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martes, 22 de abril de 2025

La Esquina .Novela

LA ESQUINA


















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Paranormal, Supernatural, Urbano, Contemporáneo, Argumento para Cine Independiente

Parte A

Cap. 1.

La lluvia caía con la furia de un dios enojado, cada gota un diminuto puño golpeando el asfalto. Los tres desamparados, figuras espectrales bajo el implacable aguacero, vieron al cuarto detenerse. Su rostro, demacrado y bañado en agua, se iluminó con una especie de demencia lúcida mientras murmuraba: "Volviste... Sabía que vendrías por mí".

Uno de los tres, con la ropa empapada pegándose al cuerpo como una segunda piel, carraspeó. "Eh, vente. Te va a dar una pulmonía de esas que te dejan tosiendo el alma".

Otro, con la mirada huidiza propia de quien ha visto demasiada oscuridad, extendió una mano temblorosa. "No sigas empapándote. Ven, hombre. Échate un trago", ofreció, la voz áspera como papel de lija.

El recién llegado, ajeno a la oferta de calor y olvido, sonrió con una beatitud escalofriante. "Ella vino por mí", dijo con un entusiasmo que helaba la sangre, como si hablara de un amante largamente esperado y no de algo más... siniestro.

Así fue todo...

No.

La llamada al precinto resonó en la sala como un presagio. Yo estaba de turno, disponible para lidiar con la mugre que la ciudad escupía. Sin perder un instante, me dirigí al lugar, una punzada familiar de presentimiento retorciéndome el estómago.

Llegué al sitio del suceso que había desgarrado la calma con su grito de emergencia. Conocía bien ese cruce de caminos, cada grieta en el pavimento, cada sombra alargada bajo el farol parpadeante. Desde niño, ese era un punto fijo en mi mapa mental, un lugar donde la inocencia y la crudeza danzaban en una extraña y a veces peligrosa armonía.


Regularmente, se veían a los muchachos, los "chicos chicos" como los llamaban, jugando fútbol o béisbol con una camaradería que parecía un escudo contra el mundo exterior. Pero al caer la noche, la luz menguante traía consigo otra clase de reunión. Diferentes grupos se aglutinaban en cada vértice de la esquina, cada uno marcando su territorio invisible.

En el lado noreste, estaban "Los Dañados". Para muchos, eran parias, la escoria de la sociedad. Para otros, una inclinación de cabeza de uno de ellos era casi un honor, una extraña validación en un mundo que los ignoraba. Sus ropas raídas y sus ojos esquivos contaban historias de peleas perdidas y oportunidades jamás encontradas.

Al sur, se congregaban "Los Fresas". Estudiosos, serios, los "chicos bien". No buscaban confrontación. Saludaban con cortesía, pulcros en su vestir, con cortes de pelo que sus padres aprobaban con severa satisfacción. No fumaban la hierba que flotaba en el aire nocturno, no inhalaban pegamento en callejones oscuros, no apuraban botellas de licor baratas. Eran la promesa de un futuro mejor, un faro de normalidad en un mar de incertidumbre.

En las otras puntas, ocasionalmente se veían parroquianos saliendo tambaleantes de los bares cercanos, y los infaltables soplones, los ojos y oídos de una policía del pensamiento que siempre parecía estar husmeando en los márgenes.

La esquina tenía sus propias leyes tácitas, grabadas en el asfalto y en el silencio cómplice de sus habitantes. Nadie se atrevía a tocar a los del sur. Eso era invitar a un infierno de represalias. Los del norte, en su extraña jerarquía, se comprometían a proteger a los "chicos bien". Pero estos últimos se mantenían al margen de las salvajes reyertas que estallaban entre los "Dañados" y cualquier otra banda que osara invadir su territorio. En esos momentos de tensión, los "Fresas" se desvanecían discretamente, como fantasmas asustados por el ruido de la tormenta, hasta que la calma volvía a asentarse sobre la zona popular. No había contratos firmados, nadie hablaba de ello, simplemente... así funcionaba. Era el orden natural de las cosas en esa pequeña porción de Derry.

Para distinguirlos, la gente hablaba de los "chicos chicos", refiriéndose a los jóvenes que siempre pateaban una pelota desinflada o lanzaban una raída pelota de béisbol entre el tráfico esporádico. Luego estaban los "chicos bien", los "fresas", impecables en su vestir, dedicados a sus estudios, que ocasionalmente, con permiso paterno, bebían una cerveza helada y acompañaban a las chicas bonitas al cine para ver esas películas americanas que nos llegaban como destellos de otro mundo.

Y luego estaban los "chicos malos". Genuinamente malos. Los feos, los aborrecidos, los mal vestidos, aquellos a los que nadie invitaba a una fiesta, ni a un partido en el terreno baldío donde una vez se levantó el hospital civil. Eran los sospechosos habituales, los que los milicianos detenían constantemente para identificarlos, culpables a priori de cualquier cosa turbia, real o imaginaria, que sucediera en el sector. Ellos controlaban el flujo de marihuana barata, el paso cauteloso de peatones por ciertas calles, el mercado negro de radiocasetes, bicicletas y ropa robada. Su dominio sobre la esquina era absoluto, una sombra constante en la vida de los demás.

Yo solía pasar por allí a pie, un espectador silencioso en su pequeño universo. Saludaba a todos, sin pertenecer a ningún bando. Vivía a diez cuadras de distancia, una tierra de nadie entre sus facciones. De alguna manera, los "chicos malos" me dejaban en paz. Nunca supe por qué. Sabía que los grupos buscaban ávidamente nuevos miembros y trataban de evitar deserciones, ya que casi todos eran familias y vecinos. En el terreno vacío del antiguo hospital, jugaban juntos, intercambiando jugadores en partidos improvisados de béisbol, baloncesto o fútbol, según la programación de la televisión. Pero al caer la noche, cada uno volvía a su propio redil, reafirmando su pertenencia como si fueran extraños hasta el amanecer.

Cuando terminé la secundaria, presenté los exámenes para la Academia de la Policía Federal de Investigación. Fui admitido. Muy pocos de ellos continuaron saludándome cada sábado cuando regresaba a casa para pasar el fin de semana. Paulatinamente, el lazo que nos unía, tenue ya de por sí, se fue deshilachando hasta desaparecer.

El sector fue mutando lentamente con cada una de mis visitas. En la esquina, el local que antes albergó una sastrería de colombianos fue ocupado por un minimercado regentado por chinos silenciosos y esquivos. Los "chicos bien" se dispersaron hacia las universidades y los institutos tecnológicos. Algunos incluso obtuvieron becas para ir al "Imperio", a España, Irán y Rusia, nombres exóticos que resonaban con promesas de un futuro lejos del polvo y el olvido de nuestra esquina.

La vieja casa de los Gutiérrez, con su jardín descuidado y su aire de misterio, fue demolida para dar paso a un feo edificio de cinco pisos de apartamentos idénticos, como celdas grises apiladas unas sobre otras. También supe que uno de los "chicos malos" había sido abatido por la policía estatal en un atraco chapucero, un evento que tuvo como amargo desenlace que toda la comunidad terminara de aborrecerme.

Me lo demostraban cada vez que pasaba por la esquina con mi camisa blanca de manga larga, mi corbata azul oscuro y mi pelo casi rapado, el uniforme de mi nueva vida. Era como un comentario silencioso, cargado de resentimiento. Ahí va el soplón. El cachorro de policía. Por su culpa, "Cara e' malo" yacía bajo tierra.

La esquina decayó, perdiendo su vitalidad. Era raro ver a alguien allí. El chino vendió su mercado a un polaco gordo y calvo, con una cara que parecía tallada en piedra bruta. Pero, a decir verdad, el hombre era amable y servicial, y su aparente rudeza se debía a su dificultad con el idioma. Aún así, no me gustaba. Había algo en su mirada... sin embargo, lo aceptaba, porque era uno de los pocos que todavía me dirigía un escueto saludo.

Llegaron nuevos vecinos, con buenos coches de segunda mano, gente que trabajaba en las nuevas empresas que se estaban estableciendo en la zona. Abrieron dulcerías con luces de neón, mercerías llenas de baratijas brillantes, pequeños restaurantes familiares llamados "paladares", zapaterías con olor a cuero nuevo y cibercafés donde la luz azul de las pantallas iluminaba rostros absortos. Ocuparon las amplias salas de las viejas casonas del sector, trayendo consigo una nueva capa de normalidad sobre el pasado turbio de la esquina. Pero para mí, la sombra de lo que había sido aún se cernía sobre el asfalto agrietado, como una cicatriz imborrable. Y en esa cicatriz, a veces, juraba escuchar el eco distante de una risa infantil... o algo mucho más siniestro.


II



Al sector centro  de mi ciudad , se mudó una señora con su hija. No era frecuente mi paso por esa parte del pueblo,en realidad cerca de mi zona. Pero quedé entre los impactados por ella. Pura era su nombre.


Pelo negro azabache, ojos verdes como el musgo en los bosques de Amazonas, menuda, bella hasta el punto de doler, demasiado popular entre los adultos de la zona, consentida por todos los chicos y odiada hasta el infinito por las chicas de la urbanización. No era para menos: Pura era una competencia imposible de vencer. Era en extremo, preciosa y tenía una facilidad desconcertante para hacer amigos, sobre todo con los chicos, tuvieran novia, prometida o no.



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