Novela únicamente para mayores de 18 años. Toca temas de violencia, agresión,horror sobrenatural.
Prohibida leerla a menores de edad.
Nota: Los hechos narrados, los personajes y situaciones, no pertenecen a ninguna situación histórica, son producto de la imaginación del lector, si hubiera alguna situación similar, descrita, narrada o informará, es solo una rara ,extraña, e indirecta coincidencia
Capítulo 1
El alguacil Juan Sota Villarroel registró sistemáticamente la comuna y el llano a su alrededor. Cualquier que lo viera diría que estaba buscando "cuatreros" robadores ganado; Él no lo diría, pero estaba buscando un asesino.
II
15 días atrás un aterrorizado sirviente llegó a galope, para indicar que en la hacienda villa flor, amanecieron muertos los dueños y sus sirvientes.. Un grupo de ordeñadores llegó en la madrugada a ordeñar y consiguieron las puertas abiertas.
Los cadáveres estaban mutilados. Don José,Doña Flor, Su sirvienta y dos esclavos de casa.
El alguacil pensó que quizás sería una deuda, El día de lo sucedido fue fecha de pagos 31 de Octubre de 1744.
El alguacil había ido inmediatamente, acompañado por el denunciante.
. En el camino a la empedrada entrada había huellas de caballos herrados.Aquellas huellas estaban impresas profundamente en el camino de tierra interno de la hacienda .Ahí estaban los demás compañeros del denunciante,ordenadores,asustados,sintiendo que su tranquilidad había desaparecido.
#@#@
En el interrogatorio él explicó qué no llegó sólo. Llegó junto a otros ordeñadores en la madrugada, y la casa les pareció diferente, oscura, con una luz en la entrada ,Sin actividad
y siempre lo recibió uno de los esclavos de la casa. Esa mañana nadie los recibió. Estuvieron llamando. Descendió de su mula, y llegó a la inmensa puerta.
Estaba abierta. Le permitió ver el corto pasillo y algo más: las huellas de piedra que manchaba las baldosas de arcilla cocida.
Según el relato, rezando la Santísima Trinidad,el ordeñador avanzó lentamente y decidió llamar otra vez. Quizás se estaba exponiendo a recibir unos latigazos por atrevido. Pero había manchas de sangre por donde fuera.
Llegó a la cocina. La leña ardiendo, una olla llena de agua estaba a punto de secarse. Alguien en la madrugada hizo café..
El ordenador explicó que ya estaba presintiendo algo muy malo y que debía salir de la casa a buscar los otros ordeñadores para revisar. Hasta entonces había evitado cuidadosamente tocar nada dentro de la casa... incluso, se había esforzado en no pisar ninguna de aquellas huellas de trazos sanguinolentos llenos de moscas que no estaban por todos lados.
Llamó a gritos a los otros ordeñadores, pidiendo ayuda sin dejar de gritar, indicando adicionalmente que no tocaran nada. Que los señores de la casa necesitaban ayuda.
Llegaron algunos, confundidos, miraban el amplio corredor, finalmente,aunque estaba totalmente prohibido, llamando a los señores de la casa, subieron las escaleras .
El ordeñador con la punta del pie ,fue abriendo las puertas. Todas estaban entreabiertas.
Llegaron a la habitación principal, totalmente iluminada por el sol de la mañana, cuya luz entraba por la amplia puerta que daba al corredor exterior del segundo piso.
Con cuidado apartaron el mosquitero de la cama matrimonial. Todos contemplaron, petrificados de espanto, la horrible escena.
El lecho de la familia dueños de la casa, era un amasijo de cuerpos descuartizados, y ropas de cama empapadas de sangre.
Comenzaron a dar gritos de horror.
La cabeza de la doña de la casa había sido separada por algo, un hacha, un afilado machete. Era igual en todo el Cuerpo.
El cadáver del señor de la casa también había sido destrozado .
III
Todo ese relato era congruente con su propia visita al lugar de los hechos, cuando a media mañana llegó a la Villa.
Juan Sota Villarroel hizo la inspección de toda el área de la casa y del estado de los cadáveres...
Las numerosas heridas de ambos cónyuges habían sangrado tan abundante que empaparon el lecho, sino que, además, formaron charcos de sangre a ambos lados de la cama matrimonial.
Era aquella sangre la que mancho el pie del asesino. Estaba descalzo, sus huellas estaban profundas en el piso . Tanto en el dormitorio, como en todo lo demás.
Ante aquella horrible visión, El alguacil Juan Sota Villarroel
no pudo menos que sentir horror ante tanta maldad, compasión por las víctimas, y a pesar de siempre renegar el hecho de estar cumpliendo su servicio en esta región tan sola, tan enfermiza, llena de serpientes y zancudos. Valoró el hecho de ser el representante de la justicia del Rey. Y la cumpliría. Sin dudas que hallaría el asesino y le obligaría a pagar ese horrendo crimen.
Parte 2
Pasaron quince días y el atractivo Alguacil Juan Sota Villarroel recorrió el ardiente llano. Visitó el ingenio de azúcar. Interrogó a los ordeñadores, a unos viajeros eventuales. Algo le dijo que era la casa . En la casa debía buscar . Los sirvientes fueron asesinados, los perros también.
Hizo una carta a sus superiores, preguntó si las víctimas tenían familiares y le dijeron que sí. Había una heredera.
El Gentil hombre era Peninsular, de noble familia y gran apellido. En su juventud fue a París y fue derrotado por el hechizo de belleza que le propinó una joven noble parisiense
Eso originó el horror en su familia, contra viento y marea se desposó con la joven. Se vió obligado a irse a tierras del nuevo mundo. Estuvieron en Martinica, en Haití Finalmente estaban asentados en lo más profundo del Llano de la pobre, aislada Capitanía dependiente del Virreinato de Nueva Granada. Una gran hacienda de Café y Ganado. Una hija que estaba con una pariente en Francia.
Le informaron a ella lo sucedido, no sabían que haría con la hacienda . Lo más probable es que ni siquiera vendría.
II
El día 20 de Noviembre, bajo el horrible y húmedo calor de las 2 de la tarde, el Alguacil se encontraba en el mismo sitio de su investigación. Cuando con inusitado estruendo, una carreta se detuvo en el medio de la calle del polvoriento pueblo. Y gritos pidiendo ayuda estremecieron el sector.
Era el Negro Agustín Reinaldo, el herrero de la zona. Traía un herido y a toda carrera lo introdujeron en la casa del Dr. Echeverría, quien disgustado se levantó de la siesta, donde dormía con la india Eleonor.
A grandes pasos el Alguacil fue a enterarse de lo sucedido.
Inmediatamente, el herrero contó al joven alguacil de Milicias lo sucedido.
Marchaba con su carreta por la vereda hacia la hacienda de los Laureles, cuando vio un caballo sin su jinete, más adelante encontró al hombre tirado boca abajo en el suelo.
El hombre estaba herido, e inconsciente, pero vivo. Tenía una herida en la cabeza. El herrero supuso que tenía horas así tirado.
Lo de la hacienda quedaría para después. Cargó al herido, recuperó el caballo y se devolvió al pueblo.
Dicho esto, el hombre vio la biblia abierta en un rincón de la sala de la casa del doctor, se arrodilló y colocó su mano cerca de la biblia sobre el pedestal con una vela encendida y juró por dios que lo dicho era verdad..
El doctor, luego de revisar, informó qué el accidentado tenía graves heridas y quizás no sobreviviría.
El Alguacil pensó.
-- ¿Qué le ocurriría al forastero?. El camino no ofrece dificultad. Es evidente que el caballo es manso. ¿Quizás lo asustó un puma y se encabritó?
Eso lo llevó a preguntarle al doctor
--¿Si las heridas presentadas eran producto del ataque de una fiera?
El doctor negó en silencio
El alguacil preguntó si había olor a licor en el herido. Lo cual también fue negado por el Doctor.
El alguacil se retiró a su casa cuartel. Muchos sucesos en el pequeño poblado de casas de bahareque y techos de palma.
Recibió una carta de un ordenanza, quien la dejo y se retiró. Era de su comando. Fue escrita una semana atrás. Le indicaban que habían escrito una carta al gobernador de Martinica y le informaban del asesinato. Él se encargaría de comunicar a las autoridades en Francia y ubicar a la hija de los asesinados.
III
Tres días después, amaneció nublado. Las últimas lluvias del invierno. Pronto vendría el alivio del calor, con el viento frío de la mañana y el atardecer.
A las once de la mañana, el alguacil recibió el urgente llamado del Doctor.
-- El herido recuperó el conocimiento. Es un nuevo administrador que marchaba hacia la hacienda los Laureles. Los dueños de la hacienda lo identificaron igualmente. Es un joven que viene del Virreinato de México y marchaba a presentarse. Se llama Rafael Cortez. Ha despertado del golpe y parece que se recuperará en breve. Pero tendrá una larga convalecencia.
El alguacil asintió. Esa no era la mejor manera de iniciar un trabajo.
El alguacil acompañó al médico a su casa y fue a la habitación del herido. Se veía en buen estado.
-- Soy el alguacil de Milicias de su majestad. Mi nombre es Juan Sota Villarroel.
De inmediato el herido le explicó:
--Mi nombre es Rafael Cortez Me dirigía a mi nuevo trabajo. Mi yegua comprada es muy mansa, todo bien, salvó el fuerte sol de la mañana. De repente, yo diría que de la nada apareció un jinete, me cortó el camino y asustó a mi yegua.
El desgraciado galopaba como un diablo. A pesar del calor no deje de notar que lleva puesta una gruesa ruana. Su caballo totalmente negro, brillante por el sudor. Muy grande, fuerte. Parecía un percherón, pero no lo era. Galopaba demasiado rápido. Por eso mi yegua se asustó y me derribó
Tomó aire y continúo.
-Antes de ser derribado ví que tenía un hacha. !¡Si señor una hacha!, gigantesca, antigua..
-- ¿Un hacha?. ¿Está seguro?
-- ¿Cómo no he de estar?. La lanzó contra mí y con la fuerza que llevaba la insertó en un árbol en la vereda. Debe estar ahí. Caí del caballo Pero no me desmaye. El se acercó hacia mí, extraje mi espada y casi a ciegas lance unas estocadas.. Lo vi huir... Luego me desmaye.
IV
A la una de la tarde, el alguacil revisaba las huellas, estaban borrosas, pero había una que destacaban. Fuertes, bien definidas en el terreno. Eran las del caballo grande. Vio hacia dónde se dirigían . Era a través del Llano , fuera del camino y los senderos. Se dirigían directamente a la hacienda donde ocurrieron los asesinatos. Hacia la Hacienda propiedad del gentilhombre Álvarez de Toledo. Hacia la Hacienda El Anima
. Llegó junto al árbol. Ya el hacha no estaba. Asombrado vio el resultado. Un gran hachazo en el tronco había hundido el tronco. Con gran potencia había entrado y con fuerza descomunal habían sacado el hacha
V
El 10 de diciembre de 1744, Chantal Álvarez de Toledo du Chatelet,
en su sencilla habitación de la casa que alquilaba, mientras su servicio François la peinaba
cerca de la inmensa mansión donde vivía su tía Émilie du Châtelet
Con estupor leía la carta donde le informaban del asesinato de sus padres, del hecho que su hacienda estaba sin guía ni gobierno, y que debía iniciar el papeleo para reclamar su propiedad
Desecha en lágrimas , informó a su tía Emilie du Chatelet
lo sucedido. Cómo pudo le explicó la carta recibida. Sus clases privadas de matemáticas y física quedaban interrumpidas. Sus clases en secreto de esgrima quedaban suspendidas. Ni siquiera tuvo la dicha de poder enterrar a sus padres.
Así, después de los rezos, recibió las advertencias y recomendaciones de su tía. Y luego tramitar a toda prisa los documentos exigidos para viajar
Licencia de embarque: Pasaporte: cédulas reales, certificados de vecindad . Cartas de crédito o avales. Certificados de buena conducta: Billete de pasaje: . Certificado de salud ,Cartas de recomendación:
Embarcó para Martinica. Llevaba todo en orden. Era ciudadana española, también hija de francesa, viviendo en Francia. Las autoridades Coloniales siempre tenían algún motivo para fastidiar; así ella se estuviera devolviendo a su casa, para continuar los asuntos de sus padres asesinados
VI
El Alguacil recorrió incansable el solitario llano, sin encontrar nada. Mientras, en la bodega del pueblo, entre tragos de aguardiente blanco y ron, lo sucedido era comentado, tergiversando y aumentado.
El liberto Agustin Reinaldo que vivía en una alejada casa, cerca del pozo de Patos Negros, refirió que en la madrugada de luna llena sus perros comenzaron a aullar y el ganado lo secundo. Armado con un machete y puñal, salió al dintel de su humilde vivienda, apartando la cortina, y alumbrado por la luna llena vio a lo lejos la figura del hombre a caballo; estaba parado en medio de la inmensidad de la llanura
Él se dio cuenta de que el otro desde lejos lo miraba. Sintiendo que llegaba su última hora, tomó el Cristo de su cadena y se lo metió en la boca, rezándole a la Virgen del Carmen
Vio como el jinete se internó en el Pajonal, llano adentro, en dirección a la Hacienda abandonada
El joven Alguacil apuró un trago de aguardiente blanco, no le quedó dudas. Tenía que ir a la hacienda donde se cometieron los asesinatos.
Continúa.
Booktrailer numero 1 de Camino en el llano
Tras semanas de navegación infernal —donde las tormentas parecían conjuradas por manos invisibles—, La Dama Roja avistó tierra.
Era un amanecer enfermo, de luz amarilla y opaca, cuando Élodie bajó del barco al puerto de una ciudad colonial sin nombre. Las casas, encaladas y toscas, parecían encogerse bajo el peso de una vegetación exuberante que crecía como una gangrena lenta.
Los hombres que la rodeaban olían a sudor, pólvora y especias rancias. Los esclavos iban desnudos hasta la cintura, sus cuerpos brillando de aceite y su mirada clavada en el suelo, mientras los soldados españoles se apostaban en cada esquina, mosquetes al hombro.
Un carruaje desvencijado aguardaba para llevarla a la Hacienda El Anima , a dos días de viaje por caminos devorados por la jungla.
El cochero, un mulato enjuto con cicatrices en el rostro, se santiguó cuando escuchó el nombre de la propiedad.
—No me gusta ir allá, señorita —dijo, meneando la cabeza—. Esa tierra está... maldita.
Chantal Álvarez de Toledo du Chatelet , aunque sintió un escalofrío, se mantuvo firme.
—Entonces le pagaré el doble —respondió en español con acento francés—. Y bendeciremos el camino.
El cochero soltó una risotada amarga.
—Ni el oro ni los rezos cambian lo que es de los muertos. La llevare, veo que quiere enfrentar su destino.
Partieron al amanecer. El ardiente parecía cerrar sus fauces sobre ellos a medida que avanzaban: árboles retorcidos como ancianos deformes, lianas que colgaban como serpientes disecadas, sombras que se movían aunque no soplara brisa alguna.
Durante la noche, acamparon junto a un arroyo. El cochero encendió un fuego diminuto y se aferró a un rosario de madera. Chantal apenas durmió. En la espesura, oyó cánticos apagados, tambores lejanos, y el rumor de pasos sin dueño.
Al segundo amanecer, entre bancos de niebla y el zumbido de insectos gigantes, divisaron la Hacienda El Anima .
La mansión era enorme, construida de piedra gris y madera ennegrecida por la humedad. Torretas bajas, balcones de hierro forjado, y un enorme portal de cedro labrado con símbolos que no reconoció.
Chantal descendió del carruaje y, al posar un pie en el suelo de la hacienda, una ráfaga helada le mordió los tobillos, como si el propio suelo la rechazara.
Y, desde las sombras del zaguán, algo —una figura demasiado alta, demasiado delgada— la observaba, inmóvil, silenciosa.
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Parte 3
Miércoles 14 de Abril de 1696
A 16
II
55
La noche cayó sobre San Ambrosio como una losa de obsidiana.
Élodie, instalada en una de las cámaras principales, apenas podía conciliar el sueño. El lecho era amplio, de madera tallada, pero el colchón parecía susurrar bajo su cuerpo, como si albergara algo vivo en su interior.
Los muros rezumaban humedad, y de vez en cuando, un crujido sordo sonaba en el techo, como si pasos pesados caminaran por las vigas.
A
l tercer día de su llegada, incapaz de soportar el encierro, Chantal pidió a Benito Cruz que le mostrara la propiedad. Acompañados de un par de sirvientes silenciosos, caminaron por los corredores interminables, donde retratos de los antiguos dueños la observaban con miradas torvas y ojos desvaídos.
Cuando llegaron a la capilla privada de la hacienda, Benito se detuvo.
—Aquí, señora... —dijo en voz baja— ocurrió el principio de nuestra desgracia.
Chantal frunció el ceño.
—¿Qué desgracia?
El mayordomo cruzó los brazos, como si abrazara su propio cuerpo para protegerse.
—Hace muchos años, su tío, el señor Montferrat, celebró un rito prohibido. Usted no lo recuerda, pues sus padres la habian enviado a Francia.
Se persignó antes de continuar.
—Se decía que la hacienda estaba construida sobre tierras antiguas, donde los esclavos traídos del África veneraban a dioses oscuros. Espíritus de peso, de hambre, de castigo.
—¿Espíritus de peso? —preguntó Chantal, intrigada.--Por que mi padre permitio eso?
Benito asintió.
—El que aplasta. El que consume con su peso a los hombres impuros. El Aplastador —susurró—. Una entidad sin rostro que aplasta hasta los huesos a quienes transgreden sus dominios.
Élla sintió cómo el sudor frío le perlaba la nuca.
Benito continuó:
—Su tio, hermano de su padre... quiso invocar su favor. Creía que podría dominarlo. Quería proteger sus tierras, acumular riquezas infinitas. Ambicionaba las tierras de su padrePara eso... —hizo una pausa, bajando la mirada— sacrificó a una virgen en esta capilla.
El eco de sus palabras pareció helar el aire.
Chantal horrorizada, cubrió su boca.
—El ritual fracasó —prosiguió Benito—. El Aplastador no es un siervo. Es un amo. Y desde entonces, la hacienda carga su maldición. Anda en un caballo a toda hora asesinando para aumentar su poder.
El mayordomo retrocedió un paso, como temiendo su propia historia.
—Se aparece primero como una sombra. Luego como un susurro. Después, sientes que no puedes respirar, que algo te empuja hacia el suelo... Y no hay escapatoria,
Chantal
temblaba. A pesar del calor tropical, sentía el frío del miedo penetrarle los huesos. Tenia unas ganas enormes de dejarlo todo y volver a Francia
—¿Cómo puede destruirse? —preguntó, desesperada.
Benito cruzó su mirada con la de ella, enrojecida de siglos de secretos.
—Hay quien dice que existe un remedio. Una reliquia antigua... Guardada por una monja inmortal en el corazón de la selva. Unas frutas sagradas. Pero esa historia es aún más peligrosa que el Aplastador mismo.
Antes de que Chantal pudiera preguntar más, un alarido desgarrador cortó la tarde como un cuchillo.
Un grito humano, cargado de dolor y terror.
Desde el ala oeste de la hacienda, donde los sirvientes , comenzaron a sonar los golpes... y los crujidos de huesos quebrándose.
El Aplastador había despertado.
Chantal despertó ante los gritos, armada de un puñal y dos pistolas salió a la oscuridad de la casa. Había dejado unos cirios grandes y un faron de mechero para iluminar.
-- Benito. Benito. Dónde estás? Escuchaste los gritos?
Fi
El grito se repitió se extinguió en el aire como una vela apagada a soplido brutal.
Chantal con el corazón golpeándole las costillas,encontro a Benito parado en un pasillo.
--benito, te estaba llamando, que susto me distes
El no contesto, se limikto a asentir.
ella corrió con Benito hacia el ala oeste. Atravesaron corredores donde las antorchas parpadeaban como si una boca invisible soplara contra ellas.
Llegaron a la sala de los sirvientes.
La puerta estaba destrozada, colgando de un solo gozno.
Dentro, el espectáculo era una pintura infernal.
Un cuerpo, aplastado contra el suelo, se desparramaba como una muñeca rota. Los huesos habían cedido bajo una presión imposible; la carne misma parecía fundida en la piedra. De su boca abierta brotaba un hilo de sangre espesa que se mezclaba con el polvo.
Chantal retrocedió, jadeando.
Benito, tembloroso, se santiguó.
—El Aplastador ha reclamado a otro.
—¿Quién era? —logró preguntar Chantal aunque sentía que la garganta se le cerraba.
—Un mozo joven. Se atrevió a robar en la despensa consagrada. Las frutas...
El mayordomo dejó la frase colgar en el aire, como un cadáver en la horca.
Antes de que pudieran moverse, un segundo grito sonó desde los establos.
Un grito adicional,seguido del ladrido se los perros , ellos corrieron desaforadamente,sin pensar dejando caer lámparas y jarras, que se quebraban en mil pedazos contra las piedras. Benito arrastró a Chantal consigo, alejándola de la escena.
—¡Debemos encerrarnos en la capilla! —gritó.
Corrieron. El viento pareció llenarse de susurros —no en ningún idioma humano—, y la sensación de un peso monstruoso se extendía por la casa, como si un dios antiguo bajara a aplastar a sus habitantes.
Al llegar a la capilla, Benito empujó las puertas y cerró el pestillo con un crujido.
Dentro, el aire era más denso, cargado de incienso viejo y humedad de siglos.
CHANTAL se arrodilló ante el altar, sin saber qué rezar.
—¿Estamos a salvo aquí? —preguntó.
Benito no respondió enseguida. Caminó hacia una hornacina donde descansaba una extraña reliquia: un unos limones dorados, tan pulida que parecía vibrar bajo la escasa luz.
—Mientras esta fruta esté intacta —susurró—, el Aplastador no puede entrar aquí.
CHANTAL miró la fruta, hipnotizada.
Y entonces, escuchó un roce, como de pies descalzos sobre piedra, al otro lado de la puerta.
El ente estaba allí.
Esperando.
Chantal despertó bruscamente,sentándose de zopeton en la cama, casi sin poder respirar. La noche estaba oscura, la vela de su habitación estaba apagada . La puerta doble al balcón de su cuarto estaba abierta de par en par.... Se habia despartado en su sueño y habia continuado dormida.... Sintio los latidos de su corazon en sus sienes..Que fue todo eso? Benito su mayordomo? porque lo vio en sueños?
Continuara
Miércoles Santo, 14 de abril de 1696. Convento de la Inmaculada Concepción. 4:40 a.m.
A las cuatro y cuarenta de la madrugada, una fragancia de rosas impregnó el aire, mezclada con incienso, mirra y estoraque. La luz de la vela titilante se intensificó, envolviendo a María Serena en una sensación de paz y protección, como si un ángel susurrara su presencia.
Podía ser un recordatorio: estaba en el camino correcto.La novicia se había levantado a las tres y media para limpiar la capilla del convento y cumplir sus devociones. Arrodillada, rezaba un rosario de contrición y castigo, temblando de miedo. Era débil, lo sabía. La peste devastaba la ciudad, imparable. El sacerdote no vendría; las monjas, con sangre en la boca, yacían enfermas, incapaces de cumplir sus deberes. Por ahora, María Serena era la única sana.De pronto, una voz suave rompió el silencio.
—María Serena —dijo una monja arrodillada junto a ella, surgida de la penumbra—. Hoy saldrá en procesión la imagen del Nazareno. Debes estar cerca de él.
—¿Quién eres, madre? —preguntó, con el corazón acelerado.
—Tú lo has dicho. Soy tu madre —respondió la voz, envolviéndola en un consuelo profundo.
—¿Por qué sufrimos tanto? La epidemia ha matado a tantos inocentes...
—Todos tenemos una misión. Cuando termina, regresamos al Padre. Los que hoy entierran a los caídos, algún día serán llevados y se reunirán con Él.
—Madre, sabes que no puedo salir del convento.
—Lo harás. Y no volverás.
—¿A dónde iré? —preguntó, angustiada.
—No te aflijas. Lo sabrás. Pero hoy, a las nueve de la mañana, estarás en la procesión.
—¿Y la madre superiora?
—Yo la cuidaré.
16 días después del asesinato en la Hacienda El Anima
En esa época del año, las fiebres eran comunes. El alguacil, postrado en cama con gripe, ardía de frustración. Aunque su instinto le decía que el asesino seguía libre, la enfermedad lo retenía.
Al crepúsculo, una figura se materializó frente a la hacienda. No sentía nada: ni miedo, ni odio. Conocía la casa, sabía lo que albergaba, pero ignoraba cómo entrar al lugar que buscaba.
—Hijo mío —dijo una voz desde las sombras—. Yo también busco la entrada. Pero no puedes flaquear. Necesito otra ofrenda.
Él se detuvo, paralizado.
—Anda —insistió la voz—. La noche apenas comienza. El lugar está ahí, en la casa.
55 días después del asesinato en la Hacienda el Anima
Rafael Cortez había retomado su trabajo en la hacienda Los Tres Laureles. Resignado a la soledad, comprendió que encontrar esposa en aquel lugar aislado sería casi imposible. Mientras recortaba su barba con una tijera, un crucifijo colgado en la pared se desprendió con violencia, voló a gran velocidad y cayó al suelo, invertido. Rafael, desconcertado, lo observó. Un nerviosismo extraño lo invadió.
—¿Quién está ahí? —gritó—. ¡Basta de bromas! Jugar con imágenes sagradas es un sacrilegio.
—Hola, hijo —susurró una voz helada—. Tu tiempo ha llegado. No has hecho nada malo, no has dañado a nadie. Solo eres un elegido... para mi placer.
El armario estalló en astillas. De él emergió una figura: el Hombre de la Ruina, descalzo, con ojos vacíos.
Rafael, con la boca seca, apenas alcanzó a balbucear:
—No... no es real. Intentó huir, pero el Hombre de la Runa avanzó y aplastó uno de sus pies con brutalidad. Rafael aulló de dolor. El segundo pisotón arrancó un grito desgarrador que resonó en la noche. Sin pausa, la criatura hurgó en su ojo, mientras lo aplastaba.
. Los trabajadores, alertados por los alaridos, forzaron la puerta. Hallaron a Rafael colgado en la pared, sus pies reducidos a una masa sanguinolenta, el crucifijo clavado en su boca.
Dos días después del funeral de Rafael Cortez El alguacil, aún débil por la fiebre, se levantó de la cama. El pánico se había apoderado del pueblo. Nadie quería acercarse, y el descontento contra él crecía. Los pobladores rezaban en grupos, mientras él, postrado, había dejado a la villa indefensa. La clave estaba en la hacienda. Todo había comenzado allí. Decidió que buscar al asesino de día era inútil; el herrero había visto sombras merodeando de noche. Esa noche, lo cazaría y lo haría pagar.
Llegada de Chantal a la Hacienda El Anima
Tras semanas de navegación tormentosa, el barco La Dama Roja avistó tierra. Era un amanecer enfermizo, de luz opaca y amarillenta. Chantal, una joven francesa, desembarcó en un puerto colonial sin nombre. Las casas encaladas parecían encogerse bajo una vegetación voraz. Soldados españoles vigilaban, mosquetes al hombro, mientras esclavos de mirada baja cargaban mercancías. Un carruaje desvencijado la esperaba para llevarla a la Hacienda San Ambrosio, a dos días por caminos selváticos. El cochero, un mulato con cicatrices, se persignó al oír el destino.
—No me gusta ir allá, señorita —dijo—. Esa tierra está maldita. Chantal, firme, respondió:
—Le pagaré el doble. Y bendeciremos el camino. El cochero soltó una risa amarga.
—Ni el oro ni los rezos cambian lo que pertenece a los muertos. Partieron al alba. La selva los engulló: árboles retorcidos, lianas como serpientes, sombras que se movían sin viento. Por la noche, acamparon junto a un arroyo. El cochero, aferrado a su rosario, no durmió. Chantal oyó cánticos lejanos, tambores, pasos sin origen. Al segundo amanecer, entre niebla y zumbidos de insectos, avistaron la hacienda. La mansión, de piedra gris y madera ennegrecida, se alzaba imponente. Sus muros, invadidos por enredaderas, parecían estrangulados. Nadie salió a recibirlos. Un hombre grueso, vestido de negro, se presentó.
—Soy Benito Cruz, el mayordomo —dijo con voz grave—. Para serviros.
Al pisar el suelo, Chantal sintió una ráfaga helada en los tobillos, como si la tierra la rechazara. Desde el zaguán, una figura alta y delgada la observaba, inmóvil, en silencio.
Capítulo III:
La noche cayó sobre El Anima como una losa de obsidiana. Chantal, instalada en una cámara de madera tallada, no podía dormir. El colchón parecía susurrar bajo su peso, y los muros rezumaban humedad. Crujidos en el techo sugerían pasos pesados sobre las vigas.
Al tercer día, harta del encierro, pidió a Benito que le mostrara la hacienda. Recorrieron corredores donde retratos de antiguos dueños la miraban con ojos desvaídos. Al llegar a la capilla privada, Benito se detuvo.
—Aquí comenzó nuestra desgracia —susurró.
—¿Qué desgracia? —preguntó Chantal. Benito, cruzando los brazos, habló en voz baja.
—Hace años, su tío, el señor Montferrat, celebró un rito prohibido. La hacienda está construida sobre tierras antiguas, donde los esclavos veneraban dioses oscuros. Espíritus de peso, de hambre, de castigo.
—¿Espíritus de peso?
—El Aplastador —murmuró Benito—. Una entidad sin rostro que aplasta a los impuros hasta pulverizar sus huesos. Chantal sintió un sudor frío.
—Su tío quiso invocarlo para proteger sus tierras y amasar riquezas. Sacrificó a una virgen en esta capilla. Pero el ritual fracasó. El Aplastador no es un siervo, es un amo. Desde entonces, la hacienda carga su maldición.
—¿Cómo se detiene? —preguntó Chantal, temblando.
—Hay rumores de una reliquia —dijo Benito—. Unas frutas sagradas, guardadas por una monja inmortal en la selva. Pero buscarlas es más peligroso que enfrentar al Aplastador.
Un alarido desgarrador interrumpió sus palabras, seguido de crujidos de huesos desde el ala oeste. Chantal, armada con un puñal y dos pistolas, corrió con Benito hacia el origen del grito.
Las antorchas parpadeaban, como si una presencia las sofocara. En la sala de los sirvientes, encontraron un cuerpo aplastado contra el suelo, los huesos triturados, la carne fundida en la piedra.
—El Aplastador ha reclamado otra víctima —dijo Benito, persignándose. —¿Quién era? —preguntó Chantal, con la garganta cerrada.
—Un mozo que robó frutas de la despensa consagrada.
Un segundo grito resonó desde los establos, seguido de ladridos frenéticos. Corrieron, dejando caer lámparas que se quebraban contra el suelo. Benito arrastró a Chantal hacia la capilla.
—¡Debemos encerrarnos! —gritó.
Dentro, el aire olía a incienso rancio.
Chantal se arrodilló ante el altar, sin saber qué rezar. Benito señaló una hornacina donde brillaba un limon dorado , pulida como un espejo.
—Mientras esta fruta esté intacta, el Aplastador no entrará —susurró.
Un roce, como de pies descalzos, sonó al otro lado de la puerta. El ente estaba allí. Esperando.
De pronto, Chantal despertó en su cama, jadeando. La vela de su cuarto estaba apagada, y las puertas del balcón abiertas de par en par. La noche, oscura y silenciosa, la envolvía.
Chantal despertó bruscamente, sentándose de sopetón en la cama, casi sin poder respirar. La noche estaba oscura, la vela de su habitación estaba apagada . La puerta doble al balcón de su cuarto estaba abierta de par en par.... Se había despertado en su sueño y había continuado dormida.... Sintio los latidos de su corazón en sus sienes.. Que fue todo eso? Benito su mayordomo? Porque lo vio en sueños?
Continuara
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Un final super intrigante, quién será esa figura que observa.
ResponderEliminarMe ha encantado.
Un abrazo
Gracias Nuria, inmensamente agradecido por tu comentario, no dejes de leer la continuación de esta historia y ojalá,algun día nuestro blog tenga oportunidad en tu extraordinario blog
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