Parte D
VII
...
Años antes del asesinato del policía municipal......
El aire olía a gasolina y mugre en el callejón donde el Chevrolet Malibu Turbo Diesel, tuneado con luces de neón y llantas cromadas, aguardaba como un depredador agazapado. Era el territorio de “Baberto”, un flaco con la cara devastada por cicatrices de acné, cuya silueta huesuda se recortaba contra la luz mortecina de una farola rota.
Susana y Kristal, apenas unas semanas después de su última pesadilla, habían acudido allí con el corazón latiendo al ritmo de una decisión temeraria: buscar al proveedor de sustancias de su madre, adentrarse en el submundo que ella frecuentaba. Querían algo, cualquier cosa, que apagara el dolor que las carcomía. Pero el callejón no era un lugar para adolescentes imprudentes. Era un lugar donde los errores se pagaban con sangre. Apenas cruzaron el umbral de la penumbra, el instinto les gritó que algo estaba mal. El aire se volvió denso, cargado de un hedor a sudor rancio y licor barato. No fueron veinte hombres, como dirían después, exagerando en un intento de justificar el horror. Fueron muchos, suficientes para destruir un destino--.
Una horda de sombras ebrias y brutales que las rodearon con risas guturales, como hienas cerrando el círculo sobre su presa. Las manos ásperas las sujetaron, las empujaron, las desgarraron. La noche se convirtió en un borrón de violencia, un torbellino de alaridos y súplicas que nadie escuchó. El asfalto frío fue su único testigo. Al amanecer, la policía las encontró en un charco de sangre y mugre, con los cuerpos magullados y las miradas vacías. Dos adolescentes más en la estadística de una ciudad que devoraba a sus hijos sin piedad. La prensa las llamó “estúpidas”, “imprudentes”, como si su sufrimiento fuera una lección moral.
Pero para Susana y Kristal, la verdadera lección estaba escrita en sus cuerpos destrozados: el mundo no perdonaba, y ellas tampoco lo harían. Gracias al dinero de su padre, un hombre ausente que pagaba para no mirar, ambas fueron internadas en una clínica privada. Los tubos, las máquinas, los médicos de rostros impasibles las mantuvieron con vida. Fue la última vez que Susana vio a sus padres juntos, una imagen borrosa de dos figuras discutiendo en voz baja en el pasillo de la clínica. A Susana no la visitó nadie. Nadie preguntó por ella. Nadie quiso saber.
Un mes después, salieron de la clínica, físicamente recuperadas pero irreparablemente cambiadas. En sus pechos anidaba algo nuevo, algo oscuro y afilado como una navaja: odio. Un odio frío, absoluto, que no conocía límites ni consuelo. Un odio que susurraba en cada rincón de su alma, alimentado por la rabia de lo que habían perdido. Se miraban en el espejo y no veían a las niñas de antes. Veían a dos desconocidas, unidas por un pacto tácito, un juramento sellado en sangre.
Fueron al psicólogo, un hombre de gafas gruesas que hablaba de “trauma” y “resiliencia” mientras garabateaba notas. Fueron al médico especialista en enfermedades venéreas, un trámite humillante que las hizo sentir como ganado marcado. Su madre, por unos días, mantuvo una discreción inusual, como si temiera que el escándalo la alcanzara. Pero Susana y Kristal no necesitaban palabras para entenderse. Se abrazaban en la oscuridad de su habitación, se consolaban con caricias tímidas, se prometían en silencio que nunca volverían a ser víctimas
. --- El nuevo “amigo” de su madre apareció una mañana, con una sonrisa torcida y un brillo en los ojos que Kristal reconoció al instante. Era el mismo destello cruel que había visto en Pedro Sulbarán, el hombre que irrumpió en su cuarto durante aquella fiesta lejana. Kristal lo sintió también, sin necesidad de palabras. Era un depredador, otro más, acechando en la penumbra de su hogar roto. Las feromonas, como habían leído en algún libro polvoriento de la biblioteca, las traicionaban. Atraían a los monstruos, los convocaban como un faro en la tormenta.
El hombre se hizo el encontradizo en la cocina, un espacio que olía a grasa rancia y platos sucios. Susana lavaba los trastos, con las manos hundidas en agua jabonosa, cuando lo sintió acercarse. Su aliento cálido le rozó la nuca, y un escalofrío le recorrió la espalda. Intentó apartarse, pero él la acorraló contra el fregadero, sus manos buscando donde no debían. Ella forcejeó, con el corazón latiendo como un tambor de guerra, pero no gritó. No podía. El miedo la había entrenado para el silencio. Susana entró en ese momento, con el rostro pálido y los ojos encendidos por un fuego que no admitía dudas. La escena la golpeó como un relámpago: el hombre, Kristal , la cocina convertida en un campo de batalla. Los recuerdos de aquella noche en el callejón se estrellaron contra ella, cada alarido, cada golpe, cada humillación. Sin pensarlo, tomó un cuchillo de cocina, uno grande, con el mango desgastado por años de uso. Lo hundió en la espalda del hombre con una furia torpe pero implacable. La sangre brotó como un río oscuro, y los alaridos del hombre llenaron la casa. Kristal, liberada del agarre, tomó otro cuchillo. No hablaron. No hicieron falta palabras. Juntas, apuñalaron al hombre una y otra vez, con una furia que no conocía el cansancio. La sangre salpicaba sus rostros, sus manos, sus ropas, pero ellas no se detenían. Cada golpe era una liberación, cada grito del hombre una sinfonía que alimentaba su éxtasis. Cuando el cuerpo dejó de moverse, se miraron, jadeantes, bañadas en sangre, y sonrieron. Por primera vez, se sintieron poderosas. Dueñas del momento, del espacio, de la vida y la muerte.
Su madre entró entonces, con un grito que desgarró el aire. La escena la paralizó: el cuerpo destrozado en el suelo, sus hijas cubiertas de sangre, riendo como si hubieran descubierto un secreto divino. No tuvo tiempo de correr. Susana y Kristal se volvieron hacia ella, con los cuchillos aún en las manos. La madre fue la número dos en la estadística, otro nombre en la lista de víctimas de una ciudad que no hacía preguntas. La policía, perezosa y desbordada, atribuyó el crimen a los “robacasas westonzolanos de lujo”, una banda que servía como chivo expiatorio para cualquier caso sin resolver,Pero que generalmente era verdad cuando se investigaba un poco.
Nadie interrogó a las chicas. Nadie dudó de su historia de horror. Eran víctimas, después de todo. Intocables.
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--- A 1450 kilómetros de allí, en un pueblo abrasado por el sol del llano, Rita, de catorce años, vivía su propio infierno
. Su madre, una mujer endurecida por la pobreza y la desesperación, la veía como una moneda de cambio. Cada domingo, en los rodeos y las fiestas de cumbia y mariachi, la exhibía como un trofeo. Rita, con su cuerpo macizo, sus piernas cortas pero bien formadas y su cabello negro como la noche, era un espectáculo sentada en las talanqueras. Los hombres la miraban, pero ninguno se acercaba. Había algo en ella, una fiereza silenciosa, que los mantenía a raya.
“¿Será marimacha?”, se preguntaba su madre, con un desprecio alimentado por su ignorancia.
Pero no era eso. Rita era una flor del llano, un deseo prohibido que los hombres temían tocar. Hasta que su madre, harta de esperar, decidió negociar. Un fajo de billetes cambió de manos, y Rita fue enviada a “pasear” con “el niño”, el hijo de un hacendado que traficaba con cultivos ilegales. Ella, ilusionada, pensó en el cine, en una hamburguesa, en la GMC Suburban 4x4 Turbo Diesel que brillaba bajo el sol. Pero no hubo cine. No hubo besos. En la parte trasera de la camioneta, el muchacho la desnudó con la misma brutalidad con que un jinete doma a una yegua. La golpeó, la usó, la dejó rota.
“Por fin aprendiste a ser mujer”, fue lo único que dijo su madre, contando los billetes sin mirar el rostro demacrado de su hija.
Aquellanoche, Rita tomó una decisión.
A la madrugada, con el pueblo aún dormido, subió a un autobús Scania Marcopolo, oxidado y ruidoso, rumbo a la capital. No llevaba más que un bolso con ropa vieja y una determinación feroz. La ciudad, con su río de luces y peligros desconocidos, la recibió a las dos de la mañana. Asustada pero resuelta, caminó por la avenida principal, buscando un parque donde descansar. Sabía ordeñar vacas, manejar un tractor, cargar sacos de alimento. Era fuerte. Era bonita. Algo bueno tenía que suceder. O eso se dijo mientras el frío de la madrugada le calaba los huesos.
Una semana después del asesinato del policía municipal ..
En la capital, en una oficina solitaria que olía a café rancio y papel viejo, el Comisario Ramírez contemplaba una vez más las fotos de las Flores de la Muerte. Así las llamaban ahora: Magnolia y Miosotis, antes Susana y Kristal. Las imágenes eran pocas, borrosas, tomadas años atrás, cuando aún eran adolescentes de rostros serenos y ropas de buena calidad.
Nada en ellas delataba la monstruosidad que habían desatado. Pero el Comisario sabía la verdad. Eran asesinas seriales, un fenómeno raro, una simbiosis letal de dos mentes que se complementaban como piezas de un rompecabezas macabro. El informe del grafólogo hablaba de un autocontrol extremo, de un coeficiente intelectual elevado, de un sadismo que encontraba placer en el caos que dejaban a su paso. Las pruebas eran escasas. Videos en YouTube, Twitch, Line, siempre con usuarios nuevos, mostraban fragmentos de sus vidas: carreteras polvorientas, moteles baratos, risas frías
. Tenían una legión de admiradores, adolescentes que imitando su estilo gótico-emo y urbano-sport, convirtiéndolas en una leyenda urbana. La policía las había tenido cerca una vez, cuando un detective las reconoció y disparó, hiriendo a Jazmín —o quizás era Magnolia— en el hombro. Pero escaparon, aprovechando una alcantarilla mal vigilada. Dos semanas después, el detective apareció muerto en el baño de oficiales del precinto 31, con un punzón clavado hasta el mango en su cuerpo y la cabeza sumergida en un inodoro sucio.
La policía quiso culpar al Tren de Aragua o al Cártel Jalisco Nueva Generación. Pero el Comisario sabía que eran ellas. Siempre ellas. No cometían errores. Sus crímenes eran precisos, calculados, con un número par de víctimas cada año, sin un patrón claro de tiempo o lugar. Esta vez, habían vuelto al territorio de Kristal, un movimiento inusual. ¿Querían descansar? ¿O era una provocación? El asesinato del policía municipal no encajaba en su modus operandi. No fue una cacería. Fue una respuesta, un mensaje: no las toquen.
El Comisario se masajeó las sienes, agotado. Había un equipo interdisciplinario siguiéndolas, un grupo de agentes que había abandonado otros casos para centrarse en las Flores de la Muerte. Pero era como perseguir fantasmas. Las pistas se desvanecían, los testigos callaban, y las imitadoras —adolescentes vestidas como ellas— complicaban todo.
En una semana, habían detenido a 34 tríos de chicas que juraban ser las Flores, solo en la capital.
“La madre de Jazmin … ¿existe algún familiar aquí?”, preguntó el Comisario a Rodríguez, su subordinado, mientras revisaba una carpeta
. “No”, respondió Rodríguez, con la mirada fija en los papeles.
“¿Los de Susana… Miosotis?”
“Emigraron hace años a Rio Grande do Sul.”
“¿El padre de Magnolia?”
“Está aquí, en tratamiento. Lleva una vida tranquila. Su pareja murió en un accidente.”
El Comisario asintió, con una chispa de intuición en los ojos.
“Vino por él. Quiere verlo. Vigílalo, pero desde lejos. Sin errores esta vez.”
Rodríguez asintió, aunque la duda asomaba en su rostro. El Comisario suspiró. Era un caso imposible, un rompecabezas que se burlaba de ellos.
Salió al pasillo,a tomar el café número 50 de la noche.
En el pasillo, escuchó risas. El grupo SWAT, relajado, comentaba un operativo fallido. Uno de ellos imitaba a tres chicos que intentaban pasar por Gays , con movimientos torpes y voces exageradas.
El Comisario se detuvo en la puerta, con el rostro endurecido.
“¿Qué es lo gracioso?”No tolero ese tipo de burlas a las minorias--, preguntó, su voz cortante como un cuchillo. Silencio.
El teniente, un hombre fornido, palideció
. “Señor, eran tres chicos… intentaban ser femeninos, pero eran muy toscos. Fue en el operativo tras lo del municipal.”
El Comisario no respondió. Sus pensamientos eran un torbellino.
*Son demasiado inteligentes para nosotros*, pensó. La dependienta de la farmacia que las delató había sellado su destino. No debió haber llamado. Nadie estaba preparado para enfrentar a las Flores de la Muerte. Entendió la burla, las tres pasaron justamente frente a todos ellos.Una burla realizada con maestría.
Con un portazo, salió de la oficina, rumbo al hospital donde el padre de Magnolia luchaba por su vida. Algo le decía que allí, en esa frágil conexión, estaba la clave para atraparlas. O para morir intentándolo. -
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