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viernes, 10 de octubre de 2025

La Esquina. Parte B. Capitulo 3, 4

Nove

Capítulo 3



La Esquina. Parte B. Capitulo 3, 4


El lunes ella llegó a mi precinto. Mis compañeros no dejaron de silbar e hicieron los respectivos comentarios.

—Vaya, vaya. Mira qué trucos traes desde la selva.

—¡Esa sí es una hembra! —dijo con gesto de asentimiento un motorizado de la sección vial.




—Se va a casar, se va a casar. Por aquí hay un tonto que se va a casar —dijo otro, remedando la marcha nupcial.

Tonterías. Ella estaba detrás de sus inmensos lentes negros y el pelo envuelto en una pañoleta. No indicaba nada. Simplemente se veía preciosa.

Nos fuimos por la autopista, hablamos de todo y nada, coincidíamos en muchas cosas, escuchábamos las canciones de Cindy Lauper y Scorpions. Subimos a la montaña, comimos salchichas alemanas, nos reímos, disfrutamos. Me derritió verla a la luz del día, descansada, sin maquillaje ni peluca. Tal vez sus ojos eran algo separados, avellana e inmensos; quizás su nariz no era tan perfecta; a lo mejor su rostro era muy ovalado, pero bella en su conjunto. Estaba espectacularmente divina en shorts y botas militares de charol.

Casi estuve tentado a comprar una caja de crema dental y un galón de champú. Me encantaba que también hablaba sin acento, con una voz suave y algo profunda. Después, parada en el borde del mirador, en medio de la brisa fría, me cantó:

«El color de mi vida cambió desde que tú llegaste…

El color de mi vida cambió desde que tú llegaste…»

Llegamos de noche. Me invitó a cenar a su apartamento. Después me llevaría al precinto. Pero la inmensa pizza que pidió me demostró que no había ningún plato más. Debería seguir intentándolo. Por esta noche, definitivamente, no habría más.

Cuando salimos del apartamento era todavía temprano.

—¡Está ahí! —gritó repentinamente, señalando con el dedo—. ¡Mírala!

—¿Dónde? —vi mucha gente caminando, pero nadie viéndonos.

—¡Está ahí! —me insistió, totalmente fuera de sí, llorando a mares y con la respiración agitada—. Me mira y se ríe.

—Está bien, está bien —acepté.

—Vamos a devolvernos —propuse, entendiendo que la excusa era para que después de todo me regalara mis tres platos. Eso estaría bien. Sexo salvaje y profundo.

Ella asintió, se devolvió violentamente, dando la vuelta a la manzana. Llegamos nuevamente al apartamento.

Mis esperanzas se esfumaron al comprobar que era verdad. La chica estaba aterrorizada. Quería estar acompañada, pero no de la manera que pensé. Se fue a dormir, trancándose en el cuarto, después de darme una colcha para dormir en la sala. Una bailarina exótica cuidándose de un policía novato. ¡Solo yo!

Pasaron las horas y me dormité. A las dos y media me desperté. Fui a la ventana con intención de trancarla. Hacía frío de verdad... Me asomé y comprobé que no había edificios que me quitasen la vista. Veía la esquina. Veía la esquina de arriba. Inclusive inclinándome un poco más podía ver la esquina de más arriba y toda la calle hacia abajo, hasta las luces lejanas del Tucán. En la esquina de arriba estaba un vendedor nocturno de hot dogs y dos taxis. En la de más abajo unos ruidosos estudiantes bebían licor. Solo la esquina en medio de ambas estaba sola y semialumbrada.

Creo que me dormité unos cinco minutos recostado en la ventana y volví a despertar.

Miré. Ya no estaba el vendedor de hot dogs, ni los taxis, ni allá más abajo los chicos bebiendo. Vi la esquina y ahí estaba ella. Estaba de espaldas. Estaba inmóvil. Lentamente se volteó y me miró. Sé que me miró. Sabía que yo la miraba agazapado desde el balcón. Lamenté no tener las llaves del apartamento y no poder despertar a Argelia, quien en su miedo puso llaves y candados. Pero no importa. Mañana la atraparé.

I



Desperté con dos disgustos. El primero fue entender que la chica que bailó la canción de Billy Paul lo hizo desde el balcón del apartamento de Argelia. Pero estaba convencido de que no era Argelia.

El segundo disgusto fue haber recorrido medio país durante la mayor parte de mi vida para quedar hechizado por una bailarina de piernas perfectas, sin marcas, que danzaba casi desnuda en un night club de tercera, demasiado cerca de lo que alguna vez fue mi hogar. No es una buena decisión. Puede que sea una relación temporal, a medios tiempos, pero no lo deseo así. Quiero algo más. No puedo comentar nada en el precinto; puedo imaginar los comentarios:

—¿No le diste el champú y la crema dental?

—Si quieres, yo te presto el dólar y vamos los dos.

—Saliste con ella y no la llevaste a la cama. Eres gafo, ¿o qué?

—¿Vas a vivir con ella? ¿Qué harás cuando lleve los novios a casa?

—Stalin, el reno. Cien mil cuernos.

—Te va a dejar sentado en la acera, sin un céntimo.

—Esas fingen los polvos. Ya no sienten nada de tanto macho.

Aparté todos esos pensamientos, sentado en la parte posterior de una Great Wall Tank 4x4 híbrida diésel, justo en la esquina. Miré mi reloj: las dos de la madrugada en punto. Estaba en el asiento del copiloto, junto a la puerta que daba a la calle. Los vidrios polarizados eran muy oscuros; nadie desde afuera podía verme. A través de la ventanilla, vi el balcón del apartamento de Argelia. La única manera de que una chica hubiera bailado tan violentamente en un espacio tan reducido era que lo hubiera hecho en los bordes de las barandas… o fuera de ellas.

Semidormitaba a ratos, maldiciendo una vez más no haber entrado en el cuarto de Argelia. Soñé viéndola bailar en el escenario. Veía cómo subían los hombres, le quitaban la tanga, la besaban. Ella reía y los incitaba. Lujuriosamente, les abría los pantalones y, a su vez, abría su bella boca a todo dar. Yo subí al escenario, abriendo mi bragueta. A mí me dijo:

—No. No. Tú no —agitando sus manos negativamente, mientras se agarraba sus inmensos senos para meterlos en la boca de un negro libidinoso.

Me desperté sudando. Tendría que bajar un poco la ventanilla.

Sentí el golpe en el vidrio trasero de la camioneta, que estalló. Vi la cara de una mujer aplastada contra la ventanilla trasera.

—No puede ser. No puede ser. —Salí como pude, casi cayéndome de la camioneta. Era la cara de… ¡NO PUEDE SER!

Era Pura, que gemía ruidosamente de placer. Detrás de ella, el Polaco la cabalgaba brutalmente. Ella gritaba mientras me veía, riéndose.

—¡Más, más, monstruo! —gemía, agitando su pelo frenéticamente—. ¡Soy una puta, soy una puta!

El Polaco me miró y dejó de hacerlo. Saltó del cajón de la camioneta a la calle, casi frente a mí, caminando torpemente hacia donde me encontraba, confundido y paralizado.

—¡Tú, maldito maricón! ¿También te quieres coger a mi Pura? ¡Toma! —me dijo, descargando un derechazo contra mí, haciendo que mi pistola saltara a cualquier lado.

Me proyectó como un papel contra el piso y la emprendió a patadas, impidiéndome defenderme de la lluvia de golpes. Buscaba evadirlo, pero no lo conseguía. Se movía a una velocidad muy superior a la de cualquier humano.

—¡Dale, papi! ¡Él es malo! ¡Viene contra nosotros! —gritaba Pura, riendo divertida, alumbrada por la luna, parada junto a él—. Quiere hacérmelo a mí y no casarse conmigo.

El Polaco continuó dándome una salvaje paliza hasta que fui cayendo en un vacío. Mientras descendía por puertas y puertas, recordé que, en los amaneceres de mi casa, a esa hora siempre cantaban los gallos. Ahora, no. Silencio. Silencio total.

CAPÍTULO 4

Desperté recordando algo como un sueño. Estoy casi seguro de que alguien parecido a Pura me cantaba una vieja canción desde la ventana de la habitación del hospital.



Terminé de despertar sintiéndome como si el Real Madrid y el Barcelona hubieran jugado la final de la Copa del Rey encima de mí.

Mi comandante, al otro lado de la cama, mantenía una expresión de fría y angustiosa furia. Tenía esa mirada fija que decía: “Otro policía que se perdería en manos de una buscona”. Esos eran los consejos durante las pasantías: nunca enamorarse de una bailarina, ni de una delincuente, ni de una militante feminista woke de cristal.

—Tranquilo, amor. Ya todo está bien —me arrulló Argelia con un tono que me hizo oír pajaritos, acompañado de una pequeña sonrisa nerviosa. Tiene que ganar puntos ante mi jefe, quien mantenía el poema grabado en la cara—. Solo fueron unos golpes.

La miré sin comprender. Era Argelia, junto a mí. Tenía aspecto cansado. Se notaba que llevaba muchas horas cuidándome.

Miré, aterrado, a mi jefe. Ojalá no se me haya salido nada. ¿Golpes? Sí. Pero golpes dados por un muerto. Me dio durísimo.

—Oye, jovencito —me dijo con voz grave, sin cortapisas, y una expresión que podría derretir un MBT chino—. Me tienes que explicar muchas cosas. ¿Es este el caso del acoso o estás metido en algo más? No he visto ningún informe tuyo desde que esta joven hizo la denuncia. Aparte de eso, desvalijaron la camioneta y se robaron tu arma... con tu insignia. Te puedes imaginar cómo están tus puntos conmigo.

Cuando las cosas están así, lo mejor es quedarse callado. Al salir, mi jefe me miró de reojo con un gesto que decía: “De paso estás”, dirigiéndose hacia la silenciosa Argelia.


I

Al darme de alta, Argelia decidió que no volviera al precinto.

He pasado algunos días descansando en su apartamento. Siempre se va a trabajar a finales de la tarde y regresa puntualmente en la madrugada. A veces trae amigas. Es muy buena ama de casa. No parece una bailarina exótica cuando está en shorts y limpiando el piso. Es una joven ama de casa contenta porque su compañero está ahí cuidándola.

Vi los noticiarios con el énfasis puesto en mi salida del hospital. Las cámaras pegadas al trasero, senos y caderas de Argelia. Los comentarios. El sector maldito y sus misteriosos accidentes. Los vecinos no quieren hablar. Bla, bla, bla.

Por supuesto que yo no dije nada. No sería muy creíble en mi informe expresar que, encima de mi camioneta, unos muertos —conocidos míos de hace más de quince años— fornicaban furiosamente. Luego, el celoso novio, al recordar que yo también pretendía a la chica, me dio una paliza de pronóstico reservado.

Contar eso me mandaría de patitas derecho al manicomio Jiménez de la ciudad.


I

Mi traslado quedó en suspenso. Tengo reposo activo. Pero eso no me impidió seguir investigando el caso vía internet desde mi cama, mientras más me envolvía en el dulce y fresco aroma de Argelia. Contemplar a mis anchas ese cuerpo precioso y deseable cada mañana y noche, cuando llegaba, era el mejor remedio que ningún médico me pudiera recetar. Llamé a la Cooperativa de Energía Eléctrica y pregunté por la oscuridad permanente de la esquina. Me dijeron que habían cambiado hasta el poste y más de cuatro operarios se habían accidentado gravemente al hacer mantenimiento ahí. Entendí. Yo solo era un punto más en la estadística.

Argelia no permitía que me fuera. Hoy, antes de dormir, me besó. Fue un tropezón mío que hizo que casi cayera en sus brazos. No fue a propósito, pero dio resultados.

Luego, al día siguiente, traje un mercado en mi primera salida después de la paliza. Ella estaba en la cocina, tarareando "Inolvidable" de Laura Pausini. Fue inevitable. Sin pensar, sin buscarlo, nos dimos un beso suave, largo, húmedo, de dos lenguas expertas que han besado mucho, que nos lo dimos con los ojos cerrados.

Me maravillé del divino sabor de esos labios dulces y carnosos. Terminamos sin decirnos nada. Ella me dijo angustiada, con voz ahogada:

—No quiero dañar las cosas. No nos precipitemos.

Quedé así, tan cerca de ella, la tomé de la barbilla y la volví a besar. Pasamos a mayores. Sentía como piedras sus senos duros, su temblor al tratar de impedir algo que ninguno de los dos podía evitar. No logramos dominarnos.

—No más, no más —dijo sollozando, mientras yo, sin dejar de besarla, la llevaba como pude al cuarto. Lanzó las sandalias y con premura fue quitándose los shorts; yo los míos. Le quité la blusa. Caímos en la cama y ella se puso arrodillada, apoyándose en la almohada.

—Ahora. Ya no aguanto más. Ya caí. Ya caí —exclamó con un mar de lágrimas, poniéndose receptiva, mientras yo sentía cómo mi miembro me dolía por la espantosa erección que me dominaba.

La penetré en su sexo húmedo y divino, con un aroma más que delicioso. No pude hacerlo lentamente. Ella tenía un movimiento rítmico fuerte y apretaba furiosamente su vulva ante cada ataque mío. Estallé dentro de ella y quedamos casi de infarto. Se habían roto los límites con una pasión desgarradora y hambrienta. Maldije el tener que enamorarme, pero eso es lo que está sucediendo, atacándome sin defensas, hasta terminar yo besando esos bellos y suaves hombros, saboreando ese cuello suave y frágil.

—Ya esto está absolutamente echado a perder —dije a esos labios carnosos y preciosos que no me cansaba de besar, viéndola cansada y satisfecha en ese orgasmo largo y convulsivo que proclamaba su triunfo sobre mí.

—Estoy volviéndome borracha de ti. Me gustaste demasiado cuando te vi. Supe que esto pasaría, me tendrías y luego sé que te irás —susurró con los ojos húmedos de lágrimas de amor, de sexo satisfecho y de despedida.

Nos dormimos. No pude aguantarme. Cuando me desperté, bajé besando ese plano vientre y fui justo a comerme lo que tanto deseaba mientras ella abría aquellas monumentales piernas. Cuando terminé, ella, presta y dispuesta, tomó mi pene y, sin más preámbulos, se lo tragó todo. He tenido sexo oral, sí que lo he tenido, y muy bueno. Pero este fue el candado definitivo que me amarró a Argelia.

Llegué al precinto completamente curado, dispuesto a hacer mi informe y resolver el caso de una vez.

—Te la cogiste —fue el admirado comentario de uno de mis compañeros de interrogatorios mientras tomábamos café. Mi silencio se lo confirmó a todos.

II

¡Argelia después me confesó que no pudo luchar más contra el deseo de acostarse conmigo cuando me vio llegar cojeando, cargando un mercado completo, una señal, según ella, de aquellos que se aferran, que no quieren irse. Por eso me premió con esos tres encuentros deliciosos: sin restricciones, pasionales, sin preocupaciones aparentes, libres, casi depravados y, posiblemente, teñidos de un incipiente amor.

Con semejante armadura me dispuse a contactar a los buenos muchachos de la esquina sudoeste. A los pocos que encontré, me di cuenta de que el destino no les había sonreído. Uno se ahogó en una playa prohibida, con el alcohol carcomiéndole el juicio mientras las olas lo arrastraban. Otro se había graduado de geólogo, solo para languidecer cuarenta y nueve meses como rehén de la guerrilla, su juventud pudriéndose en la selva. Uno más limpiaba pisos relucientes en el brillo artificial de Dubái, y no muy lejos de aquí, un antiguo compañero se había metamorfoseado en un pastor evangélico, liderando una iglesia próspera bajo el peculiar nombre de la Orden de Jesucristo el Astronauta.

Me levanté muy temprano, una inquietud pegajosa como una pesadilla persistente. Inevitablemente, mis ojos buscaron la ventana. Vi una Uaz Patriot 4x4Bi, una bestia híbrida eléctrica-biodiesel, estacionada en la calle. De ella descendió un sacerdote budista, su túnica naranja un destello en la penumbra matutina, para desaparecer rápidamente en el interior del negocio vietnamita.

Esa misma mañana, una punzada de curiosidad malsana me picó como un insecto bajo la piel. Decidí ir a visitarlo. Para añadir un toque de teatralidad, me coloqué mi collarín y la férula en mi pierna izquierda, sintiéndome como un actor de segunda en una obra barata.

Fui a eso de media mañana. Conversamos largamente, el aire denso con el aroma agridulce de especias y un silencio cargado. Me explicó que los vigilantes nocturnos no duraban. Había… algo, unos espíritus obscenos, dijo, que fornicaban dentro del local, susurros lascivos resonando en la oscuridad. Le creí. Más que nadie, yo tenía razones para creer en lo inexplicable, pero jugué al incrédulo, mi escepticismo una máscara endeble.

—¿Son ellos únicamente?

—Ellos dos —afirmó, su voz un hilo tembloroso, pero no quiso profundizar más en el asunto, sus ojos huidizos buscando consuelo en la figura de un Buda protector en una esquina del recinto. Pero, como si una fuerza invisible lo obligara, añadió—: Después de que vino el sacerdote chamán, siguen sucediendo cosas.

—¿Cómo qué?

—Cosas feas —expresó nerviosamente, bajando la voz hasta convertirla en un secreto escalofriante—. Quiero vender el negocio, pero nadie me lo compra.

—Voy a quedarme dentro de su negocio una noche. No son fantasmas, son un par de vagabundos que deben estar montando algún tipo de estafa barata. Me deben una —le dije, señalando mi collarín, la férula y, como un último golpe, mi placa de policía.

El vietnamita me miró como se mira a los lunáticos, una mezcla de temor y resignación en sus ojos oscuros. Asentí por él, aceptando tácitamente su juicio.


las Por Capitulos

lunes, 6 de octubre de 2025

Esquina. Cap 1,2

LA ESQUINA


















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Paranormal, Supernatural, Urbano, Contemporáneo, Argumento para Cine Independiente

Parte A

Cap. 1.

La lluvia caía con la furia de un dios enojado, cada gota un diminuto puño golpeando el asfalto. Los tres desamparados, figuras espectrales bajo el implacable aguacero, vieron al cuarto detenerse. Su rostro, demacrado y bañado en agua, se iluminó con una especie de demencia lúcida mientras murmuraba: "Volviste... Sabía que vendrías por mí".

Uno de los tres, con la ropa empapada pegándose al cuerpo como una segunda piel, carraspeó. "Eh, vente. Te va a dar una pulmonía de esas que te dejan tosiendo el alma".

Otro, con la mirada huidiza propia de quien ha visto demasiada oscuridad, extendió una mano temblorosa. "No sigas empapándote. Ven, hombre. Échate un trago", ofreció, la voz áspera como papel de lija.

El recién llegado, ajeno a la oferta de calor y olvido, sonrió con una beatitud escalofriante. "Ella vino por mí", dijo con un entusiasmo que helaba la sangre, como si hablara de una amante largamente esperado y no de algo más... siniestro.

Así fue todo...

No.

La llamada al precinto resonó en la sala como un presagio. Yo estaba de turno, disponible para lidiar con la mugre que la ciudad escupía. Sin perder un instante, me dirigí al lugar, una punzada familiar de presentimiento retorciéndome el estómago.

Llegué al sitio del suceso que había desgarrado la calma con su grito de emergencia. Conocía bien ese cruce de caminos, cada grieta en el pavimento, cada sombra alargada bajo el farol parpadeante. Desde niño, ese era un punto fijo en mi mapa mental, un lugar donde la inocencia y la crudeza danzaban en una extraña y a veces peligrosa armonía.


Regularmente, se veían a los muchachos, los "chicos chicos" como los llamaban, jugando fútbol o béisbol con una camaradería que parecía un escudo contra el mundo exterior. Pero al caer la noche, la luz menguante traía consigo otra clase de reunión. Diferentes grupos se aglutinaban en cada vértice de la esquina, cada uno marcando su territorio invisible.

En el lado noreste, estaban "Los Dañados". Para

muchos, eran parias, la escoria de la sociedad. Para otros, una inclinación de cabeza de uno de ellos era casi un honor, una extraña validación en un mundo que los ignoraba. Sus ropas raídas y sus ojos esquivos contaban historias de peleas perdidas y oportunidades jamás encontradas.

Al sur, se congregaban "Los Fresas". Estudiosos, serios, los "chicos bien". No buscaban confrontación. Saludaban con cortesía, pulcros en su vestir, con cortes de pelo que sus padres aprobaban con severa satisfacción. No fumaban la hierba que flotaba en el aire nocturno, no inhalaban pegamento en callejones oscuros, no apuraban botellas de licor baratas. Eran la promesa de un futuro mejor, un faro de normalidad en un mar de incertidumbre.

En las otras puntas, ocasionalmente se veían parroquianos saliendo tambaleantes de los bares cercanos, y los infaltables soplones, los ojos y oídos de una policía del pensamiento que siempre parecía estar husmeando en los márgenes.

La esquina tenía sus propias leyes tácitas, grabadas en el asfalto y en el silencio cómplice de sus habitantes. Nadie se atrevía a tocar a los del sur. Eso era invitar a un infierno de represalias. Los del norte, en su extraña jerarquía, se comprometían a proteger a los "chicos bien". Pero estos últimos se mantenían al margen de las salvajes reyertas que estallaban entre los "Dañados" y cualquier otra banda que osara invadir su territorio. En esos momentos de tensión, los "Fresas" se desvanecían discretamente, como fantasmas asustados por el ruido de la tormenta, hasta que la calma volvía a asentarse sobre la zona popular. No había contratos firmados, nadie hablaba de ello, simplemente... así funcionaba. Era el orden natural de las cosas en esa pequeña porción de Derry.

Para distinguirlos, la gente hablaba de los "chicos chicos", refiriéndose a los jóvenes que siempre pateaban una pelota desinflada o lanzaban una raída pelota de béisbol entre el tráfico esporádico. Luego estaban los "chicos bien", los "fresas", impecables en su vestir, dedicados a sus estudios, que ocasionalmente, con permiso paterno, bebían una cerveza helada y acompañaban a las chicas bonitas al cine para ver esas películas americanas que nos llegaban como destellos de otro mundo.

Y luego estaban los "chicos malos". Genuinamente malos. Los feos, los aborrecidos, los mal vestidos, aquellos a los que nadie invitaba a una fiesta, ni a un partido en el terreno baldío donde una vez se levantó el hospital civil. Eran los sospechosos habituales, los que los milicianos detenían constantemente para identificarlos, culpables a priori de cualquier cosa turbia, real o imaginaria, que sucediera en el sector. Ellos controlaban el flujo de marihuana barata, el paso cauteloso de peatones por ciertas calles, el mercado negro de radiocasetes, bicicletas y ropa robada. Su dominio sobre la esquina era absoluto, una sombra constante en la vida de los demás.

Yo solía pasar por allí a pie, un espectador silencioso en su pequeño universo. Saludaba a todos, sin pertenecer a ningún bando. Vivía a diez cuadras de distancia, una tierra de nadie entre sus facciones. De alguna manera, los "chicos malos" me dejaban en paz. Nunca supe por qué. Sabía que los grupos buscaban ávidamente nuevos miembros y trataban de evitar deserciones, ya que casi todos eran familias y vecinos. En el terreno vacío del antiguo hospital, jugaban juntos, intercambiando jugadores en partidos improvisados de béisbol, baloncesto o fútbol, según la programación de la televisión. Pero al caer la noche, cada uno volvía a su propio redil, reafirmando su pertenencia como si fueran extraños hasta el amanecer.

Cuando terminé la secundaria, presenté los exámenes para la Academia de la Policía Federal de Investigación. Fui admitido. Muy pocos de ellos continuaron saludándome cada sábado cuando regresaba a casa para pasar el fin de semana. Paulatinamente, el lazo que nos unía, tenue ya de por sí, se fue deshilachando hasta desaparecer.

El sector fue mutando lentamente con cada una de mis visitas. En la esquina, el local que antes albergó una sastrería de colombianos fue ocupado por un minimercado regentado por chinos silenciosos y esquivos. Los "chicos bien" se dispersaron hacia las universidades y los institutos tecnológicos. Algunos incluso obtuvieron becas para ir al "Imperio", a España, Irán y Rusia, nombres exóticos que resonaban con promesas de un futuro lejos del polvo y el olvido de nuestra esquina.

La vieja casa de los Gutiérrez, con su jardín descuidado y su aire de misterio, fue demolida para dar paso a un feo edificio de cinco pisos de apartamentos idénticos, como celdas grises apiladas unas sobre otras. También supe que uno de los "chicos malos" había sido abatido por la policía estatal en un atraco chapucero, un evento que tuvo como amargo desenlace que toda la comunidad terminara de aborrecerme.

Me lo demostraban cada vez que pasaba por la esquina con mi camisa blanca de manga larga, mi corbata azul oscuro y mi pelo casi rapado, el uniforme de mi nueva vida. Era como un comentario silencioso, cargado de resentimiento. Ahí va el soplón. El cachorro de policía. Por su culpa, "Cara e' malo" yacía bajo tierra.

La esquina decayó, perdiendo su vitalidad. Era raro ver a alguien allí. El chino vendió su mercado a un polaco gordo y calvo, con una cara que parecía tallada en piedra bruta. Pero, a decir verdad, el hombre era amable y servicial, y su aparente rudeza se debía a su dificultad con el idioma. Aún así, no me gustaba. Había algo en su mirada... sin embargo, lo aceptaba, porque era uno de los pocos que todavía me dirigía un escueto saludo.

Llegaron nuevos vecinos, con buenos coches de segunda mano, gente que trabajaba en las nuevas empresas que se estaban estableciendo en la zona. Abrieron dulcerías con luces de neón, mercerías llenas de baratijas brillantes, pequeños restaurantes familiares llamados "paladares", zapaterías con olor a cuero nuevo y cibercafés donde la luz azul de las pantallas iluminaba rostros absortos. Ocuparon las amplias salas de las viejas casonas del sector, trayendo consigo una nueva capa de normalidad sobre el pasado turbio de la esquina. Pero para mí, la

sombra de lo que había sido aún se cernía sobre el asfalto agrietado, como una cicatriz imborrable. Y en esa cicatriz, a veces, juraba escuchar el eco distante de una risa infantil... o algo mucho más siniestro.

II



Al sector centro  de mi ciudad , se mudó una señora con su hija. No era frecuente mi paso por esa parte del pueblo,en realidad cerca de mi zona. Pero quedé entre los impactados por ella. Pura era su nombre.


Pelo negro azabache, ojos verdes como el musgo en los bosques de Amazonas, menuda, bella hasta el punto de doler, demasiado popular entre los adultos de la zona, consentida por todos los chicos y odiada hasta el infinito por las chicas de la urbanización. No era para menos: Pura era una competencia imposible de vencer. Era en extremo, preciosa y tenía una facilidad desconcertante para hacer amigos, sobre todo con los chicos, tuvieran novia, prometida o no.

Cada vez que salía a la puerta de su casa en las tardes, buscando el aire fresco y exhibiendo unos shorts de mezclilla que quitaban el aliento, junto con unas sandalias que parecían traídas de algún lugar exótico, el mundo parecía detenerse. Yo, como tantos otros, me sumé a los que intentaban conquistarla. Sabía que llevaba las de perder, porque mis visitas a mi ciudad  eran esporádicas, limitado por mis estudios en la academia de la capital . Pero no podía dejar de intentarlo. Un amor doloroso e imposible se había colado en mí, traicionero, creciendo con cada mirada suya, impidiéndome vivir. Todo por esa chica.

Había empatía entre nosotros, coincidencias que parecían destino. Ella sabía que me gustaba, y yo avanzaba poco a poco, con el corazón en la garganta. Pero no era el único. El Polaco, un tipo mayor que trabajaba en el muelle, también se lanzó a la carrera por conquistar su corazón. Y luego estaba el nuevo dueño de la tienda de la esquina, un negocio que antes regentaban los hermanos Chen, en la calle Petro, cerca de ese desagüe donde los niños decían haber visto cosas extrañas. El tipo se abría paso regalándole dulces, dinero, sonrisas exageradas. Pura, como cualquier chica, no desaprovechaba la ocasión. Le encantaban los regalos y no veía nada malo en aceptarlos.

A todos nos quitaba algo. A mí, en especial, me robó el alma, el corazón, las ideas. Me la pasaba con una cara de idiota, perdido en ella, incapaz de sacarla de mi cabeza. Poco a poco, logré acercarme más. Yo la llamaba, o ella lo hacía. Cada vez le interesaban más mis historias, mis sueños. Cada vez me hacía más falta su compañía.

—Habrá boda, ya verás —me dijo un amigo una noche, mientras me daba un aventón al terminal de autobuses de mi ciudad , un domingo cualquiera, antes de tomar el bus hacia La Capital r para mi semana de clases.

—¿Por qué no? —respondí, más para mí mismo. No podía casarme mientras estuviera en la academia, ni siquiera dos años después de graduarme. Pero estaba genuinamente enamorado. Y ella, creía yo, también.

III

Sin embargo, las cosas se enfriaron. Mis estudios me mantenían lejos, y a veces pasaba tres meses sin volver a mi ciudad. Pura dejó de llamarme. No estaba con nadie, o eso decían, pero la distancia no permite avanzar. No terminamos, no formalmente. Todo quedó en suspenso, como si el tiempo en mi ciudad se detuviera, como si algo en el aire del pueblo conspirara para mantenernos separados.

Tiempo después, durante mis pasantías académicas, había superado en parte mi primer fracaso amoroso. Me asignaron administrar una pequeña comisaría en un pueblito costero en la península de Maria Maroa, cerca de la playa y región montañosa, selvática, frío de noche, horno de dia., lejos de mi ciudad . Era un lugar de postal: playa magnífica, botes de pescadores, un cielo azul perpetuo donde la tranquilidad era la norma. Yo era la única autoridad ahí, y la gente me trataba con un respeto que nunca sentí en mi ciudad . Comí de todo, bebí de todo, nadé en el mar cada tarde, pero me aburrí como una ostra. Lo peor eran las catorce horas de viaje en los incómodos autobuses de la Cooperativa Popular para visitar a mi madre algún sábado, y, en secreto, para intentar ver a Pura.

Una tarde de un lunes cualquiera, lo vi todo en la televisión. Una reportera de un canal local, con voz temblorosa, explicaba cómo en un local llamado La Esquina Popular, cerca de la calle Petro, había ocurrido un drama pasional. El dueño de la tienda, enloquecido por un amor no correspondido, había acuchillado hasta la muerte a una joven que rechazó su propuesta de matrimonio. La muchacha, herida de gravedad, intentó huir, pero el demente la persiguió y la apuñaló en plena calle, atacando también a dos transeúntes que trataron de salvarla. Cuando llegaron los milicianos del control ciudadano, el Polaco —porque era él— mató a dos de ellos e hirió a cinco antes de caer muerto bajo siete disparos.

Quedé en blanco. Estaba tan lejos. Pura. Era mi Pura. Mi esquina. El Polaco. Pero algo en la historia no encajaba. Mi ciudad  no era solo un pueblo de tragedias humanas. Había algo más, algo que siempre susurraban los niños del Club de los Perdedores, esos chicos que juraban haber visto un payaso en las alcantarillas. Recordé las historias de desapariciones, de niños que nunca regresaban, de un mal antiguo que parecía alimentar el odio y la desesperación en el pueblo. ¿Y si Pura no fue solo víctima de un loco? ¿Y si algo más, algo con ojos naranjas y globos rojos, había empujado al Polaco a esa locura? Nunca lo sabré.

Hoy, tanto tiempo después, no dejo de sentir un alfiler en el corazón. Pura fue mi primer amor, lo más bello y doloroso de mi adolescencia. Pero en mi ciudad , nada es solo amor. Todo está teñido de algo más oscuro, algo que se arrastra bajo las calles y espera, siempre espera.




IV

Durante estos quince años he intentado olvidar. Fueron muchos los meses dedicados a conquistar a Pura. Ella era mía, o al menos así lo creí. A veces me brindaba esperanzas, señales ambiguas que yo, obstinadamente, interpretaba como promesas. Sentía que era la indicada, la única capaz de corresponderme.

No lo logré. Y la única forma de mitigar ese fracaso fue marchándome lejos, lo más lejos posible. Por eso pedí traslados a destinos que nadie quería, rutinarios y tediosos, perdidos en la monotonía, pero que me permitieron aceptar —o al menos tolerar— el rechazo y la herida abierta.

No estuve presente cuando murió mi madre. No pude estudiar aquella especialización en el FBI. Tampoco me casé. Viví una relación con una médica de las misiones rurales, pero fue puramente física, sin compromisos ni afecto. Ella no tenía tiempo y yo tampoco lo buscaba. Si he de ser sincero, me emocionó más el día que se fue que el tiempo compartido. Y aún más me complació el día en que adquirí mi Maserati Quattroporte 1990, diésel y usado.

Salí de mi abstracción. La multitud congregada y las luces parpadeantes de las patrullas indicaban que había llegado al lugar de la investigación.

Ahora estoy en la esquina. He regresado a mi ciudad, aunque solo de forma provisional. Ocupo una suplencia: el inspector administrador del Precinto 44 fue víctima de un horrendo accidente —una suerte de atentado— y rodó por las escaleras del edificio popular donde vivía. Cuando se recupere, yo volveré a ser el prefecto inspector en María Maros, allá en la selva.

Conduje a gran velocidad por mi antigua parroquia. Tenía un caso, mi primer caso en esta suplencia. Irónicamente, en mi esquina.

No reconocí a nadie. Inmigrantes argentinos, sudafricanos… gente desconocida para mí.

Mi antigua parroquia ha cambiado mucho. Ahora hay un concesionario SEAT, un Burger King, tiendas de ropa y vaqueros Levi’s, locales de electrodomésticos y repuestos automotrices. Quedan pocas casas coloniales; hasta mi antigua vivienda ha cedido su lugar a un estacionamiento. Pero aún permanece en pie la vieja casona de la esquina sudoeste, donde el polaco mantuvo su negocio. Y en la acera de enfrente, donde asesinaron a Pura... al lado del pequeño aparcamiento. Hoy en día hay una tienda de electrodomésticos taiwaneses. Justo ahí aparqué la pickup Changan Diésel que la Policía Estatal me asignó.

Siempre me han gustado las luces giratorias: anuncian la presencia de la ley. Y ahora, yo soy la ley. Detrás de mí, se estacionó violentamente el Dong Feng de los chicos de Resguardo de Evidencias Criminales. Cumplen su deber… tanto para ellos como para el público morboso que observa con morbosa atención la escena.

El caso parecía sencillo. Un Byd eléctrico fue mal estacionado por su conductor, quien ya tenía conflictos frecuentes con los usuarios del estacionamiento junto a la vieja casona. La puerta del garaje era pequeña, la calle estrecha y de una sola vía, con mucho tráfico. Un cóctel explosivo.

El conductor del Byd descendió tras ser impactado por una Dodge RAM Big Horn Turbo Diésel eléctrica que intentaba ingresar al estacionamiento. Se inició una discusión. Empujones. Un arma. Otra arma. Resultado: el conductor de la Dodge disparó dos balazos en el pecho del otro hombre, caminó hacia su vehículo y luego disparó contra la esposa de la víctima, quien, desesperada, había descendido del auto. Herida de gravedad.

El agresor huyó, perseguido por una multitud furiosa que intentó lincharlo.

—¿A nombre de quién está el vehículo? —pregunté a un estatal. Generalmente no me involucro en investigaciones, pero como llevo al día mi labor administrativa y el precinto está colapsado de denuncias, me asignaron un caso tan simple como este.

—Lo tenemos, señor. Nuestros muchachos lo capturaron en la panadería. Lo están trasladando al precinto.

—¿En la panadería? —pregunté, incrédulo.

—Sí, señor. Estaba tan tranquilo, como si nada. Probablemente intentando disimular. No opuso resistencia —informó con entusiasmo un joven agente, orgulloso de ser útil ante un inspector.

No puedo evitar el asombro. Qué descaro. Aún que

dan resabios de una época oscura, de maldad impune.

Recibí el informe planimétrico. Me mostraron el video de seguridad. Las grúas ya se llevaban los vehículos implicados en la tragedia. No había mucho más que hacer. Me interesaba hablar con el detenido.

Subí a mi pickup. Sé perfectamente que a los estatales no les agrada que un federal utilice sus vehículos, así que ya he solicitado un Mitsubishi Lancer Diésel eléctrico. El que llegue primero al precinto, ese será.

Antes de marcharme, volví la mirada hacia la esquina… después de tantos años. Miré el poste donde Pura se desplomó abatida. Los recuerdos. Siento los ojos humedecerse. Debo irme.

Momentos después, recorro avenidas nuevas, sin baches, con aceras impecables y pequeños centros comerciales relucientes. Disfruto del nuevo progreso. La liberación fue buena para todos: discotecas, luces, movimiento, gente bien vestida. Muchachos y chicas alegres, vestidos con ropa china y americana. Atrás quedaron los horribles uniformes verde kaki de mi infancia…

Llego a mi precinto. Todos me saludan. ¡Vaya novedad!: una investigación resuelta por un policía administrativo.


---  


**Fuiste y volviste** —me saludan algunos compañeros de la academia al reencontrarme.  

—Es por poco tiempo. Añoro la tranquilidad de mi selva —les digo, mientras una sargento, con gesto respetuoso, me entrega una carpeta con los documentos de mi caso.  


—Aquí ya tenemos al agresor —me informa—. Es ingeniero eléctrico, divorciado, trabaja para una proveedora de repuestos petroleros y vive en un apartamento alquilado, a cuatro cuadras del siniestro. Ya lo verá usted —añade la muchacha con un dejo de sorpresa. *Hasta los profesionales se comportan como criminales de oficio*, parece decirme su mirada.  


Asentí en silencio. Por supuesto que la comprendía. Las viejas taras de la época anterior.  


Entré en la sala de interrogatorios por puro formulismo. *Pan comido*, pensé. Las pruebas eran contundentes: el luminol había reaccionado; el arma homicida, una Glock del 7.65, conservaba sus huellas dactilares; faltaban cuatro cartuchos en el cargador, y las balas recuperadas coincidían perfectamente con las de la recámara.  


Ante mí, un hombre menudo, de incipiente calvicie, lentes tan gruesos que rivalizaban con el telescopio del Monte Palomar y unos veinte kilos de sobrepeso, se mantenía en una perpetua actitud expectante, como si buscara explicar algo que ni él mismo entendía.  


—Soy el inspector prefecto Stalin González —dije—. Estoy a cargo de su caso. ¿Puede decirme qué sucedió?  


—No —respondió con voz serena—. De verdad, no sé qué decirle.  


—¿No lo recuerda? —insistí, observándolo mientras se acomodaba en la silla. No parecía incómodo, sino más bien fuera de lugar, como un hombre que se pregunta: *¿Qué demonios hago aquí?*  


—Pues no sé… ¿Sucedió algo? —intentó sonreír, mientras vaciaba de un trago el vaso de agua sobre la mesa.  


—¿No recuerda que siempre estaciona su camioneta a cuatro cuadras de su casa, teniendo un apartamento con garaje privado? —pregunté, intentando situarlo en la escena. Podía estar en shock… o ser el mejor actor del mundo.  


Me miró con genuina perplejidad. No supo qué responder. Pareció caer en la cuenta de lo absurdo que era dejar abandonada una Dodge RAM en una calle peligrosa, lejos de su residencia.  


Carraspeó, buscando las palabras.  


—Siempre estaciono ahí —explicó, gesticulando en exceso. Era evidente: un gerente acostumbrado a dar órdenes, a señalar, a mandar—. Camino hasta mi casa. Me gusta comprar cigarrillos y pan de maíz en la panadería.  


Para corroborarlo, sacó una caja nueva de Marlboro.  


—¿Y hoy? —pregunté, estudiándolo. Era un hombre serio, afable. Nada en él delataba a un asesino.  


—Ha sido un día normal. Trabajé y me dirigí a casa, como siempre.  


—¿Cómo comenzó el conflicto? —indagué, seguro de escuchar su versión.  


Coloqué frente a él mi laptop con el video. Se veía con claridad: él, al volante de la Dodge RAM, embestía a propósito un auto estacionado, sacaba su arma y disparaba a quemarropa contra el otro conductor. Ni siquiera podía alegar defensa propia; un argumento ridículo, por lo demás. El ensañamiento, la ira del ingeniero, eran superlativos. Una cámara de seguridad lo había captado todo, de principio a fin.  


—¿Cuál conflicto? —respondió, angustiado, con una mirada inquieta. Comenzó a sudar copiosamente mientras observaba el video que yo le mostraba.  


—No evadas tus responsabilidades. Tus problemas son graves. No voy a esperar eternamente a que te decidas a confesar. No hace falta: todo te inculpa. Tenemos pruebas irrefutables. Habla.  


El hombre abrió la boca, sin comprender. Alternaba su mirada entre mí y la pantalla.  


—Yo estaciono ahí porque *él* me invita, me permite hacerlo —dijo de pronto, con voz firme, como si hubiera encontrado un apoyo inesperado. Alzó el mentón, desafiante, y esbozó una sonrisa extraña.  


—¿Él?  


—Sí. Siempre me invita —asintió, manteniendo esa sonrisa inquietante.  


—Pero… ¿cómo diablos? Las esquinas no tienen dueño. Chocaste a propósito. Los testigos dicen que te bajaste transformado en una bestia, sin darle oportunidad al conductor ni a su esposa —dije, arrojando sobre la mesa las fotos de las víctimas.  


Las tomó con curiosidad, casi con sorpresa.  


—Hay una cámara que lo grabó todo —añadí—. Es el video que estás viendo. Así que confiesa.  


---  


El hombre con, sus ojos escrutándolos con una mezcla de curiosidad bovina y una sorpresa que parecía tan fingida como la virtud en un burdel.

– Hay una cámara de seguridad que lo filmó todo, hasta el último parpadeo de sus pérfidos ojos. Es el cinematógrafo que usted mismo está contemplando. Por eso se lo digo, hombre: confiese ya sus viles actos.--insisti.

El sujeto me devolvió la mirada, su rostro inexpresivo como una máscara mortuoria. Yo, que he pasado horas observando a la ralea humana en las salas de interrogatorio, poseo el ojo entrenado para desentrañar las telarañas de la simulación. He visto a los farsantes, a los embusteros de rostro empedernido, a los histriones que representan su papel con la unción de un santo hipócrita. Pero este individuo... este era la quintaesencia del engaño, el patriarca de la mendacidad. De repente, su máscara de ofensa se desmoronó, dejando al descubierto un rostro bañado en lágrimas falsas, una lamentación teatral que habría hecho palidecer a la mismísima Sarah Bernhardt.

– Él es Eladio Párraga y ella... ella es su esposa – balbuceó con un temblor estudiado en la voz –. Son mis amigos, mis vecinos. Se lo juro por lo más sagrado, yo me estaciono ahí porque el señor calvo y corpulento me invita a hacerlo, me da su permiso. ¡Usted es un hombre cruel! ¡Muy cruel! No había ningún automobile estacionado. ¡Yo no disparé a nadie!

Miré al hombre con desdén. Este pobre diablo no llegaba ni a la suela de los zapatos de un Bratt Pitt o un George Clooney de la pantalla. Tres Oscars serían una miseria para su talento histriónico.

– ¡Me están tendiendo una trampa! – exclamó, sollozando con una intensidad que recordaba al berrido de un lactante.

V

Los interrogatorios que siguieron fueron un deprimente ejercicio de futilidad. José López, según los testimonios recabados, era un ingeniero ejemplar, un trabajador diligente, un vecino afable, un amigo leal, un conductor prudente, un padre amoroso. Sus colegas, atónitos ante las acusaciones, se alzaban en su defensa con una vehemencia casi religiosa, negando incluso la irrefutable evidencia del kinetoscopio.

Sin embargo, desde el momento en que descendió de su pick-up, su aura destilaba una intención turbia, una malevolencia sorda que incluso sus más cercanos habían comenzado a percibir. ¡Y pensar que lo consideraban un alma cándida! El ingeniero José, con una impasibilidad que helaba la sangre, visionó la cinta una y otra vez, como un espectador indiferente ante el drama que él mismo había protagonizado. Después de cada proyección, se sumía en un silencio catatónico, sus ojos vacíos como pozos sin fondo.

La esquina... y su otra víctima, desplomada en el lado suroeste, precisamente en el mismo lugar donde años atrás se reunían los jóvenes virtuosos, donde estuvo el bazar del chino astuto y la popular taberna del polaco bonachón, y contra cuyo poste se había desplomado, exánime, la pobre Pura. Un lugar cargado de ecos del pasado, de pequeñas tragedias y mezquindades cotidianas.

– ¿Quién es ese individuo que le dice que se estacione ahí? – inquirimos nuevamente, con la paciencia de un cazador acechando a su presa.

– El señor calvo y corpulento..Es un hombre de bien. Es un sacerdote – fue la respuesta invariable, repetida en una letanía monótona.

Visioné las cintas una vez más, buscando algún resquicio de verdad en esa maraña de engaños. El torpe intento del Dodge por entrar en el garaje. López descendiendo del vehículo con el arma ya empuñada, brillando siniestramente a la luz crepuscular. El otro hombre, presa del pánico, intentando defenderse con una desesperación patética. Los forcejeos, los empujones, y finalmente, los fogonazos secos de los disparos. López huyendo, perseguido por una turba enfurecida, sus rostros distorsionados por la rabia. En ninguna parte, ni siquiera como una sombra fugaz, aparecía el tal señor Calvo y Corpulento.

Localicé a los testigos clave. Un obrero de la construcción, un hombre tosco y parco en palabras, que pasaba ocasionalmente por allí en su camino al trabajo, su mirada fija en el suelo como si temiera levantarla y ver las miserias del mundo. La otra era una joven estudiante de veterinaria, una criatura nerviosa y asustadiza que vivía en una pensión miserable y que, según sus propias palabras, no conocía a un alma en ese barrio sórdido.

Visité el local que ahora ocupaba el lugar de la antigua esquina popular. El aire estaba cargado de la electrónica barata que ahora se vendía allí: radios reproductores estridentes, iPhones brillantes y computadoras de dudosa procedencia. El dueño era un vietnamita de rostro impenetrable, sus empleados una legión silenciosa de indocumentados que parecían fundirse con las sombras del local. Me dijo, con una indiferencia estudiada, que a pesar de estar casi en la puerta, vio el Byd estacionado, pero no presenció nada de lo que había ocurrido. Sus ojos esquivos sugerían una verdad mucho más compleja, un laberinto de silencios cómplices.

A pesar de sus patéticos alegatos de inocencia, la fiscalía no concedió ni una pizca de credibilidad al ingeniero López. Su defensa, basada en una supuesta locura transitoria, fue desestimada con un gesto de desdén. El veredicto fue inequívoco: CULPABLE. Condenado a prisión perpetua y aislamiento total. Y para mí, una felicitación fría y una suma de puntos que engrosarían mi expediente, un pequeño paso más en la sórdida escalera del éxito policial. Pero en el fondo, una punzante sensación de que la verdad, como una somVIbra escurridiza en las callejuelas de mi ciudad , seguía ocultándose en algún rincón oscuro.

VI



Habían transcurrido varias semanas desde aquel suceso que me había trastornado. Mi espíritu, inquieto, anhelaba abandonar la opresiva ciudad de mi infancia y juventud,, con sus callejones tortuosos y su aire impregnado de secretos. Al fallecer mi madre, dispuse la venta de nuestra modesta morada a través de un agenAlcé la vista hacia el edificio. En la penumbra del balcón, una silueta femenina danzaba con una languidez espectral. Parecía que yo era el único espectador de esa visión onírica. A pesar de la distancia que nos separaba, varios pisos de silencio y oscuridad, tuve la extraña certeza de que era la misma muchacha que, horas antes, se había esfumado en ese negocio de dudosa reputación.

Los municipales, con la pragmática indiferencia de quienes han visto demasiadas cosas inexplicables, me dieron un aventón hasta la comisaría. Me dispuse a dormir, aunque presentía que esa noche había marcado un punto de inflexión. 

La bailarina, con su aura de misterio y melancolía, había dejado en mí una huella singular, un espejismo que atenuaba, aunque solo fuera por un instante, el amargo vacío de una Pura que fue real y ahora  no  existia más allá de mis anhelos. Traté de borrar la expresión burlona de mis colegas municipales. Era ese gesto inequívoco: "¡Vaya, vaya! Parece que también entre los federales anidan los lunáticos. Una bailarina exótica... Solo un demente se dejaría embaucar por semejante aparición".

Divisé a una mujer que parecía conjurar ilusiones, una suerte de mago de la noche. Se ocultó a escasos seis  metros de mí, esfumándose como un espectro en la niebla. ¿Era una sinvergüenza que instigaba a la gente a cometer actos ilícitos, o acaso un travesti de habilidades camaleónicas? Tenía que desenmascararla. Agavillamiento, incitación a delinquir, acoso... Los cargos se agolpaban en mi mente. Solo necesitaba atraparla, materializar esa sombra escurridiza. Tenía algo que se asemejaba a un caso, una madeja de misterio que ansiaba desentrañar. Me dormí, sin poder comprender por qué una joven bailaría sola en un balcón a oscuras, a las tres y pico de la madrugada, como un alma en pena atrapada en un limbo de soledad.

III

Me comunicaron que mi suplencia llegaba a su fin. Realmente, no anhelaba permanecer en ese lugar, un nido de sombras y secretos. Pero la idea de no volver a ver a Argelia... eso era un aguijón en mi conciencia. ¿Sería diferente esta vez? ¿Podría aspirar a una compañera estable, aunque su profesión estuviera envuelta en un aura de exotismo y misterio? 

Me parece que le estoy dando mucha importancia a un pequeño cruce de palabras entre ella y yo. De todas formas me tendré que ir a acompañarme conmigo mismo a María Maroa.

Entonces, una noticia relacionada con el ingeniero López interrumpió mis cavilaciones. Había sufrido otro ataque de furia, una explosión de violencia demencial que había segado la vida de dos reclusos en el sórdido lavamanos común de la prisión.

Me informaron de este nuevo horror al entregarme un recado escrito por su propia mano, una misiva garabateada con la desesperación de un alma atormentada.

– Ya sé cómo es el señor que me daba permiso – repetía el ingeniero, una y otra vez, como un disco rayado, cuando finalmente logré entrevistarlo en la sección de reclusos peligrosos.

Me habló con una calma inquietante, afirmando haber aceptado a Jesús como su salvador. Sin embargo, su memoria seguía siendo un laberinto de lagunas y confusiones. Estaba convencido de ser víctima de una conspiración urdida por una pareja de tramposos que le habían tendido una emboscada. Le dejé unos cigarrillos, una pequeña concesión a su miseria, y me entrevisté con el director del penal para autorizar un retrato hablado. La madeja de este caso comenzaba a tomar forma, aunque sus contornos seguían siendo oscuros y ambiguos.

Dos días después, recibí el retrato hablado. Vaya, al tipo le faltaba más de un tornillo, por no decir la ferretería completa. Para mi sorpresa, el retrato que me enviaron era... el mío propio. Una burla macabra, un espejo deformado de mi propia imagen.

IV

Solo me quedaba una semana más trabajando aqui. Por fin. Un torbellino de sentimientos contradictorios me embargaba. Había regresado varias veces al Tucán, como un polilla atraída por una llama fatua. Era inevitable. Como un idiota enamorado, la había acompañado al salir, sintiendo la mirada inquisitiva de los parroquianos clavada en mi espalda. En verdad, ella no era lo que aparentaba. Era una extranjera en busca de un porvenir mejor, buscando hacer digna la manera de ganarse la vida en un mundo hostil. Sabía cómo protegerse de las artimañas de los hombres. Era evidente que había tenido tratos con ellos, y también sabía cómo mantenerme a distancia. Pero, ¿me seguía la corriente por cortesía, o acaso despertaba en ella algún atisbo de afecto? Debía averiguarlo, desentrañar ese enigma. Y creía, ingenuamente, que iba por buen camino... Sin embargo, el trabajo administrativo y varias guardias nocturnas me habían impedido regresar al Tucán, dejándome sumido en una frustrante incertidumbre.

Recibí una llamada el viernes en la comisaría. Un número desconocido parpadeaba en la pantalla del teléfono.

– He extrañado mucho que no hayas venido al show – me dijo la bella voz al otro lado del auricular, un susurro que encendió una chispa de esperanza en mi alma.

– No he podido. ¿Sucede algo? – respondí, con la torpe excitación de un colegial al reconocer la voz de su amada.

– Ya tengo mi auto. Quiero probarlo.

– Eso es una excelente noticia – dije, tratando de ocultar el entusiasmo que su interés me producía... Un silencio se extendió entre nosotros, un vacío cargado de intenciones ocultas. No sabíamos qué decir para no revelar nuestros verdaderos sentimientos, pero en mi interior, sentía que había ganado una pequeña batalla. Ella me había llamado...

– Me da miedo ir a la playa sola y tener un accidente. ¿No quieres acompañarme?

La simple idea de verla a la luz del día, con la piel bronceada y vestida con un exiguo tanga, inyectó unos 256.789 kilovoltios de electricidad pura en la parte baja de mi abdomen.

Ella malinterpretó mi silencio, asumiéndolo como una negativa.

– Perdón – dijo, y noté un deje de desaliento en su tono. – Ya veo que no fue una buena idea.

– Me quedan pocos días aquí. El lunes te puedo invitar a almorzar. Pero, en verdad, estoy de guardia el fin de semana – expliqué, tratando de conciliar mis deseos con mis deberes y hacerle entender que sería una despedida

– ¿No trabajas el lunes? – preguntó, con un renovado brillo en su voz.

– No. Lo tengo libre – expliqué, sintiendo que la había doblegado a mi voluntad. Ya lo sabía, y ella también lo sabía.

– Pues yo también. Vamos, pero para la Colonia Tovar – me invitó, con una sonrisa que podía derretir los glaciares.

– ¡Excelente! Acepto – dije, saltando de alegría interiormente. Yes. Yes. Yes.

– Está bien – dije, tratando de controlar mi entusiasmo – pasaré por ti...

– Oye. La del auto soy yo –  aclaró – pasaré a buscarte por donde tú me digas.

Me tuteó. oTRA VEZ Me tuteó. Un pequeño avance en este juego de seducción.

– Está bien. Pasa por el precinto 44, ESTOY en la avenida Che Guevara, cruce con Capitalismo Infernal y Salvaje.

– Seré puntual – dijo, dominando su tono al igual que yo. Éramos, sin duda, dos tontos, curtidos en mil batallas, comportándonos como adolescentes dando incierta mente pasos para validar se ante la otra persona..

Colgué el teléfono. Una bailarina. No me gustaba la idea de lidiar con una mujer asediada por una legión de hombres. Pero la perspectiva de un día diferente, lejos de la sordidez de la ciudad, era demasiado tentadora. Y estaba dispuesto a intentarlo, a pesar de las sombras que acechaban en los márgenes de mis pensamientos. nO TIENE QUE SER UNA CHICA CASTA Y virginal. Todos tenemos un pasado y eso no importa. Importa un presente y lo que pueda construir,además es una despedida y es bueno que sea con un vino, un atarde

te de dudosa reputación, ,. Por el momento, me alojaba en una mAlcé la vista hacia el edificio. En la penumbra del balcón, una silueta femenina danzaba con una languidez espectral. Parecía que yo era el único espectador de esa visión onírica. A pesar de la distancia que nos separaba, varios pisos de silencio y oscuridad, tuve la extraña certeza de que era la misma muchacha que, horas antes, se había esfumado en ese negocio de dudosa reputación.

Los municipales, con la pragmática indiferencia de quienes han visto demasiadas cosas inexplicables, me dieron un aventón hasta la comisaría. Me dispuse a dormir, aunque presentía que esa noche había marcado un punto de inflexión. 

La bailarina, con su aura de misterio y melancolía, había dejado en mí una huella singular, un espejismo que atenuaba, aunque solo fuera por un instante, el amargo vacío de una Pura que fue real y ahora  no  existia más allá de mis anhelos. Traté de borrar la expresión burlona de mis colegas municipales. Era ese gesto inequívoco: "¡Vaya, vaya! Parece que también entre los federales anidan los lunáticos. Una bailarina exótica... Solo un demente se dejaría embaucar por semejante aparición".

Divisé a una mujer que parecía conjurar ilusiones, una suerte de mago de la noche. Se ocultó a escasos seis  metros de mí, esfumándose como un espectro en la niebla. ¿Era una sinvergüenza que instigaba a la gente a cometer actos ilícitos, o acaso un travesti de habilidades camaleónicas? Tenía que desenmascararla. Agavillamiento, incitación a delinquir, acoso... Los cargos se agolpaban en mi mente. Solo necesitaba atraparla, materializar esa sombra escurridiza. Tenía algo que se asemejaba a un caso, una madeja de misterio que ansiaba desentrañar. Me dormí, sin poder comprender por qué una joven bailaría sola en un balcón a oscuras, a las tres y pico de la madrugada, como un alma en pena atrapada en un limbo de soledad.

III

Me comunicaron que mi suplencia llegaba a su fin. Realmente, no anhelaba permanecer en ese lugar, un nido de sombras y secretos. Pero la idea de no volver a ver a Argelia... eso era un aguijón en mi conciencia. ¿Sería diferente esta vez? ¿Podría aspirar a una compañera estable, aunque su profesión estuviera envuelta en un aura de exotismo y misterio? 

Me parece que le estoy dando mucha importancia a un pequeño cruce de palabras entre ella y yo. De todas formas me tendré que ir a acompañarme conmigo mismo a María Maroa.

Entonces, una noticia relacionada con el ingeniero López interrumpió mis cavilaciones. Había sufrido otro ataque de furia, una explosión de violencia demencial que había segado la vida de dos reclusos en el sórdido lavamanos común de la prisión.

Me informaron de este nuevo horror al entregarme un recado escrito por su propia mano, una misiva garabateada con la desesperación de un alma atormentada.

– Ya sé cómo es el señor que me daba permiso – repetía el ingeniero, una y otra vez, como un disco rayado, cuando finalmente logré entrevistarlo en la sección de reclusos peligrosos.

Me habló con una calma inquietante, afirmando haber aceptado a Jesús como su salvador. Sin embargo, su memoria seguía siendo un laberinto de lagunas y confusiones. Estaba convencido de ser víctima de una conspiración urdida por una pareja de tramposos que le habían tendido una emboscada. Le dejé unos cigarrillos, una pequeña concesión a su miseria, y me entrevisté con el director del penal para autorizar un retrato hablado. La madeja de este caso comenzaba a tomar forma, aunque sus contornos seguían siendo oscuros y ambiguos.

Dos días después, recibí el retrato hablado. Vaya, al tipo le faltaba más de un tornillo, por no decir la ferretería completa. Para mi sorpresa, el retrato que me enviaron era... el mío propio. Una burla macabra, un espejo deformado de mi propia imagen.

IV

iserable dependencia anexa al cuartel de la gendarmería, donde el hedor a moho y el crujir de las tablas me recordaban mi precaria condición.

El sacerdote  calvo,, nunca  a aparecio, como si la tierra misma lo hubiera engullido. Sin embargo, mi tedio fue interrumpido una tarde gris, cuando el Comisario General, un hombre de rostro severo y bigotes engomados, irrumpió en mi despacho. Yo, hastiado, pasaba las horas contemplando grabados animados en un artefacto mecánico que proyectaba imágenes fantásticas, una distracción que apenas aliviaba mi hastío, un sistema clasico de AI holografico.

—Hay una denuncia por acoso —anunció el Comisario, con un tono que no admitía réplicas—. Ocurrió en los alrededores del viejo cementerio judío, cerca de donde resolviste aquel asunto del asesinato en la esquina. Como tienes tiempo de sobra, ocúpate.

—¿No es eso competencia de la policia municipal? —repliqué, alzando la vista con desgana desde una proyección de colores vibrantes que narraba las hazañas de un héroe en tierras lejanas.

—Ocúpate —insistió él, agitando una mano como quien espanta una mosca—. Es un caso sencillo, pero ha llegado a nosotros. Hay rumores de conexiones con asuntos más graves. No me hagas repetirlo.

La denunciante era una danzarina, una de esas criaturas que habitan los márgenes de la sociedad, donde el que exhibía su arte en un tugurio conocido como El Tucan, un antro que conservaba el nombre de una antigua taberna de mala muerte, transformada en un garito de variedades. Me dirigí al lugar, no como agente de la ley, sino como un parroquiano más, mezclándome con la fauna que lo frecuentaba: rufianes, soldados desertores, mercaderes de opio y algún que otro clérigo renegado en busca de placeres prohibidos. Pregunté por la muchacha, una tal Flor Silvestre, extranjera, según me informaron, y me indicaron que aguardara. Los licores, cortesía de la casa, olían a trementina.

Me acomodé en un rincón oscuro, bajo la luz titilante de un candelabro con luz led , mientras una música estridente —una mezcla de valses techno hip hop — resonaba en el local. El público era un mosaico de lo más bajo de mi ciudad: dos soldados , ebrios y enrojecidos por el láudano, un profesor de la universidad conocido por sus escándalos, y obreros en busca de carne barata. El lugar, aunque limpio, conservaba un aire de decadencia, como si las paredes mismas exudaran los pecados de generaciones pasadas.

De pronto, dos camareras iniciaron una reyerta con botellas rotas, un espectáculo que el público tomó por parte del show hasta que la sangre brotó de un brazo. Uno de los soldados, en un arranque de bravuconería, desenfundó su pistola y disparó al techo, restaurando el orden con un estruendo. “¡Bien hecho, bárbaro!” —gritaron algunos, indiferentes a la ilegalidad de tal acto en suelo bohemio. ¿Qué importaba? En mi ciudad , rusos, húngaros y turcos habían hecho lo propio durante años, y nadie alzaba la voz.

La música cambió a un frenético ritmo gitano, y un juego de luces multicolores iluminó un tablado improvisado. Entonces apareció ella:. Su atuendo era un desafío a la decencia: dos estrellas cubriendo apenas sus pechos, un retazo de tela como falda, descalza, con cascabeles en los tobillos y una peluca de colores que ocultaba su rostro tras un velo de maquillaje. Era una visión perturbadora, una mezcla de inocencia y lascivia, como una virgen sacrificada en un altar pagano. Su danza, reminiscente de los ritos prohibidos de las cortes orientales, arrancó rugidos de la muchedumbre. Me levanté, aturdido, mientras el público aullaba en éxtasis.

Finalizado su número, me dirigí al camerino, aún bajo el influjo de su hechizo. Me identifiqué en la puerta, y ella, con un gesto lánguido, me permitió entrar.

—No pareces policia. Pareces universitario o seminarista —dijo, invitándome a sentarme mientras se acomodaba con estudiada gracia, elevando una pierna torneada para ajustar una venda en su pie, en un gesto que parecía diseñado para desarmarme.

—Soy el inspector Stalin Gutiérrez —respondí, torpe, atrapado en la escena que ella, con descaro, representaba en aquel diminuto escenario privado.

—Argelia Luna, aunque aquí me llaman Flor Silvestre —se presentó, tendiéndome una mano que hizo erizarme la piel—. ¿Qué quieres saber?

Relató su historia. Poseía una baw bj 2012 , pero estaba en reparación. con roces entre los demás empleados, decidió caminar a su morada, a pocas calles, a las dos y media de la madrugada.

—¿No es eso temerario? —inquirí—. Es tentar a la desgracia en una ciudad como esta.

Ella me miró, con una mezcla de desafío y cansancio, y respondió:

—En este sector , inspector, la desgracia no necesita invitación.


IV

Solo me quedaba una semana más trabajando aqui. Por fin. Un torbellino de sentimientos contradictorios me embargaba. Había regresado varias veces al Tucán, como un polilla atraída por una llama fatua. Era inevitable. Como un idiota enamorado, la había acompañado al salir, sintiendo la mirada inquisitiva de los parroquianos clavada en mi espalda. En verdad, ella no era lo que aparentaba. Era una extranjera en busca de un porvenir mejor, buscando hacer digna la manera de ganarse la vida en un mundo hostil. Sabía cómo protegerse de las artimañas de los hombres. Era evidente que había tenido tratos con ellos, y también sabía cómo mantenerme a distancia. Pero, ¿me seguía la corriente por cortesía, o acaso despertaba en ella algún atisbo de afecto? Debía averiguarlo, desentrañar ese enigma. Y creía, ingenuamente, que iba por buen camino... Sin embargo, el trabajo administrativo y varias guardias nocturnas me habían impedido regresar al Tucán, dejándome sumido en una frustrante incertidumbre.

Recibí una llamada el viernes en la comisaría. Un número desconocido parpadeaba en la pantalla del teléfono.

– He extrañado mucho que no hayas venido al show – me dijo la bella voz al otro lado del auricular, un susurro que encendió una chispa de esperanza en mi alma.

– No he podido. ¿Sucede algo? – respondí, con la torpe excitación de un colegial al reconocer la voz de su amada.

– Ya tengo mi auto. Quiero probarlo.

– Eso es una excelente noticia – dije, tratando de ocultar el entusiasmo que su interés me producía... Un silencio se extendió entre nosotros, un vacío cargado de intenciones ocultas. No sabíamos qué decir para no revelar nuestros verdaderos sentimientos, pero en mi interior, sentía que había ganado una pequeña batalla. Ella me había llamado...

– Me da miedo ir a la playa sola y tener un accidente. ¿No quieres acompañarme?

La simple idea de verla a la luz del día, con la piel bronceada y vestida con un exiguo tanga, inyectó unos 256.789 kilovoltios de electricidad pura en la parte baja de mi abdomen.

Ella malinterpretó mi silencio, asumiéndolo como una negativa.

– Perdón – dijo, y noté un deje de desaliento en su tono. – Ya veo que no fue una buena idea.

– Me quedan pocos días aquí. El lunes te puedo invitar a almorzar. Pero, en verdad, estoy de guardia el fin de semana – expliqué, tratando de conciliar mis deseos con mis deberes y hacerle entender que sería una despedida

– ¿No trabajas el lunes? – preguntó, con un renovado brillo en su voz.

– No. Lo tengo libre – expliqué, sintiendo que la había doblegado a mi voluntad. Ya lo sabía, y ella también lo sabía.

– Pues yo también. Vamos, pero para la Colonia Tovar – me invitó, con una sonrisa que podía derretir los glaciares.

– ¡Excelente! Acepto – dije, saltando de alegría interiormente. Yes. Yes. Yes.

– Está bien – dije, tratando de controlar mi entusiasmo – pasaré por ti...

– Oye. La del auto soy yo –  aclaró – pasaré a buscarte por donde tú me digas.

Me tuteó. oTRA VEZ Me tuteó. Un pequeño avance en este juego de seducción.

– Está bien. Pasa por el precinto 44, ESTOY en la avenida Che Guevara, cruce con Capitalismo Infernal y Salvaje.

– Seré puntual – dijo, dominando su tono al igual que yo. Éramos, sin duda, dos tontos, curtidos en mil batallas, comportándonos como adolescentes dando incierta mente pasos para validar se ante la otra persona..

Colgué el teléfono. Una bailarina. No me gustaba la idea de lidiar con una mujer asediada por una legión de hombres. Pero la perspectiva de un día diferente, lejos de la sordidez de la ciudad, era demasiado tentadora. Y estaba dispuesto a intentarlo, a pesar de las sombras que acechaban en los márgenes de mis pensamientos. nO TIENE QUE SER UNA CHICA CASTA Y virginal. Todos tenemos un pasado y eso no importa. Importa un presente y lo que pueda construir,además es una despedida y es bueno que sea con un vino, un atardecer en la playa y solo dos para estar juntos los dos.



continua

































Capítulo 2


Es igual. Al llegar en mi carruaje al condominio, demoré algunos minutos en bajar y abrir el candado de hierro que aseguraba la reja de mi cochera.

—Explíquese —dije, observando cómo disfrutaba del efecto que su relato causaba en mí.

—Descríbame el acoso. ¿La persiguieron? ¿Le dijeron algo? ¿Intentaron tocarla? ¿Lo conoce? ¿Un enamorado inoportuno? ¿Un cliente insatisfecho?

—No soy lo que usted cree —respondió con una voz dulce, casi resignada—. Sé que en su mundo tienen la idea de que en la ciudad de donde vengo basta con tocar una puerta, mostrar un dólar, y les entregan a la niña de la casa.

—¿Y no es así?

—No. Se necesita un dólar, una pasta dental y un champú —explicó, mirándome con unos ojos inmensos, color avellana. En ese momento, quedé noqueado. Literalmente noqueado.

Asentí en silencio.

—No tengo necesidad —se le escapó, casi inocente—. Gano dos mil quinientos dólares por semana.

Quedé boquiabierto. No por la cifra en sí, sino por su empeño en demostrar que no era lo que yo pensaba.

—Vaya... ¿Y qué hace con semejante fortuna? —pregunté, sin ocultar mi sorpresa. Ella ganaba cuatro veces lo que yo en un mes.

—Ahorro para irme a Miami. Si todo marcha bien, seguiré hasta los Estados Unidos.

—Entonces, ¿no hay por ahí un antiguo amigo con derechos? ¿Alguien que lo sabe todo y exige su parte de esa fortuna? —pregunté, saliéndome por un instante del papel de investigador y dejándome llevar por una curiosidad más personal.

Ella sonrió, comprendiendo perfectamente mi juego. No dijo nada, pero en su mirada había una advertencia.

—Esa noche terminé tarde. De verdad estoy intentando zafarme de aquí, comenzar de nuevo en Maracaibo —dijo, variando de súbito su versión inicial.

—La acompañaré. Me describirá la escena en el lugar exacto donde ocurrió —anuncié, sin pensar. Fue una decisión repentina. Sería la segunda vez que cruzaba esa esquina donde Pura perdió la vida. No sabía si era buena idea. Me pareció verla, inmóvil, en un rincón, envuelta en los trapos de la bailarina. Sólo fue una sombra, un eco de mis recuerdos más vívidos de aquellos días en que la visitaba. Su memoria aún me acompaña con inquietante nitidez.

Ella sonrió y dijo que necesitaba cambiarse.

—Seguro. Esperaré en la puerta.

Al cabo de unos minutos, salió. Nadie habría dicho que era la misma mujer. El cabello recogido con una sencilla gomita escolar, unos vaqueros negros, una chaqueta de tela modesta y unos mocasines de goma. Muy lejos de aquel monumento sensual que había visto antes. Me miró un instante, escrutándome con rapidez, y luego comenzamos a caminar en silencio.






Caminamos. Yo evitaba tocarla, aunque era lo único que deseaba hacer. Luchaba contra esa repentina atracción. Ella, ajena o indiferente, caminaba con tranquilidad a mi lado por aquella calle solitaria.

—Esa noche... —comenzó a decir.

—¿Cuándo fue esa noche? —interrumpí, viendo a lo lejos el nuevo centro comercial y la calle donde quedaba mi antigua casa.

—Hace dos noches. En el mismo sitio que todos conocemos. ¿Me acompañará mañana? Me siento segura a su lado. No sé cómo se me ocurrió caminar sola por estas calles a estas horas —dijo, dejándome desconcertado.

—Aquí es —señaló, y sin querer, mis ojos buscaron el poste donde quedó tendida Pura.

—¿Qué hizo?

—Oye... —dijo, como si supiera que yo dudaba de su relato—. Estoy acostumbrada a todo tipo de cosas. Inocentes. Risibles. Peligrosas. Y hasta extrañas.

No le respondí. Miraba el poste, reviviendo la escena como si fuese una vieja cinta que mi mente se obstinaba en proyectar. El gordo, el disparo, el otro cayendo al suelo... Por un momento sentí que era espectador de ambos eventos superpuestos en el mismo rincón de la memoria.

Entonces comenzó a lloviznar

.I



La llovizna no era más que un susurro del cielo, como si también tuviera miedo de pronunciarse con fuerza. Caminamos unos pasos más. Ella se detuvo frente al poste, lo tocó con la yema de los dedos, como si fuera una reliquia o un umbral maldito.

—Aquí fue —dijo, y su voz no era la misma de antes. Había en ella una gravedad antigua, como si hablase desde otro tiempo.

Me quedé quieto. No por respeto, sino porque el aire se espesó de repente, y tuve la sensación —imposible de explicar— de que alguien nos observaba. No desde la calle, sino desde el pasado.

—¿Y qué vio? —pregunté.

Ella no respondió de inmediato. Bajó la mirada, luego sacó del bolsillo interior de su chaqueta un pequeño papel doblado varias veces, con el tipo de pulcritud con la que se esconden las verdades que matan.

—No me creyó, ¿verdad? Pero mire esto.

Lo tomé. Era una hoja amarillenta, escrita con una caligrafía casi monástica, salpicada de símbolos. No entendía nada, salvo una frase en latín repetida dos veces: "Fiat Umbra. Fiat Desiderium."

—¿Qué demonios es esto?

—Una advertencia. Una contraseña. No lo sé exactamente. Nadie lo mencionó en el informe, porque nadie supo interpretarlo. Salvo yo. Y ahora usted.

—¿Y por qué yo?

—. Y la gente que ama, aunque no sepa, comprende. A su modo. Supongo que has amado a alguien o tienes a alguien?

La frase me golpeó con la fuerza de un secreto revelado demasiado tarde. Pensé en Pura, en sus silencios. En aquella noche. En el miedo que tenía a algo más grande que la muerte. El papel empezó a humedecerse por la lluvia. Ella me lo arrebató suavemente de las manos y lo guardó de nuevo.

—Yo también me estoy yendo —dijo.

—¿A Maracaibo?

—No. Más allá. Hay ciudades que no están en los mapas. Gente que se esconde detrás de los espejos. Usted lo sabe, aunque no lo diga. Está demasiado cerca de la verdad para no haberlo notado.

Entonces me miró con una seriedad que me heló la sangre.

—¿Mañana vendrá a cuidarme?.

 —Es posible

Ella sonrió como si la pregunta fuera infantil.

—Los que escriben la historia. Los que editan los recuerdos. Los que hacen que olvidemos que hubo una mujer llamada Pura, que un gordito disparó en una esquina, y que usted aún la sueña. Tengo algunas capacidades clarividentes. A veces funcionan.-- dijo enigmáticamenteenigmáticamente y señalo

-- No entendí mucho la idea.

-- Perdóname lo directa.Funciono mejor siendo honesta.

-- Entiendo 

-- Es que pareces muy desencantado de la vida para ser tan joven.--

-- Eres optimista.

-- No. Pero no lo ando pregonando

Caminamos en silencio unos minutos



  II


—*Estaba ahí* —repitio nuevamente, mostrándome el lugar con una mano de uñas pintadas de negro, como garras recién salidas de un cuadro simbolista. Su gesto me arrancó de mis divagaciones y me devolvió a la fría realidad del caso.  


—Pero… ¿*Cómo era*? —insistí, forzándome a concentrarme—. ¿Alto, bajo, armado? ¿La escupió? ¿La insultó? ¿Intentó agredirla?  


—¿Alto? ¿Bajo? —Se sorprendió, como si mi pregunta fuera absurda—. ¿No leyó mi denuncia? *No era él. Era ella*. No me persiguió. Solo… *me miraba*. Y se reía. —Se estremeció, y por un instante, vi en sus ojos algo que no encajaba en el protocolo policial.  


—Oiga, señorita Argelia —dije, esforzándome por mantener un tono profesional, aunque ya sabía que todo esto era un callejón sin salida—. No puede presentar una denuncia porque una mujer *la mirara feo*. Eso no tiene ni pies ni cabeza.  


—*No entiende* —susurró, bajando la voz mientras apretaba el paso—. Era joven, pero… *extraña*. No era normal. 


*No entiendes fue un tuteo para acercarse. Fue obvia, es mejor en eso que yo.


Llegamos al edificio donde vivía: una construcción soviética de los años setenta, de esas que parecen hechas con escombros y mala voluntad. Mal iluminado, con las paredes agrietadas como un mapa de derrotas antiguas. La muchacha me miró. Su palidez contrastaba con el negro de sus uñas. Intentó sonreír, pero fue un gesto frágil, como un papel quemándose en los bordes.  


Yo *entendí*. O creí entender. No quería precipitaciones. ¿Quería conocerme? Bien. ¿Quería intentar algo? Bien. Pero había un protocolo, un *principio*, aunque ella fuera tan hermosa como una figura salida de un cuadro prerrafaelita. *Así sería*. Lo intentaría.  


—No creo que su denuncia llegue a ninguna parte —dije cuando ella abrió la reja de su edificio, separándonos con esos barrotes oxidados que parecían jaula de un zoológico abandonado.  


—Cualquier cosa, llámeme —añadí, deslizando mi tarjeta entre los hierros—. Al celular, Facebook, X, WhatsApp… *lo que sea*.  


Me despedí. Ella me miró. Y *supe* que había algo. Algo que no encajaba en los informes, en las actas, en este mundo de formularios y burocracia.  


Caminé hacia la avenida. Si veía una patrulla, pediría un aventón. Pero la calle estaba desierta. Eran las 3:05 a. m., ni los buenos ni los malos rondaban por allí. Los edificios dormían, indiferentes.  


**Entonces la vi.**  


Estaba a media cuadra. Una mujer joven. De espaldas. Pero *sabía* que me observaba de reojo. Por un instante, creí distinguir una sonrisa en la penumbra.  


Miré alrededor, buscando al cómplice. Era la trampa clásica: la carnada, el distractor, una pistola apuntando en la oscuridad. 

Con movimientos calculados, desenfundé mi arma y quité el seguro, manteniéndola oculta tras la espalda.  


—Oiga, señorita —llamé, avanzando con cautela hacia el medio de la calle—. ¿Está bien? ¿Necesita ayuda? *Soy policía*.  


Ella se deslizó hacia la pared, fundiéndose en el dintel de un negocio cerrado, donde ni siquiera las luces de cortesía alumbraban. Decidí mantenerme en  centro de la calle, lejos de las sombras.  


—¡Señorita!  -- llame otra vez


Un paso más.  


Y entonces… *desapareció*.  


No hubo puerta que se abriera, ni pasos apresurados. Solo el vacío. Corrí hacia donde había estado, pero no había rastro. Ni un suspiro, ni un perfume, ni el eco de una risa.  


**Nada.**  


Saqué mi teléfono, las yemas de los dedos frías contra la pantalla me indicaron que estaba asustado .



Cinco minutos después, una Fiat Toro 4x4 turbo diésel, repleta de municipales con rostros adustos, llegaron para brindarme su apoyo. Buscamos y alumbramos cada rincón con nuestras linternas, como si tratáramos de desenterrar fantasmas. Nada. Absolutamente nada. No había alma viviente. No sabría explicar por qué, pero me pareció escuchar a lo lejos los acordes espectrales de La guerra de los Dioses de Billy Paul, una melodía desoladora flotando en el aire nocturno.



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La Esquina Parte C capitulo 5

Novelas Por Capitulos —Dime que te irás conmigo a Miami . Dime que te irás conmigo a Miami —gemía Argelia , mientras se agarraba los senos, ...