Lectura de Entretenimiento. Prohibida la reproducción parcial ó total de éste documento sin el permiso escrito del autor y/o editor.
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Cuento. Urbano. Contemporáneo. Erótica. Aventuras. Ficción. Romance. Distópico
Los personajes y acontecimientos relatados en esta obra son absolutamente ficción, producto de la creación del autor. No tiene relación absoluta con ninguna situación real presente o pasada.
#romance #acciòn #aventuras #urbanocontemporaneo #edrapecor
Los cuentos incluidos en èste trabajo colocan imagenes de inteligencia artificial creados por el autor.Los derechos de autor,la Comercialización, ganancias y responsabilidad legal es unicamente de sus propietarios y creadores
Capítulo 1
Cuando uno se divorcia, siempre hay cambios. Buenos o malos, drásticos, de esos que todos mencionan y nadie cree… hasta que los vive.
De cocinar para dos, después de gastar todo tu sueldo en un curso de cocina para impresionar a la chica que supuestamente estás conquistando, pasas a freír cualquier cosa para ti solo cuando esa chica se convierte en una víbora. De un presupuesto donde quedabas en ceros cada mes porque lo de ella era de ella y lo tuyo también, pasas a ser un pobre diablo sin un centavo. Si antes no podías comprarte ropa, ahora sobrevives con una camisa raída, un pantalón que grita "peor es nada" y unos zapatos viejos de una moda que ya nadie recuerda.
Si antes el sueldo no alcanzaba, ahora ni siquiera sabes qué es un sueldo.
Esteban cavilaba sobre su miseria. A diferencia de sus pocos amigos, machistas y pésimos esposos, él fue un genuino creyente en el cuento de la pareja perfecta. Lamentablemente, pagó los pecados de todos los demás.
Ahora, al menos, dormía tranquilo tras escapar de aquel infierno. Por eso juró no enamorarse nunca más. Sería un patán con la próxima que cruzara su camino; solo tendría sexo con mesoneras, actrices porno o estudiantes universitarias que no fueran fanáticas de los Leones del Caracas. Cumplido el objetivo, un lagrimoso adiós y punto final.
Por eso, cuando llegó la carta del Ministerio del Trabajo asignándole una pasante becaria, pegó un brinco del escritorio. No tenía dinero ni para una pizza, mucho menos para pagar el salario de una aprendiz.
Ese era el resultado de la crueldad quirúrgica de Keyla en el divorcio. Con precisión de francotirador, lo convirtió en el Ken de Barbie: le quitó todo y lo dejó en la ruina. Le arrancó la autoestima, las amistades, los clientes y el dinero. Hasta lo hundió en el colegio de Abogados, pintándolo como un estafador de pacotilla al que todos evitaban como a la peste.
Cuando hacían el amor, buscando arreglar con lo físico lo que ya estaba roto, él notaba su cara de fastidio.
—¿Terminaste? —decía ella con una mueca de insatisfacción maligna, dándole la espalda y cubriendo su rostro con la almohada, fingiendo un llanto que nunca existió.
Por último, le destrozó el corazón al irse una tarde, sin disimular la satisfacción mientras hacía la maleta. Inventó que él la agredía, logró una restricción judicial y lo dejó sin chance de buscarla para pedirle explicaciones. Total, ella se había divorciado de él mucho antes de marcharse, y él, como idiota, no se había enterado.
—Me voy. Te dejo esta pocilga. Yo saldré adelante por mis propios medios. Tengo un futuro que no voy a seguir malgastando con un perdedor —le espetó.
Nada que ver con la menuda joven de pelo negro hasta los hombros, bonita, sexy, un verdadero dulcito de albaricoque que, al llegar a su vida, le juraba amor eterno. Lo ahogaba con cartas empalagosas, lo llamaba doscientas cincuenta veces al día. Se casaron, hicieron dinero. Pero luego ella lo llamó infantil, un tipo estancado al pie de la escalera. Dijo que no podía compartir su vida con un fracasado sin aspiraciones, que necesitaba una pareja "evolucionada". Lo desechó como a un zapato viejo.
Aun así, Esteban se adaptó a su nuevo vacío. A sus 38 años, al menos podía intentar empezar desde menos cero. Pero descubrió realidades que no esperaba. Sus antiguas amistades le hicieron un vacío más perfecto que el del espacio exterior. Su celular dejó de sonar. Cuando intentaba hablar con alguien, de repente tenían una "llamada urgente" o una ocupación que los obligaba a dejarlo con la palabra en la boca.
Supo que Keyla, su ex, ya desfilaba con un reemplazo. Luego con otro. Y otro. Y otro más. La niña no perdía el tiempo.
Harto de ir al cine solo mientras le duró algo de dinero, se topó con un mercado de solteras desastroso: divorciadas psicóticas con hijos más peligrosos que Bin Laden, solteronas frígidas, religiosas hasta la médula, y un ejército de mujeres heridas que odiaban a los hombres y buscaban, como él, un idiota en quien vengarse.
—Tengo que suicidarme —concluyó cuando le llegaron los avisos de desalojo de la oficina y el apartamento.
Y, como cereza del pastel, ahora recibía una notificación en una bonita carta que lo obligaba a tener una pasante.
—¿Con qué? ¿Una pasante? —repitió, atónito—. ¿Será que me lavará lo poco que me queda de ropa?
Con un suspiro, rememoró.
Después de que Keyla se marchó, todo fue cuesta abajo. Averiguó cosas, experimentó otras, ninguna buena. Parecía un plan meticulosamente elaborado mientras él dormía, perfeccionado mientras desayunaba, ejecutado mientras almorzaba, pensando inocentemente en los resultados de la liga española o la tabla de posiciones de la Champions.
Keyla fue precisa como un rayo láser. Lo despojó de todos los bienes que compraron en su corto matrimonio. En lo social, sus amistades le hicieron el vacío más absoluto. En lo profesional, no le dejó ni un cliente en el bufete. Por momentos quiso odiarla, pero era un tonto: la amaba demasiado.
Por instinto, miró la puerta. Ya ni se molestaba en cerrarla. Ojalá vinieran los ladrones para poder decir que le quitaron más de lo que tenía y así evadir compromisos por un tiempo.
Entonces la vio. Supo que era la pasante. Unos veinticinco años, delgada, pequeña, piernas bien torneadas. Ni fea ni bonita. Otro dulcito de albaricoque con una daga ponzoñosa escondida para destruir a un idiota como él.
—¿La nueva pasante? —preguntó, sabiendo perfectamente quién era. Ninguna joven decente vendría a su puerta. Estaba seguro de que ella misma había deslizado la carta por debajo, contado hasta cien y entrado.
—SÍ, señor —dijo la joven, entrando y extendiendo una mano fina y bien cuidada—. Clarisse Rodríguez Jo.
—¿Jo? —fingió sorpresa, intentando tender un puente con la tímida recién llegada.
—Mi abuelo materno escapó de Corea del Norte —explicó ella, levantando la barbilla para verlo mejor. Era evidente que era miope como un topo.
—Ya está, me va a contar su vida —pensó Esteban, aterrado, mientras ella echaba un vistazo a lo que alguna vez fue una oficina.
Hizo un gesto para que se sentara, odiando que el sillón estuviera cubierto de polvo. La joven se sentó de todos modos, fisgoneando, sin disimulo. Cajas y más cajas. El aire acondicionado, apagado. Polvo para regalar.
Esteban tosió. Ella le entregó su currículum. Él lo ojeó por encima.
—Quería enviarlo por internet, pero las direcciones que dieron en la corresponsalía decían “no ubicable” —explicó la muchacha, entendiendo que la habían mandado al peor bufete de la ciudad.
—Es que estamos haciendo ciertos… ajustes, como podrá ver. A veces me conecto en un ciber —mintió Esteban, echando un vistazo fugaz a las pantorrillas perfectas de la joven.
—Vaya, nada mal —pensó, imaginándola desnuda, apoyada en el escritorio con una cara inocente y un gesto seductor, él besándole la espalda con avidez. Desechó la idea. Llevaba meses en una abstinencia feroz; hasta una escoba le parecería atractiva.
—Vaya, sí. Son tiempos difíciles. Lamento mucho que la asignen aquí. Puedo hacer una carta explicativa, seguro la reubican. De verdad… —repitió “de verdad” con un maniqueísmo exasperante. Toda su vida era un “de verdad esto” o “de verdad aquello”.
—Se me hace un poco… bastante difícil pagarle —admitió, con el “de verdad” del momento. Las pasantes cobraban la mitad del sueldo mínimo, más el seguro social, como parte de la responsabilidad social.
—¡Oh, por favor! Quiero intentarlo. El sueldo es lo de menos. Puedo decir que usted me paga y yo misma cubro mi seguro social. Quiero experiencia laboral para acceder a un trabajo… —dijo ella, mostrando que ya la habían rechazado en muchos lados— más estable y próspero.
—Sin duda —respondió Esteban, sintiendo la indirecta como una bofetada. Todavía era un hombre, no estaba enfermo ni manco.
—Está bien. Le enseñaré a ser mi asistente. Si en una semana no le convence, usted me lo dice. ¿Qué le parece? —propuso, dejando atrás los pensamientos subidos de tono. Al menos tendría alguien con quien hablar, alguien que le contara las tendencias de la sociedad actual.
—¡Prometido! —respondió ella, haciendo un gesto de boy scout.
—¡Agh! Otra cosa. Pronto nos mudaremos. Ya sabe, cosas de mejor ubicación.
—¿Y? ¿A dónde?
—Bueno, estamos estudiando opciones. Seguro será un sitio más agradable. Soy abogado mercantil, y las empresas siempre necesitan un asesor.
—¿Por dónde empiezo? —preguntó la muchacha, lanzando otra mirada analítica a la oficina derruida. El sucio era la norma, con periódicos viejos y carpetas arrumbadas como decoración de un acumulador compulsivo.
—Mmm, por ahora no quiero que haga nada. Revise los documentos para que se familiarice. Mis clientes son… mis futuros clientes —dijo, dejándole claro dónde estaba parada.
La muchacha no entendió del todo. El doctor Esteban no era feo, aunque le faltaban unos cinco kilos, tenía un afeitado desastroso y el traje que llevaba había visto mejores días. Se explicaba bien, pero lo último no lo entendería ni una computadora.
Esteban se marchó, dejándola con mil preguntas. En la salida, le dejó unas llaves para que cerrara al irse. Al quedarse sola, Clarisse vio el polvo y, pasando la mano por las carpetas igualmente polvorientas, murmuró:
—Mi señor, ¿esto es un trabajo? —dijo, trazando una línea en el polvo del escritorio principal.
Mila Keyla la pasaba divinamente. Atrás quedaron los días de pobreza, limitaciones, y el máximo aburrimiento con Esteban en su ridícula vida de clase media.
Cambió la destartalada Chery Tiggo 4x4 Turbo Diésel sincrónica de tercera mano por una BMW X7 4x4 Tiptronic Turbo Diésel Híbrida; usaba joyas de las más finas, compradas en Aruba y Barbados. Vivía en un loft dúplex de 2550 m², decorado eclécticamente y con una vista panorámica de ensueño.
Se satisfacía con Dave. Bueno, no era sexo; lo que tenía con Dave era una batalla campal con largos y aullantes orgasmos que la hacían gritar: "Sí, sííí, sííííííííííí".
Pero lo mejor era tener dinero: dinero sucio, dinero limpio, dinero lavado, dinero producido, dinero
Continuara en el enlace hasta el punto final
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