La joven lo miró en silencio, escrutándolo. El joven se quedó sin preguntas. En esos segundos, entre las ruinas, ambos se midieron, se desafiaron y se entendieron. Y él se rindió sin condiciones.
—Lo sé. Quieres que me entregue. Lo hago. La Convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra dice que debes cuidarme y mimarme, porque estoy herido… Profundamente herido en el corazón —bromeó Alexander intentando de nuevo hablar con la sinceridad que le nacía del alma.
La joven se retiró con una reverencia, sin responderle.
Alexander quedó solo en medio de las ruinas. Comenzó a reír con una alegría nueva, saboreando cada instante de esa sensación desconocida. Comprendió, analizó y vivió desde ese momento que, de repente, estaba profunda e irremediablemente enamorado por primera vez en su vida. Aunque se reprochó haber actuado como un perfecto idiota infantil en las dos ocasiones que estuvo con ella…
—Y tienes ojos negros —dijo, absolutamente hechizado, fascinado por la figura que momentos antes había abandonado el lugar.
Capítulo 7
Pasaron lentos y tediosos los largos días de calor…
“No voy a enamorarme. No voy a buscarla. No somos iguales. Ella es de otra cultura”, se repetía Alexander, intentando convencerse de por qué no debía buscarla, mientras saboreaba el despecho de no verla y cantaba a pleno pulmón, en medio de las ruinas, una canción mexicana que, sin saber por qué, de pronto amaba.
Inmune a las razones que se daba, tras noches de insomnio, recorrió Shanghái de punta a punta en busca de la hermosa joven. Hasta que la encontró.
Aunque era peligroso preguntar, regresó al hospital. Aguantó impávido el reclamo por haberse ido sin terminar el tratamiento y todos le dijeron quién era: “Madame Moonlight”. La cantante principal del Moonlight. El lugar favorito de los oficiales japoneses de alto rango.
Pues allí estaba él, frente al local, iluminado con bombillas rojas y amarillas, con varios autos militares estacionados en la puerta.
—“Lucero Luz de Luna” —dijo el joven en español, mirando el letrero del lugar una noche entre semana, retrocediendo sin entrar.
Se retiró y pasaron más días hasta que, prisionero de la gigantesca obsesión, luchaba contra sí mismo dándose razones.
“Son muy hermosas, pero no sé cómo acercarme. Es cantante allí, eso significa que tiene un protector… O un dueño con todos los derechos”, se justificaba mientras se daba un buen baño, vistiéndose con un traje sencillo sin corbata, repitiendo sin cesar:
“No voy. No voy. Definitivamente no me gusta. Solo tengo curiosidad por ver qué tan bien canta; la primera vez no lo hizo muy bien”.
Vanas razones. Por supuesto que le atrajo el físico de ella, era evidente que con tanta belleza había alguien en su vida. La necesidad de comprobarlo, la urgente curiosidad de verla otra vez en su ambiente, de tratar de conocerla, de saber de ella lo atacaba.
Salió sin pensar en nada y caminó muchas cuadras, mientras el crepúsculo caía lentamente en el ardiente verano de agosto en Shanghái.
Negándose a ir a verla, jurando no hacerlo jamás, convencido de que solo hacía turismo, llegó a la puerta del Moonlight.
“No voy a entrar”, dijo con firmeza, mirando las luces de neón. Y entonces, sin saber lo que hacía, entró en la atmósfera sombría y humeante del lugar.
Esa noche, Madame Moonlight cantaba una canción japonesa desgarradora y patética que dejó a los oficiales japoneses mirándola con ojos llorosos.
“No voy a sentarme. No voy a hablarle. No va a dominarme”, se dijo Alexander, avanzando entre el humo y los militares japoneses. La muchacha terminó de cantar, pasaron pocos minutos y una vez más, el escenario se oscureció, y un haz de luz blanca lo iluminó.
Una figura menuda, en un vestido ceñido, salió de nuevo a recibir los aplausos. Una rosa roja en el cabello, a juego con sus labios carmesí, impuso un silencio colosal. Comenzó a cantar, acompañada por un piano melancólico. Era una canción de amor entre enemigos, cuya única esperanza de felicidad era la muerte de ambos.
“Eso no es para mí, está dedicada al hombre que ama. De eso no hay duda”, se dijo Alexander, sintiendo lazos invisibles que lo obligaban a mirar a esa figura que lo atraía sin piedad, a pesar de un repentino ataque de celos.
“No me gusta. Definitivamente, no me gusta”, murmuró el joven, hipnotizado, sin perderse un solo detalle de ella. Sin darse cuenta, llegó hasta el borde del escenario, maldiciendo a Giacomo Puccini por escribir su historia en Madame Butterfly. Sin percatarse, tomó un vaso lleno de Old Suntory de la mano de un aviador japonés y lo bebió de un trago, repitiendo. Creía haber entendido algún gesto indicativo de la joven, una señal para que mirara en cierta dirección y dejara de ser imprudente, pues estaba parado en el borde del sencillo escenario.
Lanzó una mirada lateral y vio la mesa de los oficiales de alto rango. Vio un alto oficial. Todo Shanghái sabía de él. Namura.
Un repentino destello de comprensión le hizo advertir que, posiblemente, estaba al borde de algún peligro.
La joven, en un movimiento sobre el escenario, volvió a dirigir su mirada hacia aquella mesa.
Eso explicó rápidamente quién era la otra persona en cuestión.
Discretamente, Alexander se retiró, refugiándose entre el grupo de soldados japoneses que disfrutaban del espectáculo. Por desgracia, su estatura de 1,88 metros no lo ocultaba bien entre la baja talla de los militares.
Por su parte, el Comandante del distrito militar japonés de Shanghái, un hombre anciano de rostro sombrío, golpeaba pensativo su copa con un dedo mientras observaba a la joven cantar, disfrazada y transfigurada por el dolor. Parecía entender su tormentosa historia de amor: solo él, y nadie más.
«Ese es Namura. Hablé con él la otra noche en la reunión de negocios», se dijo el joven, distinguiendo a lo lejos —pese al humo y la luz tenue— las insignias del otro. Las únicas en todo Shanghái.
Momentos antes…
Madame agradeció con una leve sonrisa. Ojeó el auditorio. Reconoció la silueta erguida justo frente al escenario. Alexander la miraba con la boca abierta. Parecía no haber visto jamás a una mujer de otra raza.
Un sentimiento que siempre la asaltaba, y que ahora se intensificaba. No entendía por qué él le resultaba tan familiar, tan íntimo, como si hubiera esperado siempre que estuviera frente a ella.
A propósito, esbozó una sonrisa espectacular que iluminó sus facciones. Se acercó a su pianista y le susurró algo al oído. Inmediatamente, hizo un cambio total: cantó, rio, bailó, giró y se convirtió de nuevo en Madame Moonlight, en todo su esplendor coqueto y sensual que no siempre mostraba al público.
«No tiene nada que ver conmigo, es parte de su espectáculo, y ya dejó claro que ella y Namura… ¡Maldición!», pensó Alexander, en trance y tragando saliva. Comprendió que debía irse de inmediato, observando la vertiginosa evolución de la única reina de las noches pecaminosas en el Shanghái en guerra.
La joven terminó. Un huracán de vítores y aplausos estalló. Varios oficiales que conocían la tragedia personal de Namura lo felicitaron, y un grupo de pilotos —apartando al joven catatónico— subió al escenario, la alzó en hombros y la llevó, entre aclamaciones, hasta la mesa del general.
«El general Takeo Namura lo invita a su mesa», le dijo un joven coronel al muchacho, que se dirigía a la puerta para marcharse.
Sin dejar de maldecir, en silencio, se acercó a la mesa del Comandante.
«Reciba mis saludos, Excelencia. Un honor que no merezco es su invitación», dijo Alexander con firmeza y extrema cortesía al general.
Con un gesto, el general le indicó que se sentara. Un lujo para un simple ciudadano.
«Es usted muy modesto, lo vi hablando en la reunión de comerciantes que buscan ayudarnos. Ese detalle es muy importante para nosotros», le dijo el militar, para que entendiera por el medio de la calle la magnitud de la capacidad de recordar que tenía el peligroso hombre.
Acto seguido, el propio general sirvió un whisky japonés para él y otro para la chica.
La joven se atrevió a agradecer al General con una sonrisa e ignoró al joven invitado. Era una indicación muy explícita para Alexander.
Significaba: «Compórtate y no seas demasiado listo, la chica tiene un pretendiente, y es uno muy peligroso», pensó el joven, comprendiendo el gesto.
La muchacha fue presentada al joven comerciante, quien la saludó con cortesía. No admirarla era peligroso, pues constituía un insulto a Namura. Mostrar demasiado interés en ella también era un insulto a Namura. Todo porque nadie entendía a los japoneses, y tal ignorancia invariablemente significaba la muerte para el incauto.
Namura conversó distante un rato, entre risas corteses y aprobación de los oficiales. Hizo las preguntas habituales acerca de su pasión.
se vio obligado a quedarse, sin poder dirigirle ni una sola palabra hasta que se despidió y fue al baño.
Para ser testigo de ver a Namura golpeando la puerta del camerino.
--- Yo soy tu marido. Yo soy tu dueño.No voy aceptar que seas de nadie ERES MIA-- grito el beodo estrellado una botella de champan contra la puerta y marchando se difícilmente con pasos de beodo.
Una vez que se fue, Alexander fue a la puerta y le dijo en inglés.
-- Es mi turno de extrellar la botella.
La puerta se abrió inmediatamente para enseñar la divina y preciosa figura de Marina.
-- Se que es lo que quieres.No te lo voy a dar-- le dijo casi con odio
E inmediatamente trancó la puerta llevándose las manos al pecho con angustia.
—¿Te identificaron? —preguntó la joven, ya inmersa en su realidad diaria, sentándose junto a la otra.
—Seguramente sí, y desde hace mucho tiempo. Necesito esconderme; nuestras casas seguras están cayendo una tras otra. Tengo los planes de evacuación para los pilotos estadounidenses que están en el campamento. Tenemos que llevarlos a la prisión para organizar la fuga.
—¿Los memorizaste?
—No puedo. Son demasiados. Tienes que leerlos con calma.
—Estamos dos pasos atrás —dijo Marina, sintiendo la preocupación de la otra mujer.
—¿La otra voz? —preguntó la doctora.
—Es mi mayor dolor y la causa de mi desgracia —dijo Marina con otro suspiro trágico…
—¿Qué tan grave es? —preguntó la otra, comprendiendo perfectamente.
—Catastrófico —dijo Marina, estallando en lágrimas, aterrorizada por lo que quería hacer si el doctor no hubiera estado allí.
La mujer con un gesto preguntó.
—Es un hombre obstinado que aparece cada diez años para robar mi alma, marchitar mi corazón e inflamar mi locura. Lo amo, y no sé por qué. Él no siente lo mismo. Solo quiere saciar su lujuria en mí. Lo sé. Va a pasar. Sé que va a pasar.No puedo defenderme de el .
La otra, a pesar de lo grave de la situación, no pudo menos que reírse muy quedamente.
—Le tengo miedo, es algo muy poderoso que me pone inquieta, nerviosa. Hoy bailó conmigo y sentí que me robaba el alma, me deja indefensa cuando lo veo —finalizó ella con fatalismo.
—Pero, ¿cómo conoces a ese extranjero? Mira que tienes sorpresas.
III
Muy temprano por la mañana y en medio de una resaca, despertó desorientado; sin duda, el sake era un licor más que traicionero y peligroso… la sed lo quemaba; recordaba más o menos. La fiesta terminó, todos estaban demasiado borrachos, Madame Moonlight se había alejado tambaleándose y descalza, y un efusivo Namura se ofreció a llevarlo a casa. Luego la vio en bata transparente y entendió que nunca más podría librarse de su hechizo. Era cierto lo que dijo Namura, él era el otro ejemplo.
I
El aterrador ruido de un motor Nissan Tipo 94 lo activó de nuevo. Le trajeron una camilla, ropa, una estufa portátil, comida y agua para varios días, y luego se fueron. Un regalo del soldado japonés que lo trajo. El joven soldado japonés que lo trajo por primera vez se lo dio de regalo.
Le pediría algo después, porque nada de los japoneses era gratis. ¿Quizás Namura? Por otro lado, sabía lo inteligentes y perspicaces que eran los japoneses. Su propia actitud torpe y la de la joven. Ambos se comportaron como adolescentes. Ahora, sin duda, Namura lo elevaría al estatus de rival.
También le obsequiaría regalos para luego matarlo a la primera oportunidad y no perder la cara. Después de que los soldados japoneses se fueron, contempló todo lo que le enviaron…
Podría tener un buen desayuno. Casi de inmediato, la sintió. No necesitaba verla. Sabía que estaba allí. Se giró rápidamente para ver el lugar que hasta un momento antes había estado vacío.
—Saludos, señorita. Un placer indiscutible su visita —dijo con voz temblorosa de emoción, sintiendo que sus rodillas se debilitaban misteriosamente; como experto en mujeres, sabía que no podía mostrarse ansioso, que tenía que controlarse, que tenía que transmitir una sensación de seguridad. Al diablo con eso. Estaba fuera de control y no lo ocultó, ni lo más mínimo, y no le importó en absoluto. Lo que haría sería dejar de decir estupideces infantiles cada vez que la viera.
—Reciba mis saludos, señor Alexander. El motivo de mi visita es decirle que necesito un favor —lo saludó ella, su suave voz oculta por el inmenso sombrero campesino.
—Por supuesto. Toda mi fortuna es suya —observó la evolución de la muchacha que presentó a otra persona silenciosa y lastimosa.
—Es mi familia —le anunció Madame Moonlight—. Está en desgracia.
Alexander palideció. En silencio, miró a las dos mujeres. Entendió que la desconocida no era una pequeña monja de caridad. Había algo en el rostro de la otra mujer que indicaba liderazgo y compromiso. La joven ya sabía el efecto que tenía en él y se aprovechaba despiadadamente. Era un camino que comenzaba de una manera, y él no sabía cómo terminaría.
—Quiero señalar que será peligroso… pero sabré ser agradecida —explicó Madame suficientemente desde debajo de su sombrero. Estaba dispuesta a pagar el sacrificio que Alexander anhelaba sin ocultarlo cada vez que la veía. Alexander negó con la cabeza con un gesto y una sonrisa. Lucharía contra el mismísimo diablo para complacerla.
—No tengo mucho que ofrecer. Pero todo saldrá bien según su deseo —dijo, mirando fascinado a la muchacha.
—Ella necesita respeto —anunció Madame Moonlight, acercándose con la otra, con un distante atisbo de celos, observando cómo la doctora contemplaba el atractivo del hombre, que no podía deshacerse de su atuendo de pícaro.
—Soy un caballero —mintió el hombre descaradamente, evaluando a la otra mujer. Pero de repente, el mundo giró a su alrededor y se desplomó larga y duramente en el suelo.
Horas después, la doctora Xia Jiang esperó a que el hombre se recuperara; lo había vendado de nuevo, y entre los dos, llevaron laboriosamente al hombre a su catre recién llegado. Alexander despertó.
Pudo vislumbrar la angustia desesperada de la joven, que ella enmascaró inmediatamente en un rostro de cera cuando él despertó por completo.
—Estaba inconsciente; debería descansar y no hacer trabajos manuales; además, el trabajo médico que le hicieron es muy mediocre —explicó la atractiva mujer en perfecto inglés.
—¡Vaya! Una doctora —dijo Alexander agradecido, entendiendo que incluso entre enemigos puede haber entendimiento.
—Es obvio que la infinita cantidad de licor japonés tuvo un efecto brutal. Ahora que está bien, debo irme —dijo Madame Moonlight de inmediato para escapar al dominio del hombre.
—Siempre será bienvenida —dijo el hombre, mirándola imperiosamente, buscando unirse a ella, con una nueva costumbre de volverse íntimo, ignorando la presencia de los demás.
—Vendré a visitar a mi familia; ella se encargará de su extrema fragilidad —respondió la joven irónicamente, dándole una mirada desafiante e inescrutable, divertida a pesar de sí misma al ver cómo él claramente se desmoronaba en su presencia.
Alexander quedó devastado al ver desaparecer a Madame Moonlight. La enigmática doctora lo miró en silencio. La actitud del hombre parecía la de un adolescente enamorado de una hermosa actriz. Ella le mostró el pequeño camino. —Las chicas chinas son muy difíciles de entender —indicó suavemente.
—Ni siquiera quiero imaginar lo que haré la semana que viene —respondió el joven, asustado, recapitulando las cosas que había hecho por Madame. Si los japoneses se enteraban, los cortarían en pedazos con una hoja de afeitar. No se engañaba ni por un segundo sobre las actividades de la doctora y estaba entendiendo que la joven cantante tenía una doble vida. Tal cual como él estaba a punto de iniciar. Afán de aventura, curiosidad y la urgente necesidad de ver qué tal era Marina en la cama.
Además, la invitación de Namura en la noche anterior indicaba una cosa: “Sé que la conoces. Te estoy vigilando. Ni se te ocurra meterte con la chica. Es mía”.
—Pues no sé cómo, pero ella es mía, y ya la tengo aquí en mi casa, eso no va a cambiar —pensó Alexander, tragando saliva con dificultad.
—Ella sufre mucho. Las cosas no son lo que parecen. Tiene que lidiar con Namura todos los días; eso no la salva de los deseos de otros interesados que quieren todo de ella excepto lo que es necesario para una mujer —explicó la doctora mientras analizaba su nuevo hogar, ignorando el hecho de que Alexander más o menos entendía de qué se trataba todo.
—Bueno, llevo varios días sin encontrar mi mundo como siempre ha sido —se quejó, mirando el hueco por donde se fue la muchacha.
—La sabiduría antigua dice que el culpable de las penas de amor debe sufrir un poco para compensar el daño causado por la pasión.
Alexander guardó silencio y frunció el ceño. En el aire vio la imagen de Madame Moonlight en casa de su madre, tranquila, feliz y sonriendo como una niña. ¡Era verdad! Parecía como si hubiera conocido a esta joven toda su vida. Parecía como si siempre la hubiera esperado. No dejaría de luchar por tenerla.
Capítulo Nueve
Una semana después, Namura escribió un poema cursi disculpándose con la inconquistable Madame Moonlight. Las actuaciones eran los jueves y sábados en el local, y no se habían visto desde entonces; desde la perspectiva del general, era un abandono de la frágil joven.
Sentado en un silencio respetuoso, Alexander Enrique aguardaba para entrar al despacho del General. Tenía una cita con Namura. La guerra aún no terminaba, y el campo de batalla seguía indeciso en muchos frentes. Sabía que los japoneses habían tomado Filipinas y las Indias Orientales Holandesas entre abril y mayo, pero también que Japón había sufrido dos derrotas estrepitosas: una en mayo, en el Mar del Coral, y otra apenas en junio, en Midway.
Sin embargo, los japoneses también habían asestado un golpe certero: en mayo, tomaron Birmania, cortando los suministros a las tropas de resistencia china. A pesar de tener carta blanca, Alexander sabía que debía escapar. Quedarse más tiempo significaba involucrarse demasiado, y la línea entre traidor y mercader se desdibujaba peligrosamente. Escapar y ver cómo estaba Marina. Aunque ella tramaba otros planes con él.
Mucho oro le costaron los informes japoneses, metódicos y detallados, que explicaban las batallas en el Pacífico. Ganaban algunas, perdían otras.
Madame Moonlight le había mostrado un movimiento. Una mujer a la que debía ocultar. ¿Espía china? ¿Familia? ¿En desgracia? ¿Qué significaba eso?
Tenía que ser más astuto y jugar al ajedrez con maestría. Mientras tanto, a pesar de que apenas comenzaba el calor sofocante de septiembre de 1942, esa misma mañana un grupo de B-24 Mitchell bombardeó los muelles de Shanghái.
Pero el General Namura solo esperaba que el tango desgarrador de Madame Moonlight no le trajera consecuencias. Sacado de sus pensamientos, un asistente le indicó que podía entrar al despacho de Namura.
—Bienvenido, señor Cavendish. Por favor, tome asiento —saludó Namura.
Tras una reverencia, Alexander se sentó. Namura no perdió tiempo.
—La situación es grave. Necesito la ayuda de todos. Usted es un comerciante y ha arriesgado mucho ayudándonos. Hasta fue víctima de un atentado. Hubo sobrevivientes, fueron secuestrados por los comunistas. Nuestros chicos de la Kempeitai están investigando —explicó el general, mirándolo desde detrás de su imponente escritorio.
“Qué oportuno”, pensó Alexander.
—Entonces, está bajo mi jurisdicción —continuó Namura—, y requiero su ayuda. Siempre hay diferencias de conceptos. Obviamente, no soy como mi predecesor, Matsui Iwake. Para mí, la parte económica es crucial para ganar la guerra. Shanghái es un puerto, pero hay cosas que llegan a Tientsin y las necesito aquí. Usted es mercader y quiere comprar y vender. ¿Desea ir a Tientsin a hacer negocios y ver qué podría ayudar a nuestros esfuerzos?
“Me envía directo a la muerte. No quiere rivales”, pensó Alexander, observando al comandante inescrutable, que se dignaba a darle la orden en persona, no a través de subordinados. Estaban en medio de una guerra, pero ahora comenzaban otra.
Por eso el inalcanzable comandante siempre quería verlo directamente. La lucha era por la chica. Ambos lo entendían así.
—El viaje debe ser por tierra. No puedo enviarlo por aire ni por mar —explicó Namura, encendiendo un largo cigarrillo inglés.
—Será un placer —respondió el joven, sin saber qué había en Tientsin que no estuviera en Shanghái, un puerto más grande.
—Eso es todo. No hace falta decir que recibirá toda mi ayuda para cumplir su misión.
Alexander se puso de pie, saludó militarmente y se giró para salir. Era mejor no explicar. Caminó, sintiendo lo que se siente un minuto antes de ser decapitado.
Mientras era transportado por un rickshaw por las calles desiertas, se felicitó con amargura.
“Lo lograste. Eso es justo lo que siempre haces. Eso es justo lo que siempre sabes hacer”, se dijo, porque desde ese momento tenía toda, pero absolutamente toda, la atención del General Namura sobre él.
Alexander comprendió rápidamente la magnitud del favor que Marina Leung Ba le pedía. Sin pudor, la doctora comenzó a reunirse con conspiradores en su propia casa. Los presentaba a todos como primos, sobrinos, tíos, hermanos, haciendo que el médico pareciera uno de los seres más prolíficos de Shanghái y llenándolo de admiración por la despreocupación de ella en sus tareas.
Así, Alexander se enteró de un plan que, si la policía secreta japonesa lo descubría, sería el golpe del año. Oculto, escuchó los preparativos de la trama. El dolor de cabeza seguía siendo conseguir el mapa de ruta de escape de la prisión y entregárselo al oficial al mando de los prisioneros.
Sería una misión suicida. La idea era entregar el mapa de escape y suicidarse para no dejar cabos sueltos.
Los americanos estaban en la prisión militar ubicada en el centro de un aeródromo militar japonés, que defendía todo el sector del cuadrante de Shanghái. Todos sabían que los pocos Mitsubishi Zeros del campamento y sus pilotos participaban en los bombardeos a los campamentos de guerrillas rebeldes chinas e interceptaban, como podían, los aviones de los Tigres Voladores americanos.
Hacían esas dos cosas muy mal, pero lo que hacían extraordinariamente bien era custodiar celosamente a los prisioneros americanos para evitar que escaparan.
¿Cómo entrar? ¿Cómo suicidarse sin dejar cabos sueltos? Todos los presentes en la reunión se mantuvieron en un tenso silencio, incapaces de decidir. Al final, lo dejaron en manos del azar. Colocaron una botella vacía de cerveza sobre la mesa, la hicieron girar… y el destino señaló sin titubeos a quién llevaría a cabo la misión.
Se detuvo apuntando directamente a Marina Leung Ba, quien se había colocado detrás del grupo sin que estos se dieran cuenta.
—Lo haré —dijo la joven con firmeza, mirando la botella que acababa de sellar su suerte.
—No —ordenó la doctora—. Eres muy valiosa en el trabajo con Namura. Esa línea no se puede perder.
—Cuando aceptamos desafíos, también aceptamos todos sus riesgos. Yo entregaré el mapa —concluyó ella, cubriendo la sala con un silencio denso como el humo de los incendios en la ciudad.
Alexander, que había escuchado toda la planificación en secreto, sintió que algo helado le recorría el pecho. El temor lo paralizó. No sabían que él había oído cada palabra.
Po Leung Ba estaba más que orgulloso de pertenecer al Ejército de Paz, los llamados Hanjian (和平建国军, Fuerzas de Construcción de la Paz). Se sentía japonés, aunque hubiese nacido en Nankín. Era un veterano oficial de inteligencia, lo que lo había llevado a colaborar estrechamente con la temida Kempeitai (憲兵隊, “Cuerpo de Soldados de la Ley”), la policía militar japonesa.
continuara
gracias por tu lectura. aqui estan nuestros trabajos
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Hola Amigos, Aquí Puedes Colocar tus comentarios de los posts