cardenal.Debia dirigirse al Puerto de La Guaira y de ahí una penosa travesía al ardiente,caluroso y enfermizo Llano.

En un cuarto asignado, Luis Rivero Leyó y visualizo lo Leido

...

El viento ululaba como un espectro herido sobre el muelle de Cádiz, mientras Chantal Alvarez Montferrat, envuelta en su manto de terciopelo, contemplaba la línea negra del horizonte. La bruma del mar parecía surgir de la boca misma del infierno, y las velas de su navío —La Dama Roja— se hinchaban como pulmones moribundos.

A su lado, el notario abría y cerraba su libro de cuentas, nervioso.
—Mademoiselle —dijo en su tosco francés—, todo está en regla. El barco zarpará en cuanto la marea lo permita. Su hacienda, El Animal , la aguarda.

-- El idioma castellano es mi lengua original .Soy Española nacida en las Nuevas Tierras.

-- ES muy recomendable no recordar allá su estadía en Francia.

-- Estoy al tanto.

Chantal asintió, pero en sus ojos azules bailaba un temor inexplicable. Desde que recibió la noticia de su herencia, sueños oscuros la perseguían: pesadillas de árboles sangrantes, de hombres sin rostro, de un peso invisible que la aplastaba contra la tierra.

Sus padres habían muerto hacía meses víctimas de un asesinato ritual. Su tío, último de los Alvarez en Ultramar, había perecido en circunstancias aún más extrañas: el acta oficial hablaba de "accidente fortuito", pero los susurros de la corte mencionaban un ritual prohibido, una noche sin estrellas y un cadáver destrozado.

—El Anima .. —murmuró Chantal, casi para sí misma.

Una mano enguantada en cuero le ofreció la pluma. El contrato estaba listo. Con un gesto mecánico, firmó su nombre: Chantal Alvarez de Toledo du Chatelet, Su destino quedó sellado.

El navío crujió bajo sus pies cuando subió a bordo. Una bandada de cuervos cruzó el cielo, graznando como heraldos de mal agüero. El capitán, un viejo vasco de mirada dura, le dedicó una reverencia apenas perceptible.

—Navegaremos al Nuevo Mundo, señorita. Que Dios nos proteja.

Y mientras el ancla se levantaba y el puerto de Cádiz se disolvía en la neblina, Chantal sintió, por primera vez en su vida, que alguien —o algo— la observaba desde las profundidades.

... El monje jesuita murmuró una oración y siguió leyendo.

El grito se extinguió en el aire como una vela apagada a soplido brutal.

Chantal, con el corazón golpeándole las costillas, corrió tras Benito y los criados hacia el ala oeste. Atravesaron corredores donde las antorchas parpadeaban como si una boca invisible soplara contra ellas.

Llegaron a la sala de los sirvientes.
La puerta estaba destrozada, colgando de un solo gozno.

Dentro, el espectáculo era una pintura infernal.

Un cuerpo, aplastado contra el suelo, se desparramaba como una muñeca rota. Los huesos habían cedido bajo una presión imposible; la carne misma parecía fundida en la piedra. De su boca abierta brotaba un hilo de sangre espesa que se mezclaba con el polvo.

Chantal retrocedió, jadeando.

Benito, tembloroso, se santiguó.
—El Aplastador ha reclamado a otro.

—¿Quién era? —logró preguntar Chantal, aunque sentía que la garganta se le cerraba.

—Un mozo joven. Se atrevió a robar en la despensa consagrada. Las frutas...

El mayordomo dejó la frase colgar en el aire, como un cadáver en la horca.

Antes de que pudieran moverse, un segundo grito sonó desde los establos.

Los criados huyeron en estampida, dejando caer lámparas y jarras, que se quebraban en mil pedazos contra las piedras. Benito arrastró a Élodie consigo, alejándola de la escena.

—¡Debemos encerrarnos en la capilla! —gritó.

Corrieron. El viento pareció llenarse de susurros —no en ningún idioma humano—, y la sensación de un peso monstruoso se extendía por la casa, como si un dios antiguo bajara a aplastar a sus habitantes.

Al llegar a la capilla, Benito empujó las puertas y cerró el pestillo con un crujido.
Dentro, el aire era más denso, cargado de incienso viejo y humedad de siglos.

Chantal se arrodilló ante el altar, sin saber qué rezar.
—¿Estamos a salvo aquí? —preguntó.

Benito no respondió enseguida. Caminó hacia una hornacina donde descansaba una extraña reliquia: una manzana dorada, tan pulida que parecía vibrar bajo la escasa luz.

—Mientras esta fruta esté intacta —susurró—, el Aplastador no puede entrar aquí.

Élodie miró la fruta, hipnotizada.
Y entonces, escuchó un roce, como de pies descalzos sobre piedra, al otro lado de la puerta.

El ente estaba allí.
Esperando.





En 

Su , 



La única colonia de las trece colonias con una presencia católica significativa desde el principio fue Maryland, fundada en 1634 por Cecil Calvert como un refugio para católicos ingleses. La primera iglesia católica en Maryland fue la Capilla de San Ignacio en St. Mary's City, establecida en 1634, así que el domingo 27 de Agosto de 1702, a las 11 de la mañana, el sacerdote John Colvert agradeció que no hubo muertes ese fin de semana, que no murió ninguna mujer de parto, que los indígenas Piscataway y Nanticoke se mostraban más o menos amigables y la cosecha de tabaco estuvo buena.

Salió a la puerta de su Iglesia. Era un comunidad muy pequeña, medio tolerada por las autoridades inglesas, vio a la muchacha parada en medio del camino, era una joven novicia. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Era una joven novicia,de una belleza espiritual,diferente.

-- Bendiga me padre-- saludo la joven.

El sacerdote así lo hizo.

-- Soy María Serena.Traigo un regalo del señor si desea escucharme.

-- Entra hija-- invito el sacerdote y vio como María Serena entro y se arrodilló en el reclinatorio frente a la iglesia y comenzó a rezar.

Luego dijo.

-- necesito recibir la confesión.

-- Déjame cerrar la iglesia.

-- le suplico  no la cierre.

Un momento después el padre en el confesionario recibió la confesión de María Serena......

-





En el vasto y silente llano, donde el sol parece inmóvil sobre un cielo sin nubes, se decía que el mismísimo demonio cabalgaba sin descanso.Ya toda la comarca  Lo llamaban El Aplastador, un ente espectral envuelto en un poncho oscuro, montado sobre un corcel negro de ojos incandescentes, cuyas herraduras quemaban la tierra. No distinguía entre día y noche. Mataba por igual a pastores, viajeros o soldados. Su silueta se desdibujaba entre el polvo, pero sus ojos, oh, sus ojos eran brasas del infierno que consumían el alma de quien osara mirarlos directamente. Los pocos que habían sobrevivido a su presencia contaban que el aire se tornaba gélido a su paso, y que un olor a carne putrefacta y azufre impregnaba el ambiente, anunciando su llegada.

Era por esto que la hermosa Chantal Álvarez, armada de un mosquete y una espada de plata bendecida por el  sacerdote que había logrado sobrevivir en aquel pueblo maldito, se dirigía desde El Ánima al pueblo a buscar provisiones. Sus sirvientes habían huido semanas atrás, aterrorizados por los relatos de descuartizamientos y almas robadas. Solo la necesidad y el deber hacia su ama los había obligado a volver, aunque sus rostros demacrados revelaban que algo de su esencia había quedado atrapada en las sombras del camino.

Con su vestido de lino claro, protegido por una capa sencilla que ocultaba amuletos cosidos en los dobladillos, avanzaba en su carreta arrastrada por cuatro fuertes mulas, cuyos ojos habían sido pintados con símbolos de protección. Avanzaba por el camino entre el altísimo pajonal, observando con cautela los arbustos secos y los senderos desolados donde, según decían, las almas de las víctimas del Aplastador vagaban sin descanso, atrapadas entre este mundo y el más allá. Fue entonces, al doblar una curva del camino, que un caballo alazán emergió del polvo como una aparición.

—No debería estar aquí, señorita Álvarez. —La voz era grave, pero no sin dulzura. El hombre, erguido sobre su montura, llevaba uniforme colonial, sombrero de ala ancha y sable al cinto—. Reciba nuevamente mi saludo .

Era el Capitán Diego Sandoval, y le anuncio.

--patrullo este sendero. El asesino ha sido visto cerca. Lo estoy buscando.

Chantal alzó el rostro, sin temor. Ya había recibido la visita de él: valiente, estratega, y siempre en el lugar preciso antes de que ocurriera una tragedia. Sin embargo, algo en su mirada, demasiado intensa, demasiado fija, le provocaba un escalofrío que no podía explicar.

—No tengo opción, Capitán. Mis empleados no pueden esperar más tiempo. La hacienda se queda sin provisiones y los campos están secos como si una maldición hubiera caído sobre ellos.

Él la miró un momento, luego asintió con gravedad. Un cuervo graznó en la distancia, y por un instante, Chantal creyó ver una sombra pasar por el rostro del Capitán, como si algo oscuro habitara bajo su piel.

—Entonces no irá sola. La escoltaré y personalmente la cuidaré. No debe preocuparse, daré con el asesino. Lo juro por mi espada.

Cabalgaron juntos hasta la alcabala del pueblo. El pueblo parecía dormido en una siesta perpetua, sus calles polvorientas, su gente temerosa. Las ventanas estaban cerradas a pesar del calor, y cruces de madera colgaban sobre cada puerta. El silencio era tan denso que podía cortarse. Fue allí, en la plaza principal, donde Chantal lo vio. De pie, como si la esperara desde siempre, estaba Juan de la Sota Villarroel, el joven alguacil.La había visto llegar y se plantó en el camino real del pueblo


Alto, galán, hermoso en toda su estructura, con ojos que parecían conocer secretos antiguos y una cicatriz que cruzaba su mejilla izquierda, vestigio de un encuentro con lo sobrenatural que nadie se atrevía a mencionar. Chantal sintió cómo el mundo se silenciaba a su alrededor. Él la miró, y su mirada fue un fuego contenido, un abismo de deseo y advertencia. Pero no dijo palabra.

Ella esperó. Una palabra, un gesto. Nada. Solo el viento que movía su cabello negro como la noche sin luna.

Chantal descendió de la carreta con gracia, sintiendo el peso de la mirada de Juan sobre ella. 

Ella vio hacia la salida del pueblo. El Capitán Sandoval se mantuvo a distancia, observando la escena con una expresión indescifrable.

—Alguacil Villarroel —dijo ella finalmente, rompiendo el silencio que parecía haberse extendido por una eternidad—. No esperaba encontrarlo aquí.

Juan dio un paso hacia ella. Sus botas levantaron una pequeña nube de polvo que pareció danzar entre ellos como espíritus inquietos.

—Señorita Álvarez —respondió él con una voz que era como terciopelo sobre piedra—. El pueblo no es seguro para nadie estos días, menos aún para una mujer que viaja sola.

—No estoy sola —replicó ella, señalando hacia donde debería estar el Capitán Sandoval, pero al girarse, descubrió con sorpresa que había desaparecido sin dejar rastro—. El Capitán... estaba aquí hace un momento.

Juan entrecerró los ojos, escrutando el horizonte.

—¿Qué Capitán, señorita? No he visto a nadie acompañándola.

Un escalofrío recorrió la espalda de Chantal. ¿Acaso había imaginado la presencia del Capitán Sandoval? ¿O había algo más siniestro en su desaparición?

—El Capitán Diego Sandoval —casi  le dijo ella—.

Creo que alguien Me escoltó desde el cruce del pajonal hasta aquí. Hablamos durante todo el camino.

Juan palideció visiblemente, y su mano se movió instintivamente hacia la empuñadura de su espada.

—Quien la escoltó? Usted es una joven soltera.

El mundo pareció detenerse bajo los pies de Chantal. El aire se volvió denso, casi irrespirable. Las sombras a su alrededor parecieron alargarse, como dedos que intentaban alcanzarla.

—Eso no puede ser —murmuró ella, sintiendo que la realidad se desmoronaba a su alrededor, mirando sorprendida la entrada del pueblo—. 

—Hay cosas en este llano que no podemos comprender —dijo Juan, acercándose más a ella, tanto que podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo—. Espíritus que no encuentran descanso, entidades que toman formas familiares para atraer a sus víctimas.

Sus ojos, de un marrón profundo con destellos dorados, se clavaron en los de ella. Chantal sintió que podía perderse en esa mirada, que había algo hipnótico y peligroso en ella.

—¿Cómo puedo saber que usted es real, alguacil? —preguntó ella en un susurro—. ¿Cómo puedo confiar en lo que veo en este lugar maldito?

Juan extendió su mano y, con una delicadeza que contrastaba con su apariencia ruda, rozó la mejilla de Chantal con sus dedos. El contacto fue eléctrico, enviando ondas de calor por todo su cuerpo.

—Porque puedo tocarte —respondió él, abandonando las formalidades y siendo sincero. Total, estaba seguro que ella sabia.—. Los espectros pueden engañar a la vista, pero no pueden sentir. No pueden desear como yo te deseo desde el primer momento en que te vi llegar a estas tierras.

-- No se tome licencias Alguacil. Soy soltera y huérfana, Pero no tengo las costumbres de la corte de Versalles.

El alguacil no se desdijo de su declaración.

Detrás de Juan,en la puerta de la capilla, un joven de sotana negra y mirada inquisitiva los observaba , el recién llegado. Luis Rivero, el sacerdote desde la capital con el encargo de exorcizar el pueblo. Su rostro, viril pero duro, se torció en un gesto de sospecha y disgusto ante la escena que presenciaba.

—Esa mujer —murmuró para sí mismo—. Hay algo impuro en su presencia. Una atracción tan descarada y vulgar no es de Dios. Es obra del maligno, una tentación enviada para distraernos de nuestra misión sagrada.

Ambos miraron hacia la capilla.

Chantal sintió el juicio en su mirada, pero no comprendía por qué. Más desconcertante aún fue que el Capitán Sandoval hubiera desaparecido sin dejar rastro, como si nunca hubiera existido.

—Alguacil —dijo ella, recuperando la compostura—. Necesito provisiones para la hacienda. Mis empleados dependen de ello.

—Te acompañaré —respondió Juan, sin apartar su mirada de ella—. No es seguro que andes sola por el pueblo. Hay ojos que observan desde las sombras, y no todos pertenecen a los vivos.

—¿Qué sabe usted  del Aplastador? —preguntó Chantal mientras caminaban juntos por la calle principal, consciente de las miradas recelosas de los pocos habitantes que se atrevían a asomarse por sus ventanas.

Juan guardó silencio por un momento, como si sopesara cuánto podía revelar.

—Sé que no es un hombre —dijo finalmente—. Ningún ser humano podría hacer lo que él hace. Las víctimas... —su voz se quebró ligeramente— no solo son asesinadas. Sus almas son arrancadas de sus cuerpos. Quedan vacíos, como cáscaras.Usted misma-- ha sido testigo.

—¿Por qué no has huido como los demás? —preguntó ella, deteniéndose para mirarlo directamente.

—Por la misma razón que tú sigues en El Ánima —respondió él, con una intensidad que la estremeció—. Porque hay algo que nos ata a esta tierra . Un propósito, un destino que no podemos eludir.

Sus rostros estaban tan cerca que Chantal podía sentir su aliento cálido. Había algo magnético entre ellos, una conexión que trascendía lo físico.

—Hay secretos en tu hacienda, Chantal —continuó Juan, bajando la voz—. Secretos que podrían explicar por qué El Aplastador ha regresado después de tantos años. Tus padres conocía la verdad. Él fue quien lo contuvo la primera vez.

Chantal retrocedió un paso, sorprendida.

—¿Mi padre ? Nunca me habló de nada semejante.

—Porque quería protegerte —respondió Juan—. Pero ahora estás en el centro de todo esto. El Aplastador te busca a ti, específicamente hay algo en tus tierras que lo atrae Y yo he jurado protegerte, aunque me cueste la vida.

—¿Por qué harías algo así por mí? Apenas nos conocemos.No le he dado esas libertades-- respondió interiormente feliz. 

Juan tomó sus manos entre las suyas. Eran manos fuertes, marcadas por cicatrices antiguas que formaban símbolos extraños en sus palmas.

—Porque nuestras almas se conocen desde antes, Chantal. En otra vida, en otro tiempo, tú y yo enfrentamos juntos a esta oscuridad. Y fallamos. Ahora tenemos otra oportunidad.-- dijo con una sinceridad e intensidad muy impropia de el.


#@###@#@


En la capilla, la penumbra ofrecía un refugio tibio. Allí, sentada entre los bancos, una figura rezaba en eterno silencio: María Serena, la bella monja pálida y quieta como el mármol. Nadie recordaba su llegada. Nadie la vio comer, ni dormir. Pero siempre estaba ahí, rezando por el pueblo, sus labios moviéndose en oraciones que nadie podía escuchar.Y todo eso por qué solo algunos lograban ver a María Serena, la novicia que tenía los limoneros del señor.

Cerca del altar, una risa baja y sibilante se deslizó entre las sombras, como el siseo de una serpiente antigua.

—Pobrecilla... —dijo una voz cargada de veneno—. Rezas en vano. Yo ya tengo un plan para ese sacerdote de pureza frágil.


Era Ximena, la mujer de ojos oscuros y sonrisa rota, de belleza fulminante y aura infernal

Era Ximena, la mujer de ojos oscuros y sonrisa rota, de belleza fulminante y aura infernal. Su sombra no tocaba el suelo cuando se movía, sino que parecía flotar unos centímetros por encima, retorciéndose con vida propia. Su aliento era azufre y promesas prohibidas.

—Luis Rivero no resistirá —continuó, deslizándose por el pasillo central como humo negro—. Lo seduciré con duda, con deseo, con celos... empezando por la pequeña Chantal



. Haré que la vea como instrumento de perdición. Que confunda el amor verdadero con lujuria demoníaca. Y cuando su fe se quiebre, cuando dude de su Dios, entonces El Aplastador tendrá el camino libre para reclamar este pueblo.

María Serena 

María Serena


no respondió con palabras. Se levantó con la lentitud de los espectros, su hábito blanco inmaculado brillando con una luz propia que no provenía de las velas del altar. Sus pies no hacían ruido al moverse sobre el suelo de piedra.

—No podrás detener lo que ya está en marcha —siseó Ximena—. El pacto se selló con sangre hace generaciones. El Aplastador reclamará lo que le pertenece.

María Serena se detuvo frente a ella, sus ojos de un azul tan claro que parecían casi blancos.

—Mientras haya amor verdadero, hay esperanza —dijo con una voz que sonaba como campanas distantes—. Y tú lo sabes. Por eso temes a Chantal y a Juan. Por eso intentas corromper al sacerdote.

Ximena retrocedió, su belleza momentáneamente distorsionada por una mueca de odio puro.

—El amor no salvó a este pueblo la última vez. No lo salvará ahora.

María Serena cruzó la puerta principal de la iglesia sin responder, dejando tras de sí un rastro de luz tenue que se desvaneció rápidamente en la oscuridad.


#@#@#

En la calle, el sol del llano se hacía implacable, cayendo como plomo derretido sobre las cabezas de los pocos que se atrevían a desafiar su furia. Chantal conversaba con Juan, sus cuerpos más cerca de lo que dictaba el decoro, mientras Luis Rivero los observaba desde la distancia, su rostro contorsionado por una mezcla de fascinación y repulsión.

—Esa mujer tiene un poder sobre los hombres que no es natural —murmuró el sacerdote, apretando su crucifijo con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron blancos—

. Primero llegó acompañada por un Capitán, ahora el alguacil... Es como si pudiera doblar la voluntad de los hombres a su antojo.

El Capitán Sandoval apareció junto a él, silencioso como una sombra, observando la escena con una expresión indescifrable.

—Reciba mi saludo, Lo que usted vo y lo que ahora ve No es lo que parece, padre —dijo con voz hueca—. Hay fuerzas más antiguas que su Dios trabajando en este lugar.

Luis Rivero se sobresaltó, girándose hacia la voz. Por un instante, creyó ver a través del Capitán, como si fuera parcialmente transparente bajo la luz directa del sol.

—¿Quién es usted realmente? —preguntó el sacerdote, alzando su crucifijo—. En el nombre de Cristo, le ordeno que revele su verdadera naturaleza.

El Capitán sonrió, una sonrisa que no alcanzó sus ojos muertos.

—Soy un guardián, padre. Como usted. Solo que yo llevo mucho más tiempo en esta batalla.Estoy buscando un asesino. Ambos hombres vieron hacia la salida del pueblo.


Pero en el extremo de la calle, sobre la línea donde la tierra parece fundirse con el cielo, una figura siniestra emergió como un espejismo. Un jinete alto, envuelto en poncho negro, con sombrero inmenso que ocultaba su rostro en sombras impenetrables. Su caballo soltaba vapor por las narices, como una forja viva, y sus ojos brillaban con un fuego antinatural que parecía consumir la luz a su alrededor.

El aire se espesó, volviéndose denso como melaza. Las gallinas corrieron despavoridas, buscando refugio. Los perros gemían, ocultándose bajo los porches. Un frío sobrenatural descendió sobre la plaza, a pesar del sol abrasador.

El sacerdote levantó su crucifijo, que comenzó a sangrar entre sus dedos.

 María Serena avanzó hacia él con pasos etéreos.

—Padre. No lo mires —dijo con urgencia—. Si cruzas su mirada, ya no te pertenece el alma. Quedará atrapada en esos ojos de fuego por toda la eternidad.

Y en la calle...


Chantal, sin entender por qué, sintió una compulsión irresistible que la empujaba a dar un paso al frente, colocándose entre Juan y el espectro. En su interior, algo antiguo y poderoso se despertaba, un conocimiento heredado que fluía por su sangre como un río de fuego.

—Te conozco —susurró, y su voz pareció resonar con un poder que no era enteramente suyo—. Sé quién eres realmente.

El Aplastador detuvo su avance. Por primera vez en décadas, la criatura que había sembrado el terror en el llano parecía dudar.

Juan tomó la mano de Chantal, entrelazando sus dedos con los de ella. Una luz tenue comenzó a emanar de donde sus pieles se tocaban.

—Juntos —dijo él—. Como debió ser la primera vez.

El sacerdote Luis Rivero observaba la escena con horror y fascinación. En su mente, contaminada por las susurros venenosos de Ximena, lo que veía era una confirmación de sus peores temores: brujería, pactos demoníacos, seducción sobrenatural.

—¡Atrás, criatura del averno! —gritó, avanzando con su crucifijo en alto—. ¡No permitiré que corrompas más almas!

Pero no era al Aplastador a quien se dirigía, sino a Chantal.

El cielo se oscureció de repente, como si una mano gigantesca hubiera apagado el sol. El viento se levantó, arrastrando polvo y susurros de almas perdidas. El Aplastador alzó su rostro, y por un instante, bajo la sombra del sombrero, Chantal creyó ver un rostro familiar, un rostro que conocía desde su infancia.

—Esto no ha terminado —dijo una voz que parecía provenir de las profundidades de la tierra—. El pacto debe cumplirse. La sangre llama a la sangre.

Y con esas palabras, el jinete espectral giró su montura y se alejó al galope, dejando tras de sí un rastro de tierra quemada y el eco de un lamento que parecía contener todas las penas del mundo.

Chantal se volvió hacia Juan, sus ojos llenos de preguntas sin respuesta.

—¿Qué pacto? —preguntó—. ¿Qué sangre?

Juan miró hacia el horizonte, donde la figura del Aplastador se desvanecía entre el polvo y la distancia.

—La historia de tu familia y la mía está entrelazada con la de este pueblo desde su fundación —respondió con gravedad—. Hay un secreto enterrado en los cimientos de tu hacienda, un secreto que tu abuelo intentó llevarse a la tumba.

—Dímelo —exigió ella—. Necesito saber a qué nos enfrentamos.

Juan tomó su rostro entre sus manos, con una ternura que contrastaba con la tensión del momento.

—No aquí —dijo, mirando significativamente hacia el sacerdote, que se acercaba a ellos con determinación fanática en su mirada—. Esta noche, cuando la luna esté en lo alto, vendré a ti. Y entonces sabrás toda la verdad.

Luis Rivero llegó hasta ellos, su rostro contorsionado por una mezcla de miedo y resolución.

—Señorita Álvarez —dijo con voz temblorosa—. Debo insistir en que me acompañe a la iglesia. Por su propia seguridad... y por la salvación de su alma.

Chantal miró al sacerdote, luego a Juan, y finalmente hacia donde el Capitán Sandoval había estado observando, pero ya no había nadie allí.

—Por supuesto, padre —respondió con una calma que no sentía—. Pero primero debo conseguir las provisiones que vine a buscar. Mi gente depende de ello.

El sacerdote asintió, aunque la sospecha no abandonó sus ojos.

—La esperaré en la iglesia al atardecer. No falte, se lo ruego. Hay fuerzas oscuras trabajando en este pueblo, y temo que usted esté en el centro de todo.

Mientras el sacerdote se alejaba, María Serena  se inclinó para susurrar al oído del sacerdote

—Ten cuidado . Hay una mujer llamada  Ximena que desea envenenar su mente.


En el oído de Chantal una dulce voz le dijo

 Ve a la iglesia si debes, pero no confíes en nada de lo que te diga. Y espérame esta noche. Vendré por ti cuando las sombras sean más profundas.


Juan Villarroel aprovecho la situación y sacando valor de dónde no tenía le dijo.

Sus labios rozaron ligeramente la mejilla de Chantal, enviando una corriente eléctrica por todo su cuerpo. Luego se separó de ella y se alejó hacia la oficina del alguacil, su figura recortada contra el sol poniente.

Chantal se quedó sola en medio de la plaza, sintiendo que el mundo que conocía se desmoronaba a su alrededor. El viento trajo hasta ella el eco distante de cascos de caballo y, por un instante, creyó ver la silueta del Aplastador reflejada en el agua del abrevadero, observándola con ojos de fuego que prometían un reencuentro inevitable.

La noche se acercaba, y con ella, secretos que habían permanecido enterrados durante generaciones estaban a punto de salir a la luz. Secretos que podrían salvar al pueblo... o condenarlo para siempre.



Continuara en el Capítulo 9


https://e999erpc55autopublicado.blogspot.com/2025/06/novelas-p-sinopsis-el-llano-vasto-y.html?m=1




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Hola Amigos, Aquí Puedes Colocar tus comentarios de los posts

La Biorefineria Capitulo 2 y 3

Novelas Por Capitulos --- **III** [ https://youtu.be/tDB1qjmIW6 I]* Chrysolo, con la ayuda de sus panas revolucionarios, juntó algo de...