Pero lo mejor era tener dinero: dinero sucio, dinero limpio, dinero lavado, dinero producido, dinero robado. Estaba en la cúspide de la ola, a punto de saltar a una más alta. Para tomar impulso, subir a una que rozase el cielo o, de ser posible, pasarle por encima y llegar a la galaxia.
La mujer estiró sus piernas.
Por un momento frunció el ceño. Unas finas venitas azules se veían; con esfuerzo se notaban, pero ella sí las veía. Ella sabía que ahí estaban. ¡Maldición!, a los 35 años una chica no debe mostrar ni una marca. La competencia era feroz. Las jóvenes menores no tenían ningún escrúpulo en la lucha por ser las número uno y desplumar a cualquier imbécil creído que andaba por ahí, dándoselas de Brad Pitt.
Eso la obligaba a poner luz tenue en su habitación. Buscaría a un negro. Uno que le hiciese mucho daño. Pero un negro bien feo. Sí, eso quería. Alguien que no se desinflase rápido. Recordó a Esteban. Todo el tiempo a gran velocidad y en poco tiempo. Ese idiota. Era el punto neutro en la ecuación. Se hizo esa imagen mental para odiarlo. Odiarlo mucho.
En realidad, Esteban fue un demonio en la cama. El único que la hizo vibrar hasta la última célula. Pero era imbécil e idiota. ¡En fin!, nada era perfecto. Para poder asimilar mentalmente su divorcio, se decía constantemente que no le servía en el sexo. La absoluta realidad era que más de una vez poco faltó para ir a buscarlo. Él era mejor que cinco sádicos con tres años de abstinencia.
Por un momento se puso alerta. Sintió la sensación de que Esteban podía dañarlo todo. No podía eliminarlo todavía. En el divorcio lo dejó sin nada. Pero él se quedó con algo de ella: el recuerdo del sexo más brutal y primitivo que alguien pudiese imaginar en la porno más sucia jamás realizada.
El dinero fue hecho sudado, trabajado, por ella. Todo porque ese bobo, junto a su cerebro, vivía en el limbo. Fue un grave error. Pidió perdón a sí misma y a Dios cuando firmó el acta de matrimonio. Se autoconvenció de que la aburría su sexo insípido, clásico, rutinario y precoz, aunque la realidad era que ningún otro la había satisfecho como Esteban. Definitivamente, decir que no le servía en la cama era un odioso ejercicio de PNL que nunca le daba resultado.
"Esteban... si vinieras esta noche a desbaratarme", pensó y se sintió inmediatamente húmeda.
El muy gafo, con su sonrisa babosa, firmando todo lo que ella le presentaba. Pero era una bestia sexual. Por eso duraron el poco tiempo que duraron.
Ahora tenía que resolverlo. Sería a partir de mañana. Otros asuntos le rondaban por la mente.
Mila Keyla comenzó a vestirse. Lo peor que puede hacer una ejecutiva profesional con dos másteres y dos doctorados es acostarse con un cliente. Porque eso era hacerlo con un amigo al que apreciaba. Insoportable era hacerlo con un cliente y amigo. Pero era necesario. Millones de dólares estaban en juego; entendía que no podía regalarle una universitaria. Tenía que ser ella. Después del sexo, la firma. Más nada. Sin recuerdos ni remordimientos.
Fedra Clarisse Rodríguez Jo vio al cartero.
El hombre le entregaba un sobre rojo del servicio de impuestos. La joven distraídamente firmó el recibo. Era un sobre con muchos sellos.
Someramente los leyó: “Dirección desconocida”, “Errada”, “Dirección fiscal errada”, “Fallido”, “No se encuentra el destinatario”, “Diríjase al remitente”, “Correo electrónico desconocido”, “Etc., etc.”.
Parecía que el Doctor contaba con múltiples direcciones y el sobre lo había rastreado durante meses.
Caviló si lo abría o no. Decidió que no.
Viendo el polvo, el aspecto ruinoso de la oficina, ya no estaba tan segura de quedarse. Este abogado estaba unos 987 kilómetros más allá de la miseria. Colocó el sobre encima del polvoriento escritorio. Ella y sus despistes. No le pidió el número de celular ni su correo electrónico. El hombre le dio las llaves, luego velozmente se fue, dejándola en medio de la ruina y el polvo de la desordenada oficina.
Decidió vegetar y fisgonear. ¡Qué más! El doctor estaría loco si pensaba que ella se pondría a limpiar. Ni en su casa lo hacía,
mucho menos enfrentarse a toda esta basura, más grande que la basura acumulada por los habitantes de la Gran Caracas, que eran famosos en todo el hemisferio, especialmente por su suciedad, casi igual a la India.
"Es que les gusta vivir en la inmundicia. ¡Qué antihigiénicos!", dijo recordando las fotos de los periódicos.
Al día siguiente, Esteban entró en la oficina. Quedó mudo de asombro. En su vida de divorciado, la oficina nunca había estado tan limpia y bella. Los periódicos ya no estaban, las carpetas se colocaron en unos archivos portátiles que habían estado sepultados en la suciedad quién sabe cuánto tiempo.
En realidad, los papeles eran documentos sin importancia y los únicos productivos eran trabajos de Keyla. Los pocos recibos de cobro también eran de ella nada más.
Clarisse trajo café de su casa, lo preparó, ofreciéndole una inmensa taza humeante. Casi la besó. De verdad, esa apetitosa joven le estaba gustando más y más. Ese café con leche era lo primero que le llegaba al estómago en dos días. Agradeció en silencio; inmediatamente la joven le entregó el sobre del impuesto.
--¿Impuestos? Si alguien está exento de impuestos en este país, ese soy yo. —Devolvió el sobre sin abrirlo.
--Archívelo por ahí. Por el momento no tengo nada que declarar. —Continuó el hombre, sin dejar de contemplar lo que ahora sí parecía una oficina de alguien productivo.
--¿Y si es una multa? —preguntó la muchacha, viendo que este hombre, aparte de pobre y derrotado, era un irresponsable.
--Mi ex ya se encargó de dejarme en la ruina. Dejó muy poco para cobrarme el gobierno. Más bien ellos deberían ayudarme con algún beneficio social —explicó tranquilamente Esteban, con un gesto de sarcasmo, viendo mejor a la joven mientras pensaba: "¿Cómo haría para meterle los pelos para adentro?".
Fedra Clarisse suspiró. Esto sí que era una mala manera de hacer unas pasantías en administración de bufetes. Este hombre no tenía ni billetes de monopolio para administrar.
Esteban se sentó en su escritorio. Se puso a juguetear con sus dedos. Sinceramente, viéndola bien, la chica tenía bastante de todo. Por un segundo volvió a fantasear cómo sería tenerla abrazada, bailar pegadito con ella, tomar ese talle que prometía tantas cosas, quitarle esos lentes de pasta… Quitarle la ropa. Apartando tan ruines pensamientos, se levantó y, saliendo repentinamente, dijo:
--No vengo en todo el día —dijo en la puerta, disponiéndose a salir. Vegetaría por ahí. Ya se había tomado un café. Con eso tenía para toda la jornada.
--Necesito su correo y teléfono —dijo ella tratando de atajarlo.
Esteban, un poco cortado, se detuvo en la puerta y confesó:
--No tengo ni celular ni computadora. Es que... este... estamos renovando los equipos —el hombre se arrepintió en medio de la frase. Era una tontería fingir.
La muchacha no le creía, pero ni de lejos.
--Bueno, cuando termine, debería abrir uno —musitó ella. Y, como agarrada en falta, continuó sirviéndose, un poco molesta, una taza de café. ¿Para qué fingir? --¿Cuando termine? ¿Qué?
--Bueno. Cuando termine —dijo Esteban escapando. De verdad quería intentarlo.
Después de la intempestiva salida del hombre, Clarisse quedó dueña y señora de la oficina. Continuaría limpiando, así fuera por el camino de la virgen. Cajas con avisos y amenazas de cobro, facturas vencidas, cheques protestados, citaciones de abogados; este hombre lo tenía todo en negativo.
--No paga ni promesas —susurró la joven viendo y viendo todo el papeleo. Miró nuevamente el sobre del impuesto. Bueno, eso era parte de su trabajo. Lo abrió y leyó.
A medida que lo hacía, sus ojos se ponían más y más grandes de asombro. Estaba más que estupefacta. Era un error. Un impresionante error. No entendía. Veía y releía. Lo que tenía ante sus ojos eran los formularios, facturas de cancelación y pagos de impuestos con su correspondiente respaldo en internet.
Eran cancelaciones de tributos de varias empresas: una constructora de carreteras y parques industriales, una empresa de transporte de alimentos, una contratista de servicios de mantenimiento eléctrico industrial, otra de mantenimiento y reparación de equipos de alta tecnología de hospitales, otra contratista de intendencia militar. Las ganancias eran extraordinarias.
Los pagos de los desgravámenes personales habían sido puntuales. Esteban Watkings Olivestri era un excelente pagador de impuestos. Lo era porque ganaba millones de dólares, yuanes, euros, rublos, rupias, bitcóin, etherum, papeles en oro etf,proshares, indices.. Las empresas tenían domicilios fiscales en Islas Caimán, Granada, Andorra e Isla de Man; adicionalmente, tenía unos extraños apartados postales en Miami y Luxemburgo.
"Este tonto, quién sabe en qué estará metido y ni lo sabe", pensó espantada la muchacha viendo la puerta y con ganas de echar a correr a todo dar, bien lejos de este idiota. No le agradaba para nada estar junto a un tipo que estaba evidentemente un 99.99% preso o muerto en el futuro más próximo posible, que comenzaba en un nanosegundo.
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**Mila Keyla Koslow Reyes amaneció muy dolorida.**
El doctor López tenía un cuerpo horrible, lleno de pelos y con una inmensa barriga. Su voz reflejaba su sedentarismo, pero lo que le hizo a ella y la obligó a hacer la hizo aullar de puro placer, con un voyeurismo activo.
—Mira el gordito —dijo desperezándose, pero obtuvo resultados.
El contrato de repavimentación de la autopista K3 ya tenía la orden de ejecución con el cheque por adelantado. Subcontrataría, haría un trabajo de novena categoría; nuevamente obtendría el contrato, haría un trabajo peor para, una vez más, conseguir el contrato.
De repente, con una sonrisa mientras se lavaba los dientes recordando la noche, se dijo que era el momento de que su ex-ex-ex entrara definitivamente en el baúl de los recuerdos. Esa alerta en sus pensamientos jamás fallaba… Algo debía estar haciendo Esteban que afectaba sus planes.
Esteban siempre firmaba cada documento que ella le presentaba con una imbécil sonrisa; firmaba y firmaba. Firmaba cheques con una estupidez que daba asco. Era increíble tanta inocencia en un abogado. Sí, pero era un abogado enloquecido por el mágico triángulo de placer que ella usaba con amplia perversión en él y simultáneamente con otros más productivos.
Tan simple. Las empresas crecieron, ella hizo registros de comercios, instaló todo y él ni cuenta se dio.
En principio, pensó hacerlo para darle una sorpresa; después, viendo su ineptitud y honradez, tomó las ganancias para ella sola. Después fue después; él ya era innecesario.
Se divorciaron. Esteban era más que un pesado estorbo. Pero ella no hizo repartición de bienes, simplemente aplicó una argucia legal.
Él era el dueño de todo e hizo la repartición de bienes a favor de ella. Él siguió siendo socio, con una particularidad: era el responsable desde la muerte de Jesucristo, pasando por el Holocausto y el genocidio de Siria e Irak. Todo gracias a un poder ilimitado, donde él era el único que firmaba, el único responsable fuese lo que fuese, declarándose culpable por todos y cada uno de los actos ejecutados en su nombre. Todo legal. Todo sencillo.
Creyó que era el documento por la compra de un apartamento de playa.
Ella lo hizo socio, renunciando a muchos beneficios. Pero legal, extremadamente legal. De verdad que ella era muy mala y perversa.
Mientras se vestía con su uniforme de bufete, la mujer decidió que ya estaba bien.
Una nueva acta de accionistas, un nuevo documento, la quiebra de las empresas, los responsables de muchas estafas en la cárcel y un único culpable: él, solo él. Esteban.
Después, como corolario, pues… Esteban, abrumado por la pena y los remordimientos de conciencia, se suicidaría.
Listo y despachado.
No pudo contener la risa. No era lo que pensó cuando se casaron.
Esteban era un chico bueno, enamorado. Se quedó solo enamorado; pronto ella se daría unas vacaciones porno en las playas de Ibiza.
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### **V**
Esteban veía el crepúsculo. Pronto anochecería.
El ardor en su estómago le hizo entender que hoy también había sido un muy mal día. Genuinamente malo. No logró ningún acuerdo, le devolvieron muy pocos saludos.
Nadie quiso conversar con él.
Los terribles efectos de andar mal vestido.
Los terribles efectos de ser un derrotado y exesposo de alguien poderoso y famoso.
La peor ecuación posible.
Caminó a su departamento. Era un eufemismo.
En días tendría que entregarlo.
Dormiría un tiempo en la oficina; pues esta, gracias a la pasante, estaba en mejores condiciones para pasar la noche.
Después sería después.
Era mejor descansar.
Mañana le diría a la pasante que tenía que irse.
Tiraba la toalla. No tenía cómo pagarle.
Decidió probar fortuna en otra ciudad.
Viajaría a Guayana.
Pasaría a visitar a su hermana.
Eso le daría unos días de comida.
También tendría que soportar las recriminaciones de ella.
—¿Por qué te casaste con esa mosquita muerta?
Uno no puede casarse por unas piernas bonitas.
Uno no debe.
Tonto. Más que gafo.
Yo te lo dije.
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### **VI**
Fedra Clarisse viajaba en un destartalado trolebús intermunicipal.
La muchacha siempre tenía ese vahído estomacal cada vez que el chofer tomaba las curvas de la Intercomunal a toda velocidad, camino a su ciudad satélite.
Eran los terribles castigos de vivir en los suburbios.
Se había llevado los avisos de los impuestos.
Esas facturas eran súper extrañas.
Sintió un impulso que la llevó a introducirlas en su cartera...
Era más que evidente que el doctor era un gafito de siete leguas.
Ni sabía lo que pasaba.
No parecía importarle mucho.
A lo mejor una cárcel era buena para él.
Comida y lugar fijo para dormir.
Por lo menos sería alguien importante.
Pero por su forma de actuar y mirar, el doctor era más que un tonto de capirote…
Ya la muchacha no dudaba que él estaba metido en algo feo.
Después de evadir el interrogatorio controlador y represivo de sus padres, sobre las cualidades y defectos de su nuevo jefe, la joven se conectó a Internet con tranquilidad.
Buscó por el RIF a las empresas.
Las direcciones fiscales de las mismas eran casilleros de correos en Miami.
También descubrió que era malo.
Más que ser socio del gobierno.
Definitivamente, todo era malo y peligroso.
Direcciones fiscales en las Islas Caimán.
Peor que peor.
Una tal Distribuidora KK era la que todo lo cobraba.
También en Miami.
Ya tenía la idea de cómo haría con todo.
Ya tenía el panorama completo...
—Es que tengo hambre —dijo de repente, para nadie.
En automático se dirigió al refrigerador.
Se regalaría a sí misma el concierto que pronto en el Poliedro daría Metallica con Lady Gaga.
Sin duda iría.
De ahora en adelante disfrutaría todo.Todo.
Después de eso…
Todo.
Si fue el tonto, seguiría siéndolo...
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El Cadillac CT6V biturbo biodiesel eléctrico, un Frankenstein automotriz para ricos con culpa ecológica, flotaba plácidamente por la principal de Las Mercedes. Keyla, muñeca de porcelana venenosa, acomodaba un mechón rebelde en la cara de Dave. Frío. Bello. Perfecto como un cadáver de revista. Decía que era solo de ella, su última adquisición, un trofeo humano: bailaba bien, vestía mejor, fornicaba como un demonio en celo. Maquiavélico y malo. La amaba, decía él, sin sentirlo ni siquiera esforzándose en disimularlo. La conquistó a base de sexo sucio, sudor y cierta dosis de desprecio. ¿Qué más podía pedir ella, que adoraba lamer cuchillas?
—Debemos solucionar rápido lo de la constructora —dijo él, mirando por la ventanilla a los pobres amontonados en los Blue Bird intermunicipales, arrastrándose como ganado hacia el matadero.
El hombre contempló el paisaje de miseria a través de la ventanilla blindada. Los vidrios oscuros no solo ocultaban su rostro, también su desprecio. Se sirvió una copa de champaña, la sorbió como quien moja los labios en sangre.
Ella era lista, maldita sea si no lo era. Entendió de inmediato que el hombre ya tejía en su cabeza un discurso de despedida, uno de esos memorables: Yo te amo, pero… bla, bla, bla. Y eso era el escenario optimista. Tenía sospechas, claro, de cómo terminaban los que lo precedieron: entre ataúdes caros y epitafios baratos. Sabía perfectamente lo que le esperaba al exesposo.
Por eso eran la pareja perfecta: él tenía exactamente el mismo sentido de prioridades que ella. Sí, incluyendo asesinato, lavado de dinero, tráfico de influencias… lo normal.
Funcionaban como un reloj suizo adulterado: precisos, crueles, brillantes.
—¿Qué sucede? ¿Hay algo que yo deba saber? ¿Estamos bien?
—Creo que hay un cabo suelto con mi marido. Estoy trabajando en ello.
—Entonces… ¿es cierto lo del divorcio? —dijo él, con una sonrisita que apestaba a ironía.
—Sí lo fue. No creas que no lo amaba. Me dolió demasiado hacerlo, dejarlo… Él no es capaz de sobrevivir solo. A veces me siento culpable. Para olvidarlo, te tengo a ti, mi monstruo malo y perverso.
—La empresa y su socio necesitan un cambio de actividades —continuó él, convencido de que pronto sería parte del platillo principal.
—Indefinidamente —anunció ella, mientras bajaba el cierre de su pantalón y trabajaba en él con unos labios tan hábiles que deberían cotizar en bolsa. Era, oficialmente, el primer anuncio del funeral de su exmarido.
El chofer, pobre diablo, no podía verlos a través del espejo divisorio. Por eso Dave gritó su orgasmo mientras fumaba un porro de marihuana hidropónica que olía a cielo y pecado.
Cuando terminó, ella tomó una servilleta tan fina que parecía robada de un hotel de lujo, se limpió con precisión quirúrgica, se retocó el maquillaje, se pintó los labios. Preciosa. Glaciar. Perfecta.
—Al llegar a los cincuenta, el sexo ya no te va a dar placer —dijo él, soplando el humo aromático con un aire de filósofo de burdel.
—Lo haré con animales. Siempre hay una nueva frontera —respondió ella, sirviéndose champaña, regalándole un beso que sabía a advertencia.
Capítulo 2
La muchacha tuvo el morboso placer de instalar una nueva computadora en la oficina de su jefe. Cuando terminó, amanecía. Estaba agotada, destruida, pero satisfecha: lo que había hecho era puro oro negro. Había conseguido los registros de las empresas, se conectó con la banca virtual, intentó cambiar contraseñas (se lo negaron, maldita burocracia digital), pero le enviaron una adicional con un pequeño crédito de emergencia. Poco, sí, pero suficiente para empezar a volar el castillo de naipes.
Revisó los estados de cuenta. En todas partes, Esteban era el dueño, el dios, el único responsable… pero no disfrutaba ni las migajas. Inactivo por meses, salvo por unas transferencias monstruosas a beneficiarios fantasmas. Él era el principal depositante, el idiota útil del imperio. Su bufete era el asesor, y ella, Keyla, la contratista estrella del apocalipsis.
—Que se suelten los demonios —murmuró satisfecha. Había soltado un cuento barato en su casa para poder quedarse toda la noche en la oficina. Ahora, a dormir todo el día como un murciélago satisfecho. Llamó un taxi, cerró la puerta… y se fue.
⏩⏩⏩⏩
Al día siguiente, Esteban llegó a la oficina. Tan ido y con tanta hambre estaba que no notó los cambios. Vio la nueva computadora —la firma de la muchacha, que se lo estaba tomando muy en serio— y las carpetas, papeles, documentos, todos apilados en su escritorio. Le dio flojera leerlos.Era un procrastinador oficial suma cum laude. La chica no apareció, así que cerró la oficina a las nueve de la mañana. Ya estaba maquinando la jugada maestra: largarse al sitio de moda, donde los venezolanos limpiaban pisos con la lengua. Él se uniría a ellos. Después de lamer suficientes pisos, al menos comería algo decente.
Al otro día, volvió a la oficina. Todo estaba listo.
Esteban llegó dispuesto a otro día de miseria y excusas. Las excusas de los pobres. Las excusas de los que no tienen salida. Se le notaba la vergüenza en la cara, en las manos, en el aliento de café frío.
Ella ya había llegado. Le tenía un café. Y no solo eso: un desayuno completo de Wendy’s. ¿Un desayuno completo de Wendy’s? Esto era pornografía gastronómica para su estómago vacío.
—Para usted —dijo la muchacha, sonriendo como un gato con un ratón entre las garras.
—Hija… gracias. No debiste. Yo no tengo cómo reponerle este gasto, por insignificante que sea…
—Coma, por favor —insistió ella—. Hágalo. Usted mismo lo pagó.
Esteban dudó. La vergüenza le revoloteaba como un enjambre. Pero hambre es hambre. Empezó a comer. No entendía del todo lo que ella había dicho, pero la hamburguesa hablaba un idioma universal. Total, llevaba treinta y dos horas sin probar bocado.
Mientras él devoraba, ella desplegaba, como un mago sin escrúpulos, los pagos de impuestos, documentos de propiedad, estados de cuenta, ingresos… Esteban leía y comía cada vez más rápido, tragaba datos y calorías como un condenado. Hasta que terminó, exhausto.
Y entonces, en el silencio, lo entendió todo.
—¡Dios mío! —jadeó, con el corazón golpeándole el pecho como un tambor de guerra—. ¡Keyla! ¡KEYLA! ¡KEYLA! ¡KEYLA! ¡KEYLA!
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