### La trinchera de espinas de madera
#### Capítulo 1: El olor a carbón quemado
Pyongyang, invierno de 2025.
La ciudad huele a carbón quemado y a nieve sucia. No es un olor fuerte, es un olor constante, como si el aire mismo estuviera cansado de respirar.
Alexander Voss llegó cuatro meses atrás con un visado de profesor invitado en la Pyongyang University of Science and Technology. Treinta y dos años, pasaporte alemán, doctorado en informática aplicada por la TU Berlín, y una carta de recomendación de una fundación cristiano católica, que nadie en el Ministerio de Educación Exterior se molestó en verificar demasiado. Los norcoreanos necesitaban profesores de inglés técnico; él necesitaba desaparecer un tiempo del mundo.
--- Razones personales--- dijo en la entrevista de Pekín. En su juventud para financiar su carrera perteneció al equipo de atletismo y modelo de pasarelas...Quien lo diría? Un aventajado alumno,un excelente atleta y un modelo de trajes de caballeros.Ahi conoció a una bella chica irani...Una refugiada...Bella,intensa,apasionada...Sin problemas y con esperanzas....Hasta que un ataque de islamistas, un tiroteo en la universidad, 8 muertos,16 heridos..Ariza, una de las victimas...Tenia que irse, no soportaba más estar en su país, irse a ninguna parte.
Nadie preguntó más por qué al terminar decidió irse Ni familia,ni amigos ni nadie...
Ahora estaba en Pyongyang.
En PUST..( politécnico universitario ciencia y tecnología) todo es limpio, ordenado, casi occidental. Los estudiantes llevan uniformes impecables, hablan un inglés fluido y nunca hacen preguntas prohibidas. Los profesores extranjeros viven en un compound vallado, comen tres veces al día y salen los fines de semana en tours guiados. Alexander cumplía las reglas durante la semana. Los sábados, cuando los vigilantes estaban más cansados, se escabullía.
El primer sábado lo pasó en el Morambong Park, mirando a familias hacer picnic con comida que no parecía racionada. El segundo, en la estación de tren, observando cómo la gente cargaba sacos de arroz que claramente no venían de la PDS estatal. El tercero encontró el jangmadang.
No era un mercado grande. Estaba escondido detrás de un bloque de apartamentos grises en el distrito de Rakrang, cerca del río Taedong. Un terreno baldío convertido en laberinto de lonas azules y mesas improvisadas. Luces de linternas, generadores que tosían, voces bajas. Nadie gritaba precios. Todo se susurraba.
Alexander llevaba una bufanda subida hasta los ojos y un gorro ruso comprado en el hotel diplomático. Se movía despacio, fingiendo interés en pilas de calcetines chinos y cajetones de cigarrillos Essence. Nadie le prestó atención hasta que ella apareció.
Estaba vendiendo baterías recargables y cables USB. Tenía el cabello negro recogido en una trenza apretada, la cara pálida por el frío, y una chaqueta acolchada que había visto mejores días. No era la belleza idealizada de las presentadoras de la KCTV; era más real, más afilada. Los ojos grandes, pero con una sombra de cansancio que no disimulaba. Calculó que tendría veintiocho o veintinueve años.
—¿Cuánto por el cable largo? —preguntó él en inglés bajo, probando.
Ella levantó la vista. No se sorprendió de ver a un extranjero. En los mercados grandes de Pyongyang a veces aparecían rusos o chinos; occidentales eran raros, pero no imposibles.
—Diez dólares americanos —respondió en un inglés cuidadoso, casi sin acento—. O cien yuanes.
Alexander extrajo un billete de diez. Ella lo tomó rápido, lo dobló dos veces y lo guardó en un bolsillo interior. Sus dedos rozaron los de él un segundo más de lo necesario.
—¿Funciona bien? —preguntó él, por decir algo.
—Todo funciona hasta que deja de funcionar —dijo ella. Sonrió apenas. Era una sonrisa que no llegaba a los ojos—. Depende de cuánto lo necesites.
Se llamaba Ri Ji-yeon.Lo dijo por cortesía .Una costumbre de la gente educada de Pyongyang. Lo dijo después de que él comprara tres cables más y una batería externa que claramente era de segunda mano. No le preguntó su nombre a él. En los jangmadang las presentaciones completas eran sospechosas.El del mercado daba su nombre.Para que el comprador supiera a quien buscar.
Durante tres sábados volvió al mismo puesto. Compraba cosas inútiles: un cargador solar roto, un altavoz bluetooth que solo emitía estática, pilas AA que probablemente estaban caducadas. Ella aceptaba el dinero sin protestar. A veces hablaban. Poco.
—¿De dónde vienes? —preguntó repentinamente ella una vez.Cadi que a quemaropas.
—De muy lejos —respondió él.
—Eso lo sé. Todos los extranjeros vienen de muy lejos. Pero ¿de qué lejos exactamente?
—Del lado donde la gente puede irse cuando quiere.
Ella asintió como si eso confirmara algo que ya sabía.
—La gente aquí también se va cuando quiere —dijo casi con una triste sonrisa—. Solo que no siempre vuelve.
Alexander empezó a llevarle pequeños regalos. Un chocolate suizo envuelto en papel dorado. Un lápiz labial rojo que compró en la tienda del hotel Yanggakdo. Ella los aceptaba, pero nunca los abría delante de él.Era evidente que ella se dió cuenta que le había agradado al apuesto joven,de 1,88, de ojos azules,pelo muy negro y extremadamente atractivo. No le sonreía, no lo miraba directamente, no se mostró abierta.Era un cliente agradecido.Gunther Alexander entendio que le sería bien difícil acercarse..el daba un paso y ella retrocedía dos.
II
Una tarde de ese primer diciembre sin navidad, el cielo estaba tan bajo que parecía tocar los tejados. Nevaba fino, como polvo de hielo. El mercado cerraba temprano porque había inspección policial anunciada.
Ji-yeon recogía sus cosas con prisa. Gunther Alexander llegó casi al finalizar las ventas, la ayudó a cargar una caja de cables en una bicicleta oxidada.
—Tengo que irme ya —dijo ella—. Mañana no vendré.
—¿Por qué?
Ella miró alrededor. Dos mujeres mayores recogían pescado seco a diez metros. Un hombre vendía cigarrillos sueltos bajo una lona. Nadie parecía escuchar.
—Mi hermano —dijo en voz muy baja—. Lo "cogieron" la semana pasada. Copiaba películas surcoreanas en USB. Ahora investigan a toda la familia.
Alexander sintió que el frío le entraba por la nuca.
—¿Cuánto tiempo tienes?
—No lo sé. Días. Semanas. Depende de cuánto paguemos.
—¿Cuánto necesitas?-- pregunto sin pensar en que se estaba metiendo.
Ella lo miró fijamente por primera vez sin cautela.
—No es solo dinero. Necesito alguien que hable con la gente correcta. Alguien que no sea de aquí.
Alexander no respondió de inmediato. Sabía que estaba cruzando una línea que los profesores de PUST nunca cruzaban. Sabía también que si lo descubrían, su visado se revocaría y probablemente terminaría en una cárcel diplomática hasta que Alemania pagara rescate. Pero miró los ojos de Ji-yeon y vio algo que no esperaba: miedo real, no el miedo teatral de las películas, sino el miedo animal de quien sabe que no hay apelación.
—Puedo intentarlo —dijo.
Ella asintió una sola vez. Luego le dio una dirección escrita en un trozo de papel de periódico: un bloque de apartamentos en el distrito de Sosong, piso 14, puerta 1407.
---“Después de las diez de la noche. Llama tres veces lento, dos rápido.”
Alexander guardó el papel en el bolsillo interior de su chaqueta, junto al pasaporte que de pronto le pareció demasiado pesado.
Esa noche no durmió. Leyó 1984 por tercera vez en su vida, pero ahora las frases le golpeaban diferente. “Si quieres una imagen del futuro, imagina una bota aplastando un rostro humano… eternamente.” Pensó en Ji-yeon. Pensó en su propia vida en Berlín: apartamento luminoso en Kreuzberg, novia que le dijo "ahora vuelvo", para morir destrozada en un atentado realizado por unos animales terroristas.
”,
@#@##@####
A las nueve y media salió del compound de PUST. Los guardias lo saludaron con indiferencia; estaba en la lista de profesores autorizados para paseos nocturnos “limitados”. Tomó el metro hasta la estación Ponghwa, luego caminó veinte minutos por calles vacías.
Pyongyang de noche es una ciudad fantasmal: edificios iluminados solo en las plantas donde viven funcionarios importantes, el resto en penumbra para ahorrar electricidad. El Monumento a la Idea Juche brillaba rojo en la distancia como un corazón latiendo.
El bloque de Sosong era un edificio de diecisiete plantas construido en los setenta, con ascensores que rara vez funcionaban. Subió por las escaleras oliendo a repollo fermentado y carbón. En el piso 14 llamó como le indicó: tres golpes lentos, dos rápidos.
La puerta se abrió apenas diez centímetros. El ojo de Ji-yeon lo escaneó.
—Pasa rápido.
El apartamento era pequeño: una sala con cocina integrada, dos puertas que presumiblemente llevaban a dormitorios. Calefacción por estufa de carbón que tossía calor irregular. En la mesa, una lámpara de kerosene y un plato con kimchi y arroz frío.
No estaban solos. Sentado en un taburete, un hombre de unos cincuenta años fumaba un cigarrillo liado a mano. Llevaba uniforme de trabajador, pero limpio. Lo miró sin hostilidad, solo evaluando.
—Este es mi tío —dijo Ji-yeon presentándole al hombre—. Él conoce gente.
El tío asintió. Hablaba algo de ruso, pero prefirió coreano. Ji-yeon traducía.
—Necesitamos cinco mil dólares americanos —dijo el tío sin rodeos—. O equivalente en yuanes. Para parar la investigación. Si no, mi sobrina y yo vamos a provincia. Quizás peor,porque nos quitarán el permiso de vivir aquí.
Alexander sintió que el suelo se movía un poco.
—No tengo cinco mil dólares aquí.
El tío sonrió sin humor.
—Nadie los tiene aquí. Pero tú eres extranjero. Tienes acceso. Puedes pedir préstamo, transferir desde fuera, vender algo. Los donju pagan más si hay prisa.
Alexander miró a Ji-yeon. Ella estaba de pie junto a la estufa, calentándose las manos. No lo miraba.
—¿Y si no puedo conseguirlo?
El tío apagó el cigarrillo en un plato.
—Entonces ella se va sola. Yo me quedo a cuidar de la madre. Es lo que hay.
Silencio. Solo el crepitar del carbón.
Alexander pensó en su cuenta bancaria: unos ochenta mil euros ahorrados. Podía transferir la mitad sin levantar alarmas. La otra mitad requeriría explicaciones. Pensó en su pasaporte. En la embajada alemana en Pekín que tardaría semanas en responder. Pensó en la cara de Ji-yeon cuando dijo “Depende de cuánto lo necesites”.
—¿Cuánto tiempo tengo?
—Una semana —dijo el tío—. Máximo diez días. Después cierran el caso y la trasladan.
Ji-yeon habló por primera vez desde que entró.
—No tienes que hacerlo —dijo en inglés—. Es mucho riesgo para ti.
Alexander la miró. En la luz amarilla de la lámpara parecía más joven. Y más cansada.
—¿Y si lo hago? ¿Qué pasa después?
Ella bajó la vista.
—Después… no lo sé. Quizás pueda quedarme en Pyongyang. Quizás tenga que irme a otra provincia de todos modos. Pero no a la zona oscura.
El tío se levantó.
—Piensa rápido, camarada extranjero. El tiempo aquí no espera a nadie.
Lo acompañaron hasta la puerta. En el pasillo oscuro, Ji-yeon lo detuvo un segundo.
—Gracias por venir —susurró—. Pase lo que pase.
Luego cerró la puerta.
Gunther Alexander bajó las escaleras sintiendo que cada paso lo alejaba más del mundo que conocía. Afuera seguía nevando. Caminó hasta el río. El Taedong estaba congelado en los bordes. Se sentó en un banco y sacó el teléfono satelital que usaba para emergencias. Tenía señal débil.
-- Que ganaba con hacer eso? Quizás un montón de graves problemas... Que obtendría a cambio?.. la respuesta llegó como un mazazo a su cerebro... Obtendría a Yi-Jeon.Era el pago...La estaba comprando por 5000 $... Ella lo sabía, desde el principio.
Escribió un mensaje a su ex jefe en Berlín: “Necesito préstamo urgente. 30.000 euros. Te explico después. Confía en mí.”
Lo envió. Luego apagó el teléfono.
No sabía si estaba salvando a Ji-yeon o cayendo en la trampa más antigua del mundo. Quizás ambas cosas. Quizás ninguna.
Solo sabía que por primera vez en años sentía algo que no era apatía.
El frío le calaba los huesos, pero no se movió. Miró las luces rojas del Juche Tower parpadeando en la distancia y pensó que, de alguna forma retorcida, empezaba a entenderlas.
(Continuara)



.jpeg)
.jpeg)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Hola Amigos, Aquí Puedes Colocar tus comentarios de los posts