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viernes, 17 de octubre de 2025

La Esquina Capitulo Final

Novelas Por Capitulos

Un encuentro en la penumbra
«Son tus deseos los que proyectas, no los míos, y nunca se cumplieron», susurró Pura, con una voz que parecía tejida de sombras y mentiras. «Nunca he pertenecido a nadie estando enamorada, la inmensa cantidad de aberrados que me poseyeron fue únicamente por dinero.. Ese es mi castigo. Estoy atada a él polaco por una cadena invisible, una que solo tú puedes romper al poseerme».


 Sus palabras eran un veneno dulce, una farsa descarada. Yo sabía de sus secretos, de esas películas obscenas que había visto, reflejos de una vida que no confesaba.
«Vaya deseo», repliqué, sintiendo su presencia cada vez más cerca, su aliento rozando el borde de mi alma. «Casi me asesinas, y tú casi mataste a Argelia». Mi acusación resonó en la calle desierta, pero ella no se inmutó.
«Fue él quien lo hizo», respondió melosa, sus labios a un suspiro de los míos. Por un instante, su rostro se transformó: de espectro vengativo a una joven bella, peligrosamente normal. Demasiado letal para un hombre como yo, atrapado entre la lujuria y el terror. Sentí su influjo, un hechizo que amenazaba con doblegarme. Debía apelar a las pocas fuerzas que me quedaban.
«Estás más bello», dijo, su voz ahora un canto seductor. Sus manos tomaron las mías, apretándolas con una fuerza que no parecía humana. «Te queda bien ese corte. Se ve que haces pesas. Tienes un cuerpo esbelto, atractivo… depravado. Me gusta eso». Su sonrisa coqueta era una trampa, un anzuelo que brillaba en la penumbra.
«Pura», balbuceé, hechizado, retrocediendo un paso hacia el centro de la calle. «Esto no es real ni sera posible. Te amé con todo mi ser. Morí contigo. Pero cada cosa tiene su tiempo y su lugar». Mi voz temblaba, traicionada por el deseo que aún ardía en mí.
«¿Qué debo entender?», replicó, su tono ahora impregnado de ira. «¿Acaso no tengo derecho a ti? ¿Después de todo lo que he hecho? ¡Me lo debes!». Su ceño se frunció en un mohín infantil, el de una niña malcriada que no tolera la negativa.
«No», contesté, aterrado, viendo que la razón se desvanecía en sus ojos.
«Si no lo haces», amenazó, su voz ahora un siseo viperino, «le daré poder al polaco. Él destrozará a esa bicha puta esa con quién andas, la hará pedazos para que no pueda regresar. Y a ti… a ti te convertiré en un súcubo, condenado a vagar eternamente. Solo pido una fracción de tu vida, no toda. Luego podrás irte con ella, lejos de aquí. Pero yo… yo estoy maldita, atrapada en esta esquina para siempre si no me liberas. Por el amor que dices haberme tenido, libérame. Siénteme. Dame una noche de pasión. Un beso. No pido más».
Retrocedí, espantado. Era ella, la misma Pura que había amado con devoción. Tan bella, tan joven, con sus dieciséis años eternos, la muchacha que me hacía inmensamente feliz cada vez que la veía y desdichado cada vez que la dejaba. Corrí, presa del pánico, con el corazón desgarrado. Corrí porque estuve a punto de ceder, de decir que sí. Era un recuerdo tangible, cálido, que hablaba y me miraba con ojos que aún me reclamaban. Pero también era un espectro, una trampa del pasado. Estoy loco. Tengo miedo. Y, en el fondo de mi alma, aún la amo.

---
**Capítulo 7

A veces me asalta el temor de confundir una pasión física con una relación estable, donde el sexo no es más que una parte —importante, sí, pero no la única—. Sin embargo, Argelia se filtra en cada poro de mi ser. No intenta ser seductora, pero lo es. No busca provocarme, pero lo hace. Su vestimenta es sencilla, pero su figura es inconfundible: sus caderas, su espalda, sus piernas son monumentales, casi imposibles de ignorar. Y ese cabello negro, ondulado, largo, divino, enmarca unos ojos tan inmensos que parecen contener universos enteros. Pero lo peor —o lo mejor— es que cuando la conoces bien, descubres que además es amable, genuina y encantadora. A veces pienso que eso era lo que me atraía de Pura. Ahora, es lo que me atrapa de Argelia.

Estuve de guardia, pero no llegué exhausto. Había dormido unas horas en el precinto durante la tarde. Al llegar al apartamento, no encendí las luces. Me desvestí en silencio y me metí en la cama. Allí estaba ella, mi amada, desnuda bajo las sábanas. El roce de su piel, tan suave como el terciopelo, su aroma particular y esa tibieza que envuelve, despertaron en mí una pasión que creía controlada. Comencé a besarla lentamente. Ella respondió con besos largos, sensuales, como si supiera exactamente qué hacer para desarmarme. Mis labios descendieron hacia sus senos pequeños y erectos, explorando cada rincón de su cuerpo. Continué bajando, trazando un camino invisible sobre su vientre plano, hasta que ella abrió sus piernas sin decir una palabra, entregándose a mí con una confianza que me desbordó.

Es como una llama que nunca deja de arder, y yo soy el fuego que encuentra en ella su combustible. Nos perdimos en una danza ancestral, un encuentro que trasciende lo físico. No hubo frenos, solo entrega absoluta. Cuando ella se colocó sobre mí, tomando el control con una intensidad que me hizo perder el aliento, sentí que el mundo desaparecía. En algún momento dudé, pensando que tal vez no había sido lo suficientemente delicado, pero esos pensamientos se disolvieron en cuanto sus gemidos llenaron la habitación, llevándome al límite. Ambos alcanzamos el clímax juntos, en una explosión de sensaciones que nos dejó exhaustos, respirando entrecortadamente, como si hubiéramos corrido una maratón.

Me quedé acurrucado contra su espalda, sintiendo aún el calor de su piel. Media hora después, el simple roce de su trasero contra mí avivó de nuevo esa llama primitiva. Sin preámbulos, regresamos al mismo sendero oscuro y prohibido que siempre nos atraía. Esta vez fue más difícil avanzar, pero finalmente lo logré, como siempre lo he hecho. Ella ahogó un grito en la almohada mientras yo la besaba en el cuello, sus sollozos de placer resonando en la habitación. Ambos terminamos exhaustos, incapaces de articular palabra.

Dormí profundamente, como un niño, hasta que la luz de la sala se encendió de golpe. Escuché pasos. Me incorporé bruscamente en la cama, justo a tiempo para ver cómo la puerta del cuarto se abría y entraba Argelia, vestida con shorts y botas de charol. La miré desconcertado.

—Discúlpame, mi amor —murmuró con un bostezo, quitándose las botas y lanzándolas sin cuidado al suelo. Su cuerpo, perfecto y tentador, capturó toda mi atención, pero no pude moverme. Estaba completamente agotado.

—Voy a dormir hasta el domingo —añadió, acostándose a mi lado y quedándose dormida al instante, después de darme un beso fugaz.

Me quedé despierto, con el sabor de sus labios aún en los míos, el eco de lo que acabábamos de hacer latiendo en mi cuerpo y una taquicardia incontrolable en mi corazón. Ya sabía con quién había compartido esa noche de lujuria desenfrenada. Pero ahora, con Argelia durmiendo a mi lado, no podía evitar preguntarme: ¿había sido real? ¿O era simplemente otra de las sombras que acechan en la oscuridad?
:

Duré horas en la ducha, limpiándome y limpiándome, absolutamente lleno de asco.
Salí mientras Argelia dormía. No quise besarla; me parecía que la manchaba si lo hacía.
Hui del apartamento y, como un autómata, llegué al precinto.
—Oye, ¿tú no estuviste de guardia ayer? —preguntó un entrepito. Eran las siete y media de la mañana.
—Tengo insomnio —contesté malhumorado, más para explicármelo a mí mismo que a él—. También tengo trabajo atrasado.
Me senté frente a mi computadora.
—Oiga, inspector —me interrumpió una bella y joven sargento—. Una jovencita lo busca. Dice que es muy importante.
Como un resorte, me levanté asustado de la silla. Retrocedí aterrado contra la pared cuando la vi entrar.
Era Pura. Hablaba animadamente con la sargento, quien le indicó que se sentara frente a mi escritorio.
Vestía un traje azul marino cerrado. Su cabello suelto caía como un manto oscuro. Me miraba con una sonrisa infantil de niña culpable, sentada justo frente a mí.
—A pesar de haber sido de otros... No sabía que nuestra primera vez fuese tan salvaje y espectacular —dijo, con su sonrisa de colegiala y una nueva voz, seductora. Me miraba fijamente, tan absolutamente viva y real como la sargento que se despidió de ella y nos dejó solos.
—Es maravilloso dejarse amar por el hombre que una ama... y que ya sé que me ama, fuistes un animal absoluto, creo que tendré que esperar más de quince días para estar activa otra vez y me parece que me embarazastes, en está forma de vida soy muy irregular con mis reglas —exclamó suavemente, lanzándome un beso infantil con sus labios carnosos. Me hizo trastabillar. Tiré todos los papeles del escritorio.
Lloré desgarradamente.
Era la Pura que amé, la que nunca pude olvidar.
Era, sencillamente, de quien estoy locamente enamorado.
¿Qué he hecho?
Me desmayé.
Desperté en la enfermería del precinto. Estaba envuelto en sudor.
—¿Qué rayos te pasa? —recriminó el Comandante—. Vino la hermana menor del Gorila Pelúo a negociar su entrega. Dice que estás bien loco. Te llenaste de pánico, la llamaste Pura, y te desmayaste en medio de una crisis de histeria.
—Tienes que descansar, hijo mío. Eso de trabajar y luego malgastar tu tiempo libre en bares y niñas de mala conducta no está nada bien.

I
Argelia celebró mi cumpleaños. Me dio dos tortas: una de chocolate y otra, la que me enloquece de verdad. Me comí ambas con deleite.
Estoy a punto de romper el récord de San Lucas.
Ahora tengo otra hambrienta por ahí. Sonreí interiormente.
De verdad tengo que reconocerlo: será adolescente, menor de edad… pero que es una fiera sexual, lo es también.
Pero nada es perfecto. Y el conflicto estalló.
Días después, Argelia amaneció envuelta en un mar de lágrimas. No quiso que la tocara. Me lo dijo entre mocos:
—Estoy loca por seguir contigo… pero tú estás más allá de cualquier tipo de esquizofrenia —susurró con miedo cuando me acerqué—. Ella apareció en medio de la sala y lo confesó todo. Dice que, si no le creo, me pasa el video por YouTube, y ya tiene más de 100000 descargas en XV videos. Que ya lleva tantas descargas que está a punto de volverse viral.
¡No es posible que lo hayas hecho!
Puedo aceptar una rival. No hay papeles entre tú y yo. En mi ambiente todo se acepta.
Pero ella es una muerta. ¡Es el colmo!
Esas eran las manchas de sangre en la cama la otra vez. En nuestra propia cama.
¿Cómo pudiste hacerle el amor a un cadáver?
Estás demente y enfermo. No te puedo aceptar más aquí.
Como todo infiel, lo negué absolutamente.
Peleamos. Me golpeó. Escapé, marchándome nuevamente al trabajo, a pesar de estar todavía en mi descanso intersemanal por exceso de turnos.
Me reintegré.
Todos me trataron con distancia, con una mezcla de silencio y miedo.
¡Ah, ya sé! Soy el loco.
Ellos hablan de sus conquistas. De cómo engañan a sus mujeres, cómo van a fiestas diciendo que están de guardia. Hablan de cómo funciona todo, incluso cuando dejan ir a los narcos por dinero.
Yo no puedo hablar de lo mío.
Me pondrían de verdad una camisa de fuerza.
Tengo una aventura con un cadáver que anda.
Me quedé hasta las dos de la mañana y fui a la esquina.
A las dos y media, la misma escena se repitió.
Mandé a bañarse inmediatamente al Polaco.
Este, con fastidio, nuevamente respondió:
—Sí, ya sé. Sí, ya sé —volvió a decir.
Se ve que es un hombre de pocas palabras.
Hizo un gesto de "ya basta" con la mano… y se introdujo, sin más, en la pared.
Pura se levantó de su poste.





II
Avanzaba hacia mí con paso lento y suave, como si flotara. No hacía ruido. El silencio pesaba más que sus pasos.
Sus ojos brillaban, oscuros y húmedos, como charcos en una noche sin luna.
Su sonrisa… su maldita sonrisa… no era humana. Era una máscara. Era demasiado amplia, demasiado inocente, como pintada con cuchilla.
—Sabes que no me puedes negar —susurró. Su voz no resonó en el aire: vibró dentro de mi cráneo.
Quise retroceder, gritar, correr… pero estaba congelado.
El corazón me golpeaba como un tambor dentro del pecho. El aire olía a azufre húmedo. A tierra removida.
—Te amo, y tú me amas, ¿verdad? —dijo. Dio otro paso. Yo apenas podía respirar.
—No… tú no estás viva. No eres real —logré decir, con una voz que no reconocí como mía.
—¿No soy real? —repitió, acercándose más. Pudo haberme tocado, pero no lo hizo. No aún.
En ese instante, todas las luces del sector  parpadearon. Un zumbido eléctrico se arrastró por los cables, como un insecto invisible.
ahora estaba en mi oficina, a media noche, nadie en mi oficina, nadie en el pasillo.
La pantalla de mi computadora se encendió sola.
En ella, una imagen fija: yo, en mi cama, encima de ella… de Pura.
Su piel pálida, inerte. Mis manos… sus muslos… su cuello.
Dios.
—Quiero que lo veas —dijo con dulzura. Su voz era una caricia llena de espinas—. Quiero que recuerdes cada segundo. Porque yo lo recuerdo todo, amor mío. Incluso cuando dejaste de mirarme como persona y empezaste a verme como carne.
Se me aflojaron las piernas. Me sujeté del borde del escritorio, pero ya no había firmeza en nada. Ni en mí, ni en el mundo.
—¿Sabes lo que es amar después de la muerte? —preguntó—. Se ama más. Se ama sin límites. Se ama sin final.
En ese momento, las paredes comenzaron a llorar. Un líquido negro y espeso se deslizaba por las grietas, como si el edificio estuviera supurando. Una gota cayó sobre mi hombro. Olía a metal y podredumbre.
Mis compañeros... no estaban. Nadie. Ni pasos, ni teléfonos. Silencio. Solo ella y yo.
Y la computadora, que ahora mostraba otro video.
Uno que no recordaba.
Uno donde yo hablaba con ella en una sala vacía… tres días después de su entierro.
—Estás loco —murmuré para mí mismo, implorándole a mi propia conciencia—. Esto no está pasando.
Pero Pura se reía. Su risa era de niña, pero estaba ahogada, como si viniera de una garganta sin aire.
Y mientras reía, se desgarraba la cara con las uñas.
¡Pero seguía sonriendo!
—¡¿No querías que fuera tuya para siempre?! —gritó, mientras su mejilla caía al suelo como una fruta podrida—. ¡Pues lo soy! ¡Soy tuya! ¡Tuya! ¡Y tú mío!
Las luces estallaron. Un alarido atravesó las ventanas.
Mis oídos sangraban. El video mostraba ahora a mi madre, llorando frente a una tumba que no tenía nombre.
Una voz en la grabación decía:
“No debiste abrir la puerta.”
Y entonces ella se abalanzó.
No corría. No flotaba. Se arrastraba, como un insecto enorme, con movimientos rápidos y crispados.
Y antes de que pudiera gritar, antes de que pudiera cerrar los ojos…
me besó.
Su lengua estaba fría.
Fría como la muerte.
Fría como la culpa.

--- 
Volvimos a la esquina,
**—¿Por qué tiene que ser a las dos y media de la mañana?** —pregunté sin preámbulos, lleno de asco, temblando de miedo, no logrando entender porque debia vivir esto. no era justo.. 

*—Ese idiota me asesinó a las dos y media de la tarde. Pero no me gusta. Hace mucho calor, la gente no dejaba de pisarme. Si quieres, ven por la tarde y nos vamos al cafetín a tomarnos unas Coca-Colas Light.* 

**—Quiero que le digas a Argelia que tú y yo no tenemos nada** —ordené, disgustado. 

*—¿Nada? ¿Dices que no tenemos nada? Lo tenemos todo. Te di mis dos virginidades. Cuando me enamoré de ti, me las restititui  quirúrgicamente. Déjame decirte que fuiste un animal salvaje, nada delicado. Me trataste como a las rameras con las que te revuelcas y eso me encanta. En realidad, eres mi único hombre. Ella es la que se interpone entre nosotros. Mira lo que me obligas a hacer… después de conocerte íntimamente. Ahora quiero más.* 

Me lo dijo mientras comenzaba a desnudarse, entornando sus ojos verdes con una mezcla de vergüenza y provocación. Su cuerpo era perfecto, juvenil, virgen salvo por el uso brutal que le di la noche anterior. 

Miré a todos lados. *Estoy esquizofrénico de verdad. Estoy hablando con una muerta, tan loca como yo, a medianoche en medio de la calle.* 

Al volverme, allí estaba Pura, vestida de novia, sus ojos ahora rojos fijos en mí. 

*—Acepto. Sí, acepto* —dijo con voz solemne. 

A su lado, el Polaco, disfrazado de sacerdote, esbozó una sonrisa horrenda: 

*—Por el poder infernal que yo mismo me concedo… los declaro marido y mujer. Pura de González. ¡Ja, ja, ja!* 

*—Ya tendremos nuestra noche de bodas. Bueno… esa ya pasó hace tiempo. Por eso quiero más. Quiero que lo hagas consciente. Mirándome. Sintiéndome. Recibiendo todo mi amor* —musitó la novia, clavándome una mirada pícara. 

**—No creo que pueda hacerlo en medio de la calle, con tu sirviente mirándonos y masturbándose** —dije, buscando huir. 

Pero ella ya se despojaba del vestido, lanzando los zapatos blancos al asfalto. Bajo la luna llena, su cuerpo irradiaba una palidez hipnótica. 

Pura me subyugó, me atenazó, tomó mi mano y la llevó a su sexo pequeño y juvenil. Sabía que era malsano. Sabía que era maligno. 

Caminé como un idiota tras el vaivén de sus caderas, los hoyuelos en la base de su espalda, sus piernas delgadas y perfectas. Me guio al local del vietnamita, donde una canción de nuestra época estalló en rojos surrealistas, entre alfombras oscuras y persianas de fieltro pesado. La música me alcanzó desde muy lejos, distorsionada, como un eco sangriento: 

> *Baby, I'm a want you…* 

> *Baby, I'm a need you…* 

> *You’re the only one I care enough to hurt about.* 

> *Maybe I'm crazy, but I just can't live without…* 


--- 
Pura me hipnotiza.  Ya no tengo fuerzas. Me ha vencido. Es el deseo y amor que estuvieron dormidos dentro de mí que estalla como un violento volcán.
Aquí nadie puede molestarnos –  dice eróticamente  y moviéndose sinuosamente a través de la música. Mientras me desnuda comienza a besarme. Es el pervertido beso entre un hombre de 33 años y una adolescente de 5 días antes de cumplir 17.
Ya estoy desnudo y ella se arrodilla, se ríe lascivamente, mientras toma hambrienta mi miembro y comienza a tragárselo todo. Lo hace. No puedo luchar. Estoy dentro del mercado del Polaco. Ya no soy un hombre, soy el chico que lloraba de amor por Pura, la reina de mis sueños juveniles.
Pura. --Grito enloquecido de placer, mientras tomo sus cabellos con mis manos.—Pura . Hazlo. Si. Dale. Dale
Una luz y un golpe me dejan atontado.
Manos arriba. Ningún movimiento o disparo. Hasta que por fin te atrapamos, maldito pervertido.—estalla en mis oídos el grito expresado con incontenible furia
No le hagan nada a ella— suplico a la luz que no me deja ver quiénes son—Puedo explicarlo todo. No es lo que creen. Ella no es una adolescente. Nos acabamos de casar.
Los dos policías encienden las luces. Estoy con los pantalones abajo.  Tengo en mis manos un inmenso oso de peluche, lleno de semen por todos lados.
Gracias a Dios que Pura alcanzó a tener  tiempo de huir. Me esposan, mientras les grito que soy policía, que estoy en medio de una investigación. Que llamen inmediatamente a Argelia. Ella puede explicarlo todo. No es lo que piensan. Mi comandante les explicara.
Me introducen a golpes en una  vieja Dong Feng   de la policía municipal. Me trasladan a su comando bajo una lluvia de rolazos y golpes. Allanamiento de morada. Exhibición impúdica, perversión, escalamiento, resistencia a la autoridad, suplantación de identidad.


  IV

Argelia despertó cansada en la temprana mañana. Se dio una ducha para despejarse.  Hizo  café. Afortunadamente hoy tenía su cita en el consulado de Lichisteing. Esperaba que todo saliera bien.Tenía la permanente sensación que alguien la miraba desde el techo. Era un sentimiento que nunca se quitaba... Algo le susurró que no levantara la vista hacia ahí. Siempre su instinto le decía que no volteara mientras cocinaba. De un tiempo a esta parte siempre era lo mismo. Una especie de risita burlona  que no sabía de dónde provenía. Cosas que dejaba en un sitio y aparecían en otro. Su cama la dejaba ordenada antes de salir, aparecía deshecha con las sabanas arrugadas y en el piso cada vez que ella llegaba de noche.
  Salió de su apartamento. Quizás sería buena idea por los días que le quedaban aquí cambiar la cerradura. Cuando  salió del ascensor tropezó con una adolescente. La muchacha se introdujo al mismo. Ambas se tambalearon con el encontronazo, la muy mal educada no le pidió disculpas y se agarraron mutuamente por el brazo para no caerse. Le dio una sensación rara, era fría y pegostosa, Argelia la miró y la muchacha se introdujo viendo el rincón.
Argelia salió con una sensación rara a la calle, limpiándose la mano con el pantalón, era como si hubiera agarrado a un sapo, a un lagarto.
Le dio asco. Mientras caminaba, creía recordar a esa chica. Le pareció reconocerla entre las prostitutas que de noche buscaban clientes en el Tucán. Aceptaban una cerveza, bailaban un rato y después se marchaban. ¿Sería esa chica?. Le parecía conocida. Demasiado más bien.


Capítulo Final
Mi carrera policial se desvaneció, disuelta en una baja médica psiquiátrica.
Pero los enfermeros, con risas veladas, me cuentan que siempre me veían parloteando solo por la calle. Que el médico habló con Argelia. Ella dice que únicamente salió conmigo una vez, hasta la esquina del Tucán, donde le ofrecí un hot dog y resultó que no tenía dinero para pagarlo. Que después comencé a frecuentar el bar como un espectro más, acosándola con mi presencia constante. Que mi aliento era fétido, capaz de marchitar las flores y espantar a los vivos. La denuncia, insisten, fue contra mí. Que la llamaba Pura y que más de una noche la perseguí hasta su apartamento, una sombra obsesiva. Ella no era la dueña del Tucán, eso lo jura con los ojos húmedos de terror. Dice que me tenía un miedo paralizante, que la agredí una vez, pero su piedad la contuvo de denunciarme. Afirma que le corté la mano con un cuchillo, y da gracias a un dios distante por verme encerrado. La paliza que recibí, según su versión, fue obra de un hombre que compartía su lecho, un celoso guardián que no toleraba mi insistencia.
A veces, un señor con rostro compungido viene a visitarme. Sé que es mi comandante, aunque ahora se presenta como el dueño de la pensión donde me permitían dormir en el patio, sobre el frío cemento del lavandero.
Estoy tranquilo ahora. Pura viene cada noche a mi encuentro. Me consiente con una ternura espectral. Me besa con labios fríos como la tumba. Me mima con caricias que hielan la piel. Hacemos el amor en la penumbra de mi celda, una unión macabra. Somos una pareja singularmente bella, un eco de un amor prohibido. Por ella soporto todas las humillaciones e insultos, las miradas de lástima y las inyecciones que me nublan la mente. Ella ya me explicó lo que debo hacer. Cuando me liberan de la camisa de fuerza, me alimentan con compotas insípidas y jugos aguados. No me permiten tenedores ni cuchillos, ni siquiera de plástico, como si temieran que me hiriera o hiriera a otros. Ella dice que no debo resistirme, que pronto me sacará de aquí, a un lugar donde nuestro amor florecerá sin las cadenas de la cordura.
El tiempo se ha deslizado como una sombra. Sé que hoy es el día. Aquí está Pura, un espectro de blancura nacarada, flotando, desplazándose lentamente por los pasillos en esta medianoche sin luna. Es imponente con su vestido de quince años, el mismo sudario con el que la enterraron, ahora manchado de sangre coagulada, un testimonio silencioso de su final violento. Los demás internos gritan aterrorizados, lanzándose contra las paredes y los barrotes de sus celdas ante su presencia fantasmal.
Yo no. He comprendido que mi amor por ella nunca menguó. Argelia fue una simple aventura, una ilusión fugaz que no fue consecuente con la intensidad de mi ser. Pura sí lo fue.
El sacerdote polaco entra tras ella, silencioso y pausado, una figura sombría en la penumbra. Ya lo sé. Asiento. Entiendo perfectamente que debo acostarme boca abajo, ofreciendo mi espalda al destino. Me cuesta un poco, a pesar de la camisa de fuerza, pero lo logro. Siento cómo Pura y el sacerdote hunden mi cabeza en el colchón, la presión fría y firme.
Ya voy. Ya voy. Mientras atravieso puertas invisibles, sé que toda muchacha que anhela conquistar a su amado teje pequeñas mentiras. Su primera vez no fue aquella noche efímera. Fue antes, en un tiempo que mi mente confusa apenas recuerda. Ahora sé que siempre fue ella… El banquete de bodas, por supuesto que lo sé, es lo primero que comeré… los restos de los milicianos que murieron con ella, un festín de carne y hueso. Pura siempre entendió que este momento llegaría, la consumación de nuestro amor más allá de la vida. Yo también lo entendía, en lo profundo de mi alma, solo que mi cordura se resistía a aceptarlo.

I
Dicen que la esquina se tranquilizó bastante después de mi partida. A veces hablan del muchacho de la academia de policía que enloqueció, obsesionado por una joven actriz de películas pornográficas, un amor no correspondido que lo destrozó. Comenzó a consumir, perdiéndose en la bruma de las drogas, hasta convertirse en un espectro más de la calle. Todos comentan que de tonto no tenía un pelo. Conquistando a Argelia, cuando ella lo único que pedía era un champú, una crema dental y un dólar. Ella aceptaba a todos, a los contrabandistas, a los negros, a los camioneros, a los barrenderos, a los mendigos, sin distinciones. Él fue el único rechazado. ¿Por qué también tuvo la osadía de enamorarse de ella?
Meses después, el gordo José López, uno de los buenos muchachos de antes, ahora taxista informal tras el descalabro de su viejo Peugeot 502, sufrió un accidente. Descendió del vehículo con fastidio, abriendo el capó. Otra vez recalentando. La tapa del radiador. Afortunadamente, llevaba un envase con agua. Irritado, caminó a la parte trasera, soltó el cordón que sujetaba la maleta y tomó el bidón. Vio a la pareja en el asiento trasero de su auto. ¡Qué descarados! ¿En qué momento se introdujeron? —¡Salgan de mi auto! ¡Desciendan, idiotas! —dijo con furia. Al mirar mejor, retrocedió espantado.
Él fue el único que, tiempo atrás, acompañó el entierro de Stalin. Stalin y él siempre se saludaron. Hasta fumaron marihuana más de una vez. Stalin lo llamaba "ingeniero", pues en bachillerato José lo ayudaba con trigonometría. Nunca pudo explicarse cómo un muchacho con tantas deficiencias lograra graduarse. Decía cada disparate. Según él, todas las muchachas estaban enamoradas de él. ¡Qué iluso! Con esa cara llena de granos parecía un queso suizo. Trabajó un tiempo en Maroa limpiando el piso de la comisaría, robó una insignia policial y lo despidieron.
No llegaría a tiempo al Tucán a buscar a Argelia y a las otras jineteras. Pobrecita. Tendría que buscar a otro que la llevara al aeropuerto. Se acostaría con todos los mecánicos con tal de que la metieran en un avión de carga rumbo a París. Decía que se convertiría en actriz porno. ¿Pero con qué? Si era un pellejo, con los pechos caídos hasta la cintura y un trasero y piernas convertidos en un amasijo de celulitis. Entendió que nunca podría llevarla consigo.
Stalin y Pura emergieron del asiento trasero de su propio auto y caminaron hacia él. Comenzaron a reírse, una risa hueca y espectral. Lo matarían, sin duda. O quizás no tendrían necesidad. Su corazón estallaba en su pecho. El dolor era insoportable. Veía todo rojo. No podía respirar…
Son una pareja estable ahora, unidos por un lazo más fuerte que la vida. Cuando los brujos y hechiceros invocan a los muertos para pedir favores, los muertos conceden favores y piden muertos a cambio. Ahora toda deuda estaba saldada. Muerto pide muerto. Muerto paga muerto. Ella lo pidió después de muerta. Él la aceptó y ella se lo llevó. Él también la aceptó. Ella lo recibió.
Ya están libres de la esquina, de la tiranía del mundo de los vivos. A veces los han visto, sombras fugaces captadas por las cámaras de seguridad en centros comerciales desolados o en estacionamientos vacíos en la alta madrugada. Entre los dos despedazaron al polaco, su antiguo amo, ahora un despojo inútil. Cualquiera los confundiría con un padre y su hija enferma, dos figuras pálidas y demacradas. Se roban las gallinas de los corrales y les beben la sangre caliente. O de noche, en la autopista, lanzan piedras contra los autos, provocando accidentes para beber la sangre de los heridos. En las estaciones de servicio de las carreteras los corren, con el estigma de una enfermedad terminal. La Guardia Nacional los ha llevado presos más de una vez, pero nunca amanecen en los calabozos, dejando tras de sí cuatro o cinco presos muertos, exangües, como ofrendas silenciosas.
Argelia les enciende velas desde Marsella, lejos del horror que una vez compartió. Acertó cinco números del Lotto Europeo y vive con un policía iraní jubilado, buscando una redención tardía. Abandonó su vida licenciosa, asiste con fervor a la Iglesia Pentecostal Bautista todos los domingos y anhela adoptar un huérfano latino, buscando en la inocencia ajena la expiación de su pasado.
A veces le parece ver a lo lejos, en la avenida, allá en el malecón, a una muchacha con un rostro familiar. Quiso acercársele, impulsada por un vago reconocimiento. Pero la chica se desvaneció en la multitud. No olvida su sonrisa, una sonrisa enigmática que parecía susurrar: "Yo te conozco. Yo te conozco".
El Tucán no existe más. Se incendió, un infierno voraz que dejó ocho muertos calcinados. Alguien, una sombra vengadora, trancó la puerta desde afuera, sellando su destino. Casi juraría que fue El Ingeniero…
Sí, el taxista José López. Le decían "El Ingeniero" porque en bachillerato era muy bueno en matemáticas, un talento inesperado en un alma sencilla. Un pan de Dios, un excelente vecino, un amigo fiel. Un gordito amable, incapaz de la menor maldad. Nadie puede creer que el taxista haya realizado semejante atrocidad. Bueno, lleva tantos años muerto… Apareció una mañana en la Esquina, su cuerpo exánime, una pregunta sin respuesta flotando en el aire enrarecido.

……..
la lluvia continuó y los homelless se quedaron en silencio, mudos de miedo, incapaces de gritar, con los ojos desorbitados, la vieron llegar bajo la luna

y sin más preámbulos comenzó a morderlo sin piedad hasta que lo mato. Ahí lo dejo tirado bajo la lluvia, por unos instantes los miro y se fue caminando bajo la lluvia.
--Se llama Pura--dijo uno de los homeless cuando pudo hablar.
--Vámonos de aquí-- ambos se fueron. Vieron lo que no se debía ver

FIN




















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